21

Esa noche, para sorpresa de Frank, Charlie volvió a hacerle la misma oferta.

—¿No iremos a empezar con ese tema de nuevo?

—Sí, Frank, me temo que sí. Me da la impresión de que te opones a la idea porque crees que no voy a ser capaz de arreglármelas solo durante el viaje, y, bueno, es cierto que no tengo mucha experiencia en eso de cuidar niños. Pero ahora me doy cuenta de que existe una alternativa que, además, supondría una gran ventaja por aquello que te dije de que me siento bastante solo a veces en Longfellow Road. Así pues, ¿qué te parecería que también se viniera con nosotros la señorita Lisa? Siempre, por supuesto, que le mantuviera el mismo salario que le pagas tú aquí, que considero que es el justo.

Frank le miró, pero pronto comprendió que estaba hablando en serio y que se creía lo que le estaba diciendo.

—No lo sé, Charlie —dijo—. ¿Cómo lo haríais? ¿Se lo has preguntado a ella?

—Te olvidas de que no puedo hacerme entender en ruso. La cosa, naturalmente, sería que tú hablaras con ella en mi nombre.

En silencio, Frank se dispuso a elaborar mentalmente un breve discurso: «Querida Lisa, por favor, te pido que consideres las siguientes tres posibilidades que te planteo a petición de mi cuñado. En primer lugar, Karl Karlovich te quiere, aunque él no lo sepa aún. Le gustaría que te fueras a Inglaterra con él para cuidar de los niños durante el viaje, con el mismo salario que se te paga aquí (que para él es un salario justo), y luego, más tarde, cuando se dé cuenta de lo que siente realmente, querrá que te acuestes con él, para disgusto, desaprobación y envidia de todos sus vecinos de Norbury. Segunda posibilidad: Karl Karlovich te quiere, etcétera, etcétera, pero es más astuto de lo que yo pensaba, y él lo sabe. El resultado será idéntico, con el mismo salario que se te paga aquí (que para él es un salario justo), pero todo se llevará a cabo mucho antes de lo que piensas. Tercera posibilidad: Karl Karlovich no te quiere, pero sospecha que yo sí, y eso le aflige enormemente, en parte por su hermana y en parte, creo, por mí, ya que estoy seguro de que lo que intenta es velar por mi bienestar moral, y se le ha ocurrido que si puede llevarte con él a Inglaterra (seguimos con el mismo salario), me librará de caer en la tentación».

—No sé muy bien cómo se lo podría explicar a ella —dijo en voz alta—. Pero ¿estás seguro de que los niños quieren irse a Norbury contigo?

Charlie parecía un poco desanimado.

—Bueno, no estoy muy seguro… —dijo.

Frank llegaría más tarde a la conclusión de que, después de todo, su cuñado era un hombre al que animaban las mejores intenciones, no como él mismo; pero también se dio cuenta de que eso no le importaba gran cosa, y el enorme alivio que sintió al admitir semejante realidad se unió, en cierto modo, al enorme alivio que sintió al ver que Charlie se marchaba solo con su bolso de viaje, su baúl, los regalos que había comprado con Dolly en las Galerías, y la docena de botellas de vodka y los cincuenta pasteles de té verde que Kuriatin, en el último momento, le envió a la estación. A pesar de que solo habían pasado diez días desde su llegada, Charlie parecía haber olvidado todos los detalles prácticos que implicaba el viaje. Las regulaciones aduaneras, las zonas horarias, las señales de aviso… Todo parecía haberse diseminado por su mente, y todo le parecía confuso. Además, parecía haberse olvidado del objeto principal de su visita: nadie mencionó a Nellie.

—Te haré saber que he llegado sano y salvo, Frank. No te quepa la menor duda. Siento que no te he agradecido ni la mitad de lo que debería toda tu amabilidad. Y créeme que lamentaría muchísimo haberte molestado de alguna manera al sugerir… Quiero decir… Si crees que alguna sombra se ha interpuesto entre nosotros, estoy más que dispuesto a romper ahora mismo mi billete de regreso y volver directamente a la calle Lipka contigo.

Para enfatizar sus palabras, sacó su cartera, pero el billete de regreso no estaba allí. Inmediatamente comenzaron a buscarlo. Frank revisó el abrigo de Charlie, como si fuera un carterista aficionado, y por fin encontró el billete, que al final resultó que estaba en la cartera. Sonó la tercera campana. Charlie escaló con dificultad los empinados escalones del vagón, y, mientras el tren salía de la estación, trató de mirar hacia atrás por la ventana, pero había demasiados pasajeros justo delante de él, y su mirada se perdió entre la multitud.

***

—¿Se ha ido ya? —preguntó Dolly.

La misma habitación, la misma sopa, el mismo pan del día anterior… Pero ni rastro de Charlie. Era como si la amenaza hubiera desaparecido como por ensalmo mientras estaban allí sentados, todos juntos. El día volvía a extenderse ante ellos sin tensiones aparentes. Lisa masticaba enérgicamente, y seguía sin hablar a no ser que antes se le hablara a ella. Seguía creando a su alrededor una sensación de descanso carente de tedio, como si el estado natural de la existencia fuera la paz de espíritu. Tengo que conseguir que se inquiete, pensó Frank. Como sea.

