A nadie se le ocurrió ofrecerles un coche para que regresaran a sus casas, así que caminaron juntos por unas calles que, después de la misa de la mañana, iban vaciándose poco a poco hacia la Plaza Roja. En el horizonte, los perfiles de la neblina que había surgido a raíz de las últimas nevadas se iban difuminando, transparentándose hasta casi desaparecer. Las campanas marcaban la entrada de Cristo en Jerusalén. Frank miró a lo lejos y luego a su alrededor en busca del chal negro de Lisa, pero había cientos, quizá miles de chales negros, y muchísimas jóvenes a cargo de sus niños. Ella tenía que estar por allí, pero le era imposible encontrarla.
—No sé por qué no te entregué a la policía cuando tuve oportunidad —dijo—. Me has causado una enorme cantidad de problemas. Por cierto, ¿quién te delató finalmente?
—No le entiendo… —dijo Volodia—. Yo mismo me entregué a la policía. Confesé. Lo declaré todo y les dije que había entrado en su local.
Entre la multitud, los vendedores ambulantes de ramas de sauce, que acababan de llegar de las aldeas cercanas, atravesaban las calles o se quedaban de pie en las esquinas. Según la tradición, no podían decirles nada a sus clientes, y, por tanto, no pronunciaban precio alguno mientras extendían los sauces de tallo rojo hacia los transeúntes. Se producían entre ellos graves enfrentamientos. Frank pensó que era muy poco probable que Volodia llevara dinero, así que compró sauces para los dos. Era impensable seguir avanzando entre la multitud sin ellos.
—¡Perdonémonos el uno al otro! —exclamó Volodia.
—Te aseguro que lo intento con todas mis fuerzas —dijo Frank.
—¿Cree que estoy chiflado, tal vez?
—No, no creo que estés chiflado.
Volodia, sin embargo, parecía poco dispuesto a renunciar a aquella idea:
—En su época, usted estaría tan chiflado como yo.
—Yo no tenía tiempo para chifladuras —dijo Frank—. Y resultaría poco práctico que empezara a tenerlo ahora.
Había mesas de caballete a lo largo del muro del Kremlin, dispuestas en hileras y cubiertas con manteles blancos. Los puesteros ofrecían mucha cantidad de lo que tenían, pero muy poca variedad. Todos vendían lo mismo, y la gente se apiñaba y luego seguía adelante, asombrada ante semejante repetición de toneles y jarras de kvas, de ristras de panecillos, kvas, panecillos, panecillos, kvas. Frank compró una ristra de panes y, dado que no tenía hambre, se los dio a Volodia, que se puso a comer sujetándolos con el dedo índice de la mano izquierda. Sugirió una vez más que debían perdonarse el uno al otro.
—Solo quiero que recuerdes que, en cierta medida, dependo de tu comportamiento —dijo Frank—. Dejemos las cosas claras. No creo que seas peligroso. Estoy convencido, por ejemplo, de que no querías matarme la otra noche en mi oficina.
—¡Se equivoca, Frank Albertovich! —dijo Volodia muy alterado. Era todavía lo suficientemente joven como para hablar con la boca llena y que se le entendiera—. ¡Claro que quería matarle! Eso es lo que no le he explicado. Quise dispararle pero, por desgracia, algo falló con la automática.
—No sé qué quieres decir con «por desgracia» —dijo Frank.
Pero Volodia siguió, sin escucharle:
—Usted metió a Lisa Ivánovna en su casa. Por eso quería matarle.
—¿Así que no estás vinculado a ningún grupo político?
—No. Claro que no…
—¿Y no querías imprimir nada?
—No, nada de nada.
—¿Ni siquiera unas páginas acerca de la compasión universal?
—¿Qué es la compasión universal? —preguntó Volodia con cierto recelo.
—Pero te sientes responsable de Lisa Ivánovna por alguna razón, y quisiste deshacerte de mí. ¿Por qué no viniste directamente a mi casa y me disparaste allí mismo?
