Esos arrebatos de Nellie… Aunque, en realidad, Frank solo recordaba uno en especial, el que le dio en su dormitorio de Longfellow Road aquella calurosa tarde en que soplaba la brisa justa. Frank bajó la persiana y la borla que había en el extremo del cordón comenzó a dar pequeños golpecitos contra la ventana. Luego ella le explicó lo que sentía. ¿Había llegado a la conclusión, en los dos años transcurridos desde que nació Annushka, de que ya no tenía por qué dar explicaciones de nada a nadie?
Al principio le pareció que Nellie regresaría en cualquier momento, así que telegrafió a todas las estaciones de ferrocarril que había entre Mozhaisk y Berlín. Después telegrafió a Charlie, y repitió el telegrama cada seis horas. Tres días después Charlie le telegrafió a él: Nellie no aquí, pero a salvo y bien. Luego, como si se ofreciera como un digno sustituto, añadía: Yo mismo iré a Moscú en breve. Tras el desconcierto de la pérdida, que pronto se fue transformando en monotonía, resultaba importante contar con un punto fijo al que asirse cuando las cosas cambiaban, por sí solas o gracias a la intervención de alguien que hacía que cambiaran. Aunque solo se tratara de la llegada de Charlie. Eso no significaba que esperara su llegada, pero sí que Frank iba a tener que tomar medidas y dar instrucciones, dos formas como cualquier otra de ordenar el tiempo.
¿Cómo podía Nellie estar a salvo y bien sin ellos, sin los cuatro? Le escribía todas las mañanas antes de la primera recogida del correo.
—Si quieres sobres y un buen papel de cartas, están en el cajón de la derecha de mi escritorio —le dijo a Dolly.
—Ya lo sé.
—Está cerrado, pero solo tienes que decírmelo.
—Lo sé.
—En caso de que quieras escribir a madre.
—¿Quieres decir para que le pregunte por qué se marchó? ¿O quieres que le pregunte cuándo va a volver?
—No hace falta que le preguntes ninguna de las dos cosas.
—No voy a necesitar papel —dijo Dolly— porque no creo que deba escribirle. Además, solo sé escribir correctamente en ruso.
—¿Por qué no, Dolly? ¿No creerás que se ha comportado mal?
—No se si lo ha hecho o no. Para empezar, creo que el primer error que cometió fue el de casarse contigo.
—¿Es eso lo que le vas a poner en tu carta?
—Ya te he dicho que creo que será mejor que no le escriba ninguna carta.
Resultaba evidente que tenía que hacer algo con respecto al cuidado de los niños. Al menos durante unos días. O tal vez durante un par de semanas. A Annushka se la habían llevado y, gracias a que ella cooperaba, quedó a cargo de la cocinera y de la ayudante de la cocinera, que la cuidaban apasionadamente. Pero necesitaba ayuda con Ben, y sobre todo con Dolly. Con la idea de evitar el mayor tiempo posible la intervención de la capellanía y de la comunidad inglesa, Frank pensó en los Kuriatin. Su casa estaba siempre abierta para él.
Arkadi Kuriatin era un comerciante de segundo rango. Las cuotas que pagaba no eran lo suficientemente elevadas como para permitirle exportar sus productos, así que solo los comercializaba en los territorios del imperio ruso. Se dedicaba a la madera, a la pasta de papel y al papel en sí, y Frank había hecho negocios con él durante una época. Arkadi tenía hijos, pero Frank no sabría decir cuántos exactamente, porque siempre había niños nuevos entrando y saliendo de su casa. Niños que podían ser sobrinos y sobrinas, o tal vez niños abandonados, o incluso simples rehenes de la familia. Su esposa, Matriona Osipovna, siempre estaba en casa. Frank le había oído decir: «¿Qué hay fuera que no tengamos dentro?». Nellie tuvo que reconocer que la señora Kuriatin era una mujer bondadosa, pero lo cierto es que no la soportaba. Recordaba cierta ocasión en que le había recomendado que se asegurara de que Dolly y Annushka se enjuagaban los ojos con su propia orina para que sus miradas se mantuvieran siempre luminosas.
