13

No había nada que reprochar al trabajo de Selwyn en la Reidka, pero el inminente nacimiento de su primer libro le estaba alterando. Los poetas y los padres de mediana edad se convierten en seres indefensos. Cuando Los pensamientos del abedul estuviera ya impreso, cosido, encuadernado y prensado, y llegara a las mejores librerías de la Lubianka, el poeta volvería a preocuparse, pero al menos se trataría de una preocupación distinta. No obstante, hasta que llegara ese momento, había empezado a hablar de una versión en alemán —lo que significaba tener que pedir prestado un nuevo juego de tipos de imprenta—, y de otra en ruso. Estos dos proyectos hicieron que Frank albergara la idea de contratar a un segundo contable. Los beneficios que generaba la Reidka darían justo para cubrir el nuevo salario. Y tendría que hacerlo todo sin herir los sentimientos de Selwyn. Aunque Selwyn no era un hombre vanidoso precisamente.

—Bernov será tan solo el contable de costes. Nunca hemos tenido uno. No se ocupará de la gestión, desde luego, pero sí tendremos que escuchar sus consejos.

—Claro. Claro… ¿Dónde lo has encontrado, Frank?

—Viene de Sytin. Una empresa muy pequeña después de una muy grande, pero supongo que aquí hallara nuevas oportunidades.

—¡De Sytin! Esto le va a parecer otro mundo. ¿Cuándo empieza?

—Le tendremos aquí para el 17 de marzo. Del calendario ruso.

—Excelente, excelente… Pero, Frank, el 17 es el día de san Modesto. Celebraremos la bendición del icono.

—Eso será por la tarde. Hemos llegado a un acuerdo, y todos trabajarán hasta las cuatro, como de costumbre. No es festivo. Dispondremos de todo el día para mostrarle a Bernov cómo hacemos aquí las cosas.

Frank sabía que Selwyn tendría que haber estado presente cuando entrevistó a Bernov, siempre en guardia, tan ambicioso y de mirada tan despierta. Sintió una punzada de vergüenza cuando Selwyn le preguntó solo una cosa más:

—¿Tú crees que este joven estará de alguna manera influido por las enseñanzas de Tolstói?

Tuvo que decir que no lo sabía, pero que lo veía poco probable.

—Pero no te pareció que fuera propenso a las discusiones…

—Conmigo no discutió, desde luego.

Todo eso se había decidido antes de que Nellie se marchara, en lo que, si el tiempo fuera espacio, sería otro continente. Le enviaba todos los días una carta que, por apenas ocho kopeks, incluía un impreso de respuesta en blanco. Le había contado que ahora había una nueva chica en casa, una chica rusa, que había contratado para cuidar de los niños. Por supuesto, no tenía la dirección de Nellie. Solo la de Charlie, así que se imaginaba que los sobres estarían amontonándose todos en la entrada, bajo la luz multicolor de la vidriera de la puerta principal. Dolly y Ben también escribieron una vez, y Annushka añadió una vacilante A’ rusa. Frank no sabía lo que Dolly le había puesto, y pensó que tratar de averiguarlo resultaría deshonroso. Ella le preguntó que cómo se escribía «irresponsable». Pero también esa carta terminaría en la entrada, amontonada en el plato de bronce de Charlie.

—¡Se va tu esposa, y tú contratas a un nuevo empleado! —le gritó Kuriatin al teléfono, aparato al que nunca se acostumbraría—. ¿Por qué necesitas más personal?

—Desconfiarías lo mismo si los despidiera a todos a un tiempo —dijo Frank.

—Lo que ocurre es que sé cómo funciona el negocio de la impresión. Los grandes se expanden, así que más os vale a los pequeños extranjeros como tú andaros con cuidado.

—No tienes ni idea de cómo funciona este negocio, Arkadi Filíppovich. Si no se hubiera inventado la imprenta a ti te iría exactamente igual.

—Veámonos. Hablemos de todas estas cosas en la Rusalochka.

—Hablaremos, si quieres —dijo Frank—. Pero ya sabes que en la Rusalochka no podremos oír nada de lo que digamos.

Durante los cuarenta y nueve días que duraba la Cuaresma dejaban de programarse algunos espectáculos y cerraban ciertos restaurantes de Moscú, pero nunca la Rusalochka, el salón de té anexo al club de comerciantes.

—Ven a la Rusalochka —le repitió Kuriatin—. Y cerramos allí nuestro acuerdo de una vez por todas.

