Cuando Frank era pequeño y vivía al lado de la fábrica, el primer signo inconfundible de la llegada inminente de la primavera era una voz de protesta, la voz del agua misma, que surgía cuando el hielo comenzaba a derretirse bajo el sendero de madera que iba, bajo techado, desde la casa hasta la fábrica. Ni las estufas de la casa ni el horno de la planta de montaje afectaban en absoluto al hielo que allí se formaba. El agua se liberaba por su propio empeño, y una vez comenzaba a deslizarse en forma de ruidoso riachuelo se producía un auténtico cambio en el equilibrio frágilmente mantenido a lo largo del año. A Frank el corazón le daba un vuelco con solo escuchar aquel sonido. Sacaba la bicicleta del cobertizo y una lata de aceite, que ya no estaba totalmente congelado, para lubricar las piezas. En pocas semanas los almendros estarían en flor y la ciudad volvería a moverse sobre ruedas.
El día después del robo se permitió esperar, como lo había hecho entonces, a que la primavera llegase. Sabía que tenía una jornada difícil por delante, aunque siempre había creído, hasta la semana anterior más o menos, que era de los que se crecían ante las dificultades. Tal vez todavía lo hiciese. No podía saber cómo iba a ser aquel primer día para el nuevo contable de costes, pero, antes de preocuparse por eso, tenía que pensar en Tviordov. Si iba cada mañana tan temprano a la imprenta, avanzando por las calles salpicadas de pequeños retazos de nieve, era por él.
En el exterior de la imprenta se encontró con dos aprendices de catorce años que no tenían otro lugar al que ir hasta que empezara el trabajo. Discutían por un pedazo de madera en forma de barco que había en el sumidero. No sabían en qué dirección lo arrastraría la corriente cuando el agua se descongelara.
—Escuchad —dijo Frank—. Os voy a dar un mensaje para el cajista jefe. —Había decidido lo que tenía que hacer mientras lo afeitaban aquella misma mañana en uno de los muchos barberos que abrían sus establecimientos a las cinco—. Mirad esta carta. Leedme la dirección que pone en el sobre.
El chico más pequeño leyó en voz alta:
—Cajista jefe I. N. Tviordov. Kaluga Pereulok, 54.
—¿Sabes dónde está?
—Sí, señor.
—Id juntos y no os perdáis de vista el uno al otro. Llamad a la puerta, recoged el mensaje si es que el cajista jefe tiene que daros alguno, y volved aquí. Os doy media hora.
En la carta, Frank le decía a Tviordov que alguien había irrumpido en la imprenta por la noche para robar, y que el trabajo quedaba suspendido, así que no era necesario que fuese hasta el día siguiente, cuando todo volvería a estar como de costumbre. Se le mantendría la paga por el día perdido. En general, Frank sabía que su mensaje contenía una mentira (no había habido irrupción alguna; estaba claro que Selwyn se había olvidado de cerrar con llave) y que, además, estaba actuando como un cobarde. Lo único que hacía era aplazar un momento incómodo. Aunque, por otra parte, sería inhumano que Tviordov tuviera que enfrentarse sin previo aviso al destrozo de su delantal y al de la caja alta. Además, Frank debía tener en cuenta que era la fiesta de san Modesto, el santo patrón de los impresores, y que era su deber velar por que la bendición de los iconos de la Reidka se celebrara, a ser posible, sin desórdenes ni alborotos. También debía pensar en el vigilante nocturno, Gulianin, que había oído disparos pero que quizá debía llegar a la conclusión de que no había oído nada. Frank había cogido una buena cantidad de dinero en billetes pensando en esa eventualidad.
Sin embargo, no pudo encontrar al vigilante nocturno. Vivía encima del Bar de Markel, unas puertas más abajo de la imprenta. Dormía allí durante el día, y le dijeron que estaba durmiendo. Cuando regresó a la Reidka ya habían llegado los chicos del reparto, y cuando Frank terminó de abrir el local también estaban allí los dos aprendices.
