Por tanto, Dolly tenía ocho años en 1911, y vestía un traje marinero con falda plisada, ribeteada con una cinta blanca. Ben había cumplido los siete y también llevaba un traje marinero, pero esta vez con botas abotonadas. Los dos tenían unos sombreros de marinero que les habían confeccionado en la Muirka, y en los que se leía el nombre de un barco británico, el HMS Tiger. Dolly estaba a punto de entrar en el liceo. Era casi una colegiala ya, pero no le importaba crecer porque sabía que el destino le tenía reservado algún tipo de grandeza especial. Hacia el otoño nació Annushka. Atendió a Nellie en el parto la comadrona, la babka. El doctor Weiss, que hacía ya mucho tiempo que había regresado a Moscú, llegó más tarde, muy competente, apestando a ácido fénico y con ganas de hablar con Frank acerca de sus inversiones. Cuando se hubo ido, la babka esparció un poco de agua bendita sobre Nellie y el bebé, y trajo el té, elaborado con hojas de frambuesa. Ya le había dicho a Frank que comprara una pequeña cruz de oro y una cadena, y se las puso en el cuello a Annushka para que las llevara toda su vida. Dolly y Ben, que no teman cruces de oro, pidieron una también.
—¿Se las compro? —le preguntó preocupado a Nellie. Ella era una mujer y debía encargarse de ese tipo de temas peliagudos. Ella le respondió que sería lo mejor si no quería que se pasaran el día dándole la lata, lo que a él le pareció que no se ajustaba a la realidad. Dolly nunca le insistía en nada. Solía pedirle las cosas una sola vez y bastaba.
Charlie escribía con regularidad, más a Frank que a Nellie, que tenía tendencia a no responder. Le daba un buen número de detalles sobre su salud, sobre el funeral del rey Eduardo VII, y sobre los conciertos mensuales de la Sociedad Coral, de los que adjuntaba los programas. Cuando nació Annushka escribió largo y tendido, y les incluyó como regalo un billete de cinco libras. Su carta decía:
Me comentas que la situación es incierta en Rusia y que crees que deberías prepararte para levantar el campamento en cualquier momento si lo ves necesario, pero que no puedes quejarte, y, bueno, Frank, yo diría que en este momento tu situación económica está mucho más saneada que la mía. Aquí el invierno sigue siendo muy crudo, anoche cayó una tremenda helada, y son varios los que me han dicho que en sus casas se habían congelado hasta los orinales. Me da que hace mucho tiempo que algo así no sucede en el sur de Inglaterra, así que mejora eso, amigo, a ver si puedes. Luego está el aspecto político. Deduzco por tus palabras que cuentas con un grupo aceptable de trabajadores en la imprenta y con un capataz serio, mientras que en Inglaterra no tenemos más que problemas y conflictos, a los que se les da el nombre de «agitación popular». Ahora tenemos ochocientos mineros en huelga, y te agradecería que me dijeras cómo va a salir adelante la vieja Inglaterra sin carbón, y cómo vamos a sacar el carbón de la tierra sin los mineros, y no sería yo el único que te agradecería que nos dijeras cómo vamos a hacer eso. También los ferroviarios han parado de nuevo, y esta vez han puesto las tropas en estado de alerta, todo muy distinto a lo que ocurría hace veinte años. Tú me preguntarás: ¿no se quejan con razón? Bueno, a ver qué me dices a esto: los impresores también están en huelga, y no solo van a parar en su quehacer diario, sino que además van a lanzar su propio folleto, al que han subido de categoría llamándolo periódico. Sí. Con mi segunda taza de té, en lugar del Daily Mail quizá tenga que leerme ese folleto revolucionario, pues eso es para mí: un folleto revolucionario. Cuando todo esto comenzó, The Times dijo que «el público debía prepararse para un conflicto entre el trabajo y el capital, o entre empleadores y empleados, "de unas dimensiones nunca vistas antes"», aunque tal vez dijera «de tales dimensiones». No sé. No tengo delante las palabras exactas.
