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La dacha no era cómoda ni tampoco estaba en muy buen estado que se dijera. El apasionado cariño que Dolly y Ben sentían por aquel lugar ponía de manifiesto que los niños y los adultos no eran, después de todo, individuos de la misma especie. Sin embargo, tampoco Nellie había querido deshacerse de ella. Y Selwyn, que no tenía dacha propia, había ido varias veces allí a pasar el fin de semana. Por extraño que pareciera, en la dacha se comportaba como un contable normal y corriente, al contrario que cuando estaba en Moscú.

Aunque había una gran ciudad industrial a unos cinco kilómetros, con sus barrios y sus casas para trabajadores, solo se podía llegar a Shirokaia por una vía secundaria que empleaban los leñadores y que bordeaba el bosque. El pueblo más cercano, Ostanovka, le debía su nombre a la estación de tren. A partir de ahí, la forma más rápida de llegar suponía atravesar el bosque a pie, y dejar que el equipaje lo llevara un transportista en su carro, del que tiraba un caballo. El mismo transportista iba también dos veces por semana para llenar los toneles de agua.

El pan de centeno, pesado como una losa, lo compraban en el pueblo, y el té se lo llevaban de Moscú.

El té lo bebían con los limones en conserva que dejaban en grandes barriles en la despensa de la dacha de año en año, junto con los melones en sal, las peras y las manzanas maceradas, el repollo, las cebollas y las ciruelas en vinagre, y las setas encurtidas. Las setas, colgadas del techo, se dividían en varios grupos: las mantecosas y viscosas; las carnosas y oxidadas; las blancas, que en realidad eran marrones; las de los enormes pinos; las de sombrero rojo de los álamos; las de los abedules… Las recogían siempre del lado del árbol que daba al norte, que nunca se secaba. ¿Qué habrían pensado en Norbury de que su desinterés por las setas comunes? Pertenecían a la especie Indignas, y solo Frank se encargaba de colgarlas y conservarlas, ya que se suponía que a él sí le gustaban. En la propia despensa había tanta humedad que parecía que estuviera sumergida bajo el mar. Los toneles eran de roble, pero tenían por encima una capa de liquen gris que jamás se había visto crecer en ningún árbol de esa especie. En Moscú era un insulto decirle a alguien que parecía recién arrancado de la pared de una casa de baños, pero por la despensa de la dacha florecía y se extendía un moho mucho más grueso que el que pudiera haber en cualquier sala de vapor. Solo la fuerza del vinagre y del vodka, potentes protectores rusos contra una muerte generalizada por envenenamiento, preservaban la calidad de las invisibles frutas y de las setas, mientras terminaban de hacerse durante los meses de invierno.

También ellos tenían su propia sala de vapor, que ocupaba la mitad del espacio destinado a cuarto de baño. El funcionamiento era muy sencillo. Por debajo de una tapa de zinc perforado había una capa de piedras procedentes del arroyo que se calentaban tras encender una hoguera con ramas de maleza. Cuando se apagaba el fuego, entonces se entraba, se cerraba la puerta y se retiraba la rejilla del techo hasta que aparecía el rostro de Egor, que miraba hacia abajo entrecerrando los ojos dispuesto a dejar caer un cubo de agua fría. El agua provocaba una nube sofocante de vapor que emergía del calor abrasador de las piedras. Frank sabía que toda sala de vapor que se preciase debía situarse a algo más de medio metro por encima del suelo, pero en ese caso debería estar a esa altura también todo lo demás. Pero para ello habría que cortar los tablones deteriorados hasta dar con una zona en buenas condiciones, y sustituirlos por una madera sólida y firme. La mera visión de una dacha tan abandonada y desarreglada, casi reducida al musgo y la tierra en que ya consistiera años atrás, y a punto de fermentar ella misma junto con el enorme montón de conservas y alcohol que guardaba en su interior, bastaría para llevar a un inglés entusiasta de la carpintería los domingos por la mañana —Charlie, por ejemplo— al borde de las lágrimas.

Todo el exterior de la dacha lo recorría una galería de tablones de madera poco firme, cuyo techo se apoyaba sobre unas columnas decoradas con grecas. Allí se podía dormitar en verano durante todo el día cuando hacía calor. Para levantar las tablas sueltas del suelo se requería mucho valor, aunque no fuerza. Debajo existía abundante vida animal y vegetal. Se oían crujidos y ruiditos de animalillos moviéndose, y si uno se agachaba y miraba más de cerca, se podía distinguir un cierto brillo metálico. Unos inquilinos anteriores (toda la finca, el bosque, el pueblo y la dacha pertenecían a un tal príncipe Demidov, que prefería vivir en Le Touquet) habían dejado allí sus cuchillos y tenedores durante el invierno para mantenerlos a salvo, y cuando se fueron se habían olvidado de ellos o, tal vez, lo que ocurría es que no habían regresado jamás. Había también un equipo de croquet, aunque, ¿quién iba a intentar siquiera jugar al croquet en Shirokaia? No obstante, unos treinta años atrás más o menos, un equipo de croquet podía ser lo más indicado para llevarse al campo, y quizá la dacha tuviera por entonces su propia zona de césped.