—No creo que me case nunca —continuó Dolly—. Y lo más seguro es que Lisa tampoco lo haga.

—Lisa, ¿por qué le has dicho eso a Dolly? —preguntó Frank.

—Lo que le dije es que en tiempos, puede que unos diez años atrás, en los pueblos se creía que era horrible que una mujer se quedara soltera.

—Pero eso no es lo mismo que ha dicho ella. En absoluto.

—No, no es lo mismo.

—Mi profesora no está casada —dijo Dolly—. Y la señorita Kinsman tampoco estaba casada.

—Vosotros, niños, no conocisteis a la señorita Kinsman —dijo Frank—. Ni siquiera sabía que hubierais oído hablar de ella. Lisa, tienes mi permiso para reprender a Dolly si ves que se le ocurre empezar a atosigarte, como parece ser que todas las mujeres sin excepción tienden a hacer.

—¿Por qué la situación de las mujeres es mejor ahora que hace diez años? —preguntó Ben.

—Si. Es mejor —dijo Frank—. Tal vez Lisa te pueda explicar por qué.

Lisa no se ruborizó, pero dejó la cuchara y dijo:

—No se me da bien explicar las cosas a los demás, y me parece poco amable que se le pida a alguien que haga más de lo que puede hacer.

—¡Poco amable! —exclamó Frank, horrorizado.

Al día siguiente, en la Reidka, en cuanto Bernov hubo desaparecido de su vista, le preguntó a Selwyn si alguna vez había pensado de él que era cruel o inhumano. Selwyn, en lugar de negarlo de inmediato, se puso a considerar la pregunta de esa manera pausada e irritante que le era tan característica. Mientras tanto, Frank dijo:

—Me dijiste que era mi deber tratar de entender a Lisa Ivánovna.

—No sé si utilicé la palabra «deber» —dijo Selwyn, intentando recordar lo que dijo—. Si la hubiera empleado, estaría refiriéndome por fuerza a algo que no deseabas hacer, por el mismo significado de la palabra «deber», y yo pensaba más bien en algo parecido a lo que sucede cuando uno entra en la más cálida de las salas de una casa de baños, en la sala de vapor, cuando lo que se quiere y lo que se debe hacer se fusionan en una sola cosa. ¿Me sigues?

—La verdad es que sí —dijo Frank—. Pero el problema es que no puedo hacer mucho en tan poco tiempo. Solo la veo un poco por la mañana y otro poco por la noche.

—Para serte sincero, eso es mucho más de lo que yo esperaba. No creo que debas reprocharte nada a ese respecto. Sin embargo, sí podría ser que la existencia de Lisa Ivánovna resulte un tanto sombría. Si así fuera, estoy dispuesto a llevarla a algún sitio una noche, como hice con tu cuñado. Las reuniones masivas están prohibidas, claro, sobre todo para los jóvenes, pero podríamos intentarlo con un grupo del movimiento antialcohólico, o con una reunión de los Peregrinos Rusos de la Vía de la Humildad, o con algún tipo de círculo literario. Todos son gratuitos, o cuestan muy poco, y la policía política los aprueba siempre y cuando no congreguen a mucha gente.

Pero Frank no le estaba prestando atención.

—Cuando vino por primera vez, ya sabes, cuando la trajiste a casa, me di cuenta de lo silenciosa que era.

—Ya lo creo. Es difícil darse cuenta de que está en la misma habitación que tú.

—Yo me doy perfecta cuenta de cuándo está en cualquier habitación. Pero pensaba que cuando llevara más tiempo con nosotros hablaría un poco más…

—Tienes que entender que siempre pensó que no iba a quedarse mucho tiempo con vosotros.

—Pues a eso me refiero. Me gustaría saber qué es lo que va a hacer cuando se vaya, y si tiene adonde ir.

—Podrías preguntárselo tú, claro está. Pero, Frank, ¿por qué no dejas que me encargue yo de eso? He de reconocer que la responsabilidad de que te preocupes por Lisa es solo mía. Igual que cuando te traje a otros muchos desgraciados antes, en busca de ayuda material. Quizá en esta ocasión no te sientas demasiado inclinado a darme las gracias.

—No estoy muy seguro todavía —dijo Frank—. Ya te lo diré más adelante.

—Volviendo a lo que me preguntaste al principio, sobre si creo que eres poco amable o si es posible que tiendas a la crueldad, verás, Frank, creo que ese es un asunto en el que hay que considerar el papel que juega la imaginación. Quiero decir que hay que tener en cuenta el sufrimiento de los demás. Ahora bien, tú no eres un hombre imaginativo, Frank. Si he de encontrarte un defecto, sería el de que no eres capaz de comprender la importancia de lo que queda más allá del juicio o de la razón. Y, sin embargo, en ese más allá reside todo un universo completo. «¿Dónde está la corriente?», clamamos con lágrimas en los ojos. Pero ¡elevemos la mirada, y hete aquí! Ahí está la corriente azul que fluye suavemente sobre nuestras cabezas.

—No sé si ella confía en mí —dijo Frank—. Y, dadas las circunstancias, espero que no lo haga.