Frank se fue directo a la capellanía inglesa, donde desembocaba la Marosseika. Era el sitio al que tal vez tendría que haber ido en primer lugar. El té de la tarde coincidía con una de las horas de visita de la señora Graham. Frank no le tenía miedo a la señora Graham, o, al menos, no tanto como otras personas. En cualquier caso, le estaba haciendo un favor al hacerle partícipe de su difícil situación. Era hija de un erudito, se había educado en Cambridge, y aún no se había resignado a la idea de tener que vivir en Moscú. A pesar de que no había ido a la universidad, como Frank bien sabía, podría decirse que también ella era, en cierto modo, una estudiosa, una estudiosa de los problemas; sobre todo de los problemas de los demás.
—¿Señor Reid? —dijo con esa voz extraña que tenía, aguda, con la que arrastraba ligeramente las palabras—. Qué placer tan esperado.
—¿Acaso usted ya sabía que iba a venir a hacerle una consulta?
—Por supuesto.
Inquieta como un ave de presa que no hubiera cazado nada en varios días, le indico con la cabeza el asiento que quedaba a su lado. No había sillas cómodas en la capellanía, excepto en el estudio del señor Graham.
La señora Graham no estaba sola. De hecho, rara vez lo estaba. Frente a su sofá había una mujer de aproximadamente su misma edad, entre los cuarenta y los cincuenta, que se puso muy recta cuando él entró, y que llevaba una falda gris de tela gruesa, una blusa también gris que no acababa de conjuntar, un chaleco de lana igualmente gris con retazos de color rosa diseminados aquí y allá, y un sombrero de fieltro. En conjunto, ofrecía el aspecto de alguien que se ha armado de valor para enfrentarse a lo inesperado. Se la presentaron como la señorita Muriel Kinsman, y Frank recordó entonces que había oído hablar de aquella mujer. Al parecer, venía a Moscú desde lo más recóndito del país, donde había trabajado como institutriz. La habían echado injustamente de la propiedad de su patrón. Como siempre, estaban preparando una colecta para ayudarla a pagar el billete de regreso a casa. «No es solo que tenga el aspecto de una institutriz sin trabajo, es que resulta evidente que ya nació así», le había dicho la señora Graham. «Lo que me parece terriblemente difícil para ella». Frank le dio la mano.
—Es un placer conocerla, señorita Kinsman. Lamento que no pueda quedarse más tiempo en Moscú.
La señorita Kinsman le miró con grandes ojos melancólicos. Frank observó que tenía el rostro curtido.
Yo me quedaría aquí de buena gana, si hubiera alguien con un mínimo interés por que lo hiciera.
—Pero según me han dicho se va a su casa, con su familia.
Ella no respondió, y Frank pensó que tal vez había actuado de un modo descortés. De todas maneras, no sería justo que le reprochasen algo así cuando, en realidad, le importaba increíblemente poco el que ella se fuera a su casa o se quedara.
La señora Graham dijo:
—A veces tiendo a pensar que es una lástima que exista algo llamado servicio postal. El sufrimiento de tener que esperar cartas que no llegan excede con mucho el placer de leerlas cuando por fin las tenemos en nuestras manos. Espero haberlo dicho todo en el orden correcto… La señorita Kinsman lleva años sin recibir una sola noticia de Inglaterra.
—Me gustaría que me llamase Muriel, señora Graham, aunque solo fuera una vez. Me gustaría volver a escuchar mi nombre de nuevo.
—¿Cómo la llamaban en Vladislavskoe?
La señorita Kinsman les contó que, aunque siempre habían llamado a la institutriz alemana fraulein Trudi (y eso que era mucho más joven que ella o, al menos, unos cuantos años menor), ella nunca había sido otra cosa más que «la seño».
—¿Y qué importancia tiene algo así? —preguntó la señora Graham—. A mí no me importaría que me llamaran «seño».