—Le dimos su carta al cajista jefe. Su esposa nos recibió, pero luego fue a buscarle y se la pudimos entregar en mano.
Frank sabía que Tviordov estaba casado porque su esposa le acompañó a la cena que ofreció para todo el personal y sus familias el día de su onomástica. No podría decir exactamente cómo era y muy probablemente ella tampoco le reconocería a él si lo viera. Tviordov no les había dado a los aprendices ninguna respuesta.
Selwyn y los cajistas número dos y número tres entraron juntos, y, mientras aún estaban colgando los abrigos, llegó la policía. Frank se culpó a sí mismo de los destrozos. Si antes hubiera insistido en ver al vigilante nocturno y le hubiera dado cien rublos, cantidad que quedaba a medio camino entre el incentivo y el soborno, Gulianin no se habría visto en la necesidad de informar a la policía, que era, sin duda, lo que había pasado. De ellos recibiría mucho menos, pero era muy probable que necesitara dinero en efectivo de inmediato. Seguramente se había dejado atrapar en la tupida red de pequeños préstamos, deudas, pagos y ejecuciones hipotecarias que mantenía sólidamente cohesionada a la ciudad, barrio por barrio, con tanta firmeza como los propios rieles del tranvía.
Frank dijo que recibiría a la policía en su oficina. Solo se trataba de un capitán y un ordenanza y, para alivio de Frank, vestían de uniforme, lo que quería decir que el vigilante no había visto salir del edificio a Volodia. De lo contrario, se habría dado cuenta por la gorra de que era un estudiante, y cualquier problema con un estudiante implicaba la visita de agentes vestidos de paisano, de los de la Seguridad. Les sirvieron un té, y el capitán se desabrochó la chaqueta, aunque no así el ordenanza. Solo un par de preguntas, un breve interrogatorio, un interrogatorio pequeño. ¿Por qué había regresado el señor Reid a la imprenta tan tarde la noche anterior? Vio luz en la ventana. ¿Quién le había informado de eso?
—Mi contable, Selwyn Osipych Crane.
El inspector sonrió.
—Bueno, ya conocemos a Selwyn Osipych.
Frank pensó que, cuando alguien escuchaba el nombre de Selwyn, en un extremo de Moscú o en el otro, o bien se echaba a reír o bien estallaba en llanto. A su manera, aquello suponía un logro considerable. Ahora era el mismo Selwyn quien entraba en la oficina por la puerta que comunicaba ambas habitaciones. Se le veía afligido y demacrado.
—Frank, han sucedido cosas muy extrañas… Oh, buenos días, oficial.
El capitán le miró con indulgencia.
—Si vio usted una luz aquí anoche, señor, debería habernos informado a nosotros de inmediato. —Se volvió hacia Frank—. Y usted también, señor, debería haber informado de ello.
—Pensé que lo haría el vigilante nocturno… —dijo Frank.
—Gulianin vino a nosotros, como era lo correcto. También escuchó disparos.
—¿Está seguro de que los escuchó?
El capitán de policía se echó un poco de mermelada en el té.
—No está seguro del todo. Esta es una calle muy ruidosa. Hay un herrero y un mecánico de automóviles, y hasta la medianoche se oye el ruido de los tranvías. Digamos que le pareció escuchar algo.
Aquello indicaba con bastante claridad que el inspector estaba dispuesto a no llevar el asunto mucho más lejos. Aceptó un vaso de vodka condimentado con semillas de alcaravea, que se guardaba en la oficina exclusivamente para cuando les visitaba la policía. Frank no entendía cómo alguien podía beberse un mejunje así tan temprano por la mañana o, a decir verdad, en cualquier otro momento del día. Sin embargo, marcaba la distinción de categoría, ya que el ordenanza, consciente de su posición, lo rechazó.
