12

Frank llamó a Kuriatin para preguntarle si había tenido noticias de la oferta de los japoneses por la Mamut.

—Si no puedes obtener un certificado de exportación tendré que buscar en otra parte. Tengo que vaciar todo aquello, y luego alquilar el terreno y los talleres. Desde que murió mi padre el coste de oportunidad ha sido de tres mil rublos al año. Aunque preferiría vender, por supuesto.

—Y los árboles, ¿qué vas a hacer con los árboles?

—Van con el terreno, pero no hay muchos. Unos pocos sauces y alisos.

—No son tan pocos, Frank Albertovich, no son tan pocos.

Al igual que todos los comerciantes y campesinos rusos, Kuriatin vivía obsesionado con la idea de cortar árboles. Además, había empezado a tentarle la posibilidad de comprar el terreno él mismo. En cuanto a la Mamut, Frank no esperaba una respuesta concreta todavía. Pero tampoco esperaba que Kuriatin cambiara de tema de forma tan abrupta, y le dijera con una risa que parecía capaz de reventar el frágil aparato telefónico:

—¿Ya estás contento? No más institutrices inglesas ni más viejas.

—He encontrado a una chica, sí. Y no es una institutriz.

—Déjame que te cuente una historia de la región de Orel, ya sabes, de mi parte del país —le gritó Kuriatin—. ¿Qué es lo que te enseña? Bien. Simplemente que es básico que uno decida lo que quiere que ocurra en su propia casa. Un campesino tomó a una joven por esposa…

Kuriatin contaba esas historias con frecuencia, aunque, para ser justos, había que reconocer que Frank nunca le había oído contar la misma historia dos veces. Ello podría deberse, sencillamente, a que no provenían de la región de Orel, como él siempre afirmaba, sino que se las inventaba para la ocasión.

—De los cientos de mujeres que tenía a su disposición, el campesino eligió a una perezosa, una niña haragana que lo hacía todo mal y que le hizo vender su caballo para comprar ropa delicada. Le preparó un pan tan pesado que tuvieron que echárselo al cerdo, y el cerdo se murió en medio de grandes dolores. Tejió unas sábanas tan burdas que cuando el marido se metió en la cama con su esposa las telas le arrancaron la piel. Así que al final el campesino le dijo a la mujer: «Me has hecho vender el caballo, mi cerdo ha muerto, y encima no me has dado ningún hijo. Así que ahora puedes ponerte entre los ejes del carro, alimentarte de avena y centeno, y hacer tú el trabajo de un caballo». De esta manera demostró que él era el amo de su casa. No olvides esta historia, Frank Albertovich, porque se puede sacar mucho provecho de ella.

—No le veo el provecho por ningún lado… —respondió Frank—. Me parece detestable desde el principio. Hasta el más mínimo detalle es detestable.

Eso es porque no la entiendes. Como no hay campesinos en Inglaterra, no tenéis historias.

—Tenemos montones de historias —dijo Frank—. Pero en las nuestras la mujer siempre sale mejor parada.

—Razón de más para recordar esta.

El trabajo en la imprenta salía adelante con una satisfactoria falta de incidentes, marcando su propio ritmo desde el momento en que se anotaban los encargos en el libro de pedidos, hasta que esos mismos encargos quedaban finalizados, revisados, enumerados y apilados para la entrega. Solo había un problema, le dijo a Tviordov, y eran los tipos europeos que necesitaban para la impresión manual de Los pensamientos del abedul. Sin embargo, aún quedaban sitios en los que no había preguntado.

Tviordov había empezado ya a distribuir los tipos. Ponía las letras en sus respectivos cajetines con un sonido característico, sin mirar las etiquetas, a pesar de que llevar bien a cabo esa complicada labor era de su exclusiva responsabilidad. Al parecer el proceso no le interesaba mucho, o mejor dicho, había otra cosa que le interesaba mucho más. Se escuchó su voz, por encima del repiqueteo de fondo:

—Un hombre vive sometido al dominio de la naturaleza. No puede cuidar de los niños, pero tampoco puede vivir solo.

—¿Por qué no? —preguntó Frank—. Selwyn Osipych vive solo.

—Puede ser, pero él es un hombre de Dios.

—No veo por qué un hombre no puede vivir solo, sea quien sea, siempre y cuando actúe con sensatez.

—Eso es lo que usted dice, Frank Albertovich, pero su esposa se fue hace solo unos días y ya ha metido usted a otra mujer en su casa.

Tviordov dijo esto sin ningún ánimo de reproche. Bien mirado, su razonamiento no era muy diferente del de Kuriatin.

Mucho más importante para la propia tranquilidad de Frank era la opinión de los que vivían en la casa de la calle Lipka, algo que dependía sobre todo de Toma y de la cocinera, y, hasta cierto punto, también de la perra, Blashl, un animal muy leal pero muy tonto, que demostraba su cariño con intensidad. El hombre que atendía el patio no tenía opinión alguna, aparte de las de Blashl. Toma le había dicho a Frank, en nombre de todos, aunque sin llegar a precisar cómo habían llegado a esa conclusión, que estarían encantados de darle la bienvenida a Lisa Ivánovna el lunes.

