20

Cuando solo faltaba un día para que se marchara de vuelta a Inglaterra, era como si Charlie llevara allí toda la vida. Se había acostumbrado a comer kasha, de la que se tomaba dos y tres cuencos en el desayuno, con un trozo de mantequilla en cada uno.

—En casa no voy a poder comer de esto —decía.

Creía haber visto gran parte de lo que había que ver en Rusia. No fue muy lejos en su excursión con Kuriatin y Bernov, pero estaba convencido de que sí lo suficiente para asimilar lo que debía de ser el resto del país y de sus campos.

—Había coles por todas partes. En Rusia se confía demasiado en la col, querido Frank. Si he de objetar algo, es que estas gentes no son como los cultivadores de los huertos de nuestro país. Una granja o una fábrica pueden sufrir pérdidas, cierto, pero la parcela de un inglés, jamás lo hará. Y esto me lleva a la otra cuestión.

Aunque la otra cuestión tendría que esperar por el momento, puesto que en Norbury se consideraba del todo improcedente hablar de temas importantes en presencia de los sirvientes.

—Aunque no entiendan lo que digo, podrían deducir perfectamente el sentido de mis palabras a partir de mis gestos y de los movimientos de mi rostro. Y no querrás que se enteren de lo que aquí sucede…

—Todo el mundo sabe lo que aquí sucede —dijo Frank.

Charlie fue con él hasta la parada del tranvía.

—Lamento no haber podido visitar tu imprenta. Pero creo que no me vendrá mal un pequeño descanso. Además, Dolly me ha prometido que vendrá conmigo a las Galerías Comerciales[12] después de la escuela, y me hará de intérprete con los tenderos para que pueda comprar algún regalito… Lo que me lleva a ese otro tema del que no pudimos hablar durante el desayuno…

—¿De qué se trata?

—Se trata de los pequeños. Esa oferta que te hizo Kuriatin me hizo pensar, es un diamante en bruto, todo hay que decirlo. Tú la rechazaste, pero… ¿Qué te parecería…? Imagina que me llevo a los tres mañana conmigo, de regreso a Inglaterra…

—Mira, Charlie…

—Te he dejado de piedra, ¿eh, Frank? Pero me atormenta pensar que esos niños no conozcan su tierra natal. Antes hablábamos de los campos ingleses, y ninguno de ellos los ha visto nunca. Seguro que ni siquiera han visto un calabacín en su vida. Además, bueno, ya puedes imaginarte que a veces me siento muy solo en esa casa tan grande…

—¿Me estás diciendo que quieres que vivan contigo para siempre?

—Piénsalo, Frank. Sé que no estás pasando por un momento fácil, aunque no hayamos hablado mucho al respecto. Piénsalo durante el día de hoy, y ya me dirás qué te parece.

—Tu padre parecía un poco molesto —le dijo Charlie a Dolly mientras entraban en las Galerías—. Espero no haber dicho nada inoportuno.

—No te preocupes ahora por eso —le dijo Dolly, que caminaba a toda velocidad, con su abrigo nuevo de piel puesto por encima del uniforme del colegio, y muy en su papel de estar al mando—. Vamos a comprar los regalos primero. Luego puedes invitarme a un té si quieres, y te diré lo que pienso.

Fueron a las Galerías Superiores, la última planta del gran mercado, cruzada en ambos sentidos por unos amplios pasillos de cristal tras los que se podía ver cómo iban y venían los ajetreados compradores, sobre cuyas cabezas también dominaba el cristal. La planta central estaba destinada a la venta al por mayor. Al subir se encontraron con más de medio kilómetro lineal de productos, todos ellos expuestos para aquellos que desearan gastarse allí su dinero. A Dolly le brillaban los ojos.

—Solo un par de cosas —dijo Charlie sin mucha energía—. Algunos vecinos han sido muy buenos conmigo. Está la vicaría, y supongo que también la sociedad coral, y uno o dos del trabajo…

—¿Qué le vas a llevar a madre?

