11. LA MENTIRA

Pasaron muchos meses antes de que Rolf van der Berg pudiera volver a dirigir sus pensamientos y sus energías hacia el monte Zeus. La colonización de Ganímedes era un trabajo sumamente complicado, y cada vez que dejaba su central, en la Base Dárdano, lo hacía por espacio de varias semanas, para explorar la ruta del monorraíl que se había propuesto entre Gilgamés y Osiris.

La geografía de la tercera —y más grande— luna galileana había variado de forma drástica desde la detonación de Júpiter, y seguía cambiando. El nuevo Sol que había derretido el hielo de Europa no era tan poderoso aquí, a cuatrocientos mil kilómetros de distancia, pero era lo bastante cálido como para producir clima templado en el centro de la cara vuelta para siempre hacia ese sol. Había mares pequeños y poco profundos —algunos tan grandes como el Mediterráneo terrestre— que llegaban hasta las latitudes cuarenta, norte y sur. No eran muchas las características de los mapas generados por las misiones Voyager, alrededor del siglo XX, que seguían siendo válidas. Un subsuelo permanentemente congelado, que se derretía, y ocasionales movimientos tectónicos desencadenados por las mismas fuerzas de marea que operaban en las dos lunas interiores, convertían a la nueva Ganímedes en la pesadilla de los cartógrafos.

Pero eran esos factores, precisamente, los que también la convertían en el paraíso de un ingeniero planetario. Aquí estaba el único mundo (con excepción del árido y mucho menos hospitalario Marte) en el que los hombres podrían, algún día, caminar sin protección, a cielo abierto. Ganímedes contaba con abundante agua, todas las sustancias químicas necesarias para la existencia de vida y —por lo menos allí, donde brillaba Lucifer— un clima más cálido que el que existía en gran parte de la Tierra.

Lo mejor de todo era que ya no eran necesarios los trajes espaciales que cubrían todo el cuerpo; la atmósfera, si bien todavía era irrespirable, tenía la densidad para permitir el empleo de simples mascarillas y tubos de oxígeno. Y aunque los microbiólogos no daban fechas exactas, habían prometido que al cabo de unas pocas décadas más hasta estos equipos se podrían descartar. Cepas de bacterias generadoras de oxígeno ya se habían soltado sobre la superficie de Ganímedes; la mayoría había muerto, pero algunas habían florecido, y la curva que ascendía poco a poco en la gráfica de análisis atmosférico era la primera prueba que se exhibía con orgullo a todos los visitantes de Dárdano.

Durante mucho tiempo, Van der Berg concentró su atención en los datos que fluían desde el Europa VI, con la esperanza de que un día las nubes se volviesen a disipar cuando el satélite estuviera en órbita sobre el monte Zeus. Sabía que las probabilidades eran escasas, pero mientras existiera la más mínima posibilidad no haría esfuerzo alguno por explorar otro enfoque de la investigación. No había prisa; tenía trabajo mucho más importante entre manos, y, de todos modos, la explicación podría resultar ser algo bastante trivial y carente de interés.

Entonces el Europa VI feneció de forma súbita, casi con certeza como resultado del choque al azar con algún meteorito. En la Tierra, Victor Willis había quedado como un tonto —en opinión de muchos— al entrevistar a los «Eurochiflados» que en estos momentos ocupaban de manera muy adecuada el vacío dejado por los entusiastas de los ovnis del siglo anterior. Algunos de esos «chiflados» sostenían que la muerte de la sonda se debía a la acción hostil del mundo que estaba abajo: el hecho de que se hubiera permitido operar al satélite sin interferencia alguna durante quince años —casi el doble de la vida útil que le concedía su diseño— no le molestaba en lo más mínimo. El mérito de Victor radicaba en que él había hecho hincapié en este detalle y había demolido la mayor parte de los restantes argumentos de esos fanáticos: pero el consenso general era que él nunca les tendría que haber dado publicidad en primer lugar.

A Van der Berg le gustaba la descripción que de él hacían sus colegas, quienes lo llamaban «holandés testarudo», y él ponía lo mejor de sí para estar a la altura de esa definición. Para él, la falla del Europa VI era un desafío al que no había que resistirse. No existía la menor esperanza de obtener fondos para un sustituto, pues el acallamiento de la charlatana y embarazosamente longeva sonda se había recibido con considerable alivio.

Así, pues, ¿cuál era la alternativa? Van der Berg se puso a reflexionar sobre sus opciones. Dado que era geólogo y no astrofísico, pasaron varios días antes de que se diera cuenta de pronto, de que la respuesta la había tenido frente a sus narices desde el mismo instante de su descenso en Ganímedes.

El afrikaans es uno de los mejores idiomas del mundo para maldecir; incluso cuando se habla con cortesía, puede magullar a los circunstantes no advertidos. Van der Berg dejó salir vapor durante unos minutos; después consiguió que le pasaran una llamada al Observatorio de Tiamat, situado precisamente en el Ecuador, el diminuto y deslumbrante disco de Lucifer establecido para siempre en la vertical que caía a plomo sobre el Observatorio.

