—La verdad es que en tu casa tiene que entrar una mujer para que cuide de tus hijos —dijo Selwyn, que se pasó a verle esa misma noche—. Cuando una mujer lleva a un niño de la mano te está asegurando el futuro, al igual que cuando te pone comida y bebida te está deseando larga vida.
—No es necesario que haga nada de eso —dijo Frank—. Yo lo que quiero es que sean felices, y no lo serán si se desmadran. Además, alguien tiene que hablar con ellos en buen ruso. Su realidad está aquí, en Moscú, al menos por el momento.
—La joven que tengo en mente habla un ruso muy depurado a pesar de todo, Frank.
—¿A pesar de qué?
—Estudió un tiempo, incluso empezaron a prepararla para que fuera profesora. Estoy seguro de que puede asumir un puesto de responsabilidad. Pero su vida es muy desdichada…
—No quiero por aquí a nadie desdichado. ¿Qué le ha ido mal?
—Es joven.
—¿Cómo de joven?
—Yo diría que tiene diecinueve o veinte años, y además es pobre. Creo que no hay nada más urgente en nuestra lista de prioridades que la juventud y la pobreza.
—¿De dónde es?
—De Vladimir.
—Allí la mayoría son carpinteros…
—Sí, Lisa Ivánovna es hija de carpintero. —Selwyn movió la cabeza ligeramente de un lado a otro, como si siguiera el compás de una melodía.
—¿La conociste en Vladimir?
—No, la conocí en Muir & Merrilees, en la sección de pañuelos. Sí, se encarga de los pañuelos de caballero. Ya te he dicho que puede desempeñar un puesto de responsabilidad.
—La has sacado de la Muirka…
—Estaba hecha un mar lágrimas y no pude soportarlo. Igual que no debería soportarlo nadie. Nadie…
—¿Quieres decir que la habían despedido?
—No, en absoluto. Es simplemente que no está acostumbrada a vivir en una gran ciudad y se ve agobiada, como cualquier otra niña de la naturaleza.
—¿Eso te dijo?
—No, eso fue lo que yo intuí.
—En la Muirka pagan bastante bien —dijo Frank—, si consideramos cómo están los salarios por aquí. Y al personal le hacen descuentos en las compras. Pero creo que debo encontrar a alguien de más edad y quizá menos desdichado. Da la impresión de que lo que necesita esa chica es cuidar de sí misma, no cuidar de los demás.
Pero no deberías plantearte todo esto en función de tu propio provecho.
—¿Ah, no?
Trata de dejar a un lado tanto pensamiento acerca de ti mismo.
Tranquilízale, pensó Frank:
—Bueno, en cualquier caso, no estaría mucho tiempo.
—¿Has tenido noticias de Nellie?
—No. Ninguna.
—Pero esperas que regrese…
—Espero que regrese a todas horas.
—¿Qué le digo entonces a Lisa Ivánovna?
—Lo malo de ti, Selwyn, es que consigues que todos los demás se sientan culpables. Ahora yo me siento culpable… Supongo que lo mejor será que le digas a esa chica que venga a verme.
—¿Y cuándo he de hacerlo?
—Bueno, ¿cuándo cierran en la Muirka? A las seis y media. Tráela a la casa cuando salga del trabajo. No quiero que vaya a la oficina. A ver qué piensa de los niños.
—Tienes un corazón bueno, Frank. Muchos hombres, creo que la mayoría, habrían dicho: «A ver qué piensan los niños de ella», o incluso: «A ver qué pienso yo de ella».
—No querría tener que pensar en ella en absoluto —dijo Frank—. No sé qué más hacer por ti.
Tenía la impresión de que estaban evitando un aspecto importante del tema, pero se sentía demasiado cansado para intentar averiguar de qué se trataba.
Cuando Selwyn condujo a Lisa hacia la salita del 22 de la calle Lipka, Frank pensó que tenía un aspecto bastante más prometedor de lo que había imaginado. Qué poco justo (o poco razonable) era que una persona tuviera que estar a la altura de lo que se esperaba de ella, cuando ni siquiera sabía qué se esperaba de ella. Y, sin embargo, eso era por lo general a lo que se reducían las entrevistas. Lo que más le sorprendió fue su cabello. Como empleada en una tienda, tendría que haberlo llevado recogido. El viejo Merrilees no habría permitido jamás que no fuera así. Pero esa chica llevaba el pelo dividido en dos rubísimas trenzas, como las de una campesina o, más bien, como las de una campesina que saliera en un ballet. Con la raya en el centro, su grueso y rubio pelo brillaba bajo la luz eléctrica, muy claro a un lado, ensombrecido al otro. Frank no se veía capaz de soportar aquello.
