También yo digo adiós a todo lo que alguna vez tuve…
¿Desde qué profundidades de la memoria había surgido ese verso, hasta llegar a la superficie? Heywood Floyd cerró los ojos y trató de concentrarse en el pasado: era indudable que pertenecía a un poema… y apenas si había leído algún verso desde que había acabado sus estudios universitarios. Y aun entonces, había leído bastante poco, salvo durante un breve seminario sobre la lengua inglesa.
Sin indicios adicionales, a la computadora de la estación le podría llevar un buen rato —quizás alrededor de diez minutos— localizar ese verso dentro de todo el cuerpo de literatura en inglés. Pero eso sería hacer trampa (además de resultar caro), y Floyd prefirió aceptar el desafío intelectual.
Se trataba de un poema dedicado a la guerra, eso era evidente…, pero ¿a cuál de ellas? Había habido tantas guerras durante el siglo XX…
Todavía estaba buscando entre la niebla de su mente, cuando llegaron sus invitados, quienes se desplazaban como en cámara lenta, con esa gracia exenta de esfuerzo de los residentes de larga duración en un ambiente con un sexto de gravedad. La sociedad del Pasteur estaba poderosamente influenciada por la que había sido llamada «estratificación centrífuga»; algunas personas nunca abandonaban la gravedad cero del Eje de la estación, en tanto que quienes tenían la esperanza de regresar un día a la Tierra preferían el régimen de peso casi normal, en el borde del enorme disco que giraba con lentitud.
George y Jerry eran, ahora, los más viejos e íntimos amigos de Floyd, lo que resultaba sorprendente, dado que tenían tan pocos puntos obvios en común. Al echar una mirada retrospectiva a su propia y, hasta cierto punto, variada vida afectiva (dos matrimonios, tres contratos formales, dos informales, tres hijos); a menudo envidiaba a sus dos amigos, la larga estabilidad de su relación, a la que, en apariencia, para nada afectaban los «sobrinos» que procedentes de la Tierra o de la Luna, los visitaban de vez en cuando.
—¿Habéis pensado alguna vez en el divorcio? —les había preguntado una vez, para provocarlos.
George —cuyo manejo acrobático, aunque profundamente serio, de la batuta había sido, en gran medida, la causa del retorno de la orquesta clásica— tuvo, como siempre, la respuesta rápida y oportuna.
—En el divorcio, nunca. En el asesinato, a menudo.
—Por supuesto, nunca le saldría bien —había replicado Jerry con mordacidad—, porque Sebastian revelaría lo ocurrido.
Sebastian era un loro hermoso y parlanchín, que ambos habían importado después de una prolongada batalla con las autoridades del hospital. No sólo sabía hablar, sino que también podía reproducir los compases iniciales del Concierto para violín de Sibelius, con el que Jerry —con la considerable ayuda de Antonio Stradivarius— se había hecho famoso, medio siglo atrás.
Había llegado el momento de decir adiós a George, a Jerry y Sebastian… quizá durante tan sólo algunas semanas, quizá para siempre. Floyd ya había pronunciado todas sus otras despedidas, en una serie completa de fiestas que habían vaciado, en forma grave, la bodega de vinos de la estación, y no se le ocurría qué cosa podría haber dejado sin hacer.
Su computadora-secretaria de modelo primitivo pero todavía perfectamente útil, Archie, había sido programada para atender todas las llamadas que entraran, bien mediante el envío de respuestas adecuadas, bien encauzando cualquier mensaje urgente y personal hacia Floyd, a bordo de la Universe. Sería extraño, pasados todos estos años, que no pudiera hablar con quien deseara… si bien, como compensación, también podía evitar a los interlocutores indeseables. Después de algunos días de viaje, la cosmonave estaría lo bastante lejos de la Tierra como para hacer que la conversación en tiempo real fuera imposible, y todas las comunicaciones tendrían que desarrollarse a través de la voz grabada o de teletexto.
—Creíamos ser tus amigos —se quejó George—. Fue una jugada sucia convertirnos en tus albaceas… en especial cuando no nos vas a dejar cosa alguna.
—Puede que recibáis algunas sorpresas —replicó Floyd, sonriendo—. Sea como fuere, Archie se hará cargo de todos los detalles. Tan sólo querría que controlarais mi correo, por si hay algo que Archie no entiende.
—Sí él no lo entiende, tampoco lo entenderemos nosotros. ¿Qué sabemos sobre tus sociedades científicas y todas esas tonterías?
—Pueden cuidarse por sí mismas. Por favor, vigilad que el personal de limpieza no líe demasiado mis cosas mientras estoy fuera y, si no regreso, aquí hay algunos objetos personales que me gustaría que fueran enviados… a mi familia.
¡Su familia! Había penas, así como alegrías, en el hecho de vivir durante tanto tiempo, como Floyd.