Frank intentaba en la medida de lo posible evitar ese lugar, que contradecía su idea de lo que era razonable, y no armonizaba con su preferencia por una vida tranquila. Como se suponía que allí se iba a beber té, las paredes estaban pintadas, desde el humeante techo hasta el suelo, con frescos de un color dorado rojizo y plateado que mostraban figuras que bailaban, que se abrazaban y que bebían té entremezcladas con caballos, colleras con campanas de oro, guerreros, pequeñas chozas que hacían cabriolas de un lado a otro sobre patas de pollo, niños con sonrisas bobaliconas, ranas coronadas, cisnes moribundos, cigüeñas exultantes y mujeres desnudas que se reían con aparente satisfacción, y cuyos cuerpos aparecían cubiertos (aunque no mucho) con las nubes de un encendido atardecer. En principio, servir las mesas de la Rusalochka tendría que ser un asunto sencillo, ya que solo ofrecían té, pasteles, vodka, y listofka, slievanka, vieshniovka y beriozovitsa, licores de grosella, ciruela, cereza y savia de abedul. Pero cada enorme tetera de plata era como un timbal puesto sobre una mesita de ruedas y, por los pasillos que se abrían entre unas mesas que se iban haciendo más y más pequeñas a medida que se iba llenando la sala, los camareros (que parecían haber sido contratados más por su fuerza que por su habilidad) las llevaban de un lado a otro sin chocar con las demás teteras o con los carritos de bebidas alcohólicas sirviéndose de maniobras que obedecían a las amenazas y advertencias de los vociferantes clientes quienes, o bien pedían algo más, o bien se dedicaban a vitorear las carreras de las teteras como si de un evento deportivo se tratara. En cualquier caso, los clientes eran solo un abrir y cerrar de bocas, ya que cualquier sonido que pudieran emitir, y el significado de lo que pudieran decir, quedaba extinguido por el poderoso Garmoniphon de la Rusalochka, el gran órgano dorado que, con su vertiginoso despliegue de tubos de garmónica, ocupaba la totalidad de una de las paredes de aquellos demoníacos salones de té. Quien se encargaba de tocarlo era un alemán con levita, aunque tal vez se tratara de una serie completa de alemanes con levita, todos muy parecidos entre sí. Cuando estaban en casa, los comerciantes preferían las viejas canciones rusas, pero aquí no. En la Rusalochka, un lugar muy caro, por cierto, no. Allí uno veía y se dejaba ver, y se interpretaba primero a Grieg y luego la Belle Héléne de Offenbach en un tono de astillero a pleno rendimiento. Y, sin embargo, Kuriatin, si se lo proponía, era capaz de hacerse oír.

—He venido aquí solo porque tú me lo has pedido —dijo Frank, acercándose una enorme silla dorada—. Pero no pienses que me había olvidado de cómo era esto.

Sabía que Kuriatin le había invitado a la Rusalochka en parte para gastarle una broma. Una broma que él se tomaría como debían tomarse las bromas. Pero Kuriatin también se había propuesto ofrecerle algo auténticamente agradable, ya que estaba convencido de que Frank, en un día normal de trabajo, no tenía oportunidad de ver nada tan sobrecogedor como aquel Garmoniphon. De todas formas, no estaba tranquilo dado que había negocios de por medio y, aunque hiciera o lograra negociar una oferta por la Mamut, siempre tendría la impresión de que iba a salir perdiendo si no podía optar también al terreno de Reid, con sus edificios y sus árboles para cortar. Además, algo le decía que Frank, después de todo, no estaba muy impresionado por lo que veía en la Rusalochka (a pesar de que muchos de los adornos estaban hechos con panes de oro auténticos), lo que le llevaba a sentir cierta compasión por él. Aunque, allí, enfrentada a esa compasión, había también algo de envidia.

¿Pero qué diablos estaba haciendo Selwyn en la Rusalochka? Solo los comerciantes y sus invitados podían acceder al lugar y, sin embargo, ahí estaba él, avanzando hacia su mesa con paso oscilante pero decidido.

—Quería hablar un segundo con Frank Albertovich. Fui a su casa y me dijeron que tenía un compromiso aquí.