Sus rasgos eran los del pálido, amplio, paciente y soñador rostro ruso, y le dio la impresión de que le recordaba a otro que había visto recientemente, aunque no podía recordar ni cuándo ni dónde. Llevaba todavía su vestido negro de empleada de los almacenes, con un chal de color lila por encima, y unos sencillos pendientes de oro en las orejas. La descripción que Selwyn había hecho de ella insinuaba que podría llegar medio desmayada y cubierta de harapos, pero cuando se quitó el chal, Frank comprobó que era como cualquier otra empleada de la Muirka.
Selwyn sugirió que se sentaran todos. Lisa Ivánovna parecía asombrada, pero luego su expresión se serenó, y más tarde se mostró dispuesta a escuchar. Se sentó en el sillón que tenía más cerca, y que siempre había sido el de Nellie, aunque Lisa era más alta y más ancha que Nellie, de modo que su cabeza llegaba casi hasta el borde del respaldo. Se sentó sin rigidez pero sin mover tampoco un músculo. De una sola pieza, por así decirlo. Nellie nunca había sido de las que se quedan quietas mucho tiempo en una silla. Era más bien de las que pegan un salto y se dedican a merodear de un lado para otro.
Cuando Frank le hablaba a ella directamente, Lisa se volvía hacia él con cortesía, pero su autodominio producía un efecto curioso, como si, a pesar de la cortesía, estuviera escuchando alguna otra cosa que quedara más allá de su comprensión.
—¿Sabe usted cuidar niños? —empezó Frank, pero Selwyn, inclinándose hacia adelante, le interrumpió rápidamente en inglés:
—Frank, trabajo para ti como contable, y antes trabajé para tu padre. Lo hago lo mejor que puedo en mi campo, pero en este asunto debes considerarme un hermano mayor.
Lisa no podía sentirse avergonzada por unas palabras que no entendía. Evidentemente, tenía el don de la calma. Esperaba sin ninguna expresión concreta, aunque no tenía tampoco ese aire pasivo de quien sabe que está a punto de ser rechazado.
—Todo lo que te pido —continuó Selwyn— es que dejes bien claro que el ambiente es esperanzador, y que no tienes la menor duda de que pronto te reunirás con tu esposa. Te estoy hablando con toda franqueza…
—Pensé que podíamos dar eso por descontado.
Selwyn se aplacó. Ahora que había visto que todo iba bien, su mente se dirigió hacia su próxima empresa benéfica. Con la terrible vaguedad propia de la benevolencia, recorrió la habitación con la mirada, en busca de un nuevo infortunio.
Frank volvió a intentarlo:
—Lisa Ivanovna, ¿sabe usted cuidar niños? ¿Lo ha hecho alguna vez?
—Sí, tengo hermanos y hermanas menores.
—¿Y cree que es un trabajo difícil?
—Es bastante difícil cuando se trata de un solo niño, pero resulta fácil cuando se trata de varios.
—¿De verdad? —preguntó Selwyn, interesado—. Yo habría dicho que era justo al revés.
—Bueno, yo tengo tres hijos —insistió Frank—. Los conocerá ahora mismo. Mi esposa ha tenido que viajar a Inglaterra urgentemente. La pequeña es la que necesita mas atención mientras que los otros ya están en la escuela. Y además, podría ir aprendiendo las letras y los números. Cuando regresen de la escuela, al mediodía, querrán ir a patinar donde sea que haya hielo, o dar un paseo por la Prechistnaia.
—¿Quiere usted que viva en esta casa?
—¿Dónde está viviendo en este momento?
—En el dormitorio para empleadas de la planta superior de Muir & Merrilees —dijo ella—. Preferiría vivir en su casa.
—No hace falta que vayamos ahora a dar un paseo por la Prechistnaia —dijo Ben irrumpiendo en la habitación—. Dolly no querrá salir a menos que vayamos a algún lugar especial, y solo hay un sitio al que a mí me apetece ir: al taller Nobel de la calle Petrovka.
—Ve a buscar a Dolly.
—¿Y a Annushka?
—Sí, y a Annushka.
Ben desapareció, y Selwyn se puso en pie.
—Cualquier decisión que tomes será la decisión correcta —dijo—. Me marcho.
Iba a la casa de niños expósitos. Estaba mal, por supuesto, no mostrarse paciente con él o criticarle mientras se dirigía en misión piadosa y a toda prisa hacia los recónditos lugares en que se ocultaban los pobres, los desafortunados y los desconsolados. Lugares a los que él podía acceder, a pesar de su condición de extranjero, como si avanzara al paso de los elegidos, cosa que, en parte, se debía a que con frecuencia se pensaba de él que estaba tocado con la gracia de Dios.
