En el bosque oscuro
por Terence Dooley
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La carrera literaria de Penelope Fitzgerald, al igual que su narrativa, es completamente sui géneris. Escribió ocho novelas entre los sesenta y los ochenta años de edad, y cada una de ellas es perfecta en su género, aunque nadie pueda precisar del todo de qué «género» se trata. Su escritura es moderna y clásica, humorística —a veces hasta rozar el absurdo— y trágica. Ligera y hábil, tremendamente inteligente, capaz de inspirar en el lector una confianza absoluta entre frase y frase, y, sin embargo, de argumentos que pueden resultar desconcertantes e inquietantes. Sus personajes son profundamente decentes y bienintencionados, en ocasiones incluso admirables, pero siempre están a merced de los acontecimientos, de los errores de los demás y de las suposiciones falsas. Personajes que se ven inmersos en el océano de la vida, donde puede sucederles cualquier cosa. Si hay rescate posible para ellos, llegará en el último momento, y será profundamente ambiguo, tal vez obra de la misma providencia.
El inicio de la primavera es la primera de las últimas tres grandes novelas de Penelope Fitzgerald. Tres títulos que, en conjunto, suponen la cima de su carrera. En una encuesta realizada por el periódico The Guardian entre escritores británicos para establecer cuál consideraban la mejor novela británica de los últimos veinticinco años, Fitzgerald obtuvo con mucho la mayoría de los votos, pero divididos entre estas tres obras. Las otras dos eran The Gate ofAngels y The Blue Flower (traducida en España como La flor azul). El inicio de la primavera también fue nominada para el Premio Booker en 1988.
La que nos ocupa es una novela rusa en la que operan oscuras fuerzas, y también una comedia de costumbres inglesa. En ella se narran las vicisitudes del matrimonio y de la vida cotidiana en la «querida y desaliñada madre Moscú, tan desconcertada ante el sonido de las campanas», donde los estallidos de los témpanos al romperse en el río helado nos avisan de que todo lo que conocemos está a punto de verse arrastrado por los torrentes primaverales, que pueden traer consigo promesas de felicidad como cada año, o bien la amenaza de la violencia revolucionaria —y de otro tipo de violencia—, ya que estamos en 1913.
Durante los tres años previos a sus inicios como novelista, Fitzgerald publicó dos biografías y una obra de misterio. A su manera, El inicio de la primavera combina ambos estilos. Es biográfica por la precisa y delicada evocación del tiempo y el espacio, y es una novela de misterio en cuanto a su trama y construcción. No hay ningún cadáver, pero sí una desaparición, una ausencia central, que ha de quedar explicada, y por el camino nos va dando una serie de pistas que podríamos pasar muy fácilmente por alto y que, además, bien podrían ser falsas. Ciertos personajes no son lo que parecen, y otros tienen algo que ocultar. Como suele acontecer en la vida, aunque no tanto en la ficción, el desenlace resulta satisfactorio, pero en ningún sitio obtendremos una auténtica explicación. Habrá que empezar de nuevo desde el principio, y usar en buena medida nuestra imaginación.
Al igual que sucede en muchos de sus libros, también en este tenemos la impresión de que hay un personaje que podría representar a la propia Penelope, y procuramos seguir sus pasos a lo largo de toda la novela. Por lo general, suele existir una asonancia en los nombres que ya nos pone sobre aviso: Nenna, Hannah, Annie, y, en El inicio de la primavera, Nellie. No obstante, Nellie se ausenta voluntariamente de la obra, y todo lo que nos queda es una evocación directa del pasado, además de las reflexiones de su marido acerca del enigma de su desaparición. Así pues, estamos ante una novela sin autor, y con espacio de sobra para dar paso a la confusión y el caos, aunque existe una mayor omnisciencia que nos consuela y sustenta: la asombrosa capacidad que posee Fitzgerald para recrear un universo entero. Es papel de los biógrafos escribir sobre la vida de los demás, eso es evidente, pero antes se ha de establecer un contexto. Y, en este sentido, nos vemos transportados al Moscú de hace cien años gracias al comedido uso de palpitantes detalles, que brillan con luz tenue, y a la búsqueda no solo de lo real sino también de lo poético y lo anecdótico. Tenemos ocasión de ver lo que ven sus habitantes. De oler lo que ellos huelen. Nos dejamos llevar, como ellos, por las corrientes en constante evolución de las ideas de la época: la justicia social, los sindicatos, la emancipación femenina, el cristianismo tolstoiano… Caminamos a su lado por los modernos grandes almacenes y por los antiguos mercados. Sorteamos los puntos de venta de licor y los burdeles. Entramos en iglesias, escuelas y bibliotecas, en casas rusas e inglesas, y, sobre todo, en los centros de trabajo. («Tenemos que trabajar», es el lema que se repite en muchas de las obras de Chéjov, y, si trabajamos, dentro de cinco años, o cuando crezcan nuestros hijos, habremos conseguido un mundo mejor). Mientras seamos capaces de vivir en ese universo, hasta sabremos de qué material está hecho el suelo por el que avanzamos: «el suelo que rodeaba la Inverskaia estaba hecho de adoquines de granito rosa y gris, y Annushka solo caminaba por los de color rosa».
