El nuevo contable de costes llegó a las nueve en punto, según lo acordado para su primer día de trabajo. Como Frank le había comentado a Selwyn, Aleksander Aleksandrovich Bernov había trabajado en Sytin, el gigante de la impresión, cuyos talleres estaban situados al otro lado de la Sadóvaia. Bien afeitado, muy perspicaz y de mirada afilada, esperaba con impaciencia el momento de asumir sus funciones como encargado, pero sus ideas —si es que en realidad eran suyas— estaban más bien orientadas hacia la gran empresa, y ante eso no se podía hacer nada. Era de los que veían los negocios, cualquier tipo de negocio, como una guerra no declarada contra los empleados que estuvieran por debajo de la categoría profesional de contable de costes.
Frank quería discutir con él la posibilidad de que se pagase una cantidad por distribuir los moldes, algo que los cajistas venían reclamando, en vano, desde los tiempos de Gutenberg. Bernov admitió que, hasta que se pasaron a las máquinas, en Sytin los hombres preferían llevarse los moldes de camino a casa y tirarlos al río antes que tener que deshacerlos durante unas horas que no cobraban.
—Frank Albertovich, quiero que te quede claro desde el principio: no podemos anclarnos a las reliquias del pasado. La imprenta manual se asocia hoy día a los tolstoianos, a los estudiantes revolucionarios y a los activistas que se esconden en buhardillas y sótanos. Hemos de ser conscientes de que el futuro pertenece al metal caliente.
—Aunque sigue siendo muy útil para los pequeños encargos, y esencial para un trabajo de alta calidad —dijo Frank.
No se le iba de la cabeza la imagen de los utensilios destrozados de Tyvordov, a tan pocos metros de distancia de donde ellos estaban, y su delantal agujereado por un tiro. Bernov, sin embargo, opinaba que la Reidka debía renunciar sin más a los encargos demasiado pequeños. Y alquilar más locales, e instalar linotipias, e imprimir periódicos.
—Todos los días nace un nuevo diario o una nueva revista. Y con un periódico se tiran tantas unidades idénticas que se puede pasar a calcular directamente el coste por unidad a gran escala.
—No quiero dedicarme a imprimir periódicos… —dijo Frank—. Esta empresa ha de tener un equilibrio contable muy preciso para poder venderla sin pérdidas y en un plazo breve de tiempo si la situación internacional empeora.
—O si su esposa, Elena Karlovna, no regresa —dijo Bernov, moviendo la cabeza enérgicamente. Era obvio que hasta en Sytin se hablaba de aquello.
Con bastante tacto, Selwyn se inclinó hacia delante.
—Sinceramente, ¿cómo ve nuestro futuro, Bernov?
Es muy simple. Me alegro de que me haga esa pregunta. A mayor rendimiento, mejores salarios. Las empresas inglesas y las alemanas utilizan un sistema que sirve para calcular los méritos de sus trabajadores. No sé si alguna vez aceptaremos algo así por estos lares. Pero podemos empezar por incrementar el importe de las sanciones por ebriedad, reducir los salarios en función del tiempo de espera cuando se acaba el papel, y así sucesivamente. Y, sobre todo, es esencial que no existan casos especiales. Nada de sobresueldos piadosos. Eso es lo que implica ser próspero. A los trabajadores hay que darles solo el dinero que se merecen.
—Pero no debemos pensar en el dinero que se merecen ellos —dijo Selwyn—, sino en si nosotros, los hombres de negocios, merecemos tener el dinero que les damos.
El rostro de Bernov, mucho más expresivo de lo recomendable en ese momento, se contrajo levemente.
—Deben tener en cuenta que yo solo estoy aquí en calidad de contable de costes. Naturalmente, las decisiones últimas debe tomarlas la dirección. No obstante, he de decir que la cuestión de si la dirección merece o no los beneficios que obtiene no guarda relación alguna con los resultados económicos de la empresa.
—Siento escucharle decir eso… —murmuró Selwyn—. Sí. De veras lo siento.
