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Tuvieron que mudarse a Moscú en lo más crudo del invierno, y cuando salieron de la estación de Alexander lo primero que vieron fue el Tverskaia a la deriva entre el humo y el vapor, y a todo el mundo, hombres y mujeres por igual, liándose sus propios cigarrillos para fumárselos después. En plena helada, su aliento se cristalizaba como el vaho que desprende el ganado en un corral. Selwyn fue a recogerlos, preocupado por su bienestar y, sin duda, apenado por el duelo, así que ellos no tendrían más remedio que perdonárselo todo, dado que él se mostraba ante ellos con tanta sinceridad: perdonarle su incapacidad para ayudarles con los niños, con los mozos, con el equipaje, algo que no obedecía a una especial incompetencia sino a su total ineptitud a la hora de comprender lo que resultaba necesario en cada momento. Frank le conocía de los breves viajes que había hecho para ver a sus padres en Moscú. Por lo que se refiere a Nellie, no le conocía de nada.

—¿Cómo está usted, señor Crane? Esta es Dolly, la mayor.

Y este es Ben.

Selwyn se inclinó hacia ellos. Vio que venían envueltos como paquetes para protegerse del frío.

—¡Ambos han sufrido una gran perdida!

—No conocieron a sus abuelos, así que es muy poco probable que los echen de menos —dijo Nellie—. Tal vez pudiera usted ayudar a Frank a comprobar el estado de los muebles.

En ese primer encuentro, como ella le confesaría más tarde a Frank, le pareció que el señor Crane no tenía muchas luces. Pero Selwyn se las arreglaba bastante bien en Moscú, a pesar de que en Fráncfort no habría sabido ni qué hacer. No se enfrentaba a la poderosa aunque lenta confusión que reinaba a su alrededor, y lo que hacía era evitar con toda candidez aquello que no le gustaba o aquello que no se veía capaz de cambiar. Se dejaba llevar dulcemente por la corriente de la Historia.

Antes de su primera visita a la Reidka, Frank le pidió a Selwyn que se sentara con él y le hiciera una detallada descripción de lo que se iba a encontrar al llegar. Selwyn procedió con toda tranquilidad, lo que no era extraño dada su naturaleza:

—Por supuesto, verás al cajista jefe. Yacob Tviordov sin duda estará allí, como siempre.

—¿Qué hizo el año pasado? ¿Fue a la huelga con los demás?

Es el tesorero del sindicato y faltó al trabajo seis días. Creo que esos son los únicos seis días de su vida en que no ha ido a trabajar.

—¿Dónde trabajabas cuando te contrató mi padre?

—Venia de la imprenta El Cisne Volador, que acababa de cerrar. Aunque allí solo hacían impresión manual.

—¿Y Tviordov?

—Solo impresión manual.

—¿Qué edad tiene?

—No lo sé. En algún lugar guardamos sus datos, supongo. Aunque algunas personas carecen de edad, Frank.

—¿Y el supervisor?

A Selwyn no le gustaba hablar mal de ningún ser humano sobre la tierra. Vaciló un instante.

—Korobiev. Bueno, su trabajo consiste, naturalmente, en cobrar las multas por los fallos que cometen los operarios, por el trabajo mal hecho, por la holgazanería, por la embriaguez, por las ausencias injustificadas, etcétera. Una tarea nada envidiable, Frank. Pero ahí está. El sindicato de impresores llegó a un acuerdo con respecto al monto de las sanciones, y nos atenemos a esas cantidades acordadas. No obstante, me temo que Korobiev, desde que murió tu padre, puede haber establecido algún tipo de cobro privado cada vez que necesita dinero en efectivo.

—¿A quién se lo cobra?

—Bueno, tal vez a quienes no son lo suficientemente fuertes para oponerse. Tal vez a Agafia, nuestra mujer del té, o a Aniuta, la mujer de la limpieza. O tal vez les saque unos cuantos kopeks a alguno de los chicos de los recados.

—¿Has hablado con él al respecto?

—No sé si tu padre te contó que me opongo al enfrentamiento directo a lo que está mal. Al mal lo único que se le puede hacer es destaparlo, ponerlo en evidencia, y hacer que huya por medio de los buenos ejemplos.

