12. OOM PAUL

Rolf van der Berg no veía a su tío Paul desde hacía diez años, y no era probable que alguna vez lo volviera a ver vivo. Y no obstante, se sentía muy cerca del viejo científico, el último de su generación y el único que podía recordar (cuando deseaba hacerlo, lo que no ocurría con frecuencia) la forma de vida de sus antepasados.

El doctor Paul Kreuger —«Oom Paul», para toda su familia y la mayor parte de sus amigos— siempre estaba cerca cuando se le necesitaba, y brindaba información y consejos, bien en persona, bien en el otro extremo de un enlace radial de quinientos millones de kilómetros. Se decía que sólo una extrema presión política había forzado a la Comisión de los Nobel a desdeñar las contribuciones del doctor Kreuger a la física de las partículas, ahora, una vez más, en desesperado desorden, tras la reorganización general que había tenido lugar a fines del siglo XX.

Si esto era cierto, el doctor Kreuger no albergaba resentimientos. Modesto y sin pretensiones, carecía de enemigos personales, incluso entre las pendencieras facciones de sus compañeros de exilio. En verdad, el respeto que se le tenía era tan universal, que había recibido varias invitaciones para volver a visitar los Estados Unidos de África del Sur, pero siempre las había rechazado con cortesía, no —se apresuraba a explicar porque sintiera que en los EUAS correría peligro físico— sino porque temía que la sensación de nostalgia fuese abrumadora.

Aun utilizando la seguridad de un idioma que ahora entendía menos de un millón de personas, Van der Berg había sido muy discreto y había empleado circunloquios y referencias que, salvo un familiar cercano, nadie habría comprendido. Pero Paul no tuvo dificultades para entender el mensaje de su sobrino, aunque no lo podía tomar en serio. Temía que el joven Rolf se hubiera puesto en ridículo e intentaría disuadirlo con la máxima delicadeza. Era una suerte que no se hubiera apresurado a publicar nada; había tenido la sensatez de mantenerse callado…

Tan sólo el pensar en la posibilidad de que fuera cierto hacía que sus escasos cabellos de la parte posterior de la cabeza se le pusieran de punta. Todo un espectro de posibilidades —científicas, financieras, políticas— se abrió de repente ante sus ojos, y cuanto más reflexionaba sobre ellas más pavorosas parecían ser.

A diferencia de sus devotos antepasados, el doctor Kreuger no tenía un Dios al que dirigirse en los momentos de crisis o perplejidad. Ahora casi deseaba tenerlo, pero incluso si supiera rezar, la verdad era que tampoco eso ayudaría. Cuando se sentó frente a su computadora y empezó a tener acceso a los bancos de datos, no sabía si abrigar la esperanza de que su sobrino hubiese realizado un descubrimiento estupendo… o si había estado diciendo tonterías. ¿Podía ser que el Viejo le hiciese una jugarreta tan increíble a la especie humana? Paul recordó el comentario de Einstein: si bien Él era sutil, nunca era maligno.

«Deja de soñar despierto —se dijo el doctor Paul Kreuger—. Tus gustos y tus aversiones, tus esperanzas y tus miedos no tienen nada que ver con la cuestión…».

Se le había lanzado un desafío, a través de la mitad de la anchura del Sistema Solar, y el doctor Paul Kreuger no descansaría en paz hasta haber descubierto la verdad.