—Todo importa en lugares como ese. Cuando alguien se aproxima a la casa tú ya has visto a dos verstas de distancia cómo ha salido del bosque, cómo se ha hundido en el camino y cómo ha emergido de nuevo. Así que cuando finalmente llega a la casa, sea en carro, en carruaje o automóvil, ya estás hasta la coronilla de verlo acercarse. Con lo que no nos queda más remedio que darle vueltas durante todo el santo día a lo que pasa en la propia casa, y supongo que todo se magnifica, cada pequeña palabra que se pronuncia, cada ladrido y cada grito, cada tic y cada tac. Tal vez una tienda a perder el sentido de la proporción en un sitio como ese. Sí, creo que eso es lo que nos pasa. Un incidente se une a otro, y la suma total de todos ellos termina resultando asfixiante.
El asunto de la llave perdida del reloj. El asunto de la llave perdida de la bodega. El asunto de las gotas de valeriana. El asunto del columpio de carrusel. El asunto de la cigarrera. El asunto de los pepinillos en vinagre. El asunto de la casa de baños. El asunto de la fotografía rasgada… Está divagando, pensó Frank. Se le pasó por la cabeza que lo mismo había ido allí precisamente para eso, para divagar, y seguiría haciéndolo durante el periodo de tiempo que la propia señora Graham estableciera. Sintió lástima por ella.
—¿No era eso justamente lo que se esperaba usted? —le preguntó.
—No debería existir ningún estado de ánimo relacionado con la espera —interrumpió la señora Graham—. Una se vuelve demasiado dependiente del futuro.
A continuación le ofreció un cigarrillo de Crimea que extrajo de una caja. Frank no aceptó, pero la señorita Kinsman sí lo hizo.
—Me temo que he adquirido el hábito desde que llegué a Rusia.
—Igual que yo —dijo la señora Graham—. Mi marido preferiría que no lo hiciera. Pero lo que yo fumo es mahorka.[6] —No siempre, pensó Frank. Aunque en esa ocasión sí que lo hizo, y comenzó a enrollar con destreza la tosca picadura propia de obreros en un pedazo de papel amarillento. Luego lo encendió y expulsó el humo echando la cabeza hacia atrás. El cigarrillo le colgaba de la comisura de los labios, en perfecta consonancia con su mata de pelo de Cambridge, gris y salvaje, con su sarafán de campesina, que ella combinaba con una falda de tweed, y con sus collares de cuentas—. ¡Continúe! —exclamó, mientras seguía dando caladas a su cigarrillo.
La señorita Kinsman continuó yéndose por las ramas en voz baja. Seguirla no siempre resultaba sencillo. No obstante, parecía que algún objeto, siempre el mismo, la cigarrera o el pepinillo, habían terminado apareciendo repetidas veces en su habitación, lo que le había llevado a pensar que la familia entera estaba en contra de ella. Había pequeños detalles que se lo demostraban. «Pequeñas travesuras», según la señorita Kinsman. El principal problema radicaba en algo muy noble: en su elevado concepto de la educación. Los propios Lvov no parecían tener el mínimo interés por las clases que recibían sus hijos, y se los dejaban a Pavel Borisovich, un tío soltero que se había instalado en la casa, y que lo único que hacía era estorbar. Estaba previsto que este Pavel Borisovich fuera a la escuela de pajes, pero terminó estudiando en Berlín, y consideraba adecuado imponer a los niños un régimen absurdamente estricto. Su entusiasmo nunca duraba demasiado, por supuesto, ya que no perseveraba en nada, y todo lo que hacía era pasar de una extravagancia a otra: idiomas, psicología, gimnasia… Fue durante una de sus fiebres gimnásticas cuando consiguió que uno de los carpinteros de la finca instalara un columpio de carrusel en el jardín. Fue después de la recogida del heno. Ella consideró su deber indicar que, en su opinión, aquel aparato no era seguro. Después de agarrarse a una de las seis cuerdas, se saltaba por los aires y entonces se empezaba a girar a más y más velocidad, de un punto del suelo a otro, cada vez más rápido. Alguien acabaría rompiéndose un hueso. Pero no siempre es bueno tener razón.
