En la calle Lipka limpiaron la paja que quedaba en el vestíbulo y quitaron todas las cosas de en medio. Desembalaron la vajilla y la ropa que nunca tendrían que haber empaquetado, y devolvieron al patio a Blashl, que se revolvía nerviosa. Frank sugirió que podían abrir las ventanas para recibir la llegada de la primavera, pero le dijeron que los niños se sentirían muy decepcionados si la Apertura se llevaba a cabo sin ellos. A continuación se preguntó qué argucias o métodos de persuasión habían utilizado sus hijos con él para lograr que les diera permiso para viajar a una dacha medio salvaje y en ruinas, al cuidado de la chica a quien con tanta urgencia y con tanto dolor necesitaba tener en su propia casa.
—El sábado bajaré a buscarlos —le dijo a Toma, a quien se le había prohibido hacer cualquier otra alusión directa a los niños.
—¡Tres días más! ¡Hasta la compañía de su cuñado habría sido bien recibida! —exclamó Toma.
Llegó el correo. Nada de Inglaterra. Una invitación de la señora Graham (solo para un grupo reducido, y a ella le agradaría enormemente que se quedara después de que los demás se hubieran marchado) y una carta oficial del Ministerio de Defensa, que venía a decir que F. A. Reid, residente extranjero, impresor y antiguo importador de maquinaria de imprenta, quedaba eximido de su responsabilidad para con V. S. Grigoriev, estudiante de la Universidad de Moscú, que había ingresado de nuevo en prisión preventiva. No se pondría objeción alguna a la salida de F. A. Reid y su familia del imperio ruso a la mayor brevedad posible, ya que contaba con todos los permisos necesarios.
Primero querían que se quedara y ahora querían que se fuera. Aunque no era esa su intención, Frank sintió una inmensa tristeza ante ese primer rechazo por parte del magnífico y destartalado país cuya historia, desde que nació, había sido también la suya propia, y cuyo futuro apenas podía vislumbrar. La Seguridad, por supuesto, siempre podría volver a cambiar de opinión. En un país donde la naturaleza no representaba la libertad, sino que era una ley, donde los puertos se liberaban del hielo en majestuosa secuencia, uno tras otro, y donde una de cada tres cosechas se malograba de manera indefectible, las autoridades humanas procedían a trompicones, y tan pronto daban una inexplicable bienvenida como la retiraban. Sería una pérdida de tiempo tratar de determinar por qué razón tenían una opinión de él la semana anterior y otra completamente distinta entonces. No obstante, había una cosa que sí debía tener en cuenta: si él había caído en desgracia, a Tviordov le resultaría mucho más sencillo llevar a cabo sus propósitos.
En la víspera del Domingo de Ramos, Tviordov le había dicho a Frank que deseaba un traslado. Quería marcharse a Inglaterra a trabajar.
—Allí está casi todo mecanizado —le dijo Frank.
—Sí, pero siguen utilizando la impresión manual para los textos rusos.
Tviordov le mostró un ejemplar de Resurrección, de Tolstói. Era la primera edición íntegra en ruso, sin los cortes de la censura. La impresión era de Headley Brothers, del 14 de Bishopsgate Without, en el East End de Londres.
—No conozco a ninguno de los Headley personalmente —dijo Frank—, pero quizá podría escribirles una carta si es que realmente quieres trabajar para ellos. ¿Has leído el libro?
—He mirado la portadilla, la portada, y el índice —dijo Tviordov—. El resto no lo he leído.
—Es una nueva versión de los evangelios. La resurrección se produce aquí, en esta tierra, para los que saben cómo cambiar su vida. Pero esa edición no es legal. Si yo fuera tú, me desharía de ella.