—Siéntese, siéntese, Selwyn Osipych —exclamó Kuriatin—. Siéntese, mi querido amigo. —Y, al ver que Selwyn sonreía y miraba a su alrededor distraído, sin llegar a sentarse, siguió—: ¿Es que no quiere sentarse usted a mi lado? —Selwyn, que llevaba la misma pinta estrambótica de siempre, no podía ser tan importante para él, ni económica ni socialmente, pero Kuriatin temblaba de pies a cabeza de pura impaciencia—. No quiere sentarse a mi lado… Le incomoda ver cómo un hombre se gasta su dinero en la Rusalochka. Usted me dirá que en las aldeas los campesinos han tenido que arrancar la paja de sus tejados este invierno para dar de comer al ganado, y sin duda es cierto. Pero ¿quién es feliz en Rusia?

—No, no… Se equivoca —dijo Selwyn suavemente—. Yo no critico lo que usted hace. ¿Cómo voy a criticar una existencia que no entiendo? Creo que usted es feliz…

—Es cierto. Es cierto. Cuando me muera, Dios me dirá: bien, yo te di una vida en la tierra, Arkadi Filíppovich, y lo que es más, te di una vida en Rusia. ¿Pasaste un buen rato? ¿Sí? De lo contrario, ¿por qué has perdido el tiempo?

—¿De qué quieres hablar conmigo, Selwyn? —preguntó Frank, intentando no gritar—. ¿No puede esperar? De todas formas, si te vas a quedar, siéntate, por el amor de Dios.

Pero Selwyn no dejaba de observar las paredes de color dorado y cobrizo, la amenazante tribuna del órgano, la peligrosa circulación de los camareros, los abotargados clientes, humeantes y sudorosos, que recibían toallitas calientes al estilo chino para limpiarse la empapada frente, y negó suavemente con la cabeza. El efecto sobre Kuriatin fue inmediato. Puso una mano en el brazo de Selwyn, y comenzó a rogarle, casi como si quisiera seducirle:

—Un buen vaso de algo… Un samovar, un samovdrchik, un samovarcito pequeñín… Aquí puedo pedir lo que quiera. Hay pastel de pasas, Dundeekeks, como en Escocia…

Se levantó pesadamente de su asiento, estrechó a Selwyn entre sus brazos y lo besó en la barbilla, que era hasta donde alcanzaba, mientras una de las teteras móviles, en su imparable movimiento recto por delante de la mesa, viró bruscamente y consiguió no chocar con él, aunque por poco.

Después de soltarse, Selwyn le hizo a Frank un gesto con la cabeza y salió de la Rusalochka. Kuriatin se deshinchó.

—Has hablado como uno de los hombres ricos de la Biblia ante la entrada del profeta —le dijo Frank—. Sé que te va muy bien, pero no eres tan rico como para comportarte así.

—Selwyn Osipych me estaba reprendiendo. Sé que no era esa su intención. Lo sé. Pero, sí. Me ha echado una reprimenda. Y ahora no voy a poder quedarme con nada tuyo. —En ese instante aumentó el volumen del órgano y hasta Kuriatin tuvo que elevar la voz—. ¡No me quedaré con nada!

¿Cómo era posible que Selwyn, en un par de minutos tan insustanciales, hubiera provocado, sin proponérselo del todo, esa firmeza y ese arrepentimiento en Kuriatin? Semejante don le sería valiosísimo en el mundo los negocios, si es que Selwyn llegaba a dedicarse a ellos alguna vez.

—Te he invitado a que vinieras aquí, pero mis intenciones no son buenas en lo que se refiere a los negocios que quiero tratar contigo —le dijo Kuriatin, todavía con lágrimas en los ojos—. Te mentí cuando te dije que no me daban los permisos para exportar la Mamut. Lo que sucede es que me di cuenta de que cualquier dilación podía reportarme mayores ganancias.

—Claro que me has mentido —respondió Frank—. He venido sobre todo para decirte que ya me he encargado yo de conseguir los permisos del Ministerio del Interior y del Ministerio de Transporte. No me importa. Lo hecho, hecho está. Pero no puedo esperar más. He de tener esas tierras disponibles ya, para alquilarlas o para venderlas.

Cuando pronunció las palabras «alquilar o vender», Kuriatin volvió a recuperar por un instante su aspecto habitual, pero luego se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas, y le dijo que los pormenores del asunto habían dejado de interesarle.

—¿Solo porque Selwyn Osipych ha entrado y no se ha sentado a la mesa?

—Tú no sabes cómo era yo de niño, Frank Albertovich. Los recuerdos que un hombre tiene de su infancia pueden hacer que su alma se conmueva, aunque ese hombre sea duro como una piedra. Tengo fotografías de cuando era pequeño, muy borrosas, pero en ellas me veo como era entonces, sentado en un carrito tirado por una cabra.

