Durante las primeras cuarenta y ocho horas del viaje, Heywood Floyd todavía no podía creer en la comodidad, la espaciosidad y la absoluta extravagancia de las secciones de la Universe destinadas al alojamiento de los pasajeros. Y sin embargo, la mayoría de sus compañeros de viaje daba eso por sentado; aquéllos que nunca antes habían salido de la Tierra suponían que todas las naves espaciales tenían que ser así.
Floyd tuvo que echar una mirada retrospectiva a la historia de la aeronáutica para situar la cuestión en su correcta perspectiva: en el transcurso de su propia vida, había presenciado —en realidad, había experimentado— la revolución que había tenido lugar en el cielo del planeta que, en estos momentos, iba disminuyendo de tamaño a sus espaldas. Entre la antigua y tosca Leonov y la refinada Universe mediaban exactamente cincuenta años. (Desde el punto de vista emocional, Floyd no podía creer que eso fuera verdad, pero era inútil discutir con la aritmética).
Y tan sólo otros cincuenta años habían separado a los hermanos Wright de las primeras aeronaves comerciales de retropropulsión. En los comienzos de ese medio siglo, aviadores intrépidos habían ido de campo en campo, con los ojos protegidos por gafas y todo el cuerpo castigado por el viento, ya que iban sentados en asientos descubiertos, hacia el final de ese medio siglo, las abuelas habían dormitado pacíficamente entre continentes a mil kilómetros por hora.
De modo que quizá Floyd no debería haberse asombrado por el lujo y el elegante decorado de su camarote; ni siquiera por el hecho de que disponía de un camarero para mantener la habitación ordenada. La ventana, de generosas proporciones, era el aspecto más sorprendente de este apartamento, y al principio Floyd se sintió bastante incómodo al pensar en las toneladas de presión de aire que ese cristal estaba soportando contra el implacable vacío del espacio, que ni por un momento se daba descanso.
Su mayor sorpresa (aun cuando los folletos de información previa deberían haberlo preparado para ello) fue la presencia de gravedad: la Universe era la primera nave espacial construida para desplazarse bajo una aceleración continua, con la salvedad de las pocas horas que se empleaban para hacer el giro a mitad de curso. Cuando los enormes tanques propulsores estaban completamente llenos con sus cinco toneladas de agua, la nave podía intentar alcanzar un décimo de g,[4] lo que no era mucho, pero sí suficiente para evitar que los objetos sueltos flotaran a la deriva. Esto resultaba conveniente, en especial a la hora de las comidas, si bien los pasajeros necesitaron varios días para aprender a no revolver la sopa con vigor.
Cuarenta y ocho horas después de haber salido de la Tierra los ocupantes de la Universe ya se habían estratificado en cuatro clases distintas.
La aristocracia estaba compuesta por el capitán Smith y sus oficiales; a continuación, estaban los pasajeros; después, la tripulación (suboficiales y camareros) y, por último, los pasajeros de tercera clase…
Ésa era la descripción que los cinco jóvenes científicos espaciales habían dado de sí mismos, primero en broma, pero después con cierta amargura. Cuando Floyd comparó sus camarotes, estrechos y precariamente equipados, con su propia cabina fastuosa, pudo entender el punto de vista de los científicos, y pronto se convirtió en el emisario que presentaba las quejas al capitán.
No obstante, cuando se hacía el balance general, tenían pocos motivos para protestar; a causa del revuelo que se había armado para tener la nave lista, había resultado extremadamente incierto si habría algún lugar para alojar a esos jóvenes científicos y su equipo. Ahora podían observar complacidos el despliegue de instrumentos en torno —y sobre— al cometa, durante los críticos días previos a su paso alrededor del Sol y a su partida, una vez más, hacia los confines del Sistema Solar. Los miembros del equipo científico cimentarían su reputación en este viaje, y lo sabían. Tan sólo en los momentos de agotamiento, o cuando se enfurecían porque los instrumentos no funcionaban, empezaban a quejarse del ruidoso sistema de ventilación, de los camarotes que les producían claustrofobia, y de ocasionales y extraños olores de origen desconocido.
Pero nunca se quejaban de la comida, con respecto a la cual todos coincidían en que era excelente.