Kuriatin no tenía teléfono. Como la mayoría de los comerciantes de segundo rango, se encargaba de hacer ver que en su casa se mantenían las viejas costumbres, lo que, además de una distinción, constituía también un consuelo. De vez en cuando se permitía disfrutar de los últimos avances, así que tenía un automóvil: un Wolseley de seis cilindros y cincuenta caballos, del que se sentía muy orgulloso ya que en Moscú por entonces había solo mil quinientos coches. Pero no tenía luz eléctrica en su casa, y tampoco se le podía llamar por teléfono.
Afortunadamente, eligió para vivir una calle modesta —aunque la casa era grande— que no quedaba lejos de la imprenta, y Frank pudo pasar por allí a media mañana. Llamó a la puerta exterior, a pesar de ser perfectamente consciente de que, a menos que se tratara de una ocasión especial y los Kuriatin fueran a dar una comida, no habría nadie en las habitaciones delanteras. Esperó y, tal como suponía, un sirviente de aspecto feroz y ataviado apenas con una camisola campesina apareció a un lado de la casa, con el aspecto de un carcelero al que hubieran pagado para ahuyentar a los que vinieran pidiendo para la beneficencia. No podía fingir que no reconocía a Frank, pero le gritó, como si se estuviera dirigiendo a alguien sordo, que el señor había salido.
—Entonces veré a la señora Kuriatin —dijo Frank.
Según se entraba, a la derecha, había un gran salón con las contraventanas cerradas, los candelabros cubiertos con telas, los muebles ocultos como cadáveres bajo sudarios de algodón blanco, y todo el suelo protegido bajo montones de hojas extendidas del Correo Comercial. La puerta de la izquierda estaba cerrada, pero Frank sabía que era allí donde estaba el comedor. Cuando Kuriatin oficiaba de anfitrión, la plata y las copas de importación tintineaban y chocaban entre sí, y los indómitos criados debían quitarse las camisolas y las botas de fieltro para ponerse unas chaquetas negras, unos zapatos y unos guantes blancos y de esa guisa servir la comida. Sabía perfectamente que los miembros de la pequeña nobleza que aceptaban la hospitalidad de los Kuriatin jamás les invitarían a ellos a sus casas, pero Kuriatin parecía saborear semejante descortesía con una sonrisa. En cuanto se marchaban los invitados, todos los miembros de la familia, niños, criados, personas a su cargo y demás parientes solían retirarse a la parte posterior de la casa y allí se hacinaban en un par de habitaciones ahumadas y de techos bajos.
La señora Kuriatin, que estaba tendida en una otomana raída, tiró su cigarrillo y se levantó con mucho esfuerzo para caminar a su encuentro.
—Ah, Frank Albertovich, si hubieras venido anoche no habría podido recibirte. Me sentía tan mal…
—Entonces debemos alegrarnos de que no sucediera tal cosa, Matriona Osipovna.
Varios niños, pertenecientes al clan Kuriatin, pululaban por la habitación. Todos ellos estaban ya crecidos, aunque lo habían hecho más a lo ancho que a lo alto, como si se hubieran adaptado a la forma de la habitación en que pasaban tanto tiempo. También había dos mujeres muy mayores, que asentían apaciguadoras, y que serían parientes pobres. Conocía a una de ellas: era la esposa de uno de los socios de Kuriatin o, más bien, uno de sus cómplices en el negocio maderero; a la otra, que llevaba ropajes de seda negra, no la conocía de nada.
—¡Esta es mi hermana, Varia! —exclamó la señora Kuriatin—. Su marido no puede estar ya con ella, lástima. Murió hace poco.
Frank tomó la mano de la hermana. Le resultaba difícil controlar la sensación de que se había introducido en una especie de harén. El aire estaba muy cargado con el olor que despedían la lámpara de aceite y los cigarrillos procedentes de los cultivos de tabaco del Mar Negro, en que trabajaban los griegos. La señora Kuriatin cambió su frase de bienvenida:
—Si hubieras venido anoche, no me habrías visto, y no habría podido ayudarte a resolver tu problema.
Frank recorrió con la mirada la habitación, atestada de familiares.
—Estás entre amigos, Frank Albertovich. Mi hermana y yo somos como una sola persona. Los demás dicen que si Vera resbala, es Varia la que se cae.