—Es bueno —apuntó la señora Graham—, pero también poco seguro.
Aquella mujer tenía buen corazón, pensó Frank, pero era demasiado incisiva. Todas las personas incisivas, sean hombres o mujeres, acababan resultando agotadoras.
El asunto del columpio. El asunto de los horarios de los niños Lvov. El aprendizaje no debía estar asociado a la imposición, sino a la libertad y la alegría. El asunto de la casa de baños. La desnudez no era una cuestión especialmente trascendente en Rusia. El cochero no tema ninguna intención de faltarle al respeto. El tío, Pavel Borisovich, probablemente no tenía ninguna intención de faltarle al respeto tampoco. El asunto de la fotografía rasgada.
—¿Y qué nos dice de la fraülein, la institutriz alemana? —preguntó la señora Graham—. ¿Cómo se llevaba con ella este tío Pavel?
La señorita Kinsman hizo una pausa.
—Ambos se llevaban muy bien.
Era casi la hora de vísperas. En Moscú no estaba permitido que sonaran las campanas de las iglesias, con la única excepción de las de la propia iglesia ortodoxa. No obstante, la señora Graham sabía con exactitud qué hora era, al parecer sin mirar, sentada como estaba de espaldas al reloj de sobremesa. A las cinco y cincuenta y siete minutos empezó a removerse, y Frank dijo:
—Será mejor que me vaya, señora Graham. Había algo de lo que quería hablar con usted, pero puede esperar hasta otra ocasión.
—Siento decepcionarle —dijo la señora Graham, y se despidió de él como siempre lo hacía, de una manera personal e inconfundible, observando durante un instante cómo la mano de él reposaba entre las suyas, como si se preguntara de dónde había salido, y estrechándola luego mientras elevaba la mirada hasta los ojos de su invitado, con la certeza de que jamás se olvidaría de él.
En el pasillo se abrió una puerta, y entró el capellán anglicano, el pastor Edwin Graham.
—Ah, Reid. Está aquí, Reid. Encantado de verle.
Un sirviente le trajo sus galochas, su sombrero y su capa. El capellán se las puso, volvió a meterse en su estudio, salió con unas hojas mecanografiadas unidas con un sujetapapeles, despidió con un gesto al sirviente, que apareció de nuevo como si creyera que le iba a pedir algo más, miró a Frank para comprobar si iba a asistir al oficio religioso, agitó las hojas de papel ante él en señal de irónica invitación, y comenzó a correr por el patio en dirección a la capilla. Frank también salió v se internó en la oscuridad.
Iría hasta el bulevar Novinski, y allí tomaría un tranvía. Así llegaría antes a su casa. A esas horas de la noche sería más rápido que ir en trineo. Se había apoderado de él un miedo irracional a que, si pasaba fuera demasiado tiempo, los niños podrían desaparecer de nuevo y no estar cuando él regresara. Al girar a la derecha por la Nikitskaia, volvió la cabeza, sin razón aparente, y vio que la señorita Kinsman caminaba justo detrás de él, abriéndose paso entre la multitud. No había borrachos en aquella calle tan respetable, y ella caminaba con rapidez. En opinión de Frank, debería haberse quedado a las vísperas. Pero supuso que la señora Graham, que era capaz de actuar con toda celeridad si así lo estimaba conveniente, habría aprovechado los pocos minutos que él pasó en la entrada para informar a la señorita Kinsman de su difícil situación. Habría puesto a la señorita Kinsman sobre aviso. Todo el mundo sabía que Nellie se había ido, y todos parecían revelarse como auténticos expertos en ese delicado tema. Con la crueldad propia de los tímidos, la señorita Kinsman iba detrás de él para sugerirle que ella podría ser la persona adecuada para cubrir el puesto de institutriz en el 22 de la calle Lipka.