Frank vio que Bernov parecía desconcertado, así que mandó a alguien al bar a que trajera algo de comida. El mismo propietario del establecimiento, que se moría de ganas por descubrir qué tipo de escándalo había denunciado (o no) su inquilino, el vigilante nocturno, les llevó en persona una bandeja cubierta repleta de zakuski.
—¿Sabe si se ha levantado ya el vigilante? —le preguntó Frank.
—Me ha dicho que oyó disparos anoche, mientras estaba de servicio —respondió el propietario.
—Recuerde que esta es una calle muy ruidosa.
Bernov comió rápidamente, y de inmediato les lanzó una nueva propuesta. Parecía no haber recibido nunca demasiada atención, ni en Sytin ni tal vez en ningún otro sitio.
—¡Miren el gasto público de este año! Ciento diez millones de rublos en vías férreas, ochenta millones de rublos en educación… Y, ¿qué implica la educación? Libros baratos que pueden hacerse, e incluso encuadernarse, aquí mismo con papel cartridge.[9]
Frank le recordó que el papel cartridge era lo primero que empezaba a escasear en los periodos de emergencia. Bernov comenzó a dar golpecitos en la mesa con un lápiz plateado. En el plazo de dos años, en 1915, se celebraría en Berlín una feria internacional de impresores, que prometía ser la más importante de la historia. En su opinión, ese tipo de ferias de empresarios constituían la mayor garantía de que la paz en Europa estaba garantizada. Y Rusia no debía quedarse atrás. Las pequeñas imprentas de Moscú, negocios que tenían de treinta a sesenta trabajadores, como la de Reid, debían llegar a un acuerdo con los gigantes como Sytin y preparar la exposición codo con codo. Frank pensó que a esas alturas, él ya se habría muerto de preocupación.
A las cuatro, dos hombres de avanzada edad, de los más ancianos de la imprenta, subieron a la sala de cajistas. Eran los alzadores, que controlaban el orden de los pliegos con la prensa hidráulica, ayudados de dos chicos y un cubo de agua. Habían hecho el mismo trabajo con la antigua prensa de tornillo, y probablemente no volverían a hacer nada tan difícil en toda su vida. Ahora había cierta autoridad en su porte.
Se quitaron las zapatillas de fieltro que usaban mientras estaban en el trabajo, y se calzaron unos zapatos de cuero que crujían mientras avanzaban hacia el rincón del icono. Justo delante de él colocaron una mesa. Un tercer hombre, aún más anciano que ellos dos, y que trabajaba en el almacén, trajo un paño blanco, dos velas y dos candelabros de una plata muy deslucida. Luego extendieron la tela sobre la mesa, pasaron las manos por encima para quitarle las arrugas, se santiguaron, e hicieron una reverencia. Cuando Frank salió de su oficina, le pidieron que se ocupara de las velas. Cuando fue a encender la primera de ellas pensó con cierta inquietud en Volodia, que seguramente no se había olvidado de llevarse las suyas.
La luz de las velas habría resultado mucho más impresionante si hubieran apagado antes la luz eléctrica, pero al personal de Reid no le molestaba aquel pequeño detalle. Habían celebrado un oficio religioso para dar gracias a Dios por la electricidad, y eso les llenaba de orgullo. Y así comenzaron a congregarse todos en silencio, a la luz de las velas, sin amontonarse y sin apenas tocarse. Eran las mismas personas que no habrían dudado ni un instante en pelearse por los primeros lugares en la cola de la parada del tranvía o en los puentes para ver el hielo, pero ahora ocupaban su lugar como si alguien se hubiera encargado de adjudicar previamente un sitio para cada uno. Al acercarse al icono se santiguaban: se tocaban primero la frente, luego los hombros (primero uno, luego el otro), y por último el pecho.
Los hombres se situaron a la derecha. A la izquierda, la mujer del té y su ayudante. Frank y Selwyn, como de costumbre, en el centro. Bernov se había eximido a sí mismo de estar presente en la ceremonia, y se había ido a su casa cargando con una considerable cantidad de papeles.