—Eso habría provocado un escándalo, y las cosas podrían haberse torcido para Lisa por vivir en la casa de un comerciante extranjero que había recibido un disparo.
—Lisa trabaja en mi casa, al igual que antes lo hizo en Muir & Merrilees, y jamás fuiste por allí para pegarle un tiro a su patrón. ¿De verdad creíste que podría pasarle algo malo estando conmigo?
—No sé, tal vez no. Da lo mismo. Tengo ganas de empezar a gritar, y no puedo soportarlo. Escuche, por favor, es mejor que me entienda. No soporto la idea de que un hombre como usted, Frank Albertovich, se acerque a ella, le hable, respire a su lado, y quizá hasta llegue a tocarla.
Volodia había empezado a gritar a voz en cuello, como si estuviera en una reunión clandestina de estudiantes.
—¿Has hablado con ella alguna vez? —le preguntó Frank.
Sí. Al parecer Volodia había hablado con ella varias veces, pero siempre en público. Se habían visto en tres ocasiones, en la biblioteca pública de Prechistenskaia, a la que iba porque las bibliotecas de la universidad cerraban durante los periodos de agitación estudiantil, que no terminaban nunca. Lisa iba allí a leer revistas y periódicos cuando acababa su jornada de trabajo detrás del mostrador. En la biblioteca se permitía hablar en voz baja, aunque Frank pensó que las normas difícilmente permitirían que respiraran uno al lado del otro o que incluso llegaran a tocarse.
Volodia estaba a punto de echarse a llorar. Tenía los ojos llenos de lágrimas contenidas, las pupilas brillantes, como en ocasiones le ocurría a Annushka. No emitía un solo sonido. Sin previo aviso, dejó caer las ramas de sauce y lo que quedaba del pan, y le echó los brazos a Frank alrededor del cuello.
—¿Me cree usted? Todo lo que le he dicho… ¿Me cree usted?
Frank se sintió en inferioridad de condiciones.
—Yo no quería matarle. No hablaba en serio. ¡Lo único que quería era asustarle!
—¿Por qué pensaste que ibas a asustarme?
—Porque creía que era usted un cobarde —dijo Volodia—. Pero estaba equivocado. Muy equivocado…
—¿Por qué creías que era un cobarde?
Porque salió huyendo de la institutriz inglesa.
Frank se deshizo de los largos brazos de Volodia, que seguían aferrados a su cuello. Había visto cómo Lisa, Dolly, Ben y Annushka se alejaban de él. Había visto sus espaldas, más allá de la capilla Inverskaia. Las palomas consiguieron abrirse paso entre la aglomeración de cuerpos y piernas para hacerse con los trozos de pan que Volodia había arrojado al suelo. Frank se dirigió a toda prisa al centro de la plaza, enfrentándose a la corriente humana, hacia Lisa. Cuando se encontró con ellos (lo que, después de todo, no resultó tan difícil, ya que el suelo que rodeaba la Inverskaia estaba hecho de adoquines de granito rosa y gris, y Annushka solo caminaba por los de color rosa), los niños le rodearon con los brazos llenos de ramas de sauce. Tenía que dejarles ir con Lisa a la dacha durante las vacaciones escolares, desde el martes de Pascua hasta el día de la onomástica de la zarina. Frank les dijo que todavía habría nieve en el suelo de los bosques. Y en Moscú ni se habían abierto las ventanas todavía, y él tendría que ir a trabajar a la Reidka, que no cerraba durante las vacaciones. Les preguntó qué iba a hacer sin ellos, y Dolly respondió que estaba segura de que la señora Graham le pediría que fuera a visitarla con frecuencia a la capellanía.
—¡Jura por la salud de su majestad imperial que nos dejarás ir! —gritó Ben.
—Pero vuestra madre podría regresar mientras estuvierais fuera…
—¿Esperas su regreso, entonces? —preguntó Dolly.
—No.
Annushka dijo que quería que la llevara en brazos. Lisa no dijo nada. Después de todo, solo serían unos días, y por mucha humedad y frío que pudieran pasar, sería muy poco amable no dejarles ir.