17

El telegrama de Charlie decía que llegaría el 31 de marzo. Día 18 en Moscú. El deshielo casi habría terminado, pero las ventanas de la ciudad seguirían cerradas, sin dejar paso a la llegada de la primavera. No vería, por supuesto, lo mejor del país. El instinto hospitalario de Frank estaba por los suelos. No irían a cazar ni a patinar, aunque, la verdad, Charlie no cazaba ni patinaba. No irían al mercado de caballos, aunque a Charlie tampoco le interesaban los caballos. Todavía no habría mucha luz para hacer lo que se dice una fotografía decente, aunque, de todos modos, él nunca tenía mucha suerte con lo que fotografiaba. ¿Cómo iba a comparar Charlie la primavera de Moscú con la de Norbury, donde cada seto principal y cada jardín trasero estarían, en esos instantes, rebosantes de hojas nuevas y de brotes tiernos? Quizá llegara a la conclusión de que Nellie no tendría que haberse ido jamás a Rusia.

Los sirvientes le preguntaron qué preparativos se debían hacer para el invitado inglés. Frank les recordó que también él era inglés.

—Sí, pero usted también es ruso y está acostumbrado a todo lo ruso —dijo Toma—. Usted comete errores, y no se ofende cuando nosotros los cometemos. Y ahora Dios le ha dado paciencia para que ocupe el lugar de su antigua felicidad.

—Karl Karlovich necesitará agua caliente en todo momento, y que le sirvan un huevo hervido por las mañanas.

El 18 de marzo, día de san Benjamín, era festivo. En cierto modo, aquello resultaba muy práctico, ya que la imprenta estaría cerrada y no habría problema en ir a recoger a Charlie a la estación.

—¿Va a ir alguien contigo? —preguntó Dolly—. Nuestro tío esperará recibir una cálida bienvenida.

—No va a venir nadie conmigo. Su viaje habrá sido agotador y cuando llegue querrá disfrutar de unos momentos de tranquilidad para así poder recuperarse y asimilarlo todo.

Hablaba de su cuñado como si fuera un hombre enfermo. Hasta tal punto que Dolly le preguntó si tío Charlie estaba bien de la cabeza.

—Claro que sí, pero puede encontrarse un poco confuso al principio. No ha viajado mucho y, de todos modos, no hay nada de malo en querer un poco de paz y de tranquilidad.

—¿Viene madre con él? —le preguntó Ben con una voz perfectamente impasible.

—No.

—Si se diera el caso de que madre sí viniera con él, ¿tendrías que deshacerte de Lisa?

Frank sabía, aunque no lo viera, que Dolly estaba sentada con la cabeza vuelta hacia otro lugar, sin mirarle, y tan inmóvil como si se hubiese congelado.

No me gusta mucho esa expresión, «deshacerse» —dijo.

—¿Por qué no?

Frank pensó en las cosas de las que uno se deshace. De las epidemias de cólera, de las corrientes de aire, de los ratones, de los contrincantes políticos, de los malos hábitos… Ben no lo había dicho con mala intención, por supuesto. Más bien todo lo contrario. «Deshacerse de» era una de las expresiones favorita de Nellie.

Cuando Lisa fue a recibir su salario semanal, algo más tarde que los demás sirvientes, él le preguntó que cuánto tiempo se iba a quedar con ellos.

—¿Cómo voy a responder a eso? —dijo ella, mientras contaba su dinero con cuidado—. No puedo darle una respuesta…

—Podrías decir: «hasta que yo quiera».

—Más bien tendría que ser «hasta que usted quiera». Creo que no es necesario que se lo diga.

Frank abrió otro cajón de su escritorio.

—Mira, aquí están tus papeles. Aquí está tu pasaporte interno. La ley establece que sea yo quien los guarde, pero te los devuelvo. Eres libre de irte cuando quieras, cuando mejor te venga. Así que ahora ya puedes decir: «Me quedaré todo el tiempo que yo quiera». Aunque si es por mí, yo desearía que no te fueras, Lisa Ivánovna.

Charlie, envuelto en bufandas y cuadros escoceses, esperaba, quizá con cierta lógica, que le llevaran directamente desde la estación hasta la calle Lipka, pero Frank dejó el equipaje en manos de un mozo y, después de evitar al jefe de estación, con quien no podría pararse a hablar en ese momento, se llevó a Charlie a la cantina.

—¿Aquí tienen té? —preguntó Charlie.

—Charlie, quiero que me hables de Nellie.

—¿Qué? ¿Ahora? No he podido lavarme desde que crucé la frontera. Ya sabes cómo es esto.

—¿Cómo está Nellie?

Charlie suspiró:

—Tengo una mala noticia para ti. Aunque no, espera, me estás atosigando y no me he expresado bien. No hay razón para alarmarse. Hasta donde yo sé, Nellie está perfectamente bien, solo que no está conmigo. No está en Norbury.

—¿Quieres decir que has venido hasta aquí para decirme que no sabes dónde está?

—Por lo que yo sé no necesita dinero, Frank, si es eso lo que te atormenta.

—Eso espero. Le envié dinero de inmediato.