Cuando firmaron el contrato de arrendamiento, muchos años antes, el agente alemán del príncipe le contó a Frank que habían limpiado el bosque alguna vez, pero que jamás habían talado ningún árbol, así que el bosque crecía tan cerca de la dacha que, con las primeras luces del día, sus sombras se proyectaban sobre todas las ventanas. El bosque, de hecho, nacía a pocos metros de la galería. Había hileras de avellanos y de álamos, con verde hierba que aparecía en los claros en cuanto la nieve empezaba a derretirse, y gran cantidad de camemoros, arándanos y frambuesas silvestres. Pero el auténtico bosque estaba compuesto de abedules. Habían creado para sí mismos una profunda base de hojas y semillas, de ramitas caídas y cortezas podridas, cuya descomposición daría lugar a uno de los suelos más ricos del mundo.

Cuando los abedules jóvenes crecían y se hacían más y más altos, la capa que recubría la base del tronco se fragmentaba y se escindía en manchas oscuras y suaves. Las ramas definían el blanco sobre el negro, el negro sobre el blanco. Las ramitas más tiernas eran delgadas, con forma de látigo, de un color marrón oscuro que despedía destellos púrpuras. En cuanto se abrían las brillantes yemas, las pequeñas e incipientes hojas comenzaban a exhalar un fragante aroma, no tan marcado como el del álamo, pero sin duda más salvaje e inolvidable, la verdadera esencia de los lugares agrestes y solitarios. Los amentos machos aparecían de dos en dos, y luego venían los pálidos amentos hembras. Las hojas, que pasaban de un luminoso oliva a un verde más oscuro, se agitaban y bullían incluso cuando se calmaba el viento. Nunca serían lo suficientemente poderosas como para bloquear la luz por completo.

Los bosques de abedules, a diferencia de los bosques de pinos, permiten que lo que sea que crezca en su suelo pueda seguir viviendo.

La lluvia de primavera, aunque bienvenida, siempre lo complicaba todo. Las gotas resbalaban hasta llegar a las ramitas más vencidas, y allí se quedaban, temerariamente suspendidas en el aire, reluciente plata por arriba, oscuras por debajo. Se mostraban tenaces, con la aparente intención de permanecer a toda costa donde estaban, pero si un pequeño pájaro se posaba en la misma rama al mismo tiempo, a veces con el propósito de llegar hasta las propias gotas de agua, todo el sistema parecía peligrar. Ramas y tallos arqueados bajo el invasor, susurrantes, balanceándose hacia delante y hacia atrás con un movimiento circular, atravesándose una vez y otra para regresar a sus innumerables y delicados dibujos originales. Y, no obstante, algunos pájaros bastante grandes, estorninos y hasta grajillas y palomas torcaces, se atrevían con las ramas más elevadas cuando despuntaba la mañana.

En julio, las ramitas liberaban las finas semillas de las brácteas, blancas como la harina. El aire se cargaba entonces de pálidas semillas flotantes, y resultaba inútil tratar de evitar que entraran en la dacha. Todo lo que se podía hacer era barrerlas y formar ingrávidos montoncitos en los rincones de cada habitación y en la galería. Antes de que comenzara el otoño, cuando su intenso aroma parecía haber desaparecido o, más bien, haber sido asimilado por el olor mortuorio de la tierra en descomposición, los abedules se cargaban de hojas amarillas. Pero ahora las grandes ramas parecían demasiado delicadas para soportar el peso de las ramitas, y las ramitas demasiado frágiles para los tallos. Las largas y delgadas hojas parecían estirarse hacia el suelo, sobre el que se cernía la amenaza del agotamiento. En cada uno de los árboles, incluso en medio del bosque, se producían cinco o seis oscilaciones diferentes, desde la conmoción que causaba el aire en la parte más alta hasta el temblor de las ramas más antiguas, que a menudo no eran mucho más gruesas que las más jóvenes, y que se mantenían a salvo en la oscura base. Cuando comenzaban las fuertes lluvias del otoño, los árboles liberaban un nuevo y jugoso perfume a té recién hecho, como el aroma de los haces de ramas de abedul que se dejaban en la sala de vapor de las casas de baños públicos, y que los clientes empleaban para golpearse el cuerpo, dejando restos de hojas húmedas sobre la palpitante piel. Cuando comenzaba el primer invierno todo el bosque parecía exhausto tras la lucha. En los claros se atravesaban los troncos caídos, aquí y allá, unos encima de otros. Para cuando llegaba la primavera, era bien posible que se hubieran hundido en un sepulcro de tierra y musgo e innumerables escarabajos.

