6. EL REVERDECIMIENTO DE GANIMEDES

Rolf van der Berg fue el hombre preciso, que estuvo en el sitio preciso, en el momento preciso: ninguna otra combinación habría funcionado. (Así es, por supuesto, la manera en que se escribe gran parte de la Historia).

Fue el hombre preciso porque era un refugiado afrikaner de segunda generación, y un geólogo excelente, y ambos factores eran igualmente importantes. Estuvo en el sitio preciso, porque ésa tenía que ser la más grande de las lunas jovianas, la tercera hacia el exterior en la secuencia Ío, Europa, Ganímedes, Calisto. El momento no era un factor tan crítico, pues la información había estado detenida en los bancos de datos —como una bomba de acción retardada— durante una década, por lo menos. Van der Berg no se topó con ella hasta 2057; aun entonces, necesitó otro año para convencerse de que no estaba loco… y se llegó a 2059, antes de que él apartara de forma silenciosa los registros originales. Sólo entonces, cuando ya se hallaba a salvo, pudo dedicar toda su atención al problema principal: qué hacer a continuación.

Como sucede con mucha frecuencia, todo había comenzado con una observación en apariencia trivial, en un campo que ni siquiera le concernía de manera directa a Van der Berg. En su condición de miembro de la Fuerza Específica de la Ingeniería Planetaria, su trabajo consistía en estudiar y catalogar los recursos naturales de Ganímedes, así que no tenía por qué estar perdiendo el tiempo con el cercano satélite prohibido.

Pero Europa era un enigma que nadie (y mucho menos sus vecinos inmediatos), podía pasar por alto durante largo tiempo. Cada siete días pasaba entre Ganímedes y el brillante minisol que otrora había sido Júpiter, y producía eclipses que podían durar alrededor de doce minutos. Cuando se hallaba en su punto máximo de acercamiento, parecía ser ligeramente más pequeño que la Luna, tal como ésta se veía desde la Tierra; pero disminuía hasta apenas una cuarta parte de su tamaño cuando se encontraba en el otro lado de su órbita.

A menudo los eclipses eran impresionantes: poco antes de que se deslizara entre Ganímedes y Lucifer, Europa se convertía en un ominoso disco negro que cuando la luz del nuevo sol se refractaba a través de la atmósfera que había ayudado a crear, se veía rodeado por un anillo de fuego carmesí.

En menos de la mitad del tiempo que dura la vida humana, Europa se había transformado: la corteza de hielo, en el hemisferio que siempre estaba enfrentado a Lucifer, se había derretido, para formar el segundo océano del Sistema Solar. A lo largo de una década había hecho espuma y había hervido en el vacío que tenía sobre sí, hasta que se alcanzó el equilibrio. Ahora Europa poseía una atmósfera tenue pero utilizable —aunque no por seres humanos—, constituida por vapor de agua, sulfuro de hidrógeno, bióxido de carbono y de azufre, nitrógeno y una mezcla de gases nobles. Si bien el un tanto mal llamado «Lado Nocturno» seguía estando en permanente congelación, en aquel momento una superficie del satélite tan grande como África tenía clima templado, agua líquida y unas pocas islas diseminadas.

Todo esto —y no mucho más— había sido observado a través de telescopios instalados en la órbita terrestre. En la época en que se había lanzado la primera expedición en gran escala hacia las lunas galileanas, en 2028, Europa ya había quedado oculta por un manto permanente de nubes. Cuidadosos sondeos con radar poco revelaron, excepto un liso océano en una de las caras, y hielo, casi igualmente liso en la otra. Europa seguía conservando la reputación de ser el lote de tierra más llano del Sistema Solar.

Diez años después, esa afirmación ya no era cierta: algo drástico le había sucedido a Europa. Ahora poseía una montaña solitaria, casi tan alta como el Everest, que se proyectaba a través del hielo de la zona del crepúsculo. Era probable que alguna actividad volcánica —como la que de forma continua tenía lugar en la vecina Ío— hubiese empujado esta masa de material hacia arriba. Era posible que el muy incrementado flujo de calor procedente de Lucifer hubiera desencadenado tal fenómeno.

