El padre de Frank, Albert Reid, era de los que siempre tenían la mirada puesta en el futuro. Tal vez se tratara de un futuro no demasiado lejano, pero es que ver las cosas en Rusia con demasiada claridad es uno de esos errores que acaban llevando a la desconfianza. Era consciente de que se acercaba el momento en que los inversores británicos, los propietarios de las fundiciones, los dueños de las factorías, los fabricantes de calderas, los ingenieros, los entrenadores de caballos de carreras y las institutrices dejarían de ser bien recibidos en el país. Serían los propios rusos quienes se hicieran cargo de todo, o si no, lo harían los alemanes, pero resultaba evidente que los buenos tiempos estaban llegando a su fin. Todo lo que se requería en la década de 1870, cuando él comenzó, era un certificado que atestiguara que las escrituras de constitución de la empresa no contradecían las leyes británicas, y otro certificado expedido en San Petersburgo que atestiguara que la empresa era adecuada para los intereses del imperio ruso. Además de eso, había que tener buen estómago, buena cabeza para la bebida, especialmente para la alcohólica, un buen sistema circulatorio y mucho instinto para saber hasta dónde resultaba conveniente llegar a fin de conseguir algo, con los sobornos que se ofrecían a la policía uniformada y a la policía política, a los empleados del Ministerio de Importación Directa, Comercio e Industria y a los inspectores técnicos y sanitarios. Dichos sobornos debían disfrazarse bajo la denominación de «regalos». Esa era, de hecho, la primera palabra que uno memorizaba cuando aprendía ruso. Los otros trámites —por ejemplo, el envío de los balances al gobierno central y al Tribunal de Cuentas local— eran mero papeleo del que él mismo se había encargado, con la ayuda de su esposa, a la luz de una lámpara en la vieja casa de madera que tenían al lado de la fábrica, en la Rogozhskaia. Al igual que la nobleza y los mercaderes rusos, las empresas extranjeras eran encuadradas en diversos rangos, según su capital social y la cantidad de combustible (hulla, corteza de abedul, antracita, petróleo) que consumiera la fábrica en cuestión. La de Reid (Maquinaria de Impresión) pertenecía a las de categoría media. El padre y la madre de Frank eran los únicos socios de la empresa. Ambos provenían de familias numerosas, así que no hubo ningún problema en que Bert fuera el primero en emigrar a Rusia para ganarse la vida. Tuvieron un solo hijo. Enviaron a Frank a Inglaterra una o dos veces cuando era pequeño, para que viviera con sus parientes de Salford, y él se lo pasó bastante bien en Salford. Lo cierto era que, si le dejaban a su aire, él se lo pasaba bien en cualquier sitio. Cuando cumplió los dieciocho años pasó una temporada más en Inglaterra para estudiar ingeniería mecánica y técnicas de impresión, primero en la Politécnica de Loughborough, y luego, durante el periodo de prácticas, en Croppers, Nottingham.
Mientras estaba en Croppers, donde le iba bastante bien y donde jugo el primer partido de fútbol de su vida, recibió una carta de su padre en la que le anunciaba la apertura de su propia imprenta muy cerca del centro de Moscú, en la calle Seraphim. Sería una especie de filial del negocio familiar. No existía por entonces ninguna disposición legal que prohibiera que los extranjeros compraran terrenos, siempre y cuando no estuvieran en el Turquestán o en el Cáucaso o en cualquier otro lugar del que pudiera sacarse petróleo, y él pensó que aquel sitio le saldría bastante barato. Empezarían con un par de prensas manuales, usarían máquinas de manera esporádica, y siempre por encargo, y verían cómo se les iba dando. Pretendía adquirir un viejo almacén, y contaba con espacio suficiente alrededor para poder ampliar el negocio si quería. A pesar de que todavía no se había firmado ningún acuerdo, los hombres ya llamaban a aquello la Reidka,[2] la pequeña empresa del querido Reid.
Con la carta venía una fotografía de la calle Seraphim, que era como la mayoría de las calles laterales de Moscú, un lugar prácticamente irrecuperable, sin especialidad alguna, angosto, repleto de parches y de desconchones, con un montón de críos que se arremolinaban en torno a un caballo atado a un carro en el que vendían algo que le era imposible identificar. Por encima de sus cabezas se extendía un cielo blanco con amplias nubes, más blancas incluso que el propio cielo. Los carteles de las tiendas hicieron que a Frank le embargara nostalgia. Los ladrillos de té de la tienda de Perlov, los cigarrillos de Kapral, que vendía veinte por cinco kopeks, y el kabak[3] con un cartel en la puerta en el que ponía algo así como Bar de Markel.