Sin inmutarse lo más mínimo, Tviordov se guardó el libro en la cartera que llevaba ahora, con la que había sustituido su bolsa habitual. Frank supuso que Resurrección iría a parar al río, igual que la automática de Volodia, el delantal blanco y las herramientas malogradas, y que pasaría a formar parte de los montones de turbios residuos que descendían día y noche en su tortuoso periplo hacia el Volga.
—¿Crees, Frank Albertovich, que me será muy difícil obtener un pasaporte externo?
—No quieren que los trabajadores cualificados se marchen —dijo Frank—. Pero por lo que sé están deseando deshacerse de alborotadores y disidentes políticos.
—Yo no soy un alborotador.
—Pero fuiste secretario del sindicato en 1905, y sigues siendo su secretario delegado. Creo que te dejarán salir, pero no sé si luego podrás volver.
El rostro de Tviordov no estaba especialmente diseñado para mostrar emociones, pero ahora sí que detectó en él una especie de rechazo férreo y acartonado. Lo que quería era ganar un dinero en Inglaterra y luego regresar a su pueblo natal, Evniak, el lugar donde nacían los sauces.
—¿Hay sauces ahora? —le preguntó Frank.
Tviordov creía que no. Tenía entendido que habían desecado el arroyo. El propietario había conseguido un permiso para desviar el curso del agua. Antes había un bonito puente peraltado de madera, pero en 1911 lo habían sustituido por otro de hormigón para la prueba imperial de automóviles. Evniak formaba parte del recorrido oficial, que iba desde el Báltico hasta el Mar Negro. Las cosas iban cambiando, claro está, pero aquel seguía siendo su pueblo, y era allí donde quería que reposaran sus viejos huesos de cajista.
—Tal vez pueda ir yo solo a Bishopsgate Without, y que mi esposa se quede aquí por el momento.
—Yo que tú no haría eso —dijo Frank.
Secretamente, había memorizado la historia del puente de Evniak para contársela a Ben, que era un loco de las pruebas automovilísticas. Al finalizar el día solía tener en la cabeza una buena cantidad de datos que podrían interesar a los niños y también a Nellie, cuando todavía vivía con ellos. Si nadie quería escuchar sus anécdotas, todo lo que tenía que hacer era dejarlas a un lado con toda tranquilidad.
Ahora, al leer la carta de la Seguridad, pensó que tenía que firmar la solicitud de Tviordov de inmediato, y que Selwyn sería el siguiente en avalar su recomendación. Pidió un coche para ir a la oficina, y se dirigió allí sin tardanza. Selwyn firmó con entusiasmo, encantado de que se contara con él para ayudar a alguien, y sugirió que después del trabajo podrían ir a la pequeña sala de la Filarmónica a escuchar un concierto de Igor Stravinski. Frank dijo que era muy amable de su parte, pero que no tenía muchas ganas de salir esa noche. De hecho, le resultaba muy difícil concentrarse en algo que no fuera el preciso instante en que Lisa regresara con él. Selwyn insistió.
—Había pensado que en el descanso podríamos hablar de algo importante que tengo que decirte…
—Me da la impresión de que no es muy acertado ir a un concierto de la Filarmónica para hablar de nada importante —dijo Frank—. ¿Por qué no vienes a casa? Ya sabes que puedes venir siempre que quieras. O casi siempre.
—Me gustaría que estuviéramos en un escenario apropiado para que escuchases lo que tengo que decirte.
—¿Se trata de algo que solo puede sonar bien en la cantina de una sala de conciertos?
—La música siempre ayuda, Frank.
Los resquicios más desguarnecidos de la mente de Frank se abrieron a la habitual imagen torturante de Lisa, siempre presente, pero también a algo con lo que no contaba: a un grotesco Volodia que, para defenderse, repetía en la Seguridad que él también estaba vivo. Su único recurso para combatir ese tipo de ideas consistía en entregarse ciegamente al trabajo.
—En cualquier caso, quiero que acabemos primero Tres hombres en una barca. Mañana no vendrá nadie a trabajar. Es la onomástica de la zarina.