Pero esta obvia explicación planteaba varios problemas. El monte Zeus era una pirámide irregular, no el habitual cono volcánico, y las exploraciones hechas mediante el radar no mostraban ninguna de las características coladas de lava. Durante una momentánea brecha en las nubes y a través de los telescopios montados en Ganímedes, se obtuvieron algunas fotografías de mala calidad, que sugerían que el monte estaba constituido por hielo, al igual que el congelado paisaje que lo circundaba. Fuera cual fuera la respuesta, la creación del monte Zeus había sido una experiencia traumática para el mundo sobre el que se erguía, pues la totalidad del patrón del pavimento, constituido por grandes bloques de hielo de forma irregular, y que se extendía por el Lado Nocturno, había cambiado por completo.

Un científico independiente —es decir, que no pertenecía a ninguna institución— había propuesto la teoría de que el monte Zeus era un «iceberg cósmico», un fragmento cometario que había caído en Europa desde el espacio; la vapuleada Calisto brindaba abundantes pruebas de que tales bombardeos habían ocurrido en un pasado remoto. Esta teoría fue muy impopular en Ganímedes, cuyos potenciales colonizadores ya tenían suficientes problemas; de modo que quedaron muy aliviados cuando Van der Berg refutó esa teoría de manera convincente: cualquier masa de hielo de ese tamaño se habría hecho añicos al chocar, y si no se hubiese deshecho, la poca gravedad de Europa enseguida la habría hecho desplomarse. Mediciones efectuadas con radar demostraban que, aunque el monte Zeus en verdad se estaba hundiendo de forma progresiva, su forma total permanecía por completo inalterada. Era evidente que el hielo no era la respuesta.

Desde luego, el problema se habría podido resolver enviando una sola sonda a través de las nubes de Europa. Pero, por desgracia, fuera lo que fuera lo que hubiese debajo de esa lúgubre y casi permanente capa de nubes no alentaba la curiosidad.

TODOS ESTOS MUNDOS SON VUESTROS… CON EXCEPCIÓN DE EUROPA: NO INTENTÉIS EFECTUAR DESCENSOS ALLÍ.

El último mensaje transmitido desde la cosmonave Discovery, inmediatamente antes de su destrucción, no había caído en el olvido, pero se habían producido interminables discusiones con respecto a la interpretación que debía dársele. ¿«Descensos» se refería a sondas-robot o tan sólo a vehículos tripulados? ¿Y en cuanto a los vuelos cercanos de circunvalación, fueran o no tripulados? ¿O los globos que flotaban en la atmósfera superior?

Los científicos estaban impacientes por averiguarlo, pero el público en general era indudable que estaba nervioso. Cualquier potencia que podía hacer estallar el planeta más poderoso del Sistema Solar, no podía de ningún modo ser tomada a la ligera. Y llevaría muchos siglos explorar y explotar Ío, Ganímedes, Calisto y las docenas de satélites menores: Europa podía esperar.

En consecuencia, más de una vez, a Van der Berg se le había dicho que no desperdiciara su valioso tiempo en investigaciones carentes de importancia práctica, cuando había tanto por hacer en Ganímedes. («¿Dónde podemos encontrar nitratos de carbono y de fósforo para las granjas hidropónicas? ¿Cuál es el grado de estabilidad de la Escarpa Barnard? ¿Hay peligro de que se produzcan más deslizamientos de lodo en Frigia?, etc., etcétera…»).

Pero Van der Berg había heredado la merecida reputación de terquedad que tenían sus antepasados, los bóers; de manera que, incluso cuando se hallaba trabajando en sus otros numerosos proyectos, por encima del hombro seguía mirando a Europa.

Y cierto día, tan sólo durante unas horas, un ventarrón proveniente del Lado Nocturno limpió el cielo, por encima del monte Zeus.