—Bueno, no creo que haya ningún problema del que hablar —dijo Frank—. Es solo que, como amigo, te pido que hagas algo en nombre de nuestra amistad.
La señora Kuriatin estaba más que dispuesta a ayudarle. El le explicó que no quería que Ben y Dolly («¡Ese ángel!», exclamó para su sorpresa la señora Kuriatin) se quedaran solos en casa después de venir de la escuela, y quería saber si podían quedarse en casa de los Kuriatin, esperaba que durante unos pocos días solamente. Él podía pasar por allí y llevárselos en cuanto cerrara la imprenta, a las cinco.
La señora Kuriatin y su hermana, ambas a un tiempo, negaron con la cabeza cuando Frank mencionó que serían solamente unos pocos días. Por pura ternura, deseaban que cualquier tipo de situación difícil se prolongara el mayor tiempo posible. Así que debían enviar un mensajero de inmediato a la escuela de Dolly y a la de Ben, para que los trajeran allí esa misma tarde. Mitia (el mayor de la señora Kuriatin, del que hablaba como si todo el mundo tuviera que estar al tanto de cada uno de sus actos, como si se tratara de un príncipe heredero) llegaría pronto a casa, ya que le habían mandado un regalo especial por el martes de Carnaval. En cuanto a los demás, dijo mientras miraba a su alrededor como si dudara de su titularidad, sí, todos, o casi todos, estarían allí para darles la bienvenida a Dolly y a Ben.
Frank se lo agradeció muy sinceramente, y le preguntó por pura cortesía en qué consistía ese regalo tan especial de Mitia. Ella le dijo que se trataba de un cachorro de oso domesticado (aunque lo mismo no estaba domesticado) que le habían mandado del norte. Los precios de las pieles de oso pardo para mantas y abrigos habían bajado muchísimo desde que instalaran una buena calefacción en el Transiberiano, pero uno de los contactos comerciales de Arkadi había matado a la madre de este animalito por pura diversión, de un disparo, y había dispuesto, generoso como era, que prepararan al cachorro y lo metieran en un tren con dirección a Moscú. Sabían que el cachorro había llegado con vida porque así se lo habían notificado desde la estación de Yaroslavl. Y ahora, claro está, debían ir a recogerlo. Las palabras, pronunciadas a dúo por la señora Kuriatin y su hermana, hicieron que Frank se sintiera hasta cierto punto incómodo.
Cuando era niño, solían invitarles a celebrar el Año Nuevo en algún lugar de Moscú, o tal vez en el campo, y en esas ocasiones siempre solía haber un oso amaestrado para entretenerles. Las discusiones con el encargado de la puerta y con la cocinera eran frecuentes, porque había que meter al animal por la cocina. Solía llevar un collar y, a pesar de las brillantes luces, el oso siempre parecía somnoliento. Al principio oscilaba un poco levantando un pie primero, luego el otro, como si le doliera dejarlos plantados en el suelo, y, después de que le dieran un montón de órdenes, iniciaba lo que al parecer era la imitación de una danza cosaca. Luego se movía como un viejo campesino que cargara un pesado fardo que se le caía al suelo, y más tarde, cuando lo sacaban de la sala, como si fuera una institutriz inglesa tímida y coqueta que miraba por encima del hombro a los varones que lo rodeaban. La piel de debajo del collar estaba muy deteriorada, seguramente por haber tenido que repetir aquella comedia en demasiadas ocasiones. A veces le ofrecían una naranja como recompensa, pero, como de broma, el cuidador le quitaba la naranja en el último momento para que todos pudieran reírse de su contrariedad.
A Frank nunca le había divertido contemplar al oso bailarín, y, por lo que podía ver, no era el único al que no le divertía tal atracción. No obstante, en este caso se trataba de un cachorro. Cuando volvió a la Reidka, le dijo a Selwyn lo que había dispuesto, en parte para sentir el alivio que implicaba repetir todo aquello en voz alta. Al menos, pensó, no podrá pretender que nada de esto tenga algo que ver con Tolstói. Pero resultó que, durante su última fiesta de Año Nuevo, Lev Nikoláievich había interpretado el papel de oso, poniéndose encima una piel forrada de tela. Según Selwyn, esto le permitió darle un giro más espiritual a toda la situación.