A la mañana siguiente, al amanecer, Frank recibió una llamada telefónica.
—Es muy temprano, Toma.
—Sí, señor, pero es alguien de la Alexandervoksal.
El reloj marcaba casi las siete.
—Señor Reid, por segunda vez sus hijos están aquí solos, en la estación. ¿Qué le parecería venir a buscarlos de inmediato?
—Querría hablar con la mayor de mis dos hijas —dijo Frank—. Por favor, llévela a su oficina.
Se quedó de pie, inmóvil, escuchando el rumor de las idas y venidas de los viajeros por la estación, durante un periodo de tiempo que se le antojó eterno. El sonido era distante, roto en alguna ocasión por alguna señal de aviso.
—Soy Daria Frantsovna Reid. ¿Pueden oírme?
Hablaba con claridad, pero no con su habitual firmeza.
—Sí, te oigo. Dolly, ¿qué ha pasado con Lisa?
—Vino con nosotros hasta Ostanovka. Luego nos subió a un compartimento del tren de Moscú. Estamos relativamente bien.
—Pero ¿qué hizo ella?
—Dio media vuelta y se alejó por el andén, así que no pudimos despedirnos.
—Pero, Dolly, ¿dónde está Lisa?
—Creo que iba a tomar otro tren.
—¿Adonde?
—Papashka, estoy aquí con Ben y Annushka. ¿Qué quieres que haga?
Cuando llegó a la Alexandervoksal solo vio a Dolly. Ben se había ido a visitar la nave en que limpiaban las locomotoras, y Annushka estaba contando monedas con el encargado del baño de señoras de primera clase. Dolly estaba sola delante de la oficina del jefe de estación. Cuando lo vio, se aferró a él con fuerza, olfateando como un animal su abrigo de primavera recién sacado del armario. Los dos se abrazaron.
Luego ella ya no se separó de él. Los dos más pequeños querían regresar a casa de inmediato, y fueron recibidos como si fueran los supervivientes de un terremoto. Dolly se fue con él a la Reidka, y estuvo toda la mañana sentada junto a él en la oficina, en la silla reservada a los clientes.
Agafia subió desde el lugar donde preparaban el té. Llevaba unos palitos de azúcar para agasajar a la princesa de la oficina, como en los viejos tiempos. Pero cuando vio a Dolly se detuvo, con los palitos de azúcar de un color blanco oscuro todavía en la mano. Al comprender que la comedia había terminado, los colocó de nuevo en su envoltorio de papel, y saludó con la cabeza a la pálida y silenciosa Dolly.
—Me está ayudando con las cartas —dijo Frank, pero su explicación no sonó muy convincente.
—Dios quiera que le sea de mucha ayuda —dijo Agafia.
Al cabo de un rato, Frank le hizo a Dolly una o dos preguntas, con cautela, dado que ni siquiera él mismo estaba muy seguro de cuánto quería llegar a saber. ¿Habían cerrado bien las puertas de la dacha y le habían entregado las llaves a Egor y Matriona? Sí. Claro. Habían hecho todo eso. ¿Fueron al bosque? Sí, también. ¿Los caminos estaban muy encharcados? Sí. Había bastantes charcos. Cuando Lisa Ivánovna les dijo que se quedaran en el tren y se bajaran en Moscú, ¿dijo adonde se dirigía ella? Sí, a Berlín. Tenía que ir a Berlín. Frank no volvería a preguntarle nada más acerca de la visita a la dacha. Ni entonces ni nunca.
A pesar de que todos creían que Volodia era un conspirador, resultó ser tan solo un joven enamorado. Y Lisa, de quien Frank habría jurado que era una joven enamorada, había resultado ser Dios sabe qué. Ahora eran bastante obvias las razones por las que la Seguridad quería que él y su familia saliesen de Rusia con urgencia. Al parecer, tenía empleados peligrosos o, al menos, una empleada peligrosa. Una joven que fingía cuidar de sus hijos. Frank la había dejado escapar y quizá hasta había sido él quien lo había propiciado todo. Por ejemplo, le había devuelto sus papeles sin informar previamente a las autoridades. No obstante, pensaran lo que pensaran ahora, el Domingo de Ramos ni se les había pasado por la cabeza nada de todo aquello, y Frank no sabía quién, de entre todos los habitantes de Moscú, podría haberles llevado a sospechar esas cosas.
