Incluso prescindiendo de ese embarazoso accidente, el regreso a la Tierra no había sido fácil.
La primera conmoción se había producido muy poco después de la reanimación, al despertarlo la doctora Rudenko de su largo sueño: Walter Curnow estaba vacilante al lado de la doctora, y aun en su estado de semiinconsciencia, Floyd pudo darse cuenta de que algo andaba mal; el placer de sus dos compañeros por verlo despierto era algo exagerado, y no lograba ocultar una sensación de tensión. Pero sólo cuando estuvo del todo recuperado le comunicaron que el doctor Chandra les había abandonado para siempre.
En algún sitio, más allá de Marte y de modo tan imperceptible que los monitores no pudieron localizar con precisión la hora, Chandra sencillamente había dejado de vivir. Dejado a la deriva en el espacio, su cuerpo había continuado, sin reducir su velocidad, a lo largo de la órbita de la Leonov, y ya hacía mucho que lo habían consumido los fuegos del Sol.
La causa de su muerte era desconocida, pero Max Brailovsky expresó una opinión que, aunque desprovista por completo de base científica, ni siquiera la cirujano-teniente del navío Katerina Rudenko se atrevió a refutar:
—No podía vivir sin Hal.
De todos los presentes, fue Walter Curnow quien agregó otra reflexión:
—Me pregunto cómo lo tomará Hal. Algo que hay ahí afuera tiene que estar interviniendo todas nuestras radioemisiones. Más tarde o más temprano, se enterará.
Y ahora, también Curnow se había ido… así como todos los demás, salvo la pequeña Zenia. Hacía veinte años que Floyd no la veía, pero la tarjeta que ella le enviaba llegaba puntualmente cada Navidad. La última todavía estaba prendida con un alfiler sobre el escritorio de Floyd: mostraba una troica cargada de regalos, que avanzaba con celeridad a través de las nieves del invierno ruso, mientras varios lobos, que tenían el aspecto de estar extremadamente hambrientos, la observaban.
¡Cuarenta y cinco años! A veces parecía como si fuera ayer cuando la Leonov había vuelto a la Tierra, y había recibido la aclamación de toda la humanidad. Sin embargo, había sido una aclamación curiosamente apagada; respetuosa, pero carente de genuino entusiasmo. La misión a Júpiter había sido un éxito rotundo, ya que había abierto una caja de Pandora, cuyo contenido todavía tenía que darse a conocer.
Cuando el Monolito Negro —conocido como Anomalía Magnética Uno de Tycho—, se excavó en la Luna, tan sólo un puñado de hombres supo de su existencia. Hasta después del malhadado viaje de la Discovery a Júpiter el mundo no se enteró de que, cuatro millones de años atrás, una forma de inteligencia había pasado a través del Sistema Solar y había dejado su tarjeta de presentación. La noticia fue una revelación… pero no una sorpresa: durante décadas se había esperado que sucediera algo así.
Y todo eso había ocurrido mucho antes de que existiera la raza humana. Aunque algún accidente misterioso le había sucedido a la Discovery en su viaje hacia Júpiter, no existían pruebas verdaderas de que ese accidente entrañara algo más que una avería en el funcionamiento a bordo de la nave. Si bien las consecuencias filosóficas de la AM-1T eran profundas, para todos los fines prácticos, la humanidad seguía estando sola en el universo.
Ahora eso ya no tenía validez: a apenas minutos-luz de distancia —un mero tiro de piedra en el Cosmos—, había una inteligencia capaz de crear una estrella y que, para satisfacer sus propios objetivos inescrutables, podía destruir un planeta mil veces más grande que la Tierra. Aún más amenazador resultaba el hecho de que dicha inteligencia había demostrado tener conocimiento de la especie humana, lo que se evidenció en el último mensaje que la Discovery había transmitido desde las lunas de Júpiter, casi en el instante en que el llameante nacimiento de Lucifer la destruyó:
La brillante estrella nueva había desterrado la noche salvo durante los pocos meses en que, todos los años, pasaba por detrás del Sol, y había traído esperanza y también miedo a la humanidad. Miedo, porque lo desconocido —en especial, cuando aparecía relacionado con la omnipotencia— no podía dejar de provocar esas emociones tan primitivas; y esperanza, debido a la transformación que había operado en la política de toda la Tierra.
Se ha dicho, con frecuencia, que lo único que podría unir a la especie humana sería una amenaza procedente del espacio. Si Lucifer era una auténtica amenaza, nadie lo sabía; pero, en todo caso, sí era un desafío. Y como demostrarían los hechos posteriores, eso fue suficiente.
