Los sirvientes dedicaban la víspera del Domingo de Ramos a recorrer toda la casa con el propósito de prepararse para la confesión de la Pascua. Visitaban también a los vecinos y les pedían perdón por los pecados que hubieran podido cometer, a sabiendas o sin querer, contra ellos. No era necesario aclarar de qué pecados se trataba.
Frank se quedó de piedra cuando Lisa le dijo que necesitaba su perdón por sus acciones, palabras y pensamientos no expresados en voz alta.
—¿Qué es lo que puedes haber hecho mal? —le preguntó—. No sé cuáles son esos pensamientos no expresados, pero yo no tengo ninguna queja de ti.
—¿Quién puede pasar un solo día sin hacer algo mal?
—Bueno, si de lo que se trata es de una competición, tampoco mi conciencia está del todo limpia. —Ella seguía esperando en silencio—. Pero yo te perdono, Lisa —dijo.
El Domingo de Ramos se puso encima su chal negro y se llevó a los niños a ver cómo se agrupaba la multitud.
—Me reuniré con vosotros más tarde. Ya os buscaré —les dijo.
En cuanto se marcharon, recibió una llamada telefónica. Era del Ministerio de Defensa, de la división política. O, para ser más precisos, de la policía de Seguridad.
—Tenemos a Vladimir Semionich Grigoriev, un estudiante que ha confesado que la noche del 16 de marzo irrumpió en su local. ¿Sería usted capaz de identificar a este hombre?
—Hay más de seis mil estudiantes en la universidad —dijo Frank.
—Pero solo uno de ellos entró en la imprenta Reid la noche del 16 de marzo con la intención de imprimir material subversivo, o de robar tipos y otros materiales para imprimir ese mismo material en otro lugar.
—No robó nada.
—¿Por qué fue allí entonces? Tenía todo Moscú para elegir. En cualquier caso, le solicitamos que venga al 210 de la Nikitskaia, y se lo lleve.
—¡Llevármelo! Si es el Domingo de Ramos. ¡Yo no lo quiero! —dijo Frank—. Me piden constantemente que vaya a buscar algo o a alguien, y yo soy impresor, no el dueño de una empresa de transporte público.
—Las calles están llenas de gente. Hoy le será imposible conseguir un coche. Le enviaremos uno que pasará a recogerle en seis minutos.
Frank no había estado nunca en la sede central de la Seguridad de la Nikitskaia, un edificio que no se distinguía en nada de los otros bloques de cuatro pisos que se alzaban a ambos lados de la calle. En la tercera planta, que carecía de la afabilidad de las alfombras y el hedor a tabaco de la comisaría de policía de su barrio, se encontró con tres hombres, uno de los cuales se dedicaba a hablar, otro a tomar notas taquigráficas, y el último a quedarse de pie junto a la puerta, sin hacer nada aparentemente. Volodia, que tenía un aspecto lamentable, se había sentado al revés en una silla de madera, con la barbilla apoyada en el espaldo. Llevaba su arrugado uniforme de estudiante de color verde oscuro.
Cuando le pidieron que identificara al detenido, Frank dijo que desconocía su apellido o su dirección.
—Bueno, pues nosotros sí que lo sabemos —dijo el interrogador—. ¿Puede usted confirmar que su hogar del 22 de la calle Lipka está compuesto por usted mismo con sus tres hijos legítimos, un sirviente no especializado que se encarga de abrir la puerta, una cocinera, una ayudante de la cocinera, una institutriz temporal cuyo pueblo natal es Vladimir, un jardinero, y un chico que antes limpiaba las lámparas, pero que, ahora que tienen electricidad, limpia los zapatos y realiza pequeños trabajos de diversa índole?
Frank lo confirmó todo con ganas de aducir que, a pesar de lo prolongado de la lista, en realidad no vivía tan pomposamente como pudiera parecer. No obstante, se esperaba que viviera así, ya que de lo contrario sería todo un fracaso como patrón, como cuando tenía que afeitarse él mismo en vez de ir al barbero de la esquina de la calle Lipka, como por lo demás hacía ahora. El interrogador, que había leído todo lo anterior en una tarjeta, le dio la vuelta y agregó:
—Su esposa, Elena Karlovna, le ha dejado al parecer de manera temporal.
—No voy a alegar nada al respecto —dijo Frank.
El hombre trazó una marca en la tarjeta, y continuó:
—Cuando Grigoriev entró en su local, ¿qué era lo que quería imprimir?
—No creo que llevara nada encima salvo, tal vez, alguna idea metida en la cabeza.
—Mi cabeza es solo mía —exclamó Volodia mientras elevaba la barbilla del respaldo—. No pueden tocarla.
Nadie le prestó la menor atención, lo que supuso una decepción para Frank, que esperaba que se lo llevaran de una vez y le dejaran marcharse.
—Frank Albertovich Reid, sabemos que está tratando usted de deshacerse de su negocio para poder regresar a Inglaterra. Durante los últimos dieciocho meses se ha hecho con una declaración ante notario en la que se atestigua que no tiene deudas pendientes de pago, con un permiso de la policía que declara que no existe ningún obstáculo para que salga usted del imperio, y con un permiso especial del gobernador general para la venta de un establecimiento destinado a labores de impresión. Dichos documentos han sido traducidos al inglés, y ha pagado usted las tasas correspondientes para certificar la exactitud de la traducción y para que conste que dicha traducción ha sido realizada por persona autorizada por las leyes vigentes.
—Tampoco voy a alegar nada al respecto de todo eso —dijo Frank—. No tengo pensado salir de Rusia por el momento, pero creo que hay que estar preparado por si es necesario hacerlo. He pagado y obtenido cada uno de esos documentos legalmente.
—Y del mismo modo pueden ser legalmente invalidados. No le sería tan sencillo conseguirlos una segunda vez.
—Confío en que no será necesario llegar a eso —dijo Frank.
—Lo que le pedimos es que sea usted el garante del buen comportamiento de Vladimir Semionich Grigoriev. Estará bajo nuestra supervisión, por supuesto, pero será su responsabilidad asegurarse de que no se involucra en ninguna actividad subversiva o políticamente inaceptable.
—¿No se olvida usted de que fue él quien irrumpió en mi local? —preguntó Frank—. En ningún caso me habría imaginado a mí mismo teniendo que dar buenas referencias de esta persona.
—Usted me dijo que esperaba que me fuera bien… —dijo Volodia con la voz quebrada.
—Nos pondremos en contacto con usted si a Grigoriev se le ocurre cambiar de domicilio. En resumen, si se produjera algún otro escándalo tendríamos que considerar la posibilidad de retirarle todos sus permisos de salida, y, en cualquier caso, no puede marcharse de Moscú mientras Grigoriev permanezca en la universidad. Si no tiene más preguntas que hacernos, puede retirarse.
El tercer agente, que parecía estar allí sólo para abrir y cerrar la puerta, la abrió y le dejó salir.