Los astrofísicos, preocupados por los objetos más espectaculares del Universo, tienen tendencia a tratar con condescendencia a los simples geólogos, que dedican su vida a cosas pequeñas y faltas de pulcritud como los planetas. Pero aquí afuera, en la frontera, todos se ayudaban entre sí, y el doctor Wilkins no sólo estaba interesado sino que también estaba de acuerdo con lo que se le decía.

El Observatorio de Tiamat había sido construido con un único objetivo, objetivo que en realidad había constituido una de las razones principales para establecer una base en Ganímedes. El estudio de Lucifer tenía una importancia enorme no solo para los investigadores de ciencia pura sino también para ingenieros nucleares, meteorólogos, oceanógrafos, etc., y, no en menor medida, para estadistas y filósofos. El hecho de que hubiera entidades que podían convertir un planeta en un sol era una idea que producía vértigo y que había quitado el sueño a numerosos científicos. Podría ser bueno que la humanidad aprendiera todo lo posible sobre ese proceso: un día podría haber necesidad de imitarlo… o de evitarlo…

De modo que, durante más de una década, Tiamat había estado observando a Lucifer con todo tipo de instrumental posible; había registrado sin cesar el espectro que producía a través de toda la banda electromagnética, y también lo había sondeado activamente con radar, desde un modesto disco de cien metros de diámetro, suspendido mediante eslingas a través de un pequeño cráter producido por el impacto de un meteorito.

—A menudo miramos a Europa e Ío —dijo el doctor Wilkins—, pero nuestro haz de luz principal está fijado en Lucifer, por lo que no podemos ver esos satélites más que durante algunos minutos, cuando están en tránsito. Y el monte Zeus que usted busca se encuentra en otro lado, en el Lado Diurno, así que siempre está oculto para nosotros.

—Me doy cuenta de eso —dijo Van der Berg, algo impaciente—, pero, ¿no podrían desviar el haz tan sólo un poco, para así poder echarle un vistazo a Europa, antes de que se alinee? Diez o veinte grados les harían llegar a ustedes bastante lejos, en el Lado Diurno.

—Un grado sería suficiente para perder a Lucifer y conseguir a Europa, en posición de luna llena, en el otro lado de su órbita. Pero entonces estaría a más del triple de su distancia y sólo recibiríamos una centésima parte de la potencia reflejada. Sin embargo, podría funcionar; haremos un intento. Déme los datos específicos sobre frecuencias, envolventes de onda, polarización y sobre cualquier otra cosa que su personal de captación remota crea que puede ayudar. No nos ocupará mucho tiempo montar una red transformadora de fase que desplace el haz un par de grados. A partir de aquí ya no sé qué ocurrirá, pues no es un problema que alguna vez hayamos tomado en cuenta. Aunque tal vez debimos haberlo hecho… De todos modos, ¿qué espera encontrar en Europa, salvo hielo y agua?

—Si lo supiera, no estaría pidiendo ayuda, ¿no cree? —repuso Van der Berg.

—Y yo no estaría solicitando que se me otorgue todo el mérito, cuando usted publique su hallazgo. Es una lástima que mi nombre esté al final del abecedario; usted estará delante de mí nada más que por una letra.

Eso había ocurrido un año atrás. Las exploraciones de larga distancia no habían sido suficientemente buenas, y desviar el haz para mirar el Lado Diurno de Europa había resultado ser más difícil de lo que se esperaba. Pero por fin entraron los resultados; las computadoras los habían procesado y Van der Berg fue el primer ser humano que vio un mapa mineralógico del Europa posLucifer.

Tal como había conjeturado el doctor Wilkins, se observaba ante todo hielo y agua, con afloramientos de basalto entremezclados con depósitos de azufre. Pero se percibían dos anomalías.

Una parecía ser producto del proceso de presentación de imágenes; había una prominencia recta por completo, de dos kilómetros de largo, que, para todos los fines prácticos, no producía eco en el radar. Van der Berg dejó que el doctor Wilkins se devanara los sesos con ese problema. A él sólo le incumbía el monte Zeus. Había tenido que emplear mucho tiempo para hacer la identificación, porque sólo un loco —o un científico verdaderamente desesperado— habría imaginado que una cosa así fuese posible. Aun ahora, a pesar de que cada parámetro se había revisado hasta los límites de la exactitud, todavía no podía creerlo del todo. Y ni siquiera había intentado reflexionar sobre su próximo movimiento.

Cuando llamó el doctor Wilkins, ansioso por ver su nombre y su reputación difundidos por los bancos de datos, Van der Berg dijo entre dientes que todavía estaba analizando los resultados. Pero al final no lo pudo retrasar por más tiempo.

—No es nada demasiado emocionante —le dijo a su confiado colega—. Se trata simplemente de una forma de cuarzo…

Todavía estoy tratando de clasificarla, mediante la comparación con muestras de la Tierra.

Era la primera vez que le mentía a otro científico y se sentía muy incómodo por ello.

Pero, ¿cuál era la alternativa?