Desde su favorable posición en el Pasteur, Heywood Floyd había observado los cambios geopolíticos ocurridos, casi como si él mismo fuese un observador extraterrestre. Al principio, no tenía la intención de permanecer en el espacio una vez lograda su completa recuperación; pero para desconcierto y fastidio de sus médicos, esa recuperación precisó un período totalmente desmesurado.
Al echar una mirada retrospectiva, desde la tranquilidad de los años recientes, Floyd supo con exactitud por qué sus huesos rehusaban soldarse: simplemente no deseaba regresar a la Tierra; nada había para él en ese deslumbrante globo azul y blanco que llenaba su cielo. Había ocasiones en que podía comprender bien cómo Chandra pudo haber perdido su voluntad de vivir.
Fue por pura casualidad por lo que no estuvo con su primera esposa en aquel viaje al continente europeo. Ahora Marion estaba muerta, y su recuerdo parecía formar parte de otra vida, una vida que podría haber pertenecido a alguna otra persona; y las dos hijas que había tenido con ella eran dos amables extrañas que tenían sus propias familias.
Pero como consecuencia de sus propios actos, había perdido a Caroline, aun cuando no había tenido una real alternativa en el asunto, pues ella nunca había entendido (¿lo había entendido él mismo?) por qué Floyd había dejado la bella casa que compartían, para autodesterrarse, durante años, en esos páramos distantes del Sol.
Si bien antes de que la misión estuviera semicompletada, sabía que Caroline no lo aguardaría, había anhelado con desesperación que Chris lo perdonara. Pero hasta ese consuelo le fue negado: su hijo había estado sin padre demasiado tiempo, y cuando él regresó, Chris ya había encontrado otro padre en el hombre que había tomado el lugar de Floyd en la vida de Caroline. El alejamiento fue completo, y aunque Floyd pensó que nunca se recuperaría, por supuesto, se recuperó… en cierta medida.
Su cuerpo había conspirado de manera astuta con sus deseos inconscientes, de modo que cuando por fin regresó a la Tierra, después de su dilatada convalecencia en el Pasteur, enseguida desarrolló síntomas tan alarmantes —entre ellos, algo sospechosamente parecido a una necrosis ósea—, que de inmediato, a toda prisa, volvieron a ponerlo en órbita. Y ahí había permanecido (aparte de unos pocos viajes cortos a la Luna), adaptado por completo a la vida en el régimen de gravedad del hospital rotativo del espacio, gravedad que oscilaba entre cero y un sexto de la terrestre.
Floyd no era un recluso, ni mucho menos, ya que cuando se hallaba convaleciente incluso dictaba informes, prestaba testimonio ante innumerables comisiones y era entrevistado por representantes de los medios de comunicación. Era un hombre famoso y disfrutaba de la experiencia… mientras durase. Eso le ayudaba a cicatrizar sus heridas internas.
La primera década completa —del 2020 al 2030— parecía haber transcurrido con tanta rapidez, que ahora a Floyd le resultaba difícil concentrarse en ella. Se produjeron las crisis, escándalos, delitos y catástrofes de costumbre; de modo especialmente destacado, recordaba el gran terremoto de California, cuyas consecuencias observó —con toda la fascinación que provoca el horror— a través de los monitores de televisión de la estación espacial. Cuando empleaban el aumento óptico máximo, y en condiciones favorables, las pantallas podían mostrar a los seres humanos. Pero desde la perspectiva que le daba la altura, que hacía que contemplara esas imágenes como si estuviera sentado en el Trono de Dios, a Floyd le había sido imposible identificarse con los pequeños puntos que, corriendo como hormigas, se afanaban por huir de las ciudades en llamas. Sólo las cámaras ubicadas casi a ras del suelo revelaban el verdadero horror.
Si bien los resultados se manifestarían más adelante, durante esa década las placas tectónicas políticas se habían estado desplazando de modo tan inexorable como las geológicas… aunque en sentido opuesto, como si el tiempo hubiese estado corriendo hacia atrás. En sus comienzos la Tierra había tenido un supercontinente único, Pangea, que, en el transcurso de los evos, se había desgarrado y separado. Lo mismo había hecho la especie humana, escindida en innumerables tribus y naciones; ahora se estaba fusionando, de nuevo, a medida que las antiguas divisiones lingüísticas y culturales empezaban a volverse menos nítidas.