—Veamos, señor, ¿ha echado algo en falta?
—No, nada en absoluto.
—Perdón —interrumpió Selwyn con impaciencia—. Cuando llegué hace un momento conté la primera tirada de Los pensamientos del abedul. Hay solo setenta y cuatro ejemplares. Sí, setenta y cuatro. Alguien ha robado uno.
—¿Qué son Los pensamientos del abedul? —preguntó el inspector.
Frank se lo explicó. En circunstancias normales la poesía resultaba sospechosa y, una vez más, podría haber motivado una visita de la Seguridad. Pero el libro lo había escrito Osipych Selwyn, que era inofensivo, así que el capitán se limitó a decir:
—Bueno, señor, díganos entonces qué piensan los abedules.
Selwyn, que creía que debía responder a todas las preguntas, contestó que pensaban lo mismo que las mujeres.
—Igual que el cuerpo de una mujer se mueve siguiendo los impulsos de su corazón, así se mueve el abedul con el viento de la primavera, señor inspector.
Frank se dio cuenta de que ni el capitán ni el ordenanza estaban escuchando lo que decía, atrapados como estaban en el afable universo de la apatía y la codicia. Sacó un sobre de su cajón y lo deslizó por encima de la mesa, consciente de estar asumiendo solo un leve riesgo, ya que la inmanejable administración de todas las Rusias, que seguía funcionando aunque solo lo justo, dependía de la entrega de un incontable número de sobres como aquel. El inspector lo abrió sin reparos, contó los trescientos rublos que había dentro, y los metió en un estuche de piel, algo a medio camino entre una cartera y un monedero, que llevaba para los «ingresos inocentes».
—Selwyn, acompaña a los agentes de policía hasta el piso de abajo y luego hasta la salida —dijo Frank—. Estoy seguro de que querrán echar un vistazo al resto del local.
Después de darles unos cinco minutos, se fue a ver a sus cajistas número dos y número tres, que se habían situado, como un aturdido cortejo fúnebre, en torno al chibalete roto de Tviordov, a los tipos desperdigados por el suelo y a su delantal blanco que, cual víctima inocente, colgaba de su gancho con el agujero de bala atravesándolo. El inspector no tuvo en cuenta todo aquel desorden, o bien lo pasó por alto, quizá porque le convenía hacerlo.
—Bajen la tapa —les dijo.
Solían bajar la tapa superior de los chibaletes solo los sábados por la noche y las vísperas de los días festivos. Además, cada cajista lo hacía con el suyo. Los chibaletes eran sacrosantos, así los dos hombres actuaron como si estuvieran vulnerando algo.
Frank les dijo que se había producido un incidente, un pequeño incidente, un asalto menor durante la noche, y que le había pedido personalmente a Tviordov que no fuera a trabajar ese día. Debía de haber entrado un intruso, pero se las arregló para escapar. No era un ladrón. No se había llevado nada o, al menos, se corrigió Frank, nada que no pudiera reemplazarse. Tenían que seguir con los pedidos vigentes, en primer lugar con el catálogo de Semana Santa para Muir & Merrilees, que tenía que componerse enteramente a mano. A los cajistas les gustaban aquel tipo de encargos, ya que se les pagaba por página, y casi todas ellas estaban llenas de ilustraciones. Pero ¿qué había sido de los debates abiertos, se preguntó Frank, de las decisiones conjuntas entre la dirección y los trabajadores, que era lo que más entusiasmo despertaba en él cuando decidió hacerse cargo de la Reidka?
—La policía está conforme —dijo—. Ya lo han visto ustedes. Han venido y se han marchado. Todo lo que hay que hacer ahora es trabajar como en un día normal.
Pero no podían hacerlo sin Tviordov. La impresión manual, que seguía el ritmo del cuerpo humano, se iba al traste sin la presencia de aquel que se encargaba de marcar las pautas, y que debía estar siempre al tanto, dadas las peculiares características del proceso.