Y tal vez tuviera razón, pero Frank no se sentía capaz de pensar en todo eso, y mucho menos de tomar una decisión.
Recordó que había dado algo, en concreto veinticinco rublos, para la colecta con que sufragar los gastos de viaje y el billete de la señorita Kinsman a Charing Cross. Y no lo había entregado de mala gana pero, bien mirado, ¿hacer algo así no le exoneraba ya de lo demás? Todo el mundo en Moscú, los hombres de negocios rusos y también los ingleses, le consideraban un hombre justo. Y no tenía nada en contra de la señorita Kinsman, más bien al contrario. Pero si lo que se le había metido en la cabeza, o bien lo que los demás le habían metido en la cabeza, era la idea de trasladarse a su casa para hacerse cargo de su familia, ahí había una persona llamada Dolly en quien había que pensar. Y la palabra que solía emplear Dolly no era «justo» sino «razonable». Ella pensaría que no era razonable por su parte llegar a un arreglo con la señorita Kinsman, porque la señorita Kinsman estaba trasnochada (otra de las palabras que no tenían traducción al ruso). No había manera de referirse a esa sombría falta de elegancia que no era intencionada, ni desaliñada, ni vergonzosa, que era tan solo el resultado de la propia apariencia de la señorita Kinsman por ser como era. Frank no pretendía saber en todo momento cómo responder a las objeciones de Dolly, pero casi siempre sabía de antemano en qué consistirían. Por otra parte, ¿qué era lo que le detenía para dejar que la señorita Kinsman le alcanzara, se explicara, y así averiguar de manera clara —dado que, después de todo, podía estar equivocado— qué quería exactamente?
No había nada que se lo impidiera, pero optó por internarse en una calle lateral. Podía ir perfectamente hasta la Povarskaia y allí tomar el tranvía, un poco más abajo del bulevar. De esa manera evitaría a la señorita Kinsman y no tendría que volver a hablar con ella nunca más. Y ella no tendría que obsesionarse con el asunto de la extraña conducta del señor Reid. Bien pensado, le estaba ahorrando un montón de angustias.
Todo el mundo tomaba atajos en Moscú. Los números de los tranvías, a excepción de los de la línea que rodeaba los bulevares, cambiaban con frecuencia, y, a menos que uno estuviera dispuesto a pagar un trineo o un coche, había que caminar mucho. Una vez se salía del circuito de las calles principales había que saberse bien el camino, ya que resultaba bastante difícil que otra persona fuera capaz de explicar cómo seguir cualquier ruta preestablecida. Pronto dejaba de haber nombres en las calles, y uno se encontraba ante enormes moles de ladrillo plagadas de tubos de desagüe, o delante de un cobertizo que invadía la acera, o metido en un establo humeante cuyos podridos tablones parecían mecerse hacia dentro y hacia fuera como en un proceso de respiración voluntaria. Todas esas cosas, que por ley no podían estar allí y que no aparecían en ningún mapa, tenían que borrarse de la mente si uno quería seguir un rumbo cierto. Quizá no hubiera más remedio que entrar por la puerta de un edificio provisional para salir al otro lado por otra puerta distinta. Frank sabía que la bocacalle en la que había entrado recibía el nombre de Katsap Pereulok, aunque no había ni rastro de señal alguna que así lo indicase. El pasadizo estaba cubierto, como un barranco, de una oscuridad nacarada. Pudo ver un farol en la esquina, pero no se trataba de un farol municipal, sino de una lámpara de queroseno puesta por alguien en la pared a media altura. Miró hacia atrás: la señorita Kinsman, con su sombrero de fieltro y su abrigo de invierno, acababa de internarse en el callejón tras él.
