18

En los siguientes días, Charlie continuó mostrando una inesperada disposición a divertirse. Empezó de manera bastante convencional con una visita a la capellanía, donde el propio Frank no se sentía muy bien recibido desde la partida de la señorita Kinsman. Pero Charlie no notó nada en absoluto. Le repitió a la señora Graham lo asombrado que estaba por lo bien que funcionaba todo en el 22 de la calle Lipka.

—Supongo que Rusia es así. Ya podrán apreciar usted y su marido la enorme diferencia cuando regresen a su hogar una vez finalizado su cometido aquí. Le he dicho a Frank que su casa parece sacada de las mil y una noches.

—Me alegro mucho, Frank, de que su casa se haya convertido en algo parecido a las mil y una noches —dijo la señora Graham mientras encendía uno de sus horribles cigarrillos.

—Te abren la puerta —continuó Charlie—, te la cierran. Te traen lo que necesites… ¡Y todo con una sonrisa! Además, lo chiquillos no dan ningún problema.

—Ah, sí —dijo la señora Graham—. He oído que Frank ha contratado a una chica para que cuide de ellos.

—Por supuesto. Habla en ruso y no entiendo una sola palabra de lo que dice —siguió Charlie—. Pero solo hay que mirarla para comprender que es una buena persona. Es «justo el tipo de criatura deseada por la Naturaleza». ¿Conoce esa canción, señora Graham?

—No, no —dijo la señora Graham, tal vez temiendo que el cuñado de Frank se arrancara a cantar.

—Es una canción irlandesa —le dijo—. Se titula La conocí en el jardín donde crecen las patatas.[11] Pero no se puede trazar una línea absoluta entre las nacionalidades. Y describe a esa chica a la perfección.

—Lisa trabajaba en Muir & Merrilees —dijo Frank—. Espero que…

—¿En qué sección?

—Pañuelos de caballero, creo.

—Oh, vaya.

—Espero que, cuando usted y el capellán vengan a vernos, tengan ocasión de charlar con ella.

—Bueno, no debe preocuparse por las invitaciones —dijo la señora Graham—. Al menos hasta que regrese su esposa.

A Charlie la señora Graham le pareció una mujer amable y cordial. Parecía tener siempre una palabra afectuosa para todo el mundo. También le impresionó Selwyn, un tipo inteligente, muy leído. Le sorprendía que Nellie no le hubiera mencionado con más frecuencia en sus cartas.

—Me dijo que es poeta, Frank. ¿Tú lo sabías?

—Sí.

—Y también que es vegetariano, como George Bernard Shaw. Pero Shaw no es poeta… Él, que escribe en prosa, debe de tener mucho más fácil eso de mantenerse a base de hortalizas.

—De todas formas, Selwyn no come mucho… —dijo Frank.

—Cosa extraña en un contable de gestión. Pero no sirve de nada luchar contra el genio. Ataca donde se le antoja. Cuando me llevó ayer a escuchar a ese pianista, ya sabes, a Scriabin, sí, a esa sala de conciertos, más tarde, mientras regresábamos juntos, de repente me dijo que parara y nos detuvimos en seco en medio de las vías del tranvía.

—¿Para qué?

—No me dio ninguna razón. Solo echó hacia atrás la cabeza y miró a las estrellas. Luego retomamos nuestro camino como si nada, casi de inmediato.

Selwyn le había entregado a Charlie un ejemplar de Los pensamientos del abedul, y allí lo tenía, con su familiar cubierta de papel color crema.

—Desde luego, si estuviera en ruso habría sido mucho más que un recuerdo. Aunque entonces, si no estuviera en inglés, no podría leerlo… Le he echado un vistazo. Creo que esta de aquí es una especie de canción de cuna. Me parece que lo que pretende es que un niño se quede dormido. No sabía que Crane estuviera casado.

—No es el poeta quien habla —dijo Frank—. Si no me equivoco de poema, creo que se trata de un abedul.