Nellie decía que era más que suficiente con que uno de la casa se leyera las cartas de Charlie, habida cuenta de lo confusas que eran.
—También era así como hablaba. No me digas que te has olvidado de eso.
—Supongo que tiene demasiado tiempo libre desde que murió la pobre Grace —dijo Frank—. Sus cartas ahora parecen más largas. Bueno, nos manda todo su cariño.
—No le conocemos —dijo Dolly—. No conocemos a nuestro tío.
—Le enviaré una nota en nombre de todos vosotros.
—Te puedo prestar mi Blackbird, si quieres —dijo Ben. Era su pluma nueva, y le tenía muy preocupado. Se suponía que no debía gotear, pero los escritores y los colegiales sabían por experiencia de qué iba la cosa. Ben quena librarse de la responsabilidad de la Blackbird sin perder por ello la dignidad.
Frank también le había dejado claro a Selwyn que lo mismo tenía que vender la Reidka en cualquier momento y regresar con su familia a Inglaterra. Entre los miembros de la comunidad británica no existía una opinión unánime. El cónsul, que solo estaba en la categoría 3, tampoco tenía una opinión formada. Frank pensaba que había un cincuenta por ciento de posibilidades de que tuviera que salir de Rusia y otro cincuenta por ciento de que no, pero quería saber qué sería entonces de Selwyn, y él le respondió que se consideraba un eterno forastero y un peregrino, y que debía estar siempre preparado para proseguir su viaje. Había oído decir que había colonias tolstoianas diseminadas por toda Europa. Una de ellas, por ejemplo, estaba en Godalming.
—En esos sitios tienes que saber hacer algo, claro está, pero eso es todo lo que se te exige.
El podía aportar sus conocimientos de contabilidad de gestión, pensó Frank, y también sabía de poesía, de música, de consejos espirituales, de cómo se fabricaba el calzado… Sabía que el verano anterior Selwyn se había hecho sus propios zapatos con corteza de abedul antes de echarse a los caminos. Le habían durado casi lo mismo que el viaje. Al regresar, pasó por el mercado Sujareva, al norte de Moscú, y se compró un par de botas de cuero, y con ellas volvió a la Reidka.
Mucho antes de su muerte, acaecida el año anterior, Tolstói ya había dejado de estar de moda entre los intelectuales rusos, algo que no había sucedido con sus discípulos extranjeros, ni mucho menos con Selwyn. Frank no estaba muy seguro de qué había pensado Tolstói de Selwyn cuando le conoció. Le había recibido en su casa de Moscú, en la calle Dolgo Jamovnicheski, aunque Frank tenía entendido que se habían conocido previamente en el manicomio Korsakov, que era privado y lindaba con su propiedad. Tolstói había prohibido que se hiciera cualquier tipo de reparación en la cerca para que los pacientes pudieran meter las manos por los agujeros y coger flores cuando les viniera en gana. En Korsakov se celebraban conciertos con regularidad, organizados por las innumerables instituciones benéficas de Moscú. Selwyn tenía una brillante voz de tenor o, al menos, una voz de tenor aceptable, que era lo que pasaba por ser una voz brillante en Rusia, tierra de bajos, y, dado que no se conocía ocasión alguna en que hubiera dicho que no cuando de lo que se trataba era de hacer un favor, una noche ofreció un recital. Frank no tenía ni idea de qué había cantado, pero algunos pacientes de la residencia se pusieron muy nerviosos y otros se quedaron dormidos. Selwyn, que contaba aquella historia sin atisbo de vanidad o de resentimiento, siguió cantando, pero al finalizar, como no hubo aplausos, aprovechó la ocasión para pedirle disculpas a Tolstói, que estaba sentado en una de las últimas filas. En ese momento Tolstói no respondió, pero a los pocos días dijo: «Me parece que lo ha hecho usted muy bien. La sensación generalizada en un concierto de ese tipo es el aburrimiento. Así que para esos infelices debió de ser todo un lujo poder tener también ellos una sensación generalizada».