Al mediodía comprendió que ya era hora de que acompañara a Dolly a casa. Les dijo a Selwyn y a Bernov que siguieran con el trabajo. Selwyn, inesperadamente, le estrechó la mano.
—Recuerda que lo que nos une es el recuerdo de lo mal que nos hemos portado el uno con el otro.
Bernov, por el contrario, le preguntó si iban a pedir un coche y si, en ese caso, podía ir con ellos hasta los jardines de Alexander. Era su hora para el almuerzo. En el camino, aprovechó la oportunidad para decirles que estaba pensando seriamente en marcharse a Inglaterra. No, no era para visitar a nadie. Quería emigrar. Ya tenía casi todos los permisos necesarios.
—Tráetelos mañana, entonces —dijo Frank, sintiéndose como si estuviera levantando un enorme peso—. ¿Tienes algún lugar al que ir, una vez llegues a Inglaterra?
Sí. Charlie le había dicho que siempre sería recibido con una muy calurosa bienvenida en Longfellow Road.
En las orillas del río, por debajo de la empapada tierra, empezaba a verse ya la hierba que había sobrevivido del año anterior, indescriptiblemente deslucida. Aunque con ella aparecían también los primeros retazos de un verde nuevo y fresco. Hasta en Moscú podía percibirse ahora el aroma de las hojas y de la hierba, algo impensable en los últimos cinco meses.
En el 22 de la calle Lipka, Annushka bajó a la puerta principal con Toma. Gritaba: «¡Estamos abriendo las ventanas!». En el recibidor, Ben giraba enérgicamente la manivela del gramófono marca Amour, que consiguió superar poco después los berridos de Annushka con la espléndida voz de Fiódor Chaliapin.
—No podemos esperar más, señor —dijo Toma—. El hielo se derritió hace días, los niños han vuelto ya del campo, y las aves tienen que salir del cobertizo o si no se enfermarán.
—Recuerda que lo dejé todo en sus manos… —dijo Frank—. Adelante.
En realidad, las gallinas ya estaban fuera. Daban sus cuidadosos pasos y saltitos por el patio trasero, donde tan pronto estiraban la cabeza con la mayor dignidad, como hurgaban entre las grietas de los ladrillos presas de un sórdido desenfreno.
No es cierto que solo fingiera cuidar de los niños, pensó Frank. Lisa cuidaba de ellos de verdad. No era cierto que fingiera hacer el amor conmigo. Lo hizo de verdad.
El encargado del patio se pasó toda la mañana quitando la masilla de las ventanas interiores, pedazo a pedazo, lámina a lámina. Blashl, desesperada por lo mucho que su amo tardaba en regresar, aullaba a intervalos, pero el hombre trabajaba muy despacio. Cuando hubo terminado con toda la masilla sin hacer un solo rasguño con el escoplo, empezó a recoger los trocitos que habían caído al suelo. Y también para hacer eso se tomó su tiempo. El espacio que quedaba entre las ventanas exteriores e interiores estaba ennegrecido por la cantidad de moscas que habían muerto allí, y también tocaba eliminarlas. Además, tenía que fregar cada alféizar con agua y un jabón suave. Luego, después de que el muchacho que limpiaba el calzado emitiera desde la parte más alta de la casa un grito triunfal dirigido a Ben, que seguía en el vestíbulo, comenzaron a abrirse las ventanas exteriores. Algunas estaban terriblemente atascadas, y tuvieron que sacudirlas una y otra vez hasta que por fin cedieron. La casa se había mantenido sorda, vuelta hacia adentro, escuchándose solo a sí misma, durante todo el invierno. Ahora irrumpían en ella de golpe todos los sonidos de Moscú, las campanas y las voces, los coches y los taxis, que, aunque nadie los oyera, habían pasado una y otra vez por allí, como fantasmas de sí mismos, durante todo el largo invierno. Y con el ruido entró también el viento de la primavera, más fresco de lo que se percibía en la calle, que llegaba hasta ellos sin obstáculos desde las regiones del norte, donde todavía helaba.
En el exterior se detuvo un coche de caballos. Aún quedaban unos cuantos para quienes tenían tiempo de sobra para ir de un lado a otro, o no querían gastarse mucho. Toma, cubierto de polvo y de salpicaduras de agua y jabón, salió corriendo hacia la entrada mientras se abotonaba la chaqueta gris por el camino. Abrió la puerta y Nellie entró en casa.