Habían transcurrido sesenta y tres años —¡sesenta y tres!— desde la muerte de Marion, ocurrida en un accidente aéreo. Ahora Floyd sentía una punzada de culpa porque ni siquiera podía revivir el recuerdo de la aflicción que con toda seguridad padeció.
En el mejor de los casos, su pena era una reconstrucción forzada, no un recuerdo genuino.
¿Qué habrían significado el uno para el otro, en el caso de haber estado Marion aún viva? En estos momentos, ella habría tenido exactamente cien años…
Y las dos niñitas a las que una vez tanto amó, ahora eran dos amables extrañas de cabello gris, que rayaban los setenta años y tenían hijos —¡y nietos!— propios. Según el último cómputo, había habido nueve descendientes en ese lado de la familia; sin la ayuda de Archie, Floyd nunca habría podido estar al corriente del nombre de sus nietos. Pero, por lo menos, todos lo recordaban en Navidad, aunque sólo fuera por obligación, ya que no por afecto.
Desde luego, su segundo matrimonio había encubierto los recuerdos del primero, como sucede con lo último que se escribe en un palimpsesto medieval. Eso también había terminado, cincuenta años atrás, en algún punto entre la Tierra y Júpiter. Aunque Floyd había tenido la esperanza de una reconciliación —tanto con su esposa como con su hijo— sólo hubo tiempo para un breve encuentro, entre todas las ceremonias de bienvenida, antes de que el accidente lo obligara a exiliarse en el Pasteur.
El encuentro no había tenido éxito; tampoco el segundo, arreglado a costa de considerables gastos y dificultades; había tenido lugar a bordo del mismo hospital espacial… de hecho, en esa misma habitación. En aquel momento, Chris tenía veinte años y estaba recién casado. Si había algo que unía a Floyd y a Caroline era la desaprobación de la elección hecha por su hijo.
No obstante, Helena demostró tener notables condiciones, ya que fue una buena madre para Chris, nacido apenas un mes después de la boda; y cuando, al igual que muchas otras jóvenes esposas, quedó viuda como consecuencia del Desastre en Copérnico, supo mantenerse controlada.
Había una curiosa ironía en el hecho de que tanto Chris I como Chris II hubieran perdido a sus padres a causa del Espacio, si bien los habían perdido de manera diferente. Floyd había regresado por un período breve de tiempo, como un completo extraño, a su hijo de ocho años: Chris II, al menos, había conocido un padre durante la primera década de su vida, antes de perderlo para siempre.
¿Dónde estaría Chris ahora? Ni Caroline ni Helena —que se habían convertido en excelentes amigas— parecían saber si estaba en la Tierra o en el Espacio. Pero eso era típico: en su momento, sólo tarjetas postales, cuyo sello postal decía BASE CLAVIUS, habían informado a la familia que Floyd había hecho su primera visita a la Luna.
La postal de Floyd todavía estaba pegada sobre su escritorio, en un lugar destacado. Chris II tenía un gran sentido del humor… y de la historia: a su abuelo le había enviado aquella famosa fotografía del monolito, que se alzaba ante las figuras enfundadas en sus trajes espaciales reunidas en torno a él, en la excavación en el Tycho, más de medio siglo atrás. Todos los demás componentes del grupo ahora estaban muertos, y el monolito en cuestión ya no se hallaba en la Luna. En 2006, tras muchas controversias, había sido llevado a la Tierra, y emplazado —eco sobrenatural del edificio principal— en la Plaza de las Naciones Unidas. Fue colocado allí con el propósito de recordar a la raza humana que ya no estaba sola. Cinco años después, con Lucifer ardiendo furiosamente en el cielo, ya no fue necesario tal recordatorio.
Los dedos de Floyd no se mantenían muy firmes (en ocasiones, la mano derecha parecía tener voluntad propia) mientras despegaba la postal y se la metía en el bolsillo; ésa sería casi la única posesión personal que habría de llevar cuando subiera a bordo de la Universe.
—Veinticinco días… Estarás de vuelta antes de que nos demos cuenta de que te has ido —dijo Jerry—. Y a propósito: ¿es cierto que tendrás a Dimitri a bordo?
—¡Ese pequeño cosaco! —bufó George—. Dirigí su Segunda Sinfonía, allá por 2022.
—¿No fue cuando el primer violín vomitó durante el Largo?
—No. Eso sucedió con Mahler, no con Mijáilovich. Y de todos modos, fue con un instrumento de viento, por lo que nadie se dio cuenta… salvo el desafortunado ejecutor de la tuba, que vendió su instrumento al día siguiente.
—¡Esto lo estás inventando!
—Claro que sí. Pero transmite cariños al viejo bribón, y pregúntale si recuerda aquella noche que pasamos en Viena. ¿Quién más estará a bordo?
