Cuando llegó a la casa de los Kuriatin, el cachorro de oso se reveló decepcionantemente pequeño. La cabeza parecía demasiado voluminosa para el cuerpo, así que era como si le aplastara el cuello. Le sobraba piel por todos lados, y daba la impresión de que el animal no había crecido lo suficiente para poder llenarla. El pelaje denso, de un oscuro color dorado con tonos rojizos, le crecía por todos lados, excepto por la columna, que quedaba perfectamente marcada, y por las patas traseras y las zarpas, que eran como guantes. Las garras que le sobresalían parecían de metal por lo que, en sí mismo, el osezno constituía un peligroso juguete. Tanto las patas delanteras como las traseras estaban curvadas hacia adentro. El efecto general era confuso y poco elegante, y resultaba evidente que aún necesitaba que alguien lo protegiera. Plantar las cuatro patas en el suelo en línea recta requería para él una buena dosis de reflexión, y no siempre culminaba la tarea con éxito. Cuando Mitia Kuriatin le dio con un taco de billar, el oso volvió su cabeza con forma de torpedo a un lado y a otro, y luego se cayó.
—¿Es eso todo lo que sabe hacer? —le preguntó su hermana Masha—. Dijiste que bailaría…
Mitia, humillado ante los invitados ingleses, a quienes había querido impresionar, por haber recibido un animal cuando, a los trece años, habría preferido algo mecánico, gritó:
—Pues bien, ¡que haya música!
Masha se dirigió a la pianola que Kuriatin les había comprado en Berlín con la idea de ahorrarse las clases de piano. Hasta entonces habían mostrado muy poco interés por el instrumento, lo que tal vez constituía una bendición, pero al menos sabían cómo ponerlo en marcha y cómo detenerlo. Lo que no sabían era cómo cambiar los rollos de música. Así que ahora, cuando Masha le dio al interruptor, el idiota del aparato comenzó por la mitad de una pieza. Masha se echó por encima del taburete con brocado que estaba delante del piano, y pulsó la tecla que hacía que el volumen subiera. El oso huyó entonces al rincón más alejado de la habitación. Fue arrastrándose de un lado a otro por todos los rincones, y cada vez que se movía arañaba las tablas del suelo que había bajo las alfombras.
—No va a bailar, no va a hacer nada. Es imbécil.
Probaron a ver qué hacía si le echaban agua fría por encima. El oso estornudó y se sacudió, y luego trató de lamer las brillantes gotas que le habían quedado sobre el pelaje.
—Tiene sed —dijo Dolly con frialdad. Después de mirarlo un rato, ella y Ben se escondieron juntos detrás de una de las cortinas.
—¿Qué es lo que decís vosotros dos? —les gritó Mitia.
—Lo que decimos es que deberíais darle de beber.
Sí, es una criatura de Dios —dijo la traicionera Masha.
Mitia salió torpemente de la habitación, y regresó con una botella de vodka y un plato azul claro de porcelana, que tenía un borde dorado.
—¿De dónde has sacado eso? —le preguntó Dolly.
Del comedor. Está todo puesto para recibir a alguien.
—¿Y te dejan entrar ahí? —dijo Ben.
—Mi padre está en Riga. ¡Ahora yo soy el amo de la casa!
El rostro de Mütia se había puesto rojo a causa de algún tipo de irracional entusiasmo. Vertió el vodka en el platillo y, derramando un poco, lo llevó al alejado rincón en que se había instalado el oso. Este, por primera vez, abrió la boca y sacó su larga y oscura lengua. Inclinó un poco la cabeza y lamió el plato hasta dejarlo vacío. Mitia echó más y el pequeño animal, con la cabeza girada en esta ocasión hacia el otro lado, volvió a beber.
—¡Ahora baila! —gritó Mitia.
El oso se alzó sobre sus patas traseras y, de repente, era tan alto como Mitia, que dio unos pasos atrás. Después de perder el precario equilibrio en que se mantenía, extendió las patas como si fueran pequeñas manos y empezó a dar tumbos sobre la alfombra, donde sus garras encontraban un mejor agarre. Un chorro de orina comenzó a rociar el estampado rojo y azul. Por alguna razón, una de sus orejas se le había dado la vuelta, y ahora dejaba ver la parte de piel más pálida. Dio varias vueltas sobre sí mismo mientras la mancha oscura se iba extendiendo más y más, y luego se escapó furtivamente y a gran velocidad por la puerta. Todos los niños se echaron a reír, incluidos Dasha y Ben. Todos se reían, pero a la vez se sentían indignados. La risa se apoderó de ellos, hizo que se doblaran sobre sí mismos y que brotaran lágrimas de sus ojos.