Ya no se trataba tan solo de su buen juicio, sino de las normas de cortesía más elementales. Frank sabía que tenía que hablar con esa mujer y ofrecerse a llevarla de regreso a la Povarskaia. Parecía lamentablemente fuera de lugar en ese desagradable pasaje, mientras intentaba abrir su paraguas aunque no estuviera nevando. De todos modos, si había llegado hasta allí, por fuerza tenía que conocer el camino de regreso. Si no podía alcanzarle tendría que volver a la capellanía. No me gustaría tener que explicarle lo que estoy haciendo, pensó. Como tampoco me gustaría, por ejemplo, tener que hacerle un informe de lo sucedido a Tviordov. Pero ya me está alcanzando. Me persigue como un cobrador de facturas impagadas, y acabará atrapándome… En lugar de girar a la derecha, de vuelta a los bulevares, torció hacia la izquierda para, a través de una estrecha abertura, dirigirse al Kremlin. A causa de aquella cacería se estaba alejando el doble de lo necesario de su casa. Pero, pobre mujer, seguro que no puede seguir así mucho más tiempo.
Kolbasov Pereulok. Vio el nombre pintado en la pared. No obstante, el acceso se estrechaba a causa de los enormes montones de sacos que habían colocado a ambos lados del pasaje, como si las dos casas situadas una frente a la otra, tenuemente iluminadas, formaran parte de una competición en la que ganaría la que lograra bloquear el mayor número de ventanas de la otra. El aire apestaba a alquitrán y a fritura de crepes de trigo sarraceno (Frank suspiró de hambre). Cuando logró meterse en la calle vio que en las plantas más bajas de las casas había unas tiendas cuyas ventanas quedaban hasta la mitad por debajo del nivel de la acera. No había forma de saber qué se vendía allí. Se trataba, muy probablemente, de talleres de reparación. No había nada que no se pudiera reparar en Moscú, una ciudad que, a su manera, lentamente, repartía sus cuidados maternales entre los ricos y los pobres de solemnidad. Traedme vuestros zapatos rotos y vuestros colchones desgastados, vuestras sillas sin patas, vuestras camas sin cabecero, y en algún taller en un sótano o en cualquier inmundo agujero excavado en la pared haré que podáis volver a usarlos sin problemas unos cuantos meses más. Volverán a serviros o, al menos, estarán en condiciones para que podáis llevárselos a los prestamistas y empeñarlos.
En la esquina había un monopolio, una tienda de vodka de propiedad estatal. Era pequeña, pero estaba bien iluminada. En el interior había una mujer grande y fuerte, envuelta en un chal de punto negro. Estaba sentada en un taburete situado detrás de un tabique de madera, en el que habían abierto una ventanita y que creaba un pequeño espacio dotado de electricidad, como en las taquillas del tren. No había ningún lugar para sentarse. Los hombres y las mujeres esperaban de pie con sus botellas vacías o bien se apoyaban con aire incierto en las paredes de madera. Tenían que contar y tener preparado el dinero exacto antes de que se abrieran las espitas que quedaban al otro lado del tabique.