—¡Ah, Frank, pobre mujer! ¡Pobre mujer!
—Ahora no tengo tiempo de preocuparme por la familia imperial. Me voy al almacén de papel.
Miró con recelo a Selwyn, que estaba excepcionalmente pálido.
—Ven a mi casa esta noche y hablamos.
***
Selwyn dijo:
—Permíteme comenzar diciendo que tú y yo hemos hablado a menudo de las dos caras del hombre, la espiritual y la material, como si estuvieran separadas. ¡Qué tremendo error! Ambas han de ser indistinguibles, o, más bien, ha de producirse una transformación gradual, hasta que lo que parece ser materia no lo sea en absoluto.
—Selwyn, ¿de qué estás hablando?
—De Nellie.
—No veo la relación. Nellie y yo somos gente práctica. Cuando la conocí pensé que no había conocido en mi vida a nadie más sensato que ella.
—Pero te la trajiste contigo a la Santa Rusia, Frank, tierra de grandes contrastes.
—Aquí estaba mi trabajo. Ella lo sabía, y nunca se opuso.
—Si Rusia no te ha transformado, Frank, es porque tú naciste aquí. Pero ¿no te parece que sí acabó transformando a Nellie? ¿No se volvió su naturaleza más amplia, como dicen aquí? ¿No hablaba cada vez menos de la casa y, en cambio, iba más a Shirokaia?
—Tal vez sí. No lo sé…
—Nellie avanzaba hacia lo espiritual. Desgraciadamente, no supo diferenciar lo espiritual de lo romántico, que siempre arroja una luz falsa sobre todo lo que roza. Traté de explicarte hace ya un tiempo que yo mismo acababa de superar un periodo de tentaciones sexuales y de padecimientos. ¿Te acuerdas de eso?
—Me temo que no… —dijo Frank.
—Nellie me vio a la luz de un falso brillo, amigo mío.
—Estás delirando, Selwyn. Ella apenas hablaba de ti.
—Déjame que te cuente lo que pasó. Antes de que su tren se detuviera en Mozhaisk, yo ya me había situado en un lugar estratégico para ver cómo llegaba. Ya sabes cómo es Mozhaisk, con su gran catedral, la Catedral de San Nicolás. Bueno, pues no lejos de allí hay un restaurante cuyas cristaleras dan a la estación, y que es el último lugar, antes de Borodino, en que los pasajeros pueden abastecerse de agua hirviendo para el té. Allí se hace una parada de media hora. Salieron todos. Vi cómo salían tu esposa y tus hijos, inconfundibles con esas boinas escocesas de color rojo. Nellie envió a los tres niños a la cantina, y comenzó a mirar a un lado y a otro. Recorrió todo el andén con la mirada. Siempre es conmovedor ver cómo una mujer está buscando a alguien que no llega, Frank. Los pequeños salieron y habló con ellos de nuevo. Estaba muy seria. El mozo sacó entonces sus cajas y maletas del furgón de cola, y también una manta de viaje. Una manta de tartán, creo. Nellie volvió a mirar largamente a su alrededor, de nuevo en todas direcciones. ¡Una mirada llena de resignación! Le dio al jefe de estación lo que imagino que sería dinero, y a continuación besó a los niños. Durante todo ese tiempo me quedé donde estaba. No moví ni un músculo. No me delaté. Ella esperó en el andén hasta el último momento, hasta que sonó la tercera campana, y luego volvió a subir a su vagón. Yo seguí sin dejarme ver.
—Que Dios me dé paciencia… —dijo Frank—. ¿Quieres decir que ibas a reunirte con ella allí?
—No fui yo quien lo sugirió, Frank.
—Pero ¿os visteis o no?
—Ya te he contado lo que hice. Falté a la cita.
—¿Qué cita?