—No estoy muy seguro de cuál es su paradero en estos momentos, querida Dolly. De lo contrario, como ya sabes, tendría que…

Dolly le quitó la lista de las manos, y tiró de él para que se moviera más deprisa:

—Esta es la sección de comestibles. No se trata de productos de importación, sino de alimentos rusos. Conservas de esturión en vino, paté de alce, caviar, por supuesto, aunque este no es el de mejor calidad, perdices en aguardiente… Por aquí llegamos al galantería, abalorios de ámbar, guantes de cabritilla, abanicos de seda con mango de perlas, botitas de terciopelo… Todas esas cosas. Aunque también puedes llevarte ropa de la que se ponen los campesinos los días de fiesta. No hace falta que compres el conjunto entero. Puedes llevarte solo un kokoshnik o quizá una shugái. [13] Ahora estamos llegando a la parte del oro, la plata, las joyas y los objetos religiosos.

—No puedo comprar nada de todo esto, Dolly. Es demasiado caro. ¿No podemos ir por otro sitio? Además, no puedo llevarles eso como regalo. Los objetos religiosos no pegarían mucho en la vicaría.

—Mira, aquí hay pendientes de perlas. Pero no te creas, son solo perlas de río.

Mientras hablaba, volvió la cabeza hacia él, y Charlie se sorprendió enormemente al ver algo de lo que no se había percatado antes: Dolly tenía las orejas perforadas a la manera extranjera, y llevaba un par de pendientes de oro.

—¿Cuándo te han hecho eso, querida?

—Pues supongo que cuando tenía unas dos semanas de edad. Annushka también las tiene así.

Él respondió con torpeza:

—En ese caso, tal vez te gustaría que te comprara alguna perla de esas, ¿no?

Dolly se echó a reír:

—Tengo montones en casa. Pero no nos dejan llevarlas en la escuela.

Empezó a compadecerse de él, así que giraron a la izquierda en cuanto llegaron a la primera intersección y compraron una serie de pequeños objetos de madera de abedul, y una caja de puros. Ella contó el cambio y recuperó, sin discusiones, otros treinta kopeks. Todo venía envuelto en un papel muy grueso, pero Dolly le dijo que debía tener cuidado con lo que había comprado o, de lo contrario, podría romperse.

Para tomar el té tuvieron que bajar al restaurante, que estaba en el sótano de una de las torres de arenisca de las Galerías. Pero el sitio estaba repleto de gente. El aire parecía espeso como el gas, y los clientes que atestaban el lugar se empujaban unos a otros a codazo limpio.

—No podemos quedarnos aquí. Vamos a tomar el té con Selwyn Osipych.

—No sé donde vive, Dolly. Además, lo más seguro es que esté trabajando en la imprenta.

—No, no está allí. Mi padre va todos los días, excepto algunos sábados, y Selwyn libra los jueves. Los viernes van los dos porque es el día de los pagos. La ley no permite que se pague a nadie un sábado, o la víspera de un día de fiesta, para evitar que la gente utilice el dinero para emborracharse.

—Todo eso está muy bien, pero puede que no sea muy conveniente ir a visitarle. No le hemos avisado y no nos espera —alegó Charlie.

Selwyn vivía en la parte este de la Miasnitskaia, justo donde el barrio pasaba de ser respetable a resultar dudoso. Una calle más allá y uno entraba en el barrio de los burdeles masculinos y femeninos, el mercado de Jitrovo, que no tenía mucho que ver precisamente con las tiendas de las Galerías, y las casas de inquilinos donde se escondían durante el día los desempleados, los sospechosos de estar enfermos de cólera, los desertores militares y los criminales en busca y captura. En circunstancias normales, jamás se habría permitido que Dolly llegara hasta la parte este de la Miasnitskaia, pero ella ya conocía la zona, y llamó al portero con el mayor descaro.

—Mire a ver si está Selwyn Osipych.

—Tiene habitaciones en esta casa, pero casi nunca está.

No obstante, Selwyn bajó personalmente para darles la bienvenida.

—Deberíais haberme avisado.

—Lo sé —dijo Charlie—. Pero esta tarde no estoy al mando. Nos ha sido imposible tomar el té en las Galerías… —Seguía dando explicaciones mientras subía por las escaleras, detrás de los otros dos.

—Bueno, en cualquier caso me alegro mucho de veros. A los dos —insistió Selwyn.

Dolly llegó la primera, corriendo. Lo único que iluminaba la sala de Selwyn eran unas lámparas de parafina y el resplandor rojo de la estufa.