—He oído rumores terribles sobre patrullas de reclutamiento —dijo Jerry, con expresión meditativa.
—Son exagerados en extremo, te lo aseguro. Todos fuimos personalmente elegidos por Sir Lawrence, en función de nuestra inteligencia, agudeza, hermosura, carisma o alguna otra virtud que nos redimiera.
—¿No por ser sacrificables?
—Bueno, ahora que lo mencionas, todos tuvimos que firmar un deprimente documento jurídico, por el que absolvíamos a Líneas Espaciales Tsung de cualquier responsabilidad imaginable. A propósito, mi copia está en esa carpeta.
—¿Existe alguna posibilidad de que cobremos algo por ese contrato? —preguntó George, esperanzado.
—No, mis abogados me dijeron que es tremendamente riguroso. Tsung acuerda llevarme al Halley y traerme de vuelta; darme alimentos, agua, aire y un camarote con vista al exterior.
—¿Y a cambio de eso?
—Cuando regrese, pondré lo mejor de mí para promover futuros viajes, haré algunas presentaciones en televisión, escribiré algunos artículos, todo lo cual es muy razonable, a cambio de esta posibilidad, que se da una vez en la vida. Ah, sí: también brindaré entretenimiento a mis compañeros de viaje… y viceversa.
—¿Cómo? ¿Canto y baile?
—Bueno, tengo la esperanza de infligir partes selectas de mis memorias a una audiencia obligada a verme y escucharme. Pero no creo ser capaz de competir con los profesionales. ¿Sabíais que Yva Merlin estará a bordo?
—¿¡Qué!? ¿Cómo habéis logrado engatusarla para que abandone su celda de Park Avenue?
—Debe de tener ciento… oh, lo siento, Hey.
—Tiene alrededor de setenta años… cinco más o cinco menos.
—Olvida el menos. Yo no era más que un niño cuando se estrenó Napoleón.
Se produjo una prolongada pausa mientras cada uno de los tres miembros del grupo evocaba aquella famosa interpretación. Aunque algunos críticos consideraban que el de Scarlett O’Hara había sido su mejor papel, para el gran público Yva Merlin (nacida con el nombre de Evelyn Miles, en Cardiff, Gales del Sur) aún se identificaba con Josefina. Casi medio siglo atrás, la controvertida película épica de David Griffin había encantado a los franceses y enfurecido a los británicos… si bien ambos bandos ahora coincidían en que, de vez en cuando, Griffin había permitido que sus impulsos artísticos tratasen sin seriedad los registros históricos, en la espectacular secuencia final de la coronación del Emperador, en la Abadía de Westminster.
—Ésa es toda una primicia para Sir Lawrence —dijo George, meditativo.
—Creo que puedo reclamar crédito por eso. El padre de Yva era astrónomo —hubo un tiempo en que trabajó para mí— y ella siempre se interesó mucho por la ciencia. Así que hice algunas videollamadas.
Heywood Floyd no consideró necesario añadir que, al igual que una parte sustancial de la raza humana, él se había enamorado de Yva desde el momento de la aparición del GWTW Mark II.
—Por supuesto —prosiguió—, Sir Lawrence estaba encantado, pero lo tuve que convencer de que Yva tenía más que un interés superficial por la astronomía. De lo contrario, el viaje podría ser un desastre, en el aspecto social.
—Eso me recuerda algo —dijo George, y sacó un pequeño paquete que, no con mucho éxito, había estado escondiendo a sus espaldas—. Tenemos un regalito para ti.
—¿Lo puedo abrir ahora?
—¿Crees que debe abrirlo? —preguntó Jerry con impaciencia.
—En ese caso, lo abriré de inmediato —dijo Floyd. Desató la brillante cinta verde y desenvolvió el papel.
En el interior, había una pintura bellamente enmarcada. Aunque Floyd sabía poco de arte, la había visto antes, en realidad, ¿quién podría olvidarla?
La precaria balsa, zarandeada por las olas, estaba repleta de náufragos semidesnudos, algunos ya moribundos; otros agitaban las manos con desesperación, en dirección a un barco que se veía en el horizonte. Al pie, estaba el título:
Debajo del título había un mensaje, firmado por George y Jerry: «Llegar allá es la mitad de la diversión».
—Sois un par de bastardos, pero os quiero muchísimo —dijo Floyd, y los abrazó.
En el teclado de Archie, la luz que indicaba ATENCIÓN parpadeaba con rapidez: era hora de partir.
Sus dos amigos salieron en silencio, silencio que era más elocuente que las palabras. Por última vez, Heywood Floyd recorrió con la mirada el pequeño cuarto que había sido su universo durante casi la mitad de su vida.
Y de pronto recordó cómo terminaba el poema:
He sido feliz; feliz, ahora me voy.