—¿Cuánto tiempo crees que te va a durar este cambio de actitud? —preguntó Frank, pensando en el resto de los acuerdos que tenían pendientes.

—¿Quién sabe? —Kuriatin apartó las botellas que había en la mesa.

Frank bajó, recogió su abrigo, y huyó del aplastante calor, del ruido y del arrepentido comerciante, en el que no terminaba de creer. Al llegar al Redentor, un vagabundo salió de las sombras de uno de los pórticos del muro sur, y se dirigió a él. Los policías nunca echaban a los mendigos que había cerca de las grandes iglesias. En realidad nadie quería que lo hicieran. Frank se detuvo para sacar la reserva de veinticinco monedas de kopek que siempre llevaba a mano para tales menesteres. Pero se trataba de Selwyn, que llevaba sobre los hombros su andrajoso abrigo de piel de oveja.

—Te estaba esperando, Frank. No podía hablar contigo delante de Kuriatin.

—Entonces no tengo ni idea de por qué te presentaste en la Rusalochka.

—Esperaba que pudieras salir de allí conmigo.

—Bueno, estaba allí por negocios. ¿Sucede algo?

La respiración de ambos se cristalizaba en el vaho que ascendía por el aire glacial de la noche, bajo la luz de las farolas. Más ligera la de Selwyn, más pesada la de Frank.

—Volví a la imprenta, Frank, después de cerrar. Esta noche, ya sabes, como tenías que irte pronto por lo de tu cita, tenía yo las llaves. Volví porque no pude ver en todo el día hasta dónde habían llegado con…

—Con tus poemas.

Por supuesto, se lo podía haber preguntado a Tviordov, pero Frank estaba al tanto de que Selwyn se sentía intimidado por Tviordov.

—Sí, sí, con Los pensamientos del abedul. —Selwyn pronunció el título, como siempre, entristeciendo el tono. Un tono que en Inglaterra quedaría reservado exclusivamente para los temas de índole religiosa.

—Los pensamientos del abedul van muy bien —dijo Frank—. Mañana por la mañana, cuando llegues, podrás comprobar cómo ha quedado la primera edición. Les mandé que dejaran setenta y cinco ejemplares en la sala de los cajistas, y que los separaran de los que van para el reparto. Si has ido esta noche, te los podías haber llevado. No sé por qué no lo has hecho.

—Eso es lo que he venido a decirte, Frank. Había luz en el edificio.

—¿No comprobaste que las luces estuvieran apagadas cuando te fuiste?

—Voy a ser más preciso: había una luz encendida, Frank, una única luz en el edificio. Creo que era la luz de una vela. Se movía de una ventana a otra.

—Bueno, ¿y quién era?

—Me temo que eso no puedo decírtelo. No reuní valor para entrar y comprobarlo.

—¿Quieres decir que le dejaste allí, sin decir nada, fuera quien fuera?

—No sabía quién llevaba esa vela, Frank. Podía tratarse de alguien violento… Sabes que yo soy un hombre de paz, un hombre entregado a la poesía. —Selwyn parecía estar murmurando algo, tal vez una bendición—. Todos los hombres que vienen a este mundo, Frank, escriben poesía en un momento o en otro. Tú quizá no lo hayas hecho todavía…

—Escucha, Selwyn. ¿Entiendes bien lo que te digo?

—Sí, por supuesto.

—Lo primero, entrégame las llaves.

—¿Las llaves de la imprenta?

—Las llaves de la imprenta.

Selwyn vaciló, como si le embargara la duda o tal vez la inspiración, y luego se las entregó.

—Ahora acércate al 22 de la calle Lipka, o llámales por teléfono, y diles que voy a volver tarde, más tarde de lo previsto. ¿Está claro? ¿Estás seguro de que no se te va a olvidar decírselo?

—Sí, sí. Hablaré con Lisa Ivánovna.

—Cuéntale solo lo que te he dicho.

Era la peor época del año en Moscú para ir a cualquier lugar con prisas. Los trineos habían desaparecido de las calles, todavía había demasiado hielo para que circulasen los taxis, así que no le quedaba mas remedio que alquilar un coche de caballos. Era la víspera de una festividad religiosa, de modo que todas las tarifas se duplicarían. Frank no tenía ni idea de lo que esperaba encontrar en la imprenta. En el coche lanzó al aire una de sus veinticinco monedas de un kopek. Zar o águila. Aguila, y pararía en la primera comisaría de policía para pedirle a un inspector que fuera con él. Zar, iría solo. Fue solo.