Los presentes se giraron hacia la derecha, sin dejar de mirar las velas. Las compraban, al igual que el aceite para la lámpara del icono, con el dinero de una suscripción semanal y voluntaria en la que participaban todos los mayores de dieciséis años. El icono no tenía muchos años. Era el resultado de un nuevo proceso fotográfico que ofrecía, al parecer, un producto idéntico a lo que sería una pintura al óleo, en tonos rojos y azules de excelente calidad que ni el tiempo ni el humo de la lámpara conseguirían oscurecer. Así, la radiante aureola de san Modesto y las letras del alfabeto de su libro encuadernado eclipsaban el apagado brillo de la plata antigua de los candelabros que habían pertenecido a la vieja casa situada al lado de la fábrica. Incluso allí, recordaba Frank, se creía que traía mala suerte limpiarlos.
El almacenero dejó la puerta abierta y entonces entró el párroco, con su habitual paso cansino y sus resoplidos habituales, seguido de un diácono y un subdiácono. Desde la misma entrada dio su bendición. Luego desfilaron en silencio en dirección a la oficina de Frank, que, en esas ocasiones especiales, se usaba como sacristía. El sacerdote salió de allí con su estola, y los diáconos con su sobrepelliz. Habían encendido el incensario con un pedazo de carbón al rojo vivo procedente del samovar de la cantina, y la fragancia del humeante cedro del Líbano inundó todos los rincones de la habitación. Hombres, mujeres y niños permanecían quietos, petrificados.
Frank sabía que algunos de ellos eran agnósticos. El tendero le había dicho que, en su opinión, el espíritu y el cuerpo eran como el vapor y la fábrica, que no puede existir el uno sin el otro. Pero también él estaba allí, inmóvil. El sacerdote pronunció una oración por el zar y su familia, a los que Dios protegiera muchos años. Por el ejército imperial, para que pusiera a sus pies a cualquier enemigo de Rusia. Por la ciudad de Moscú y por el país entero. Por aquellos que se hallaban en el mar. Por los viajeros. Por los enfermos. Por los dolientes. Por los prisioneros. Por los fundadores de la imprenta y los trabajadores que allí se congregaban. Por la misericordia. Por la vida. La paz. La salud. La salvación. La visitación. Por el perdón y la remisión de todos los pecados.
El simple hecho de que yo no crea en todo esto, pensó Frank, no implica que no sea cierto. Intentó guardar el decoro debido. Thomas Huxley había escrito que si existiera la más mínima prueba de que en la religión hay algo de verdad, la humanidad entera se aferraría a ella como un hombre que se está ahogando se agarra a una caja de madera que flota en el océano. Pero, mientras la humanidad no finja creer en algo en lo que no encuentra motivos para creer —puesto que alguna ventaja podría sacarse del propio fingimiento—, mientras no haga eso, al menos no habrá caído hasta lo más bajo del abismo. Se podría decir que él mismo estaba fingiendo en ese instante, y más aún cuando había frecuentado la capilla anglicana solo para estar al lado de Nellie. No sabía por qué se había sentido tan inquieto cuando Dolly le contó que su maestra había dicho que Dios no existía. Pero esa inquietud le indicaba que era un desastre como ente racional. O eso, o que había llegado a considerar la religión como algo apropiado solo para las mujeres y los niños, y podía estar hundiéndose en unas profundidades mucho más hondas de lo que Huxley hubiera podido imaginar jamás. Lo mismo tengo fe, pensó Frank, aunque carezco de creencias.
El sacerdote estaba dando una breve alocución:
—Sois trabajadores, y no se os pide únicamente que trabajéis juntos, sino que os améis los unos a los otros y que os compadezcáis los unos de los otros. ¿Cómo hacer algo así? Podéis responder que vosotros no solicitasteis trabajar al lado de este o de aquel hombre, que ya estaban aquí cuando llegasteis, y que vuestra relación es poco menos que fortuita. Pero recordad, si alguna vez lo pensáis, que no existen los encuentros fortuitos. Nunca conocemos a los demás por casualidad. Ese otro hombre, o esa mujer, han sido enviados a vosotros. O quizá vosotros habéis sido enviados a ellos.