Había otras dachas en el bosque, pero estaban situadas al noroeste, más cerca de la aldea. Por la noche no había ni una luz, ni se oía un solo sonido humano. Egor y Matriona dormían profundamente bajo su manta al lado de la despensa. La única voz que se oía era la de los abedules.

El sueño se pasea por los bancos, según la nana rusa, y dice «tengo sueño». La somnolencia dice «estoy somnolienta». La tercera noche, Dolly se despertó. Le había sobresaltado el leve chirrido de una puerta al abrirse, la puerta que daba a la galería. No había sido el ruido lo que la había estremecido, sino mas bien algo que llevaba tiempo esperando. En casa habría ladrado Blashl, pero aquí solo había oscuridad. Se puso las botas y el abrigo de la escuela y salió al porche. Lisa estaba allí de pie, apoyada en uno de los pilares de madera con su impermeable puesto y el chal negro sobre la cabeza.

—¿Vas a salir, Lisa?

—¿Has oído la puerta?

—Sí.

—No importa. Sí, voy a salir.

—¿Adonde?

—Habría sido mejor que no te hubieras despertado, pero ya que lo has hecho, ahora tendrás que venirte conmigo.

No tomó a Dolly de la mano ni la esperó. Bajó los escalones de la galería y se internó en el bosque. La niña la siguió arrastrando los pies porque se había puesto las botas sin medias. Nunca antes había estado entre los árboles en plena noche.

Había vías trazadas en el bosque de abedules. Eran para la caza, en otoño. Justo delante de la dacha se abría un camino que más bien podría considerarse un sendero. Lisa avanzaba por él con paso firme, siempre por su eje central, que se elevaba sobre los regueros que la lluvia había excavado a ambos lados. No se podía decir que estuviera demasiado oscuro. La luna avanzaba por el cielo nocturno y nublado, más allá de las movedizas ramas. Al principio, cuando Dolly volvía la cabeza, podía ver la luz de la ventana delantera de la dacha, que se quedaba encendida toda la noche. Poco después, a pesar de que el camino parecía seguir una línea bastante recta, la luz desapareció. La dacha en la que Ben y Annushka dormían tumbados de cualquier modo, tan distantes de ella por efecto del propio sueño, se había quedado atrás.

Llegó un punto en que otra vía se cruzaba con la que ellas seguían. Lisa se detuvo y miró a su alrededor.

—Dolly, estás cojeando.

—Estoy bien.

—Ahora no puedo darme la vuelta para regresar contigo.

—Estoy bien.

Dolly ya no pensaba en sí misma ni en ninguna otra cosa. Estaba demasiado ocupada avanzando a duras penas, surcando la profunda semioscuridad, mientras luchaba contra el dolor. Se sentía embriagada por el aroma de las hojas. Habían girado a la izquierda y habían recorrido ya la misma distancia que en el primer camino, el que partía de la puerta de la dacha. Entonces Dolly miró a ambos lados, y acertó a distinguir los infinitos tallos de los abedules. Parecían manos humanas que se movieran, como si quisieran tocarse las unas a las otras, más allá de la espesura.

—Lisa —dijo—. Hay manos…

Lisa se detuvo de nuevo. Estaban en un claro iluminado por la luz de la luna. Junto a cada abedul, muy pegados al tronco, había un hombre o una mujer. Se mantenían separados entre sí, y cada uno de ellos se aferraba a su propio árbol. Entonces todos ellos volvieron su rostro hacia Lisa, manchas blancas sobre una corteza blanquecina, y Dolly pudo ver que había muchos más hombres y mujeres, repartidos por lo más profundo del bosque.

—He venido, pero no puedo quedarme —dijo Lisa—. Todos vosotros habéis venido por mí, lo sé. Pero yo no puedo quedarme. Como veis, he tenido que traerme a esta niña conmigo. Nadie la creerá si cuenta lo que ha visto aquí. Y si se acuerda, ya tendrá tiempo algún día de entender su significado.

Nadie respondió, nadie dijo nada. Nadie abandonó la protección de los árboles ni caminó hacia ellas. Lisa, sin abandonar su habitual actitud serena y recogida, se volvió y tomó el mismo sendero por el que habían venido, de regreso a la dacha. Dolly, muerta de cansancio, marchaba penosamente tras ella. Cuando estaban a mitad de camino, pudo distinguir de nuevo la conocida luz en la ventana de la dacha. Al llegar, Lisa sentó a Dolly en una de las viejas sillas de mimbre de la galería, le quitó en silencio las botas y le frotó los húmedos pies con su chal hasta secárselos. Ninguna de los dos dijo nada acerca de lo que había sucedido. Dolly se fue a su habitación y se acostó en la enorme y antigua cama que compartía con Annushka. Todavía podía oler el potente aroma de la savia de los abedules. Era tan intenso dentro de la casa como lo había sido fuera.