Frank estaba convencido de que la señorita Kinsman no se arriesgaría a ir más allá, y esa certeza le proporcionó un alivio enorme. Si seguía persiguiéndole, entonces es que era una impostora y no tenía derecho a llevar ese sombrero de fieltro ni a llevar esas galas tan trasnochadas ni a relatar esas conmovedoras historias que les había contado en la capellanía. Y se le ocurrió que la señorita Kinsman se parecía a su prima segunda Amy, de Nottingham, más que cualquier otra persona a la que hubiera conocido en Moscú. Era más joven, ciertamente, pero idéntica a su prima Amy, que se cambiaba de calle para no tener que pasar por delante de una taberna porque creía que, si lo hacía, podrían abrirse las puertas y los hombres saldrían tambaleantes a meársela encima, e incluso podría alcanzar a ver cómo, en el interior, las mujeres se dedicaban a apuñalarse las unas a las otras con los alfileres de sus sombreros. No sabía si a su prima le había sucedido algo así en alguna ocasión. Solía mandarle cartas con regularidad, igual que hacía con todos ellos, pero ese mes todavía no había escrito, y recordar aquello le provoco una tenue sensación física que no era exactamente de culpa, pero que sí insinuaba una especie de constatación de que debía sentirse culpable por algo. Ese pensamiento incipiente se transformó de pronto en una desazón considerable. En cualquier caso, ya estaba fuera de peligro. El monopolio, como de costumbre, se hallaba en la esquina de una calle principal. Siempre era así, por si la gente empezaba a beber en los locales y había que llamar a la policía. Había desembocado en la Znamenskaia, lo que, considerando que a esas horas ya debería estar en su casa, le pareció ridículo. Pero ahora era libre y su mente podía volver a ocuparse de sus propios asuntos, o, mejor aún, ya podía dejar que estos afloraran a la superficie desde el lugar en que hubieran estado esperándole.
Se dirigía al río. En el aire resonaban las campanas de las cinco cúpulas doradas de la iglesia del Redentor. No sonaban con toda la fuerza de la que eran capaces, sino como una primera descarga de la artillería antes del ataque principal, demoledor. Ese ataque no se produjo, sin embargo —era la Cuaresma y las campanas repicaron una sola vez—, pero desde el otro lado del río les llegó la respuesta de unas cien campanas más que, de igual manera, solo sonaron una vez. Se quedó escuchando las campanas a la pálida luz de las estrellas. La plaza de la catedral descendía hacia la orilla en un leve desnivel. El no discurría oscuro, obstaculizado aún por el majestuoso hielo del invierno que ya había empezado a derretirse, y por los desechos que este arrastraba consigo: una inconcebible cantidad de basura, cestas de mimbre, cajas, señales descoloridas, tinas de lavar, ruedas, cunas… Eran las últimas etapas del camino que había seguido el hielo en los cuatro meses en que lo había invadido todo. Uno de los entretenimientos favoritos de los moscovitas consistía en ver cómo pasaba el hielo por debajo de los puentes. La Gazeta-Kopeika anunciaba que habían encontrado a dos enamorados muertos, flotando congelados sobre un témpano y abrazados el uno al otro. Pero la Gazeta repetía esa misma historia todas las primaveras.
Por allí no había ningún puente, pero desde el camino de sirga alguien, en algún momento, había acotado un pedazo de río con estacas de madera. Una desvencijada pasarela conducía desde el camino hasta una plataforma que se mantenía a flote sobre unos bidones de queroseno vacíos. Había una especie de tejado, y la gente solía apostarse allí para pescar. El mismo Frank había ido a pescar allí a menudo, sin permiso, cuando era un colegial, y hasta marzo, naturalmente, uno tenía que abrir su propio agujero en el hielo si quería capturar algo. Tenía prisa, pero el alivio de la tensión hizo que ahora caminara más despacio. Decidió bajar hasta la plataforma para observar el hielo un instante. Debía caminar sobre la nieve acumulada en la orilla del río, y luego encontraría un desnivel de solo medio metro hasta llegar a la empapada plataforma, que hacía agua y empezaba a crujir en cuanto uno plantaba los pies sobre ella. Se quedó allí, con los listones de madera medio congelados vibrando a sus pies, advirtiendo cómo las campanas de las iglesias sonaban cada vez con más claridad, como un zumbido lejano, ahora que se habían silenciado las del Redentor. Luego avanzó por la pasarela. Cuando se detuvo, pudo escuchar un nuevo crujido, más ligero: el que se produjo cuando la señorita Kinsman saltó detrás de él.