—Es mucho mejor —les aseguraba el capitán Smith— que la que Darwin tuvo a bordo del Beagle.
A lo que Victor Willis de inmediato dio una réplica mordaz:
—¿Cómo lo sabe él? Y a propósito: el capitán del Beagle se cortó la garganta cuando regresó a Inglaterra.
Eso era bastante típico de Victor, tal vez el comunicador de ciencias más popular del planeta para sus ardientes admiradores, o un científico pop para sus igualmente numerosos detractores. Habría sido injusto llamarlos «enemigos», pues la admiración por el talento de Willis era universal, si bien, en ocasiones, se la concedían de mala gana. Su suave acento del Pacífico Medio, y los gestos expansivos que hacía ante la cámara eran ampliamente parodiados, y se le había atribuido el mérito (o la culpa) de haber hecho renacer el uso de la barba larga. A sus críticos les agradaba decir: «Un hombre que se deja crecer tanto pelo debe de tener mucho que esconder».
No había duda de que era el más rápidamente reconocible de los seis VIP,[5] aunque Floyd, que ya no se consideraba a sí mismo una celebridad, siempre que se refería a ellos, los llamaba, en tono irónico, «Los Cinco Famosos». En las raras ocasiones en que Yva Merlin salía de su apartamento, podía caminar por Park Avenue sin ser reconocida. Y en cuanto a Dimitri Mijáilovich, para su considerable fastidio, se hallaba unos diez centímetros por debajo de la estatura media, hecho que podría contribuir a explicar su apego por las orquestas de mil instrumentos —reales o sintetizados— pero que no mejoraba su imagen pública.
Clifford Greenberg y Margaret M’Bala también se encontraban dentro de la categoría de «famosos desconocidos», aunque era indudable que esta situación cambiaría cuando regresaran a la Tierra. El primer hombre que había pisado Mercurio tenía uno de esos rostros agradables, pero carentes de rasgos notables, que resultan muy difíciles de recordar; por añadidura, los días en que ese hombre acaparaba las noticias se hallaban ahora treinta años atrás, en el pasado. Y tal como ocurría con muchos escritores poco aficionados a exhibirse en entrevistas ni a las sesiones de firma de autógrafos, Ms.[6] M’Bala sería irreconocible para la gran mayoría de sus millones de lectores.
Su fama literaria había sido uno de los hechos sensacionales de la década de 2040. Un docto estudio sobre el Partenón griego no acostumbra ser candidato para figurar en las listas de bestsellers, pero Ms. M’Bala había situado los eternamente inagotables mitos de aquellos dioses en el contemporáneo escenario de la Era Espacial. Nombres que un siglo atrás sólo habían resultado familiares para los astrónomos y especialistas en la antigüedad clásica, ahora formaban parte del conocimiento que toda persona educada tenía del mundo. Casi cada día había noticias procedentes de Ganímedes, Calisto, Ío, Titán, Japeto, o incluso de mundos todavía más oscuros como Carme, Pasifae, Hiperión, Febe…
Sin embargo, ese libro de Ms. M’Bala no habría tenido más que un modesto éxito de no haberse centrado la autora en la complicada vida familiar de Júpiter-Zeus, Padre de todos los Dioses (y de mucho más). Y debido a un golpe de buena suerte, un editor de genio había cambiado el título original dado por la autora, La vista desde el Olimpo, por el de Las pasiones de los Dioses. Académicos envidiosos solían referirse al libro como Olímpicas lujurias, pero de manera invariable deseaban haberlo escrito ellos.
A nadie le sorprendió que fuese Maggie M —como pronto la bautizaron sus compañeros de viaje— quien empleara por primera vez la frase nave de los locos. Victor Willis la adoptó de muy buena gana, y pronto descubrió una desconcertante resonancia histórica: casi un siglo atrás, Katherine Anne Porter y un grupo de científicos y escritores se habían embarcado en un transatlántico para observar el lanzamiento de la Apolo 17 y el fin de la primera fase de la exploración lunar.
—Lo tendré en cuenta —había comentado Ms. Bala en tono de presagio, cuando se le informó sobre aquel hecho—. Quizá haya llegado el momento de elaborar una tercera versión. Pero eso no lo sabré, por supuesto, hasta que volvamos a la Tierra…