—Se ha ido al comedor…
Luego se callaron, y solo Mitia continuó riéndose de manera exagerada. Salieron y avanzaron hacia la parte delantera de la casa, agarrándose los unos a los otros mientras oían como algo se rompía, algo se desgarraba, y luego un enorme estrépito, similar al que se produce con el desprendimiento del hielo tras los primeros calores de la primavera. Todo ello producido por el oso, que avanzaba pesadamente de un extremo al otro de la mesa, causando verdaderos estragos con los vasos y la plata. Su reflejo en los grandes espejos situados en todas las paredes de la sala le mostraba arrastrando las botellas de vodka que había preparadas para los comensales, derribándolas como si fueran bolos y lamiendo desesperadamente lo que se derramaba de ellas. La puerta de servicio se abrió de repente y el portero, Serguéi, entró, se santiguó y, sin dudarlo un instante, cogió una pala, abrió las puertas de la estufa de porcelana blanca, y sacó un montón de carbón al rojo vivo para arrojárselo directamente al oso. Del mantel, empapado en alcohol, surgió una llamarada. El oso chilló, con unos alaridos que eran como los de un niño humano. Todavía ardiendo, trató de protegerse la cara con las patas delanteras. Mitia seguía doblado de la risa cuando, procedente del pasillo, se oyó el rugido de Kuriatin, que le había prometido a su esposa que llegaría a casa temprano, y que se sentía exultante por ello.
—¡Demonios! ¿Es que acaso tengo que pedir permiso para entrar en mi propia casa? —Estaba junto a la puerta del comedor—. ¿Por qué está ardiendo ese oso? Que alguien acabe con su sufrimiento, maldita sea… ¡Le voy a volar los sesos, y de paso también os los voy a volar a todos vosotros!
Mientras Frank sacaba en silencio a Dolly y a Ben de la habitación, pensó que le gustaría saber qué había estado haciendo la señora Kuriatin durante todo ese tiempo, y por qué Serguéi, el muy idiota, no le había echado agua al pobre animal en vez de cenizas al rojo vivo. Aunque esa era la única pregunta que hasta los niños podrían responder por él. Serguéi sabía que a los osos les encanta el agua. El agua, por mucha que fuese, nunca habría detenido a un oso.
Nos dijiste que podríamos ir allí todos los días después de la escuela —dijo Ben—, con tal de que nos portáramos bien.
—Pues ya no pienso lo mismo.
—¿Qué les vas a decir?
Mañana iré a la oficina de Arkadi Kuriatin y me ofreceré a pagarle algunos de los destrozos. Pero sin pasarme.
—¿Le preguntarás qué le ha ocurrido al oso? —preguntó Dolly.
—No.
—Su cara estaba ardiendo.
—No le preguntaré nada.
Una vez en la contaduría de Kuriatin, situada casi al lado de su casa, como si quisiera velar por ambas a la vez, y que mantenía un aspecto absurdamente tradicional, Frank volvió a escuchar una vez más, esta vez en la voz de un secretario, que el señor había salido.
—No le he visto en todo el día, Frank Albertovich.
Sus empleados seguían utilizando pluma y tinta para escribir. Tenían asignado un número fijo de plumines a la semana. Los cálculos los hacían con un ábaco, cuyas cuentas blancas y negras se movían a gran velocidad haciendo que el aire se llenara de un rumor seco. De vez en cuando se detenían en silencio, y luego comenzaban con su veloz sonidito de nuevo.
—Bueno, tengo que decirle algo, pero no tardaré mucho.
—¿Y si me preguntan que por qué le he dejado entrar, qué digo? —le preguntó el secretario.
—Puede decir lo mismo: que no me ha visto en todo el día.