—Bueno, para mí es todo un privilegio conocer a un poeta en igualdad de condiciones, de tú a tú. Para ti debe de ser lo mismo, ¿no? En la gestión diaria del negocio…

Frank había aprovechado las horas que Selwyn y Charlie pasaron en el conservatorio para ir a visitar de nuevo a la señora Graham. La había llamado por teléfono para preguntarle si podía ir a hablar con ella, dado que no pudo decirle todo lo que quería la tarde anterior. Y ahora su cuñado había salido.

No había nadie más en la salita. Resultaba evidente que ella había pensado que la ocasión merecía el esfuerzo de mantenerla despejada para cuando él llegara. No se lo pensó:

—Quería preguntarle si ha recibido usted alguna noticia de la señorita Kinsman. A decir verdad, no fui muy considerado con ella.

—¿Acaso tuvo intención de serlo? —preguntó la señora Graham.

—No creo que tuviera ninguna responsabilidad especial hacia ella. Pero soy consciente de que había perdido su trabajo y necesitaba otro, y tal vez ella esperaba… Lo que quiero decir es que siento mucho si sufrió algún tipo de decepción.

—¿De veras? —dijo la señora Graham—. ¿Consideraría usted que soy una mujer anticuada hasta el absurdo si le dijera que creo que un hombre debe acompañar a una mujer, incluso a una mujer mayor, es más, especialmente a una mujer mayor que se encuentra en una ciudad desconocida, a cualquier lugar al que a ella se le antoje ir, con el fin de garantizar su seguridad?

—No, no creo que sea usted una mujer anticuada por decirme eso, señora Graham. La encuentro, tal vez, un poco confusa, pero esa es una cuestión distinta. Todas las mujeres me parecen confusas, hasta Dolly me lo parece. Se debe a que ustedes se comportan de manera distinta, si se me permite decirlo así, según con quién estén. Su marido nunca haría eso…

—Pues debería; forma parte de su aprendizaje pastoral —dijo la señora Graham con tono enérgico—. Lo que sí admito es que yo no necesité ningún tipo de aprendizaje. En cualquier caso, ¿no le pareció confusa también la pobre señorita Muriel Kinsman?

—Sí, claro que sí. Me temo que no fui lo suficientemente amable con ella. Ni siquiera fui razonable.

—Bueno, llegó a salvo a Harwich. Le diré que era una criatura totalmente inofensiva, o tan inofensiva como puede serlo quien está en la más absoluta miseria. Los pobres siempre causan problemas. Mi padre oficiaba como coadjutor en un pueblo, y éramos pobres como ratas. ¿Que adonde fue? Bueno, le escribí una nota para las Damas Necesitadas, y el señor Crane conocía una comunidad tolstoiana que no queda muy lejos de Londres y que, por supuesto, dispone de agua corriente. Pero usted no ha venido hasta aquí para hablar de esto, ¿me equivoco? Mi marido no podría aconsejarle al respecto, porque este asunto no es de su incumbencia. Y tampoco lo es de la mía, pero digamos que a mí no me importa.

—No tengo secretos para nadie —dijo Frank—. No hay una sola persona en Moscú que no esté al tanto de lo que hago.

—Tal vez lleve demasiado tiempo en Moscú.

—Espero que no se trate de eso.

—Pues yo no le voy a decir aquello de «vayamos al grano», porque llevamos un buen rato dando vueltas alrededor del meollo del asunto. Esa joven… También se la recomendó el gran recomendador, claro está, el señor Crane. Un idealista… No voy a acusarle de nada peor. El no es de este mundo, no es terrenal. Pertenece a las nubes, es nuboso. Pero ¿qué opina su cuñado al respecto?

—Charlie tiene muy buena opinión de Lisa Ivanovna —dijo Frank—. Ya se lo dijo él mismo.

—¡Por supuesto que tiene muy buena opinión de ella! —exclamó la señora Graham alzando la voz hasta un tono que Frank no le había oído jamás—. ¡Muéstreme un solo hombre en esta ciudad que no la tenga! Una muchacha pacífica, rubia, corta de entendederas, núbil, dócil, que no habla inglés porque, de hecho, apenas habla nada en absoluto, de hombros caídos, con los ojos medio cerrados, todavía sin ensanchar aunque estoy casi segura de que lo hará, con la humildad adecuada y unos modales aceptables que, imagino, habrá aprendido a ser complaciente detrás del mostrador de la Muirka…

—No creo que tenga los ojos medio cerrados —dijo Frank.