Empezó la bendición final. Con las palabras «Guarda este lugar y esta casa, y las almas de los que aquí habitan» se abrieron las puertas de nuevo, y entró Tviordov. Todas las cabezas se volvieron hacia él, y luego regresaron a su posición inicial. Él se santiguó y se quedó de pie en silencio, de espaldas a su chibalete.
El sacerdote extendió entonces una cruz de plata dorada y doble travesaño, cuyo brazo inferior estaba inclinado hacia la derecha, en representación de los destinos que habían corrido el buen y el mal ladrón. La congregación formó una fila para besar la cruz, primero los hombres y luego, una vez habían terminado, las dos mujeres. La mujer del té y su ayudante besaron, además, las manos del sacerdote. A pesar de que probablemente eran las almas más devotas de la congregación, se alejaron a toda prisa y con gran agitación. De ellas dependía el pierchestvo para la bendición del icono, y, mientras estaban arriba, algo podía alterar el orden de los vasos o la disposición de los pequeños pasteles y empanadas que debían mantenerse a salvo hasta más tarde. Tyvordov también besó la cruz, pero no la mano del sacerdote.
—Ve tú —le dijo Frank a Selwyn—. Yo bajaré luego.
Selwyn asintió con la cabeza, y acompañó al sacerdote, al diácono y al subdiácono hasta las escaleras que llevaban al lugar donde se serviría el té. Ellos esperaban que se les recibiera en la oficina, como siempre, pero por el momento no escucharon explicación alguna que justificara ese desagradable cambio de planes. La congregación fue detrás de ellos, con la única excepción de Tviordov, y la habitación se llenó de ese curioso silencio que sigue siempre a la salida de un gran número de personas. Era como si las paredes se estiraran solas. Frank miró a su cajista jefe.
Tviordov no dijo nada al principio. Como si se dispusiera a iniciar una jornada normal de trabajo, levantó la tapa de su chibalete y contempló el desorden con más dolor que desconcierto. Recogió una o dos letras de la profanada caja alta, y, por pura costumbre, las dejó caer en el que habría sido su lugar correcto. Luego tomó su delantal blanco, contempló el agujero que había hecho la bala, pasó un dedo a través de él y dobló el delantal con mucho cuidado.
—Me mandó decir que no viniera. Pero nunca he faltado a una ceremonia de bendición.
—Nunca ha faltado usted a nada —respondió Frank—. Ha estado siempre, desde que mi padre fundara la empresa, cuando el trabajo se hacía enteramente a partir de la composición manual.
No podía contarle a Tviordov lo que ni siquiera le había contado a la policía. Tal vez se hubiera arriesgado de haber sabido qué pensaba Tviordov de los estudiantes y de sus actividades. Pero no lo sabía.
—Le debo una explicación —comenzó por fin—, por el estado en que se encuentra su chibalete. Sucedió ayer por la noche.
—No es por el chibalete —respondió Tviordov—. El chibalete pertenece a la imprenta. Pero las herramientas eran mías, la esponja era mía, el delantal era mío.
—Todo lo dañado será sustituido.
—No es necesario. Y no quiero saber qué sucedió. No volveré a trabajar en esta sala nunca más. Tendrá que encontrar a alguien que continúe con la formación de mi aprendiz, y a alguien que le dé cuerda al reloj los sábados por la noche y que limpie el cristal cada lunes. A partir de mañana empezaré abajo, con la monotipia.
Puso, justo encima del delantal que había doblado con tanto cuidado, su componedor, su regleta, sus cizallas, la esponja, y el punzón para quitar las letras mal colocadas, con su corcho. Con un par de movimientos hizo que todo ello quedara envuelto en un pequeño paquete. Después se dirigió a la puerta de salida.
—¿Qué va a hacer con eso? —preguntó Frank.
—Voy a tirarlo al río.