Tiempo atrás, Frank descubrió que el suelo de la sala de máquinas de la Reidka necesitaba un refuerzo, y se acordó que Kuriatin le entregara la madera necesaria para construir unas vigas nuevas. Cuatro días antes de la fecha fijada para la entrega de la mercancía, Kuriatin le envió un mensaje en el que le decía que estaba enfermo y que le era imposible tratar de negocios en esas circunstancias. Dos días más tarde, se mostró muy sorprendido de que Frank no supiera que hacia tiempo que había dejado de vender madera, porque ningún hombre honrado obtenía buenos réditos de esa actividad. Al día siguiente le llegó el rumor de que se había marchado de peregrinación. Una semana después estaba ya de vuelta, pero ante la nueva petición de Frank le mandó decir que no podía verle entonces, ni tal vez nunca más, debido a ciertos malentendidos que había tenido con su padre. En cuanto a la madera, le anunció que estaba guardada en uno de sus almacenes. Esa misma noche, se encontró con Frank por casualidad en la sala de vapor de los baños armenios, y Kuriatin, borracho como una cuba, se abrazó a él llorando y pidiéndole perdón por no haber podido entregarle el pedido a tiempo. A la mañana siguiente le explicó, con modales bastante bruscos, que podría haber hecho la entrega hacía tiempo si hubiera pagado el correspondiente impuesto al Ministerio de Comercio e Industria, y, por supuesto, si hubiera dejado algo para Grisha, Grigori Rasputín, que recibía sobornos regulares, aunque jamás de Kuriatin, que evitaba visitar San Petersburgo y además acostumbraba a gestionar todos sus negocios en efectivo. Cuando el dinero llegaba a sus manos lo revisaba todo minuciosamente para asegurarse de que no había billetes de 1877 o billetes de cien rublos emitidos en 1866. No eran de curso legal. Probablemente, habría preferido que le pagasen con carne de ave, o incluso con bencina. Al final, Frank consiguió que le sirvieran la madera solo unas horas más tarde de lo que realmente había esperado desde el principio. No se había equivocado demasiado en los cálculos que había hecho.
El gabinete de Kuriatin era tan oscuro como todo el establecimiento, y no mucho más cómodo. Al ver a Frank, Kuriatin abrió los brazos. Llevaba un caftán negro del que emanaba un fuerte y sano olor a humano. ¿Un desafortunado incidente? ¿Que los niños estaban solos? ¿Que se habían producido daños? ¿Y la porcelana rota, y la alfombra meada, y el fuego, y la destrucción, y las veintitrés botellas y media del mejor vodka? ¿Acaso creía Frank que él no tenía dinero suficiente para afrontar un pequeño percance como ese, aquella minucia? ¿Acaso creía que había escasez de manteles? Todo lo que tuvo que hacer, a su regreso, fue despedir a Serguéi y a algunas criadas, darle una paliza a Mitia, alquilar unos cuantos trineos, decirles a sus invitados que no se quitaran los abrigos ni las galochas al llegar, y marcharse con ellos al restaurante de Krynkin.
—Me estaba preguntando dónde estaba tu esposa en ese momento —dijo Frank—. Tenía entendido que estaría con los niños.
—Estaba acostada; ya sabes cómo son las mujeres. Les aterrorizan los animales. No soportan tenerlos en casa.
Pero, por qué, continuó Kuriatin, por qué no iba Frank a su casa esa misma noche, sin formalidades, simplemente para compartir lo que Dios proveyese.
—No, gracias. Esta noche no, Arkadi Filíppovich.
—¿No quieres aceptar mi invitación y compartir nuestros sencillos platos?
Frank sabía que no se esperaba que aceptara. No podía pasar por allí de ese modo, como invitado, de improviso. Los comerciantes de segundo rango no recibían a los demás de esa manera. Tenían que hacer preparativos y, sin ellos, su presencia habría causado casi tantos problemas como el oso.
Kuriatin tomó a Frank del brazo y lo acompañó hacia la escalera de madera desnuda por la que, los dos, gracias a años y años de práctica, se las apañaron para bajar evitando los lugares menos sólidos.
—¿Por qué no haces algo con estas escaleras? —le preguntó Frank—. ¿Y por qué no dejas que tus empleados tengan teléfono? A este paso te van a adelantar los alemanes.
—¿Y por qué no haces tú que tu esposa vuelva contigo? —gritó Kuriatin, y luego se echó a reír a carcajadas mientras el portero salía de su cuarto, que parecía un armario, y les acompañaba, con una marcada reverencia, hasta la calle. Para Kuriatin la vida, como los negocios, era un juego, pero no un juego de azar. Más bien se trataba de un juego en el que él se siempre las arreglaba para ganar, incluso aunque las reglas fueran las suyas propias. Consciente de que los niños habían estado expuestos al peligro en esa casa medio salvaje que tenía, se había tomado la visita de Frank como un reproche. Pero al ofender de esa manera a Frank —por quien ciertamente sentía mucho cariño— había vuelto a situarse en una posición de superioridad. Eso casi le compensaba por la pérdida de su mantel, de su cristalería y de su porcelana, objetos por los que había sentido una devoción casi enfermiza.