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Es en este universo tan distante («perdido» era la palabra que ella solía emplear) donde Penelope sitúa a una familia muy parecida a la suya, aunque ella, como Nellie, también tiende a alejarse de manera voluntaria de su objetivo para así observar mejor su funcionamiento.
En la vida real, la familia de Penelope pasó por un cúmulo de dificultades, provocadas por la mala suerte (el fracaso de la revista cultural que ella dirigía a los treinta años, World Review, el fracaso de Desmond, su marido, como abogado…) y por la mala gestión del patrimonio: ninguno de los dos miembros de la pareja tenía mucho sentido práctico, y siempre había un alguacil apostado cerca de la puerta de casa. La vergüenza de la bancarrota planea sobre La librería, ubicada en un Southwold real, al que los Fitzgerald se retiraron en 1956 a causa de su incipiente pobreza. Al margen de otras peculiaridades, Christine Gipping, la joven ayudante de Florence Green, es sin lugar a dudas una mezcla de las dos hijas de Penelope, Christina y Maria. Desmond, por su parte, se pasaba toda la semana en Londres, trabajando o bien esperando tener una oportunidad de hacerlo, y es probable que sea por eso por lo que no hay ni rastro de él en la novela. En sus primeras incursiones literarias, Penelope se dedicó a enterrar fantasmas, y A la deriva describe el nadir de la suerte familiar.
Con sus últimos ahorros, y con el proyecto de vivir juntos en Londres de la forma más barata posible, los Fitzgerald compraron en 1960 una desvencijada casa flotante, una vieja barcaza llamada Grace, que estaba aparcada en el Támesis, en Chelsea Reach. La zona, tierra adentro, era por entonces un lugar barrido por las bombas, y estaba plagada de subviviendas de alquiler. En la orilla, en cambio, habitaba la poesía whistleriana del gran río londinense. Vivían en la estrechez, algo muy poco apropiado para mantener la armonía matrimonial, y en la mesa por lo general solía haber únicamente judías y patatas. Las niñas (Tina y Maria en el manuscrito) se subían a las jarcias y eran felices como pequeños pilluelos. La novela se publicó en castellano con el título de A la deriva, pero Penelope siempre insistió en que la elección no era del todo correcta. La barcaza Grace estaba en el agua solo una parte del año. El resto del tiempo permanecía varada en el brillante fango del Támesis. Por tanto, habría resultado más acertado titularla Ni en tierra ni en mar: en ninguna parte. El libro alude a algún tipo de desgracia que ha de llegar, al desasosiego, a la infelicidad… Más tarde el barco se acabaría hundiendo, con lo que la familia lo perdió absolutamente todo. Solo pudieron rescatar de las olas unas pocas posesiones, de las que aún conservamos una copia arrugada de los Ensayos sobre los místicos españoles.
«Tenía cuarenta y cinco años, y no sabía cómo iba a pasar el resto de su vida». Desde tan abajo, Penelope reunió la energía y el coraje que se vislumbran también en sus otros yoes de ficción, Florence y Nenna, y en sus fracasos. Empezó a trabajar y a forjarse una carrera como profesora, que serviría de inspiración no solo a sus alumnos sino también a ella misma. En un periodo de cinco años, durante los que volvió a estudiar el canon, y no solo con fines didácticos, además de aprender ruso, español y alemán por las noches para leer directamente las obras escritas en esos idiomas, se convirtió en escritora. Siguió dando clases hasta casi cumplir los setenta años, mientras se dedicaba al ejercicio de una tercera carrera como prolífica periodista literaria, lo que nos da una idea de la magnitud de su capacidad de concentración y de su recién descubierta firmeza. Escribió casi todas sus grandes novelas por la mañana temprano y a altas horas de la noche, los fines de semana y durante las vacaciones. Además, Desmond encontró trabajo en una agencia de viajes, lo que supuso una nueva fuente de inspiración para ella, ya que así podía irse de vacaciones gratis o a muy bajo precio, algo que, de otro modo, no habrían podido permitirse. De esta manera, en 1972, pasó unos días en Moscú, en un viaje organizado.