—Sí, llegó por correo. De hecho lo hizo antes que ella. Le di hasta el último penique en cuanto llegó. Pensé que había regresado solo para verme, ya ves, a pesar de que llevaba bastante tiempo sin saber nada de ella. Pero solo se quedó la primera noche. Guardó sus bolsas en el desván, allí siguen, por cierto, y luego se fue de nuevo.

Frank pidió que les sirvieran el té.

—¿Dónde está ahora?

—Dando clases, Frank. Ya habrá obtenido el título, claro. No me preguntes dónde, porque no lo sé. Lo que quiero decir es que me contó por carta que estaba en una escuela, y a su edad supongo que ya no será como alumna, así que debe de trabajar como profesora. No venía ninguna dirección. Se la envió al encargado del estanco que hay al final de la calle, para que la guardara hasta que yo fuera a recogerla. Lo mismo te acuerdas de él…

—¿Y en el estanco no te pueden decir la procedencia de la carta?

—No me parecería justo convencer a ese pobre hombre de que traicionara la confianza que se ha depositado en él. En realidad, para eso se le paga, para que destruya el sobre exterior. Además, es metodista.

—Comprendo…

—He traído la carta, por si quieres leerla.

—No, Charlie. No me la escribió a mí.

Charlie se enderezó en la silla y removió el limón del té, decidido a habituarse a las costumbres extranjeras. Bueno, y ahora será cuando tenga que hacerme la pregunta obligada, pensó Frank, sintiéndolo por él.

—Frank, ¿hubo algún tipo de discusión entre Nellie y tú?

—¿Se lo preguntaste a ella?

—Sí, pero no me respondió. No fue cortante conmigo, como solía serlo antes con bastante frecuencia. No me refiero a eso. Si tuviera que describirla, diría que iba medio dormida, como si estuviera soñando.

—¿Dijo algo de los niños?

—Yo sí, pero ella no.

—¿Qué dijiste tú?

—Le pregunté qué planes tenía para los chicos. Pero tampoco me respondió.

—¿Te dio la impresión de que pudo haberlos perdido en algún lado? Me acabas de decir que iba como medio dormida…

—No, Frank, claro que no. Ni se me habría pasado por la cabeza. Por otra parte, no perdió nada más en el viaje…

Charlie había viajado dos mil seiscientos kilómetros para darle una información que resultó ser, después de todo, bastante escasa. Tuvo que alterar las costumbres de toda una vida, viajar a Londres en la Southern Railway, obtener el visado en el consulado de Rusia, cambiar dinero a marcos y rublos, hacer frente a las inspecciones fronterizas, y encima quedarse sin sus libros (Raffles y Tommy el sentimental) [10] y sin sus naipes para hacer solitarios, ya que se los confiscaron en la aduana de Verzhbolovo.

—No me había imaginado que una baraja de cartas fuera tan peligrosa…

Frank le explicó que el estado tenía el monopolio de los juegos de naipes, y que lo que recaudaban por tal concepto lo destinaban al mantenimiento del Hogar Imperial para Niños Expósitos.

—Bueno, eso demuestra que el zar en el fondo es una buena persona —dijo Charlie.

Lo que le llevó a emprender aquel viaje, según pudo deducir Frank, fue una concatenación de terribles sobresaltos. La muerte de Bertha le alteró enormemente. La implantación del sistema de seguridad social de Lloyd George le dejó horrorizado (aunque luego le alivió mucho saber que no habría pensiones para los delincuentes). Y el reciente comportamiento de las mujeres inglesas y de los ferroviarios e impresores ingleses le tenía enormemente preocupado, como ya le había comentado a Frank. No obstante, nada de todo aquello le causó tanta aflicción como la escena de ver a Nellie llamando a la puerta de Longfellow Road (y él, que la hacía en Moscú), y, peor aún, verla desaparecer al día siguiente. Quizá hubiera también cierto deseo largamente oculto de superar a su hermana, cuyo espíritu era tan viajero. ¿Quién iba a imaginarse que Charlie Cooper llegaría alguna vez a visitar Rusia? Pero, en conjunto, su viaje carecía absolutamente de efectos prácticos. Lo único que se le había ocurrido era que «podían poner un anuncio». Frank le hizo saber que los anuncios eran para las personas perdidas o desaparecidas, y, para ser exactos, Nellie no era ni una cosa ni la otra. Sin embargo, Charlie había estado pensando en algo más del estilo de los niños perdidos en Peter Pan, cuando este les pedía a sus madres que regresasen al hogar. Frank se mostró bastante sorprendido ante semejante arranque de imaginación, pero Charlie le dijo que era el párroco quien se lo había sugerido.

—Así que has ido hablando de mis problemas todo a lo largo y ancho de Norbury.

—A lo largo y ancho no, Frank. Solo con aquellos que se mostraban comprensivos.