—Bueno, ¿ha venido? —preguntó Frank por la noche. Los niños le esperaban en torno a la mesa para cenar. Habían servido ya distintos tipos de pan y en el centro habían puesto un plato para el repollo hervido, que aliñarían con aceite de girasol en vez de con mantequilla, ya que estaban en la Cuaresma. Ben se quejaba de que Annushka, contraviniendo todos los precedentes, pretendía bendecir la mesa.

—Oh Señor Jesús, que con cinco panes y dos peces… —farfulló la niña, que para su edad tenía una complexión bastante sólida.

—No sabe lo que dice —repitió Ben.

Frank se sintió abrumado. La inquietud era la misma que cuando el capellán le mostró su sermón y agitó las hojas ante él, lleno de amabilidad pero sin traslucir esperanza alguna. De manera tibia aunque no fría, escéptica pero no del todo incrédula, Frank había adoptado la costumbre de no preguntarse cuáles eran sus pensamientos en cada momento.

No le veo el problema a que sea ella quien bendiga la mesa —dijo.

Sus palabras no significan nada —dijo Dolly, alzando la mirada por primera vez—. Mi maestra dice que Dios no existe.

—Nunca me habías contado nada acerca de ese tema.

—Oh, Señor Jesús, que con cinco panes… —persistía Annushka.

—Tengo una profesora diferente este año —dijo Dolly—. El año pasado tuvimos a Anastasia Sergeevna, y este año tenemos a Katia Alexeevna.

—Es fea —dijo Ben—. Tiene tanto pelo negro en los brazos como para rellenar un colchón.

Dolly no le hizo caso.

—Ha pasado mucho tiempo reflexionando sobre todas esas cosas, y dice que Dios no existe.

Lisa entró en la habitación. Se volvió hacia Frank simplemente para comprobar que era él quien mantenía el orden, aunque su gesto pareció ser lo bastante significativo y los niños, que en realidad estaban deseando callarse, se callaron. También lo hizo Frank al ver que Lisa se había cortado el pelo. Quizá le había pedido a alguien que lo hiciera, ya que el corte era bastante aceptable.

—Así es como lleva el pelo mi profesora —dijo Dolly.

Frank no estaba seguro de si esa semejanza podía llegar a intimidarla o no.

La calma se había instalado entre ellos. La habitación estaba en paz, y todos se sentaron a comer. Frank trató de no mirar a Lisa. El corte de pelo había hecho que su aspecto cambiara muchísimo. Su belleza residía principalmente en los ojos, que no eran especialmente grandes y que estaban demasiado próximos entre sí, pero que formaban alargadas elipses de color gris oscuro, con oscuras pestañas y el párpado inferior un poco levantado, como si esperara ver una luz brillante en cualquier momento. Quizá al principio fuera difícil para ella, tenerlos a todos sentados allí. Sin embargo, cuando por fin fijó su mirada en ella, pensó en lo mucho que cambiaba el rostro de una persona durante las comidas. La cara de Lisa, tan pálida, tan plácida, tan tranquila incluso al hablar y al sonreír, se mostraba ahora deformada por el gran trozo de pan blanco que se acababa de meter en la boca, haciendo que se le abultara la mejilla derecha mientras sus magníficas y jóvenes mandíbulas se movían mecánicamente a un lado y a otro, y su blanca garganta se dilataba al tragar la sopa de patata. «Bueno, la chica tiene que mantenerse viva», pensó. Y tal vez venga de pasar hambre. Lo cierto era que a Lisa no le preocupaba lo más mínimo lo que su amo pudiera pensar de ella. Quizá creyera que debía aceptarla tal y como era, aunque lo más probable era que no pensara en él en absoluto. Después de todo, la había contratado solo de forma temporal y por un salario convenido por semana para que cuidara de los niños. Y sin su hermoso cabello resultaría menos interesante. Frank deseaba que así fuera.

Toma trajo una fuente con el pescado que habían empleado para hacer la sopa, y la colocó sobre el aparador. Al igual que la sopera, formaba parte de uno de los juegos que Nellie se había llevado primero a Alemania y luego a Moscú. Era de Staffordshire, regalo de Charlie. Estuvo retenido en la aduana Dios sabe cuánto tiempo porque los encargados de la mudanza lo habían envuelto en periódicos ingleses, y había que esperar a que los censores rusos leyeran, o hicieran como que habían leído, cada línea y cada palabra impresas.

Levantaron la tapa de la sopera, y de ella surgió una fabulosa vaharada de vapor oloroso a pescado. Era como si estuvieran en un muelle del puerto al atardecer. Todos se comieron un plato entero menos Annushka, que tenía un platito que también formaba parte de la vajilla. Empezó a lloriquear.

—Ni siquiera deberías estar aquí —le dijo Dolly—. Te queremos, pero resultas supèrflua.

Annushka gritó más fuerte, y Lisa se levantó en silencio y la sacó de la habitación.