—No tengo electricidad —dijo—. Ni tampoco té… Té de verdad, quiero decir. Suelo hacerme una infusión a base de las nueve plantas curativas: ranúnculo, camomila, margarita, ortiga muerta, perejil silvestre, hipérico, trébol, balsamina y hojas de hierba. Las recojo en verano, y las dejo secar a la vuelta.

Esas plantas curativas se utilizan para que no se mueran las vacas enfermas —dijo Dolly.

—El poder de sanación no conoce límites, Dolly.

—¡Ortigas muertas! ¡Puaj! Dile al portero que vaya a buscarnos un poco de té y un limón.

Pero el portero estaba más que dispuesto a venderles un poco de su propio té. De hecho, lo sacó en cuanto vio que Selwyn Osipych tenía visita. No conocía a mucha gente que quisiera beber esa infusión suya de las nueve plantas. A Charlie le dio la impresión de que su presencia allí tal vez resultara un tanto incómoda, y dijo que la mezcla de hierba y ranúnculo parecía muy interesante, y que en alguna ocasión le habían recomendado algo por el estilo para el asma.

—Cada planta tiene la protección de un santo diferente —dijo Selwyn—. Estas cosas no son puramente medicinales…

La habitación tenía un techo de madera tallada, a dos aguas, que copiaba el diseño de un hastial. Lo habían pintado de blanco, y Selwyn le había pedido a un carpintero que pusiera estanterías en cada una de las hileras, donde no solo guardaba los libros sino también las herramientas para la elaboración de sus zapatos, las agujas y el hilo y los tarros para las hierbas. El mismo carpintero le había confeccionado las sillas y la mesa de madera, tan sencillas que en su elaboración no parecía haberse utilizado ni un solo clavo. Charlie miró a su alrededor en busca de algo que poder elogiar, pero se limitó a musitar:

—Bonito sitio, este.

—No sé si bonito es la palabra… —dijo Selwyn en voz baja—. Busqué una habitación aquí porque está muy cerca del mercado de Jitrovo.

—¿Es un buen lugar para ir a comprar?

—Sí, si lo que quieres es encontrar lo que te hayan podido robar durante los últimos seis meses, o si quieres un tatuaje o que te practiquen un aborto.

Charlie frunció el ceño mientras miraba a Dolly.

—No me diga más. Supongo que el alquiler es bastante razonable, entonces.

—A Selwyn Osipych no le importa el precio del alquiler —dijo Dolly—. Vive aquí porque por la noche le gusta caminar entre los desgraciados.

—La verdad es que no necesito dormir mucho —dijo Selwyn—. Y a veces, a altas horas de la noche, las almas de los hombres y las mujeres se abren de forma natural, como sucede con algunas plantas.

—¿Pongo el agua a hervir? —preguntó Dolly.

Selwyn tenía uno de los pocos hervidores de agua que había en Moscú. No existía ninguna palabra en ruso para definirlo. Se lo había traído hacía unos años, después de viajar a su ciudad natal, Tunbridge Wells.

—Entonces, ¿no tiene usted sirvientes? —preguntó Charlie.

—No, ese tipo de relación me parece falsa.

—Bueno, por lo que veo, nuestra Dolly se maneja muy bien en la cocina.

Selwyn le contó lo que le había dicho Tolstói en una ocasión: si los hombres y las mujeres adultos vivían con sencillez y se encargaban de llevar a cabo las tareas necesarias, los niños pronto desearían realizarlas también.

—¿Cree usted que Nellie vivía con sencillez? —le preguntó Charlie.

Después de que Dolly se hubiera encargado del té, se sentó y dijo bruscamente:

—Tío Charlie quiere llevarnos con él a Norbury. No tengo ni idea de cómo se le ha metido semejante idea en la cabeza.

—A ver, querida —dijo Charlie—. Estoy seguro de que no es tu intención hablar con tanta dureza. Como ya te he explicado, se lo he propuesto a tu padre con la mejor de las intenciones. Y me sorprende enormemente que le haya alterado tanto.

—Creo que ya lo entiendo —dijo Selwyn inclinado hacia delante, todo interés y preocupación—. Dolly no quiere abandonar a su padre.

—No queremos salir de Rusia —dijo Dolly—. Es el inicio de la primavera. Lo que queremos es ir a la dacha. —Mientras chupaba el último trozo de limón, sentada a la suave luz de la lámpara, los miró a los dos llena de tolerancia—: Y tampoco queremos abandonar a Lisa Ivánovna.