Frank le dio las gracias, se dirigió a la imprenta, le estrechó la mano a todo el personal, y convocó una asamblea general para discutir la conducta del supervisor. Aquello implicaba reunir a los tres cajistas y a sus dos aprendices, a los prensistas, los correctores, los tres operarios, a los chicos que colocaban y retiraban el papel, los compaginadores, los plegadores, los repartidores, al tendero, al almacenista, quien también se encargaba de anotar las entradas en los libros de contabilidad y de controlar los envíos, a los entintadores, a los chicos de los recados, al portero, a Agafia y a su ayudante, Aniuta. Solo había un lugar que reuniera el suficiente espacio para poder dirigirse a todos al mismo tiempo: la nave en la que se almacenaba el papel y que era también donde se preparaba el té. Una vez congregados, los hombres se quejaron de que los muchachos, algunos de los cuales apenas acababan de cumplir los catorce años, no tenían la capacidad necesaria para juzgar la cuestión como era debido, así que los mandaron a casa, lo que hizo que quedara una buena cantidad de espacio libre. A todo esto, Korobiev no había llegado todavía. De hecho, no había estado allí en todo el día, porque al parecer se sentía mal.

—Bueno, pues empezaremos sin él —dijo Frank mientras se situaba junto al mostrador del té—. Me dirijo a vosotros no como alguien ajeno a este lugar porque, como ya sabéis, nací y crecí en Moscú, pero sí como alguien ajeno a esta imprenta, que fue la última empresa que mi padre fundó antes de fallecer. —Algunos se santiguaron—. Es debido a su muerte por lo que he regresado. Creo que puedo decir que durante el tiempo que he vivido en Inglaterra y en Alemania he aprendido el negocio en profundidad. Así que esta noche tenemos que decidir qué es lo que se entiende por un trato justo en la Imprenta Reid.

Fue la reunión más breve a la que Frank había asistido en toda su vida. No parecía haber nadie en la sala que no deseara deshacerse del supervisor. Korobiev no quiso agotar el tiempo que le correspondía hasta la expiración de su contrato ni aceptó la invitación de Frank a explicarse. Lo único que pidió fue su pasaporte interno, que le permitía viajar a más de veinticinco kilómetros de distancia de su lugar de nacimiento, y que el patrón podía negarse a devolver si así lo estimaba conveniente.

Frank se lo devolvió, no obstante. Cuando Korobiev salió del edificio, los cajistas le ajustaron las cuentas dando golpecitos en las cajas con los componedores. El sonido de los golpes pareció ir animándose hasta convertirse en un frenesí metálico tan molesto que aguijoneaba los oídos. El estruendo se detuvo tan repentinamente como había empezado, y, desde el exterior, desde la parada del tranvía, empezó a oírse la voz de Korobiev, que gritaba:

—¡Escuchadme! ¡Que todo el mundo sepa lo que se le ha hecho a un padre de familia!

De repente Agafia, que llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo blanco, cayó de rodillas ante Frank y le imploró que tuviera misericordia de Korobiev.

—No le hagas caso, Agafia. Te quitaba cuarenta y siete kopeks a la semana de tu salario.

—Me he puesto de rodillas ante usted, Frank Albertovich, señor.

—Sí, ya te veo.

—Ya le ha oído decir que es padre de familia.

—Sería una vergüenza que así fuera —dijo Frank—. Has de saber que no está casado.

Agafia, satisfecha con el efecto dramático que había conseguido, regresó a su puesto como lo haría un viejo centinela, a sus samovares y a su campaña sobre el asunto del té con el tendero, a pesar de que ahí no parecía probable que fueran a llegar a ningún acuerdo. Le habían llevado el té no en forma de hojas, sino en tabletas. Anotaban el té recibido bajo el epígrafe de Bienes Consumibles, pero Frank pensaba que igualmente podrían anotarlo como Productos de Mantenimiento. Dado que estaba prohibido fumar en la imprenta, todos los que trabajaban allí se veían impelidos a tomar té negro a todas horas. Y si por ellos fuera, no se conformarían con tomarlo durante sus horas de trabajo, sino que se pasarían el día entero bebiéndolo.

Desde esa mañana, Frank asumió el trabajo del supervisor, aunque también podía decirse que en la Reidka no había ningún supervisor en absoluto, solo un gerente que trabajaba bastante más horas que los demás. Aun así, ese cambio no habría sido posible sin el concurso de Tviordov.

