En el área de la ciencia, se considera un buen principio no aceptar ningún «hecho» —no importa lo bien demostrado que esté— hasta que encaje en algún sistema de referencia aceptado. Es natural que, en ocasiones, una observación haga añicos ese sistema y fuerce la construcción de uno nuevo, pero es muy poco frecuente.
El doctor Kreuger aceptaba plenamente este principio: no creería en el descubrimiento de su sobrino hasta que éste lo pudiera explicar, y en tanto pudiera ver que exigía nada menos que una acción directa de Dios. Mientras blandía la todavía útil navaja de Occam, Kreuger pensaba que lo más probable era que Rolf hubiese cometido un error; de ser así, debía de ser bastante fácil encontrarlo.
Para gran sorpresa del tío Paul, eso resultó ser en realidad muy difícil. El análisis de las observaciones por lectura a distancia con radar era ahora un arte venerable y bien instituido, y todos los expertos a quienes Paul había consultado le dieron la misma respuesta, tras una considerable demora. También le habían preguntado:
—¿Dónde ha obtenido ese registro?
—Lo siento —había respondido—. No estoy autorizado a decirlo.
El paso siguiente consistió en suponer que lo imposible era correcto, y empezar a buscar en la bibliografía existente. Ello podía comportar un trabajo enorme, pues ni siquiera sabía por dónde comenzar. Una cosa sí era segura: un ataque frontal, realizado por la fuerza estaba condenado al fracaso. Sería casi como si Roentgen, a la mañana siguiente de su descubrimiento de los rayos X, hubiese empezado a buscar la explicación de ellos en las publicaciones sobre física que existían en aquella época: la información que él precisaba sólo se hallaría años más adelante.
Pero, por lo menos, quedaba la deportiva posibilidad de que lo que estaba buscando se encontrara oculto en alguna parte del inmenso cuerpo del conocimiento científico existente. Lenta y cuidadosamente, Paul Kreuger elaboró un programa de búsqueda automática, diseñado para lo que excluiría, así como para lo que abarcaría. Debía eliminar todas las referencias relacionadas con la Tierra (por supuesto, la cantidad de esas referencias se mediría en millones) y concentrarse por completo en las citas sobre hechos extraterrestres.
Uno de los beneficios de la eminencia del doctor Kreuger era que disponía de un presupuesto ilimitado para el procesamiento electrónico de datos; esa prerrogativa formaba parte de los honorarios que exigía de las diversas sociedades comerciales que requerían su sabiduría. Aunque esta investigación podría ser costosa, el doctor Kreuger no tenía que preocuparse por la factura de los gastos.
Pero esa factura resultó ser muy pequeña. Kreuger tuvo suerte: la búsqueda llegó a su fin tan sólo al cabo de dos horas treinta y siete minutos, en la referencia número veintiún mil cuatrocientos cincuenta y seis.
El título era suficiente. Paul estaba tan emocionado que su propia computadora-secretaria se negó a reconocerle la voz, y el físico tuvo que repetir la instrucción para pedir una salida impresa completa.
Nature había publicado el trabajo en 1981 —¡casi cinco años antes de que Kreuger naciera!— y cuando sus ojos recorrieron con rapidez la única página que constituía el artículo en cuestión, no sólo supo que su sobrino tenía toda la razón, sino también —y esto era tan importante como lo anterior— la forma exacta en que pudo haber sucedido un milagro de ese tipo.
El editor de esa publicación de ochenta años de antigüedad tuvo que haber tenido un gran sentido del humor. Un artículo científico que discurría sobre el núcleo de los planetas interiores no era algo que pudiese captar la atención del lector casual; sin embargo, este artículo tenía un extraño y sorprendente título. La computadora-secretaria pudo haberle dicho a Kreuger, con suficiente rapidez, que ese título otrora había sido parte de la letra de una canción famosa, pero, eso por supuesto, en modo alguno hacía al caso.
De todos modos, Paul Kreuger nunca había oído hablar de los Beatles ni de sus fantasías psicodélicas.