Cuando regresaron los tres niños, Annushka en silencio y vigilada de cerca por una severa Dolly, a Frank le impresionó lo poco que exteriorizaban los efectos de la orfandad materna. Para lo que cabría esperar, tendrían que estar más callados o quizá más revoltosos, y resultaba desconcertante comprobar que parecían estar exactamente igual que antes de que su madre se fuera. Se le habría roto el corazón si hubiera descubierto en ellos el menor síntoma de infelicidad, pero ahora lo que le alarmó fue no descubrirlo. Quizá Annushka tenía encima demasiados chales y demasiadas capas de ropa en una casa tan bien caldeada, y llevaba dos medallitas en el cuello además de la cruz de oro. Pero, más que descuidada, parecía mimada, y daba la impresión de que se lo estaba pasando bien.
—Esta es Dolly —comenzó.
—¿Dolly es Daria? —preguntó Lisa.
—Sí, Daria, Dasha, Dashenka. Pero yo soy inglesa y aquí me llaman Dolly.
—Dolly, Lisa Ivánovna. Va a cuidar de vosotros durante… No sé cuánto tiempo. El que sea necesario, tal vez un par de semanas. Aunque podría ser más de un par de semanas…
Dolly y Lisa se dieron la mano siguiendo las normas habituales de cortesía, y las dos, criaturas reservadas, se quedaron de pie un momento una frente a la otra, bajo la luz de la lámpara de pantalla verde, guardándose sus propias opiniones para sí.
—Ben, dale la mano a Lisa Ivánovna —dijo Frank.
—¿Vas a vivir en nuestra casa? —preguntó Ben.
—Creo que sí.
—Será mejor que te decidas.
—No sé qué es lo mejor para mi —dijo Lisa con serenidad—. No me conocéis.
—Yo sí. Te he visto en la Muirka.
—En la sección de pañuelos —agregó Dolly.
—¿Alguna vez te has fijado en nosotros? —le pregunto Ben—. Vamos allí con bastante frecuencia.
—No. La verdad es que no. Espero no decepcionaros.
—No nos decepcionas —dijo Dolly—. Solamente queríamos saber si eras observadora o no.
Frank creía que a Lisa le resultaría más fácil cuidar de los niños si se acostumbraba desde el principio a la manera en que funcionaban sus mentes. Nellie a menudo le decía que no sabía de dónde habían sacado aquella manera de pensar y que, aunque no quería que fueran como los miembros de su propia familia, sí que esperaba que al menos empezaran a comportarse de una forma menos distinta a la de los hijos de otras personas. Y, sin embargo, los había abandonado. Los había enviado de vuelta en el tren de Mozhaisk, como si fueran fardos.
A continuación dijo que Lisa debería presentar el lunes siguiente su renuncia en Muir & Merrilees, y asumir sus funciones en la calle Lipka a partir de entonces.
—Sí. Tengo que cumplir la semana de preaviso.
—Traiga todas sus cosas el lunes. Tendrá una habitación preparada para usted.
Por primera vez pareció horrorizada, y él comprendió que no había dormido nunca sola en una habitación, ni cuando estaba en su pueblo ni luego en Moscú.
Los niños se habían ido a la cocina, donde sabía que estarían pidiendo pan mojado en té mientras participaban en la conversación acerca de Lisa Ivánovna. Podían oír sus voces, más altas o más suaves según se abrieran o cerraran las puertas de la cocina cuando alguien entraba o salía. Tal vez fuera mucho mejor para los niños que no supieran lo que era la compasión. Y, además, tal vez Lisa no necesitara que nadie la compadeciera. Recordo que Selwyn estuvo a punto de decirle, aunque no lo había hecho, por qué era tan desdichada y por qué había estado llorando detrás del mostrador de la Muirka.
Establecieron que su salario sería de cuatro rublos y sesenta y siete kopeks a la semana, lo mismo que había estado ganando en los almacenes, pero sin ninguna deducción, por supuesto, por la comida y el alojamiento. A pesar de que no se sentía especialmente orgulloso de la oferta, se dio cuenta de que ella pensaba que era más que justa.
—Solo hay una cosa más, Lisa Ivánovna. Su pelo.
—¿Sí?
—Prefiero que no lleve trenzas. —No estaba obligado a dar ninguna razón, y no la dio. Ella asintió con la cabeza para mostrar que lo entendía—. ¿Hay algo mas que quiera preguntarme?
—Sí, ¿tiene usted una dacha?
—Sí, tenemos una, en Berioznik. A los niños les gusta, por supuesto, pero yo no voy mucho. La verdad es que me encantaría deshacerme de ella. Es muy húmeda. Pero todavía no tengo que pensar en eso. Aún es invierno.
—Es casi primavera…
Esperaba que no empezara a llevarle la contraria tan pronto, y también que le sonriera de vez en cuando. Como no podía imaginársela era hecha un mar de lágrimas, ni en la Muirka ni en ningún otro lugar. El mundo exterior no parecía afectarla tanto como para llegar a eso.