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En El inicio de la primavera, los niños protagonistas emergen una vez más de sus propios recuerdos; de su propia vida. Dolly, Ben y Annushka son niños muy seguros de sí mismos. Elocuentes, imprevisibles en sus mordaces críticas al desconcierto que ven en los adultos, e imprevisibles también en sus saltos imaginativos, en sus diversas reacciones, en la manera que tienen de compensar la indefensión en que se encuentran, y de afrontar la ausencia de la madre. Penelope pudo plantearse la siguiente duda: ¿Cómo se las arreglarían los demás si ella no estuviera allí? (Cuando alguien se hace escritor, también está menos, irremediablemente, con sus seres más cercanos y queridos). En 1953 se embarcó en un viaje de tres meses que la separaría de su familia. Las circunstancias son muy distintas que las de la novela, pero también extraordinarias. En su caso, no desapareció sin más, sino que viajó a México con la esperanza de recibir la herencia de unos primos lejanos de Desmond. Se llevó a su hijo mayor (puede que aún no supiera que estaba embarazada del menor), y sin duda buscaba también aventura, inspiración, y tal vez cierta evasión. Ahí podríamos encontrar un precedente para la fuga de Nellie.
El título provisional de la novela era Nellie y Lisa. Nellie es un personaje central de la novela, no solo por los recuerdos que Frank, su marido, y sus hijos guardan de ella, o por lo que sienten por ella, sino también por las frecuentes alusiones al pasado, que la muestran como una joven llena de energía, decidida a deshacerse de las ataduras impuestas por la restrictiva y aburguesada educación inglesa que ha recibido, y a que sus parientes «no le ganasen la batalla» en su empeño por negar la vida. Cuando, hacia la mitad de la novela, Frank contrata a Lisa, después de mucho buscar, como niñera de sus hijos, y se enamora de ella al ver cómo se sienta en la silla de Nellie, es evidente que ambas mujeres tienen en común una serie de cualidades: una latente capacidad de ensoñación, un misterio, algo oculto que el poco imaginativo Frank no alcanza a ver, una especie de firmeza moral… Para sintetizar las impresiones que tiene de Lisa, Charlie, el hermano de Nellie, un personaje bastante obtuso, por cierto, cita una balada irlandesa que habla de las penas de amor: ella es «justo el tipo de criatura deseada por la Naturaleza», sin corsés, sin moños, libre. Recordemos que, anteriormente, Nellie había renunciado para siempre a llevar corsé mientras hace el amor con Frank antes de que se celebre la boda, y que Lisa se ha cortado su hermosa melena rubia.
Frank Reid es un hombre decente, hasta podríamos decir que justo, atrapado como está entre los dos mundos por los que no le queda más remedio que saber moverse: el de los desenfrenados y devotos rusos, con su benevolente informalidad, y el de la comunidad inglesa, tan seria, mojigata y excéntrica. Es un hombre casi arquetípico, en cuyo apellido podemos adivinar un juego de palabras (Reidtreed: junco). El es el junco «quiplie et ne romptpas» y también el «rosean pensant» de Pascal (por supuesto que ha de pensar, ya que es precisamente el curso de sus pensamientos lo que nos hace avanzar por la novela; él es nuestra brújula): «Si el universo entero se concentrara en destruirlo (y Penelope llamó a sus personajes "los que han de morir") él seguiría siendo más noble que sus potenciales asesinos, puesto que él sabe que debe morir».
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Incluso en las novelas más autobiográficas de Penelope Fitzgerald, el elemento autobiográfico constituye únicamente un punto de partida. Lo demuestra el hecho de que se centrase en ambientes y épocas que, por experiencia propia, conocía a la perfección, pero solo para crear auténticas obras de ficción. Jane Austen era, como ella solía decir, su «santa patrona» en cuanto a agudeza y precisión social y moral, pero Fitzgerald posee también una crueldad y un brío balzacianos en la descripción de los tejemanejes que se traman en pueblos y ciudades. En Gran Bretaña se la admira especialmente por soslayar el aislamiento tan propio del alma británica. Sus obras posteriores serían novelas metafísicas europeas, aunque no solo se dedicaría a la novela de ideas. Se entregó también a algo mucho más peligroso: quiso hacer tangible lo sobrenatural, y lo consigue echando mano de leyendas populares y de apariciones de naturaleza «inferior», como presencias y fantasmas, aunque también mediante el empleo de epifanías de carácter místico.