Aunque Lucifer lo había acelerado, ese proceso había comenzado décadas atrás, cuando el advenimiento de la era de los aviones de retropropulsión desencadenó una explosión de turismo por todo el globo terráqueo. Casi en la misma época —por supuesto, no fue una coincidencia—, los satélites y las fibras ópticas produjeron una revolución en las comunicaciones. Con la histórica abolición de las tarifas de larga distancia —hecho que ocurrió el 31 de diciembre del año 2000—, toda llamada telefónica se convirtió en una llamada local, y la raza humana recibió el nuevo milenio transformada en una sola familia, enorme y chismosa.
Al igual que la mayoría de las familias, tampoco ésa fue siempre pacífica, pero sus disputas ya no amenazaban a todo el planeta. La segunda —y última— guerra termonuclear vio el uso, en combate, de una cantidad de bombas no mayor que la usada en la primera guerra: dos, exactamente. Y aunque el kilotonelaje fue superior, las bajas fueron mucho menores, ya que ambas bombas se utilizaron contra instalaciones petrolíferas en las que había escaso personal. Cuando se llegó a ese punto, los tres grandes —China, Estados Unidos y la URSS— se movieron con loable celeridad y sabiduría, y aislaron el teatro de operaciones hasta que los combatientes supervivientes recobraron la sensatez.
Hacia la década de 2020-2030, una guerra de enormes proporciones entre las grandes potencias era tan impensable como una contienda entre Canadá y Estados Unidos en el siglo anterior. Esto no se debía a que se hubiera producido un vasto perfeccionamiento de la naturaleza humana (en todo caso, si se debía a eso, no era a causa de un factor único), sino a la normal elección de la vida, antes que de la muerte. Gran parte de la maquinaria de la paz ni siquiera había sido planeada en forma consciente: antes de que los políticos se dieran cuenta, descubrieron que aquella maquinaria estaba instalada, y que funcionaba bien…
No fue ningún estadista ni ningún idealista de tendencia alguna quien creó el movimiento «Rehén de Paz»; la expresión misma no fue acuñada sino hasta mucho después de que alguien se diera cuenta de que, en un momento dado había cien mil turistas rusos en Estados Unidos… y medio millón de estadounidenses en la Unión Soviética, la mayoría de ellos dedicada al tradicional pasatiempo de quejarse de las cañerías. Y quizás insistiendo aún más en la cuestión, ambos grupos comprendían una desmesurada cantidad de personas en absoluto sacrificables: los hijos e hijas de la riqueza, de los privilegios y del poder político.
Y aun cuando alguien lo hubiera deseado ya no era posible planear una guerra en gran escala. La Era de la Transparencia había empezado a desarrollarse en la década de 1990, cuando emprendedores medios de comunicación comenzaron a lanzar satélites provistos de equipos fotográficos, con resolución comparable a la de los satélites que los militares habían poseído con exclusividad durante tres décadas. Tanto el Pentágono como el Kremlin estaban furiosos, pero ninguno de los dos era rival ni para Reuter ni para Associated Press, y tampoco para las cámaras del Servicio Orbital de Noticias, que se mantenían alerta durante las veinticuatro horas del día.
Hacia 2060, el mundo, si bien no había llegado al desarme total, había sido pacificado de modo efectivo, y las cincuenta armas termonucleares que quedaban se encontraban bajo control internacional. De modo sorprendente, apenas hubo oposición cuando el popular monarca Eduardo VIII fue elegido Primer Presidente Planetario; solamente disintió una docena de Estados, cuyo tamaño e importancia iban desde la aún testarudamente neutral Suiza (aunque sus restaurantes y hoteles recibieron a la nueva burocracia con los brazos abiertos) hasta los todavía más fanáticamente independientes malvineros, que ahora resistían todos los intentos que efectuaban los exasperados británicos y argentinos para escamoteárselos entre sí.
El desmantelamiento de la vasta y por completo parásita industria de armamento dio un impulso sin precedentes (en ocasiones, malsano, a decir verdad) a la economía mundial: las materias primas vitales y los brillantes talentos en ingeniería ya no eran devorados por un virtual agujero negro ni, lo que era aún peor, empleados para la destrucción. Ahora podían ser utilizados para componer los estragos y la indiferencia de siglos, a través de la reconstrucción del mundo.
Y de la construcción de otros nuevos, pues, en verdad, la humanidad ya había encontrado el «equivalente moral de la guerra», así como un desafío que podía absorber las energías excedentes de la especie… durante tantos milenios futuros como la mente se atreviese a imaginar.