24

El azul del cielo era tan pálido que apenas podía distinguirse del blanco. El Viernes Santo las iglesias se mantenían en penumbra y en silencio. El Sábado Santo llegaban a las parroquias decenas de miles de pasteles de queso para ser bendecidos. Y el lunes comenzaba la limpieza en las casas. Se quitaban y se sacudían todas las mantas. Se levantaban las alfombras para limpiar debajo, y se bajaban las cortinas. Se guardaban los abrigos de piel y se rasgaban los colchones para rehacerlos por completo, pluma a pluma. Toma le consultó a Frank si debía abrir o no las ventanas. Decídalo usted, respondió Frank. ¿Y dejamos salir a las aves? Decídalo usted. El Lunes de Pascua no recibió el correo, así que fue a buscarlo él mismo a la Oficina General de Correos, en el lado oeste de la Miasnitskaia. No había nada procedente de Inglaterra, excepto una tarjeta de Pascua de Charlie, con una fotografía coloreada a mano con pollitos, corderos y niños pequeños, y una cita impresa:

El mundo sería un lugar lóbrego y sombrío

si no hubiera niños en él.

También había una carta de Volodia, correctamente franqueada, que decía lo siguiente:

Honorable Frank Albertovich:

Debido a mis prisas del Domingo de Ramos, me temo que tal vez no me expresé con la suficiente claridad. Puede que llegara a sugerirle que existía, o que podía existir, una relación sexual entre usted y Lisa Ivánovna. Permítame decirle ahora que, después de meditar el asunto en profundidad, y teniendo en cuenta la reputación con que cuenta usted en la comunidad de empresarios extranjeros de Moscú, además de, por supuesto, su edad, comprendo que mis sospechas carecen de base. Deseo, por tanto, retirarlas. En cualquier otro aspecto en litigio entre nosotros, mis opiniones se mantienen idénticas. De hecho, permanecen inalterables.

Con mi más sincera consideración,

Vladimir Semionich Grigoriev

Aunque no era su costumbre, Frank leyó la carta dos veces. La letra, para ser la de un estudiante, era de una caligrafía espantosa.

En el 22 de la calle Lipka ya habían empezado a preparar los equipajes para el breve viaje a la dacha. Ningún sirviente iría con ellos, aunque sí les habría gustado hacerlo, y para demostrarlo se entregaban a actividades innecesarias, como enrollar la ropa de los niños en fardos de arpillera o embalar la porcelana en cajones llenos de paja.

—No vamos a llevarnos nada de eso —dijo Dolly. Aquello era muy distinto a las largas vacaciones de verano, cuando todo el mundo se iba y tenían que proveerse de todo tipo de bienes, como si se encontraran en estado de sitio—. Allí no habrá nadie. Solo Egor y Matriona.

Se refería a la pareja de ancianos de la aldea más cercana que, en principio, oficiaban de guardeses. Toma también pensaba que no tenía ningún sentido llevarles tazas y platos a unas gentes que no iban a saber apreciarlos en absoluto. Esos dos habían nacido en la ignorancia, dijo, y aunque les pusieses a hervir en una olla durante siete años jamás lograrías extraer esa ignorancia de sus mentes.

—Yo no quería decir eso, Toma, y lo sabes perfectamente —dijo Dolly.

Al caer la noche, la porcelana seguía aún en la entrada, a medio desembalar.

Frank le pidió a Lisa que no se fuera a la cama.

—Hay algo que quiero preguntarte, y, ya que vas a estar fuera cinco días, será mejor que te lo pregunte ahora.

Ella se quedó de pie junto a la puerta. Parecía muy tranquila.

—Lisa, ¿conoces a un hombre, un joven, quiero decir, llamado Volodia Semionich Grigoriev?

—Sí. ¿Se ha metido en algún lío?

—¿Por qué preguntas eso?

—Es un estudiante… —dijo, encogiéndose levemente de hombros.

Frank quería preguntarle dónde había conocido a Volodia para ver si le contaba la misma historia que él conocía, pero pensó que hacer algo así sería innoble y poco digno.

—¿Dónde le conoció? —le preguntó Lisa.

Sorprendido, Frank cambió de tema:

—Sí. Tienes razón. Se ha metido en un lío. No obstante, si es amigo tuyo, creo que lo mínimo que podría hacer es echarle una mano.

Lisa parecía desconcertada.

—¿Lo haría, Frank Albertovich?

—No. Para serte sincero, la verdad es que no.

—No sé qué le habrá dicho de mí. ¿Qué le contó?

—Me dijo que solo os habíais visto tres veces.

—Sí. Quizá podríamos decir que fueron tres veces, no estoy segura. Solía entrar en Muir & Merrilees, se acercaba al mostrador, y luego se dedicaba a dar vueltas por el departamento. Los estudiantes no pueden permitirse el lujo de comprar nada. Pero allí dentro se está caliente, y también se estaba caliente en la Prechistenskaia.

Volodia le había escrito una nota, prosiguió. La puso en la revista que ella estaba leyendo, y luego esperó a que pasara las páginas hasta encontrársela.