En realidad no existe la figura del novelista cristiano: el novelista ha de ser humanista y universal. Penelope era novelista y era también cristiana, y en su obra empezó a cobrar cada vez más importancia el tratamiento de las cuestiones de fe. Cuando buscaba inspiración en épocas pasadas, regresaba a los tiempos en que el debate religioso y espiritual se celebraba de manera activa y vibrante, cuando la fuerza de la fe podía incluso llegar a provocar apariciones. En The Gate of Angels (La puerta de los ángeles), tal como indican sus dos títulos provisionales, Mistake Made by Scientists (Los errores de los científicos) y The Unobservables (Los no visibles), se centra en refutar el materialismo. En El inicio de la primavera, describe la Santa Rusia como un país en que el icono tiene tanta importancia en el interior de las casas o en las fábricas como el propio samovar. Además, en todas estas novelas ocurre algún hecho milagroso.
Penelope tuvo dos abuelos obispos, y observó toda su vida un protestantismo sencillo y moderado, según le fue transmitido por su madre, Christina. La religión que ella seguía ponía toda su fe en la acción y en las buenas obras, por lo que su interés por lo milagroso puede resultar al principio un tanto sorprendente. Menos sorprendente resulta el interés que despertó en ella el cristianismo de Tolstói, con su énfasis en lo que hay de revolucionario en las enseñanzas de Cristo: el Sermón de la Montaña, el ofrecimiento de la otra mejilla, la misericordia…
El personaje de Selwyn Crane es un seguidor de Tolstói (fallecido solo tres años antes del momento en que comienza la historia). Los rusos creen que Selwyn está tocado con la gracia de Dios, mientras que los ingleses piensan, en cambio, que simplemente está un poco loco. El relato lo muestra de manera cómica al principio (el hecho de que vaya por ahí queriendo hacer el bien no implica de ninguna manera que lo consiga, o que resulte siempre útil), pero termina por tratarlo como un agente espiritual cuyos motivos para actuar resultan del todo incomprensibles. Tal vez incluso hasta para sí mismo.
Penelope escribió dos biografías de poetas, ambos protestantes: la trágica Charlotte Mew, y el místico Novalis. Este último constituye el tema central de La flor azul, su última novela, en la que entreteje fragmentos de cartas, poemas y hechos reales de su vida para crear, no obstante, una gloriosa obra de ficción. Coleridge resume la visión de la flor azul en el Heinrich von Ofterdingen, de Novalis, de esta manera: «Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y recibiera una flor como prueba de que su alma ha estado realmente allí, y al despertar encontrara esa flor en la mano… Ah, ¿entonces qué?». Novalis también está presente en El inicio de la primavera. Selwyn Crane le cita para tratar de convencer a Frank Reid de
la importancia de lo que queda más allá del juicio o de la razón. Y, sin embargo, en ese más allá reside todo un universo completo. «¿Dónde está la corriente?», clamamos con lágrimas en los ojos. Pero ¡elevemos la mirada, y hete aquí! Ahí está la corriente azul que fluye suavemente sobre nuestras cabezas.
El capítulo 25 de El inicio de la primavera, ese asombroso poema en prosa, está profundamente imbuido del espíritu de Novalis.
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El año 1913 supuso una especie de respiro en medio de los tumultuosos acontecimientos que sacudían a Rusia. Si Selwyn le habla a Frank de religión, este, por su parte, le habla a Selwyn de política. Frank había puesto todas sus esperanzas en Stolypin, primer ministro desde 1906, cuando una revolución fallida dio lugar a la reunión de la Duma o parlamento. Si había alguien que podía haber evitado la revolución, ese era él, a pesar del escenario imperante de terrorismo y asesinatos, represión y ejecuciones. Pero también él fue asesinado en 1911. Penelope nos muestra el miedo y la corrupción endémica de un pueblo sometido a la autocracia, donde los estudiantes se arman en secreto e imprimen folletos en las habitaciones traseras de las casas, donde se ha de obtener un pasaporte interno para realizar cualquier pequeño desplazamiento, y donde la policía secreta está siempre dispuesta a lanzarse sobre su presa sin vacilar. También nos muestra cómo, en medio de tales extremos, la vida normal continúa, aunque la comunidad inglesa se esté preparando ya para huir del país. Y deja entrever que la gran lucha entre el capital y el trabajo, la lucha por la justicia social, está comenzando a dar sus primeros pasos también en Inglaterra.