Él era el único cajista al que contrataban año tras año por un jornal semanal. Los otros tres trabajaban por un tanto alzado. Tviordov tenía una cara ancha, plácida, y la parte posterior de su cabeza, cubierta con una maraña de cabello corto y canoso, ofrecía la misma impresión tranquilizadora que la parte delantera. En la Reidka el trabajo comenzaba a las siete, así que cada día, a las seis y cincuenta y nueve, él ya se encontraba en su puesto en la sala de composición. Tardaba exactamente un minuto en sacar la regleta, el punzón, el componedor y las galeras del armario cerrado con llave en que las solía guardar. Todo aquello era de su propiedad, y no se lo prestaba a nadie. Tviordov no se permitía a esas horas ni tomarse un mísero té. Se ponía un delantal blanco que colgaba de un gancho al lado de su chibalete, y un par de zapatillas que llevaba consigo en una bolsa de cuero. Luego se subía a su mesa de trabajo y ponía su reloj alemán de plata en la barra inferior de la caja alta, en un gancho que él mismo había construido, y donde encajaba perfectamente. El reloj tenía otra manecilla, un segundero. Tviordov no perdía el tiempo en ordenar los tipos de los cajetines con las treinta y cinco letras y los quince signos de puntuación, ya que siempre lo dejaba preparado la noche anterior, por lo que comenzaba de inmediato con su manuscrito. Memorizaba las primeras frases, llenaba su componedor, ajustaba los espacios y le echaba un vistazo al reloj para ver cuánto tiempo había tardado en hacer todo eso y para fijar sus tiempos del día. No se trataba de un propósito inamovible. Dependía de las condiciones meteorológicas, del manuscrito, de la cantidad de palabras extranjeras que contuviera, aunque jamás del propio Tviordov. Si en algún momento del día se daba cuenta de que había puesto su último espacio unos segundos antes de lo esperado, entonces se detenía, muy quieto y tranquilo, y luego, cuando el reloj marcaba el instante preciso, volvía a ajustar la regla. Cuando llevaba el componedor a la galera cogía las letras con tanta ligereza que parecían formar una única y sólida pieza de metal. No era nada fácil hacer eso, y los aprendices que lo intentaban por lo general se echaban a llorar. No obstante, no parecía haberse inventado un método más sencillo en los últimos cuatrocientos años para hacerlo. De esta manera, podía preparar mil quinientas letras con sus espacios en una hora.

A las nueve y cincuenta y siete, tras bajar a la cantina, Tviordov se tomaba una taza de té y luego iba al baño. Aquel era uno de los descansos que los sindicatos habían conseguido imponer como obligatorios durante el breve periodo en que los disturbios amedrentaron al gobierno y se les permitió negociar. Se decía que habían herido o golpeado a Tviordov cuando se echó a la calle. Muchos fueron alcanzados por unas balas que no iban destinadas a ellos, pero en ese momento no había indicio alguno de que le hubieran herido realmente.

Después de tomarse su té, a las diez en punto, Tviordov almorzaba, y a las once volvía de nuevo a sus tipos, con la cabeza y el cuerpo entregados a lo que marcara el reloj. A las doce se iba a casa para comer, y por la tarde se mostraba menos silencioso, aunque solo un poco menos. Había algo indescriptiblemente relajante en su manera de actuar. No había nada mecánico en él. Solía, por ejemplo, hacer algunos cambios, aunque fueran mínimos, en la forma en que lavaba los tipos para limpiarlos, y luego, mientras todavía estaban lo suficientemente húmedos como para seguir pegados entre sí, en cómo ponía unos cuantos juntos en el componedor dejando que descansaran sobre el ancho dedo corazón de su mano izquierda. Nadie sabía por qué llevaba a cabo ese tipo de modificaciones en su manera de actuar. Tal vez aquello le divirtiera. ¿Pero qué divertía realmente a Tviordov? Las noches de los sábados, mientras Agafia se ocupaba de la lámpara de aceite que ponían ante el icono de la sala de composición, él se encargaba de darle cuerda al reloj de la oficina. De camino a casa, solo los sábados, se detenía cinco minutos exactos en el Bar de Markel para echar un trago de vodka. El lunes por la mañana llegaba treinta segundos antes de lo habitual para limpiar el cristal del reloj que ya se quedaba así toda la semana. No confiaba en nadie más para llevar a cabo esa tarea.

