1. LOS AÑOS EN CONGELACIÓN

—Para ser un hombre de setenta años, te encuentras en muy buenas condiciones —observó el doctor Glazunov, mientras alzaba la vista de la salida impresa final de la Medcomp—. No te habría echado más de sesenta y cinco.

—Me alegra oír eso, Oleg… en especial considerando que tengo ciento tres, como sabes perfectamente bien.

—¡Otra vez con eso! Cualquiera pensaría que nunca has leído el libro de la profesora Rudenko.

—¡Querida, entrañable, Katerina! Habíamos planeado encontrarnos en su centésimo cumpleaños. ¡Me dio tanta pena que no llegara a esa edad…! Ése es el resultado de pasar demasiado tiempo en la Tierra.

—Irónico, ya que fue ella quien acuñó ese famoso lema, «la gravedad es la portadora de la ancianidad».

El doctor Heywood Floyd contempló, meditabundo, el siempre cambiante panorama del hermoso planeta, situado a tan sólo seis mil kilómetros y sobre el cual nunca podría volver a caminar. Resultaba aún más irónico que, a causa del accidente más estúpido de su vida, Floyd siguiese gozando de una excelente salud, cuando todos sus antiguos amigos ya estaban muertos.

Hacía apenas una semana que había vuelto a la Tierra cuando, a pesar de todas las advertencias —y de su propia resolución de que nada de eso le ocurriría alguna vez a él—, cayó por el balcón de aquel segundo piso. (Sí, había estado celebrando, pero se lo había ganado: era un héroe en el nuevo mundo al que había regresado la Leonov). Las fracturas múltiples habían desembocado en complicaciones, y el tratamiento se pudo efectuar en el Hospital Espacial Pasteur.

Eso había sido en 2015. Y ahora —en realidad, no lo podía creer, pero allí estaba el almanaque, en la pared— estaban en 2061.

Para Heywood Floyd, el reloj biológico no sólo había sido retrasado por la gravedad del hospital —que era un sexto de la gravedad de la Tierra— sino que, dos veces en su vida, ese reloj en verdad había ido hacia atrás. Y si bien algunos expertos lo ponían en duda, en esos momentos era creencia generalizada que la hibernación hacía algo más que detener el proceso de envejecimiento: ayudaba a rejuvenecer. En su viaje de ida y vuelta a Júpiter, Floyd en realidad había rejuvenecido.

—¿Así que de veras opinas que resulta seguro que vaya?

—Nada es seguro en este universo, Heywood. Todo lo que puedo decir es que no hay objeciones en cuanto a lo fisiológico. Después de todo, a bordo de la Universe, para todos los fines prácticos, tu ambiente será igual al que hay aquí. Quizá la nave no cuente con todo el nivel de… ah… superlativa pericia médica que podemos brindar en el Pasteur, pero el doctor Mahindran es un buen hombre. Si se le presenta cualquier problema al que no pueda hacer frente, puede ponerte en hibernación una vez más, y despacharte de regreso hacia aquí, con franqueo pagado por el destinatario.

Ése era el veredicto que Floyd había anhelado oír; no obstante, por alguna causa su placer estaba mezclado con tristeza: durante semanas estaría alejado del que había sido su hogar durante casi medio siglo, y de los nuevos amigos de estos últimos años. Y, aunque la Universe era un paquebote de lujo, en comparación con la primitiva Leonov (la que, en la actualidad, se encontraba suspendida sobre Lado Oculto y constituía uno de los principales objetos de exhibición del Museo Lagrange), seguía existiendo cierto elemento de riesgo en cualquier viaje espacial prolongado. Sobre todo en un viaje pionero como éste que ahora se disponía a emprender Heywood…

Aunque quizá fuera eso, precisamente, lo que estaba buscando… aun a los ciento tres años (según el complejo cómputo geriátrico de la difunta profesora Katerina Rudenko, cuando contaba sanos y robustos sesenta y cinco años). Durante la década anterior, Heywood había ido tomando conciencia de que era presa de un creciente desasosiego y una vaga insatisfacción debido a la vida que llevaba, demasiado cómoda y ordenada.