—¿Volverás a cantar para los locos? —le preguntó Frank.
—Por supuesto, si es que el doctor Korsakov me invita. El piensa que no conviene repetir muy frecuentemente ese tipo de experiencias.
Frank no negaba la grandeza de Lev Nikoláievich, pero había puesto todas sus esperanzas para el futuro inmediato de Rusia en el primer ministro, Piotr Stolypin. Había algo en la pulcritud de Stolypin, en su tranquilidad y corrección, en su capacidad para mantener la cabeza fría, en su negativa a dejarse influir lo más mínimo por Rasputín cuando este trató de hipnotizarlo, en su decisión de aceptar el cargo de primer ministro a pesar de los muchos enemigos que intentaron que dejara la política haciendo explotar una bomba en su casa y dejando lisiada a su hija pequeña, que perdió los dos pies… Algo de todo esto le indicaba que tal vez Stolypin, en palabras de Nellie, no se dejara ganar la batalla. Stolypin pidió diez años de poder. Se lo jugaba todo en la siguiente década. Ofreció préstamos estatales a ciento setenta y nueve millones de campesinos rusos para que pudieran comprar sus propias tierras, con la idea —siempre y cuando le dieran esos diez años, repetía— de evitar una revolución. Sin embargo, como parte de sus obligaciones oficiales, Stolypin debía acompañar al zar a una función de gala en la Opera de Kiev. Había caído en desgracia con la familia imperial, y por tanto no fue invitado al palco real. Tuvo que sentarse en el patio de butacas y, cuando en el descanso se puso de pie, fue un blanco perfecto para un terrorista que estaba en la sala, contratado —con muy poco acierto— como guardia de seguridad por la policía. Los disparos le alcanzaron los pulmones y el hígado, y Stolypin murió cuatro días después.
Se abrió un fondo conmemorativo, pero los extranjeros que vivían en Rusia no podían hacer aportaciones de ningún tipo. A Frank le apenaba esa restricción.
—Pero ¿tu dirías que fue un hombre justo? —le preguntó Selwyn con preocupación.
—No, en absoluto. Celebró elecciones y estableció qué miembros debían integrar la Duma, pero, para empezar, la Duma no nació para funcionar. No obstante, jamás buscó el beneficio personal, y vio que existía una manera de que el país sobreviviera sin una revolución.
—Un hombre valiente…
Desde luego. De lo contrario no se habría puesto de pie en el teatro.
Stolypin había pedido diez años, y apenas le habían dado cinco. En septiembre de 1911 yacía en un ataúd abierto en la capilla ardiente de Petersburgo, justo en el momento en que Nellie se sentía lo suficientemente recuperada después del nacimiento de Annie como para levantarse y salir a la calle. Se apoyaba con fuerza en el brazo de Frank, y recorrían distancias muy cortas.
—¿Qué se siente al ser madre por tercera vez? —preguntó Frank, incapaz de disimular su amor y su orgullo por el nuevo bebé.
—Que a partir de ahora, y por mucho tiempo, no voy a tener un solo segundo libre —dijo Nellie—. Aunque, la verdad, ya no tenía un solo segundo libre cuando solo estaba Dolly.
—Creía que Dunyasha te ayudaba… Se supone que eso es lo único que tiene que hacer, ayudarte.
—¡Esa Dunyasha! —exclamó Nellie.
Tomaron un taxi hasta un café situado a las afueras de los jardines de Alexander. No hacía nada de viento, y las escasas hojas de los tilos colgaban inmóviles bajo un cielo blanco y resplandeciente que se teñía de rosa en el horizonte, donde la presencia del vaho anticipaba una helada. Los camareros que atendían las mesas del exterior llevaban puestos los abrigos por encima de sus largos delantales. Era el primer aguijonazo del otoño. En dos semanas rodearían de paja las estatuas de los jardines para protegerlas del frío, cerrarían todas las puertas y precintarían herméticamente todas las ventanas, hasta que el invierno se acabase y llegara la primavera.