—Ella quería huir conmigo a un lugar más libre, más abierto a la naturaleza. Tal vez bajo el cielo de los bosques de pinos y abedules, donde un hombre y una mujer podrían unirse en cuerpo y alma y descubrir la misión que han de cumplir en el mundo.
—¿Por qué envió a los niños de regreso a Moscú?
—Supuse que, dado que le había fallado, no quiso llevárselos a Norbury.
—¡Dios mío, les habría ido mucho mejor en Norbury que con vosotros dos en medio de un bosque de pinos y abedules! Está bien… Entonces, por lo que me cuentas, dispusiste un encuentro con Nellie en el tren de Berlín, en la parada de Mozhaisk. ¿Por qué no apareciste?
—Por muchas razones. Debía tener en cuenta tus sentimientos, los sentimientos de un verdadero amigo. Además, si dejaba la imprenta no tendría ningún ingreso fijo, y no sabía si sería capaz de mantener yo solo a una familia tan grande.
—Creo que empiezo a entenderlo todo… Te acobardaste y la abandonaste a su suerte. Pobre Nellie. Pobrecita Nellie, plantada allí en Mozhaisk, en ese agujero, caminando arriba y abajo por el andén, y tú, mal nacido, ni siquiera te presentaste. He soportado un montón de cosas esta Pascua. ¡Pero no tengo ni idea de por qué hiciste que Nellie tuviera que pasar por lo mismo!
—¡Frank! —exclamó Selwyn, levantando las manos en señal de rendición—. ¡No te rebajes a la violencia! Francamente, es por esto por lo que pensé que sería mejor que habláramos en un lugar público, donde no tuvieras ocasión de ponerte violento. Aunque quisieras.
Frank se detuvo:
—Solo dime una cosa. ¿Dónde está Nellie ahora?
—Se fue a Bright Meadows…
—¿Adonde?
—Es una comunidad tolstoiana de la que le hablé en una ocasión. Bueno, tolstoiana… Me temo que, en realidad, Lev Nikoláievich se negó a aprobar casi todos esos sitios. No obstante, allí se hace artesanía, se practica la horticultura y estoy seguro de que se toca música…
—¿Cómo sabes que se marchó allí? Su propio hermano ignoraba su paradero. No ha escrito a nadie. Ni siquiera a mí y a sus hijos.
—A mí tampoco, Frank.
—Pues entonces, ¿quién te dijo dónde estaba?
—He tenido noticias de Muriel Kinsman.
—¿La señorita Kinsman?
—Se comprometió a escribirme con regularidad. También a ella le hablé de Bright Meadows. Parecía estar muy perdida. No sabía qué hacer, y tenía muy poco dinero.
—No quiero que hablemos de la señorita Kinsman. ¿Cuál es su dirección? Dime, ¿dónde está mi mujer?
—Puedo decírtelo, pero creo que no te serviría de mucho. Esta misma mañana he recibido noticias de Muriel Kinsman, y dice que Nellie ha descubierto que no le gusta la vida comunitaria.
—Así que se ha ido.
—Sí, se ha marchado de Bright Meadows.
—Selwyn —dijo Frank con una amargura extrema—, podrías haberme dicho todo esto antes.
—Hice todo lo que pude para ayudarte.
—Sí, me trajiste a Lisa…
—Más de una vez intenté contarte con todo detalle lo que había hecho. Vine a esta misma casa hace solo unas noches, y no es por criticarte en modo alguno, ya que la naturaleza y la humanidad son las únicas máximas que reconozco, pero me temo que no era un buen momento para charlar. Tú y Lisa Ivánovna estabais juntos, y tú habías posado tus manos sobre sus pechos. Aunque quizá no te apetezca hablar de ese incidente, Frank…
—No me importa hablar de Lisa, siempre y cuando no se te ocurra decir que es como un abedul azotado por el viento. ¡Ella es carne sólida! Y lo que pasó no fue ningún incidente.
Selwyn negó con la cabeza.