A pesar de todos los emocionantes proyectos que se estaban desarrollando por todo el Sistema Solar —la Renovación de Marte, la instalación de la Base en Mercurio, el Reverdecimiento de Ganímedes—, no había existido ningún objetivo en el que Heywood hubiera podido concentrar de veras su interés y sus todavía considerables energías. Dos siglos atrás, uno de los primeros poetas de la Era Científica había resumido a la perfección sus sentimientos, hablando a través de los labios de Odiseo/Ulises:

Vida apilada sobre vida

fue demasiado poco, y de una

poco queda; pero a cada hora se salva

de ese eterno silencio algo más,

un portador de nuevas cosas; y despreciable fue

durante unos tres soles conservarme y atesorarme,

y este gris espíritu anhelante de deseo

de perseguir el conocimiento como una estrella feneciente,

más allá del supremo confín del pensamiento humano.

«¡Tres soles», claro que sí! Eran más de cuarenta: Ulises se habría avergonzado de él. Pero la estrofa siguiente que Heywood conocía tan bien, era todavía más adecuada:

Puede ser que las vorágines nos arrastren;

puede ser que hagamos puerto en las Islas Felices,

y veamos al gran Aquiles, a quien conocimos.

Aunque mucho se ha tomado, mucho queda; y aunque

no somos ahora aquella fuerza que antaño

movía cielo y tierra; aquello que somos, somos;

un igual temperamento de corazones heroicos,

vuelto débil por el tiempo y el sino, pero fuerte en la voluntad

de luchar, de buscar, de hallar, y de no cejar.

«De buscar, de hallar…». Bueno, ahora Floyd sabía qué era lo que iba a buscar y a hallar… porque sabía con exactitud dónde habría de estar. Con excepción de algún accidente catastrófico, no había manera de que Floyd evitara lo que buscaba.

No era un objetivo que alguna vez se le hubiera ocurrido de modo consciente, y aun ahora, Floyd no estaba completamente seguro del motivo por el que, de pronto, había empezado a obsesionarle. Siempre se había considerado a sí mismo inmune a la fiebre que, ¡por segunda vez en el transcurso de su vida!, estaba atacando a la especie humana, aunque tal vez estuviera equivocado. También era posible que la inesperada invitación a unirse a la reducida lista de huéspedes distinguidos que irían a bordo de la Universe, hubiera excitado su imaginación y hubiera despertado un entusiasmo que ni siquiera sabía que poseía.

Pero existía otra posibilidad: al cabo de todos esos años, todavía podía recordar cuán decepcionante había resultado ser el encuentro de 1985-1986 para el gran público. Ahora se presentaba la oportunidad —la última para Floyd, la primera para la humanidad— de compensar ampliamente cualquier decepción anterior.

Hacia el siglo XX, sólo había sido posible la realización de vuelos de circunvalación; pero esta vez tendría lugar un descenso verdadero, investido, a su manera, de un carácter tan pionero como lo fueron los primeros pasos de Armstrong y Aldrin sobre la Luna.

El doctor Heywood Floyd, veterano de la misión a Júpiter efectuada entre los años 2010 y 2015, dejó que su imaginación volara hacia el exterior, hacia el fantasmal visitante que, una vez más, retornaba de las profundidades del espacio, y ganaba mayor velocidad a cada segundo, en tanto se apresuraba a dar la vuelta alrededor del Sol. Y entre las órbitas de la Tierra y de Venus, el más famoso de todos los cometas se encontraría con la aún incompleta cosmonave de línea Universe, que iba a realizar su vuelo inaugural.

Todavía no se había acordado el punto exacto de reunión, pero el científico ya había tomado su decisión:

—Halley, allá voy… —musitó Heywood Floyd.