Cuando llegaron a la calle Lipka, Charlie le contó que tenía intención de quedarse allí una semana o diez días para ver lo que hubiera que ver, y para abrir un poco su mente, puesto que aquel era el fin último de su viaje. Le había inquietado que su presencia allí pudiera resultar molesta, pero ahora se daba cuenta de que no tenía que haberse preocupado en absoluto. Frank era perfectamente capaz de controlar la situación, y, por lo que pudo ver, igual les pasaba a todos los que vivían allí. Le conmovió extraordinariamente la calidez del hogar ruso y el entusiasmo con que los sirvientes le daban la bienvenida a un familiar distinguido que acababa de llegar de un país extranjero. Por tanto, pasó de ser un hombre con una difícil y penosa misión a sentirse un excursionista en un día de campo.

—Caramba, Frank, veo que no te va nada mal. Tienes de todo. Gente que cuida de ti, un hogar caliente todo el tiempo… Casi demasiado caliente, diría yo. No recuerdo una sola casa de Norbury que tenga algo más que un par de estufas de carbón.

—Si yo fuera tú, tío Charlie, tendría mucho cuidado con el vodka —le dijo Ben con verdadera preocupación—. No sabe a nada, pero es bastante fuerte.

—El tío Charlie necesita algo fuerte —dijo Dolly.

—Bueno, beberé un poco —dijo Charlie amablemente—, si es que vuestro padre opina que puede sentarme bien.

—No te sentará nada bien —dijo Frank.

Pero el vodka, dúctil, sutil y abrasador, consiguió que todo resultara más sencillo. Causó en él el mismo efecto que ya había causado antes en millones de personas.

Charlie no estaba sordo, pero no siempre captaba del todo lo que se le decía. Así, aunque a veces le pillaran por sorpresa, lo normal era que todo el mundo acabara perdonándole montones de cosas. Se sirvió un plato tras otro en la mesa, mientras comentaba:

—Espero no estar pasándome.

—No podrías pasarte jamás —dijo Frank—. La cocinera se sentiría muy decepcionada si no comieses mucho de todo.

—Pues entonces no tiene de qué preocuparse. Todo es excelente, y luego están estos pequeños detalles, estas rodajitas de pepino, quiero decir. Esto es a lo que yo llamo pequeños detalles… No habría pensado jamás que pudiera funcionar todo tan bien en esta casa, ahora que estás tú solo para dirigirla.

—No está solo —dijo Dolly—. Tiene a Lisa.

—Hay una chica rusa que se ocupa de los niños —dijo Frank—. No entiendo por qué no ha bajado.

Esperaba que ella estuviera allí y, aunque imaginaba que se encontraría a pocos metros de distancia, no podía evitar sentir su ausencia casi como un dolor físico.

—Tardasteis mucho tiempo en regresar de la estación —dijo Dolly—. Lisa cenó arriba con Annushka.

—Bueno, en ese caso espero conocer a tu señorita Lisa mañana —dijo Charlie—. Está bien que tenga un nombre inglés, ¿no? Lo dejamos entonces para mañana. Nuestra breve conversación, quiero decir.

—Me temo que Lisa no podrá conversar con usted —dijo Dolly—. No sabe ni una palabra de inglés.

—Dios mío, qué lástima. Tendréis que intentar enseñarle algo. Aunque solo sea «¿cómo está usted?» y «gracias» y «este fue a por leña, este la cortó…». Solo frases útiles para ir tirando.

Dolly y Ben salieron de la habitación.

—Son unos muchachos poco corrientes —dijo Charlie—. Tienen una manera muy peculiar de comportarse. Nunca se sabe lo que pasa por la cabeza de un niño, claro está, pero los dos han intervenido en la conversación con bastante libertad, lo que no implica necesariamente que uno sepa lo que piensan. Creo que a Nellie y a mí jamás se nos habría permitido intervenir en una conversación con esa libertad. En nuestra casa reinaba una disciplina mucho más estricta.

Les llevaron el té, y Toma, que quería vigilar al cuñado más de cerca, retomó la antigua y recurrente reivindicación sobre que debían comprar un quinto samovar. Uno de ellos estaba ahora arriba con Lisa Ivánovna, y los dos más grandes seguían en la cocina. Sus argumentos tenían una base real, no constituían una mera formalidad, y se dilataron un rato, durante el que Charlie siguió sudando en el interior de la calurosa sala mientras giraba la cabeza de un lado a otro sin entender nada de lo que allí se decía. Vio, sin moverse de la silla, que la puerta se había quedado medio abierta. Entonces entró Lisa.

En ese instante Charlie se puso de pie. Fue presentado como Karl Karlovich, y lo único que hizo fue sonreír. Lisa también sonrió, y le dijo a Frank en ruso:

—Por favor, no crea que pretendo sentarme aquí. Sé que quiere hablar usted con su cuñado.

—No, no quiero hablar con él —respondió Frank en inglés—. Quédate. Estoy enamorado de ti.

—Perdón, creo que no te he oído bien —dijo Charlie.

Lisa se fue en silencio.

—Parece una señorita muy refinada, Frank. Es una pena que lleve el pelo tan corto, siendo de un color tan bonito. En casa habría pensado que era una sufragista.

—Está trabajando aquí solo de manera temporal —dijo Frank—. Hasta que Nellie regrese.

—Comprendo. No es una señorita, es solo una joven.

—Estoy seguro de que el pelo le volverá a crecer muy rápidamente —dijo Frank.