Todo el mundo estaba al tanto de la opinión de Tviordov acerca de lo que ocurría en la sala de máquinas. Creía que la linotipia no era digna de un hombre serio como él, que calculaba con todo cuidado cómo administrar su tiempo. Solo servía para los trabajos chapuceros que corrían mucha prisa. Había que recomponer toda la línea para corregir cualquier error y, por tanto, tenían instrucciones de no hacerlo. Además, el metal utilizado era de una aleación miserablemente blanda. Después de algunas consideraciones, había llegado a tolerar la monotipia. La máquina era pequeña y curiosa, y las letras danzaban, independientes las unas de las otras, y como con vida propia, al salir del metal caliente. No eran tan resistentes como las del verdadero tipo original, pero con ellas podían hacer un buen número de impresiones, y podían emplearse para las correcciones en la sala de los cajistas. Nadie sabía si Tviordov había sido consultado o no al respecto, pero lo cierto era que en la Reidka se empleaba la monotipia, y la linotipia no.

El hecho de que todo el mundo supiera que Tviordov trabajaba allí había logrado, seguramente, que llegaran más pedidos a la Reidka. Había un montón de pequeños encargos que seguían demandando la composición manual. En la Reidka se imprimían etiquetas para paquetes; catálogos de los subastadores; octavillas con las recompensas que se ofrecían por cualquier información que condujese a la detención de ladrones y asesinos; tarjetas para los comerciantes; tarjetas para los clubs; facturas con membrete; etiquetas para las botellas; certificados médicos; papel de cartas de buena calidad; programas de conciertos; entradas; hojas de asistencia; tarjetas de visita; avisos de deudas; carteles (si se querían a tres colores, eran un treinta y tres por ciento más caros)… Frank también aceptaba folletos, algunas revistas y libros escolares, pero nunca periódicos ni menos aún libros de poesía. Solo hizo una excepción con los poemas de Selwyn, titulados Los pensamientos del abedul, y que pronto estarían listos para entrar en imprenta. ¿Qué mejor sitio que la Reidka para hacerlos? Los pensamientos del abedul estaban aún en manos del censor y, dado que toda poesía, por su propia naturaleza, era sospechosa, alguien estaría leyendo los poemas de Selwyn en ese instante con más atención de la que nadie volvería a dedicarles jamás. En cualquier caso, Frank no esperaba recibir pedidos de impresión por parte de revolucionarios ni de presos políticos, ya que ellos mismos parecían capaces de producir a su antojo todos los manifiestos prohibidos que animaban el flujo sanguíneo de la ciudad, así como concitar todas las amenazas del mundo. Frank se preguntaba, e incluso a veces trataba de calcular, cuántas imprentas habría ocultas en buhardillas y sótanos de estudiantes, en establos, en baños públicos y en urinarios de patios traseros, en gallineros, en casetas de pequeños huertos, bajo montones de patatas… Pequeñas prensas manuales, seguramente Albión, que imprimían por una sola cara y que se esfumaban como por arte de magia al menor indicio de peligro, para aparecer en otro lugar sin que nadie supiera cómo. Se imaginaba a los disidentes, en los ciento cuarenta días anuales de heladas que había en Moscú, calentando la tinta para poder tirar una amenaza más. Y es que la tinta de imprenta se congela con mucha facilidad.

Cuando creyó que ya se había hecho con la dinámica interna de la Reidka, Frank convocó a los comerciantes y empleados de las otras tiendas y oficinas de la calle Seraphim. Había un Reglamento que imponía el pago de impuestos a las nuevas empresas en función de la cantidad de inconvenientes que pudieran causarles a los vecinos. Para evitarlo, Frank sugirió que podría contribuir al bienestar general mediante el pago del salario de un vigilante nocturno que patrullara la calle hasta el mismo punto en que esta se unía a la Vavarkaia. Había un cuarto sobre el Bar de Markel en el que el vigilante podría dormir durante el día.

—Pero Frank, eso parece un soborno —apuntó Selwyn.

—Anota ese salario bajo el epígrafe de gastos indirectos —le contestó Frank.