Desde una perspectiva política, Penelope era liberal e, idealmente hablando, era una socialista utópica. En este sentido siguió a uno de sus grandes héroes, William Morris, poeta, novelista, diseñador, inspirador del movimiento Arts and Crafts, y fundador de la Kelmscott Press. Su novela Noticias de ninguna parte ensalza, entre otras ideas de inspiración socialista, la dignidad y la nobleza del trabajo artesanal. Las detalladas descripciones que hace Penelope de la imprenta de Frank Reid, y, sobre todo, del encargado de la impresión manual, Tviordov, dimanan, en última instancia, de la figura de Morris. Frank es el honrado hombre de negocios y Tviordov el entregado obrero. En ambos casos, el trabajo se convierte en un ideal, una vocación. Tal vez incluso en un arte.
Pero es perfectamente posible leer El inicio de la primavera como una brillante comedia en la que se entremezclan lo más bajo y lo más elevado, la sátira, la comedia de costumbres, el absurdo, la farsa… (La única pieza literaria que sale de la imprenta de Frank es Tres hombres en una barca, de Jerome K. Jerome, un bullicioso divertimento eduardiano). Su carga intelectual fluye de manera sutil, y Penelope siempre nos pilla desprevenidos. ¿Qué quiere que pensemos? ¿Qué pretende que sepamos?
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Desmond Fitzgerald murió de cáncer en 1976, a los cincuenta y nueve años de edad. Era demasiado joven. Esta muerte, junto con la desaparición de su madre cuando Penelope tenía solo dieciocho años, de la misma enfermedad, contribuyó sin duda a la formación de su sentimiento trágico de la vida. Sin embargo, le proporcionó también la solitaria libertad que algunos artistas necesitan. En 1977 viajó a China, y allí experimentó un repentino torrente de inspiración, el gran avance que llevaba esperando tal vez toda su vida. Años después me escribió: «Un día, las puertas se abren». Regresó de China no solo con el esbozo de La librería sino también con las ideas básicas para los libros que escribiría al final de su corta pero intensa carrera: El inicio de la primavera y La flor azul.
En cuanto a la estructura de sus libros, por decirlo en pocas palabras, se trata de nouvelles largas, o bien de novelas cortas, comparables a las de Jane Austen y Turguéniev en cuanto a la longitud de los capítulos y a la longitud total de la obra, aunque también en lo que se refiere a otros aspectos. Penelope inventó un término para describir su género: «tragifarsa», y en ese sentido era comparable también a un escritor al que admiró mucho, al que comentó y enseñó a los estudiantes que accedían a la universidad: Samuel Beckett.
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No hemos hecho mención hasta el momento al personaje del título: la propia primavera. El deshielo no comienza hasta bien avanzada la obra. El verdadero inicio de la primavera, con sus sauces y sus procesiones del Domingo de Ramos, el desprecintado de las ventanas dobles y el nacimiento de las primeras briznas de hierba nueva, llega justo al final. Antes de que surja la auténtica primavera, cuando los árboles empiezan a dejar ver los primeros brotes, Lisa se lleva a los niños a la dacha de la familia, situada en el bosque de abedules. Este viaje dará lugar a una de las grandes escenas visionarias que hacen que las novelas perfectamente realistas de la última época de Fitzgerald evolucionen hacia las regiones de lo sublime. Estas escenas participan del sueño y del éxtasis, y resulta imposible explicarlas de manera racional. Cuando Lisa lleva a Dolly al corazón del bosque, lo que allí sucede posee la nitidez de los cuentos de hadas, presenta ecos de la actividad política, participa del ceremonial religioso, de los ritos de la primavera… Ambas parecen vislumbrar lo que no se puede conocer, como si hubieran traspasado los límites del velo y hubieran accedido al otro mundo. Y también lo hemos hecho los lectores, que nos hallamos en el interior de esas visiones, inmersos en una gran obra de arte, aunque no se nos dé a conocer su verdadero significado: tendremos que averiguarlo nosotros mismos.
La Pascua y la llegada del mes de abril, el más benigno de los meses, ponen fin al inicio de la primavera. El inicio de la primavera termina con una aparente resolución del misterio, que plantea tantas preguntas como respuestas da, y un final feliz, con una maravillosa sorpresa en la última frase. ¿De qué nos habla?
Nos habla de política, de los efectos que esta ejerce en la vida de la gente corriente y del terrible idealismo y la violencia que arrastra consigo (tal vez en Lisa hallemos ciertos destellos de la joven Rosa Luxemburgo). Nos habla de esa crueldad a la que asistimos en la enigmática escena del osezno. Nos habla de los errores y la confusión presentes en la vida cotidiana. Y, sobre todo, del amor y la compasión universal. ¿Hubo alguna vez un libro tan alegre con un propósito tan serio? ¿Un libro tan profundo en el que podamos encontrar tantas pequeñas bromas? ¿Un libro tan exigente que proporcione al final tanto deleite, tanto que recordar y tanto ante lo que maravillarse?
Terence Dooley