—Trae algo caliente para Lisa Ivánovna —dijo Frank.

Después de que las dos hubieran salido de la habitación, él aprovechó la oportunidad para preguntarle a Dolly por su nueva profesora.

—¿Se pasa el sacerdote por las clases?

—¡Oh, el bátiushka! —dijo Dolly—. Sí, sí viene, pero le dan miedo las mujeres con ideas políticas. Mi profesora le da miedo…

—Si tu profesora fuera lo que tú dices, no estaría trabajando en tu colegio.

No obstante, parecía ser que esta profesora había pasado parte del año anterior en el exilio como persona sospechosa, en un pueblo perdido en algún lugar cerca del río Yemtsa.

—El gobierno le daba trece rublos al mes y un subsidio para ropa de invierno extra, pero ella no se compró nada.

—Está trasnochada —dijo Ben.

—Como exiliado te dan solo ocho rublos si eres de origen campesino —continuó Dolly—. Pero en ese caso, naturalmente, puedes ganar más dinero si trabajas en los campos de patatas.

—Lisa Ivánovna es de origen campesino —dijo Ben—. Esa es su posición social. Lo pone en sus papeles.

—¿Es que los habéis mirado?

—No. Se lo hemos preguntado a ella.

—¡Ya basta! —dijo Frank.

—Todo volverá a ir bien cuando baje… —dijo Dolly.

Y la verdad es que Lisa trajo consigo una curiosa paz que se apoderó de la habitación entera. Curiosa al menos para Frank, que experimentaba a la vez cierta alteración. Lisa había acostado a Annushka y, cuando comenzó a comerse el pescado, Frank pensó que había acertado en su primera suposición: antes de llegar a esa casa había pasado hambre. «Pero no tiene sentido», pensó. Los dependientes de la Muirka tenían que pagarse la comida, cierto, pero había que tener en cuenta también que el restaurante para los empleados estaba subvencionado, al igual que lo estaba el comedor en la imprenta. Si no comió lo suficiente habrá sido por culpa suya. Además, ¿en qué si no se gastaría el sueldo? Para seguir con la conversación, le dijo:

—Veo que se ha cortado el pelo, Lisa Ivánovna.

—Habríamos preferido que no lo hiciera —dijo Ben.

—Bueno, aunque me haya equivocado, volverá a crecer —dijo Lisa.

Frank pensó que en ese momento tendría que mirarle con un gesto de confusión o de reproche, o al menos llevarse una mano a la parte posterior de la cabeza, que era lo que todas las mujeres hacen cuando se habla de su cabello.

—Pareces una estudiante —dijo Ben—. Ahora lo único que te falta es un arma. —Sacó un revólver de juguete, de madera y estaño—. Es una Webley, la misma que llevan ahora todos los estudiantes. La compré en la tienda japonesa que hay cerca del puente Kuznetski.

—Pensé que allí vendían solo cometas —dijo Frank.

—También —dijo Ben—. Pero yo no quiero una cometa.

Lisa se ha cortado el pelo porque no te gustó cómo lo llevaba la primera vez que vino —dijo Dolly—. Deberías decirle algo al respecto.

Me imagino que Lisa no querrá escuchar ese tipo de comentarios —dijo Frank—. ¿A quién le gustaría tener que escuchar algo así? A mi, desde luego, no me gustaría.

—No me importa que me digan que parezco una estudiante —dijo Lisa—. Lo cierto es que me gustaría haber estudiado. Pero no quiero parecer lo que no soy.

«¿Cómo va a parecer lo que no es?». Frank no quería decírselo en voz alta. Solo quería observarla en calma. «Usted, Lisa Ivánovna, es carne sólida[8] debajo de la ropa y al alcance de la mano, o casi, en todo el esplendor de la carne sólida, solo atenuado por esa estúpida idea de cortarse el pelo… Tendría que haber sabido que no era eso lo que yo pretendía. ¿Por qué permitió que le acercaran siquiera la tijera? Quizá un poco atenuada, pero carne sólida al fin y al cabo. En cualquier caso, solo puedo saber si un cuerpo es sólido de verdad al tocarlo, algo que, en este caso concreto, para ser sinceros, de ningún modo resultaría suficiente».

—¿Qué hiciste con él? —preguntó Ben—. ¿Lo vendiste? Tienes que cortártelo si has pasado la fiebre tifoidea, pero entonces no vale nada.

Antes de cerrar la casa por la noche, Frank aprovechó para decirle a Lisa:

—Siento que no pudiera estudiar usted, si era eso lo que quería hacer. Si necesita ayuda, o si necesita cualquier otra cosa, lo que sea, por favor, dígamelo.

Esperaba que ella respondiese con las frases habituales, tan socorridas: «Qué bueno es usted» o «Es usted un buen hombre, Frank Albertovich». Pero en cambio ella le dijo que había otras personas que necesitaban más su ayuda. Y él pensó que tenía toda la razón del mundo. «Y puede que yo sea una de esas personas». Se sintió desconcertado.