—No es raro que algo así suceda en una biblioteca pública. Aunque tienes que escribir a lápiz. Cuando la abrí, leí: «Tú estás viva. Yo estoy también vivo».

—No te he preguntado qué ponía.

—¿En qué lío se ha metido? Creo que solo tiene veinte años.

—Ya… Y yo no. Eso es algo que también me recalcó a mí.

Lisa le miró con un interés afable. De todas maneras, su actitud era la de siempre: parecía estar escuchando solo lo necesario para comprender lo que se le decía y así poder responder de manera correcta y eficaz, mientras, a la vez y como por efecto de una secreta conspiración interior, se veía obligada a oír otras voces.

—Escúchame, Lisa —dijo Frank mientras la agarraba de la parte superior de los brazos—. Ya que estamos contándonos lo que ponía en nuestra correspondencia privada, déjame ir un poco más allá. Este Grigoriev me dijo que no podía soportar que nadie respirara a tu lado, que te tocaran, que estuvieran cerca de ti, que te hablaran… O, más bien, que te hablara, respirara, estuviera cerca de ti o te tocara un hombre como yo. Eso es… ¿Tienes algo que decir al respecto, Lisa? Estás viva. ¿Crees que puedes soportarlo? ¿Lo crees?

Por primera vez contaba con toda su atención. O al menos, si iba a engañarse a sí mismo, y me atrevería a decir que eso es lo que estoy haciendo, pensó, estaba mucho más atenta a lo que le decía de lo que lo había estado jamás. También era la primera vez que él cortejaba a una mujer de pelo corto, lo que suponía una auténtica ventaja, no tener esas interminables complicaciones con las horquillas. Además, sabía que aquello no la había pillado por sorpresa. Con cada partícula de su ser, lo sabía.

—No te arrepientas, Frank. Si estás seguro de lo que estás haciendo, si no albergas la menor duda de que puede servir de algo, entonces sigue. Continúa con paso firme.

Era Selwyn. Debía de haber entrado tras esquivar la paja y el revoltijo de cosas que había en la entrada. Cuando Frank se volvió para mirarle, Lisa se liberó en silencio de sus brazos, y salió de la habitación.

—Ahora te has enfadado conmigo, Frank. Pero, mi viejo amigo, los padres de la Iglesia rusa consideraban que la ira era «la gracia negra». Es bueno recordar eso. Todas las emociones fuertes, Frank, pueden ser dignas de la gracia.

—Selwyn…

—Sí, Frank.

—Selwyn, sal de aquí, si no quieres tragarte los dientes.

Era de suponer que Selwyn tenía algún motivo para ir a verle, pero en ese momento no pudo explicarle de qué se trataba. Mientras se retiraba rápidamente hacia la entrada principal, Frank subió las oscuras escaleras hacia la parte posterior de la casa, y llamó a la puerta de la habitación de Lisa. No esperaba que estuviera cerrada con llave, y no lo estaba, pero esperó en el exterior hasta escuchar el sonido de sus pies descalzos, que avanzaban por el suelo de madera para ir a abrirla.

Muy temprano por la mañana, salieron hacia Shirokaia. Los niños se despidieron de él con afecto, aunque se les notaba distraídos. Los que se iban se apiadaban de los que se quedaban atrás. Tenían la fiebre de la partida. Ellos salían de una casa cerrada, cuyas ventanas seguían selladas, en dirección a la limpia, acuosa, incipiente primavera.

Toma no dejaba de repetir que ya estaban fuera los dos coches que iban a llevarlos a todos a la estación. Hacía más de una hora que los cocheros estaban esperando y discutiendo en la penumbra. Dijo también que Lisa Ivánovna y los niños tenían que sentarse durante un minuto antes de irse, como marcaba la tradición, la tradición rusa, para asegurarse de que regresarían a buen recaudo. Nadie le hacía caso. Nunca dejaban entrar en casa a Blashl, pero esta vez se las había ingeniado para llegar dando resbalones hasta el vestíbulo y, ahora, aterrorizada, se dedicaba a gemir más que a ladrar, y meneaba la cola como una loca. Cuando le dijeron que se fuera, se perdió, y lo que se oyó a continuación fue el ruido de unos cuantos objetos pesados que se volcaban en la cocina. Lisa apareció con su impermeable.

—¿Tienes algo que decirme? —le preguntó Frank, al pie de la escalera.

Lisa pareció pensárselo un poco, y luego respondió:

—Hasta el sábado, Frank Albertovich.

—Por el amor de Dios, quédate conmigo Lisa… —dijo Frank.

No había manera de saber si le había oído o no. El portero y la cocinera estaban ya en la entrada para despedirse, y Blashl, sin que nadie la controlara, había vuelto a salir de la cocina y ahora agitaba la cola marcando amplísimos arcos. Annushka, tan molesta como Blashl por el aroma de las despedidas, berreaba y se aferraba a quien tenía más cerca. Lisa restauró la tranquilidad, y al cabo de cinco minutos ya se habían ido. Estaba casi seguro de que no había oído lo que le había dicho.