Se dirigió a Frank con decisión. No estaba especialmente sofocada, y ahora llevaba el paraguas cerrado. El pensó que le habían atrapado. Sabía desde los diez años que ese lugar era una especie de trampa para peces, y ahora era él quien había caído. Debía intentar afrontar la situación con su mejor talante.
—¿Ha estado tratando de alcanzarme, señorita Kinsman? Me temo que no la vi.
El aire de la noche helada era afilado como una aguja. Ella se quedó allí, y le contestó suavemente, sin un atisbo de queja.
—Sí. Así es. Pero creo que me ha visto.
Estaban de pie, juntos bajo el desvencijado techo, y ella se fue instalando como una gallina en un gallinero. Se limpió primero uno de los hombros del abrigo, luego el otro, a pesar de que no había nevado.
—Me temo que habrá tenido que atravesar unas cuantas calles de aspecto bastante peligroso —dijo.
—Eran calles pobres; yo no las llamaría peligrosas.
—Hemos pasado por delante de un monopolio.
—Bueno, no me preocupan los monopolios. No son como las tabernas inglesas. Ya sabe usted que no se puede beber en los locales. Tienen que llevarse el vodka por lo menos a cien metros de distancia antes de empezar a bebérselo. Y lo que se vende allí es una porquería de tal calibre… ¿Lo ha probado usted alguna vez?
Frank lo había hecho.
—Ya sabemos lo que provoca en el organismo, y con esa intención se elabora… Supongo que ahí es donde reside el problema.
—Y aquella mujer. Era tártara, lo que significa que es musulmana, ya sabe, y no puede beber. Es una prohibición del Profeta. El Profeta, ya sabe… —repitió mientras asentía con la cabeza enérgicamente.
—Pero ¿quería usted hablar conmigo? —le preguntó él. Y agregó—: ¿Sobre algo en especial?
Ella le miró de cerca y dijo:
—No.
—¿No tiene nada que decirme?
—No hay nada que temer —añadió—. No era con usted con quien quería hablar, sino con el señor Frank Reid.
¿Quien le dijo la señora Graham que era yo? —le preguntó Frank.
—No lo entendí bien. ¡Sucede con tanta frecuencia, lo de que no entienda algo bien! Y luego se tenía que ir a las vísperas… Pero, verá, es un asunto de cierta urgencia. En realidad, mi pasaje para Inglaterra es para mañana, y eso es lo que hay. A no ser que encuentre algún otro trabajo aquí… Todo lo que necesito es su dirección, la del señor Reid, quiero decir. Por supuesto, usted ha de tenerla ya que es usted uno de los empresarios locales, aunque imagino que él debe de ser un hombre más joven que usted… —La señorita Kinsman le miraba desde la oscuridad bajo su sombrero—. No le habría molestado de no ser porque tengo que hablar con él esta misma noche…
—¿Qué le hace pensar que él es más joven que yo? —preguntó Frank.
—Tiene hijos pequeños, lo sé. De lo contrario, no sería necesario que lo visitase.
Frank se lo pensó un instante.
—Lamento decepcionarla, señorita Kinsman, pero estoy seguro de que este no es un buen momento para hablar con el señor Frank Reid.
—¿Es que está fuera de Moscú?
—Bueno…
—¿Sabe? A nadie le importo lo más mínimo. Solo me tengo a mí misma. Así que comprendo perfectamente que a usted, un perfecto desconocido, tampoco le importe nada. De todas maneras, tengo que hacer uso del material con el que cuento.
—Señorita Kinsman. Estoy seguro de que ver a Frank Reid no le serviría de nada. Le conozco bastante bien. Y sé lo que me digo.
Ella le echó una mirada inquisitiva. Frank se ofreció a guiarla hasta la parada de tranvía más cercana, pero ella negó con la cabeza, y desando con dificultad la pasarela y el resbaladizo desnivel, en dirección al Redentor. Todo lo que podía él hacer era seguir allí como un idiota, fingiendo que estaba contemplando el hielo, hasta que ella se perdiera de vista.