—¡En el fondo siguen ustedes siendo propietarios de esclavas! ¡Sí! ¡Y ese cuñado suyo también! ¡Cincuenta años desde la Emancipación, y continúan empeñados en llevárselas al pajar al menor descuido!

—No exagere, señora Graham —dijo Frank—. Nunca ha habido esclavos en Norbury.

—Sin embargo, no ha respondido usted a lo que le he preguntado. Su cuñado… Ha venido, supongo, con un disgusto enorme a causa de la desaparición de su hermana. ¿Qué piensa de la situación que se ha encontrado en su casa?

—No hay nada que pensar. Si Lisa hubiera venido a trabajar para nosotros primero, y Nellie se hubiera ido entonces de casa, podría haber puesto alguna objeción; pero ha sido más bien al revés.

—Sí, justo al revés —dijo la señora Graham con voz ronca, mientras expulsaba enormes cantidades de humo.

Frank estaba consternado.

Veo que todo esto le produce una inquietud innecesaria. Lamento ser el responsable de tanta preocupación.

—¿Le resulto irritante? —preguntó la señora Graham, intentando recuperar cortésmente su compostura habitual.

—Todavía no.

—Pues hay algo más. No sé dónde ubicar a su Lisa. Decíamos que Selwyn Crane es un idealista; eso significa, o al menos eso creo yo, que resulta muy fácil engañarle. ¿De qué la conoce? Yo diría que es la hija de un diácono o de un salmista o de un campanero… De alguien que trabaja para la Iglesia, en suma.

—Creo que su padre era carpintero.

—Habrá visto sus papeles, naturalmente…

—Naturalmente.

—Solo le formulo las preguntas que debería haberse hecho usted previamente a sí mismo. Aunque es muy probable que se las haya hecho… Después de todo, usted creció aquí, en Moscú. Todos los días ve a montones de jóvenes rusos. Montones de estudiantes… Aunque un ruso puede ser joven sin tener que ser estudiante. Verá a muchos más de los que vemos nosotros aquí, en la capellanía. ¡La hija de un carpintero! Creo que no he hablado con un carpintero en toda mi vida. Sí con lecheros, con costureras, con fotógrafos (¡gente horrible!), con dentistas alemanes… Pero con carpinteros, jamás. Los muebles de la capellanía se mantienen firmes, gracias a Dios, y no hemos tenido que llamar a ningún carpintero.

—Estábamos hablando de Lisa Ivánovna —dijo Frank.

—Bien, pues déjeme decírselo con toda claridad. Quizá me equivoque, pero creo que hay algo oscuro en su interior. ¿Cree que esa chica podría estar relacionada con algún grupo revolucionario?

—Lo que yo creo, señora Graham, es que se deja llevar por su propia imaginación. Me da la impresión de que está decidida a encontrar algo perverso en Lisa, lo que sea. Aunque se trate de algo inverosímil. Para dedicarse a la política hay que disponer de tiempo, y le aseguro que cualquier persona que se ocupe de mis tres hijos durante las veinticuatro horas del día no tiene mucho tiempo libre.

—Pero, mi querido Frank —dijo la señora Graham, inclinándose hacia delante—. ¿Me está usted diciendo que duerme en su casa?

Era la primera vez que la señora Graham le llamaba «querido», y él siguió hablando a toda velocidad:

—Además, hay que tener cierta personalidad para ser un activista político. Como la profesora de Dolly, por ejemplo…

—¡Oh, esa impía! —exclamó la señora Graham—. Sí, he oído hablar de ella. Pero no ha de sentir el mínimo temor por Dolly. Jamás he conocido a una niña de su edad que tenga la cabeza tan en su sitio como ella.

Frank se preguntó qué iría contando Dolly cuando tomaba el té en la capellanía, algo que solía hacer antes. La señora Graham comenzó a liar otro puñado de picadura, y se puso muy derecha.

Está a punto de perder el control, pensó Frank. Dijo:

—Sin resentimientos.

En su desdén hacia un comentario tan banal, ella empezó a sentirse mejor, de modo que cuando se separaron eran casi un par de buenos amigos de nuevo.