Su padre solía fechar las cartas al estilo ruso, esto es, trece días antes de la fecha de Nottingham, por lo que antes de leerlas había que hacer ciertos ajustes mentales, pero debió de ser en marzo de aquel mismo año cuando le menciono que pensaba contratar a Selwyn Crane, no para la fabrica sino para llevar la contabilidad en la Reidka. Unas semanas más tarde, le contaba que tenía la impresión de que Crane se estaba volviendo una persona demasiado religiosa. «No me parece mal, en absoluto, aunque yo creo que la religión es mucho más útil para las mujeres que para los hombres, ya que conduce a la resignación con lo que a cada uno le ha tocado en suerte». En la siguiente carta, Bert dudaba de que «religioso» fuera la palabra más apropiada para definirlo. «Espiritual» cuadraría mejor. «Crane me ha dicho que es vegetariano, algo que no creo que se recomiende en ningún lugar de la Biblia. Además, me ha contado que en diversas ocasiones ha mantenido prolongadas charlas con el conde Tolstói. Tolstói es gran hombre, Frank», continuaba. «Afortunadamente, uno no puede juzgar a los grandes hombres en función de las rarezas de sus discípulos. No obstante, lo cierto es que Crane tiene muy buena mano para los números, y hasta el momento ha demostrado ser un hombre bien apto para los negocios. Antes de trabajar conmigo estuvo en el Banco Anglo-Ruso. Le pregunté si no le parecía sorprendente que, después de haber ahorrado una considerable suma de dinero, como imagino que ha hecho dado que no es un hombre casado, y que viviendo como vive gracias al dinero ahorrado y al sueldo que yo le pago, siga defendiendo la idea de que la compraventa de cualquier tipo o especie constituye un pecado contra la humanidad. Me dijo entonces que de lo que se trata más bien es de no emplear la riqueza para el beneficio particular. Por tanto, Crane, le dije yo dispuesto a llevar la conversación en tono de broma, me considera usted un malhechor, y el siguiente paso será el de negarse a darme la mano, aun siendo la persona que le ha contratado. Pensé que ahí le había pillado, pero lo que hizo entonces fue darme un beso, primero en una mejilla y luego otro en la otra. Es una vieja costumbre rusa, como bien sabes; pero lo extraño es que lo hizo en el taller, Frank, ni siquiera en la contaduría».
Por otro lado, su padre no mostraba ningún tipo de desconfianza por el cajista jefe al que había contratado. Era un tipo estupendo, muy trabajador. Tendría que organizarse una revolución para que Yacob Tviordov dejara su puesto. Frank pensó: cuando llegue el momento ya veré si quiero seguir con esa gente. Cuando toque, tomaré mis propias decisiones.
En 1900 se trasladó a Hoe, en Norbury, para familiarizarse con la maquinaria de última generación. Y una vez en Norbury conoció a Nellie Cooper. Ella vivía con su hermano Charles, que trabajaba como secretario de un abogado, y con Grace, la esposa de este, en el 62 de Longfellow Road. La casa donde vivían era bonita, recia, con dos puertas de entrada (la interior tenía una vidriera de colores —un cristal de la mejor calidad con el sello de Lowndes & Drury— que representaba las Montañas de las Delicias de El Progreso del Peregrino)[4], un comedor y una cocina en la planta inferior, y un salón que daba a un tramo de escaleras de hierro pintadas de verde. Las escaleras conducían al jardín, donde había un pequeño huerto de verduras protegido por una valla. En el primer piso había tres dormitorios, uno de los cuales estaba vacío, ya que Charles y Grace no tenían hijos. Frank vivía por entonces en la habitación de una pensión, cuya casera, probablemente sin querer, o al menos eso le parecía a Frank, le mataba de hambre. Decidió unirse al coro local (como ya había hecho en Manchester y en Nottingham) y un día, durante un descanso (estaban ensayando una y otra vez, quizá demasiadas veces, Hiawatha[5] tuvo que disculparse con Nellie, que por entonces ayudaba a pasar las bandejas, por haber cogido más de un panecillo untado con paté de pescado a un tiempo. Nellie le preguntó que a qué se dedicaba, si es que tenía que trabajar al aire libre y cargar montones de fardos, y si esa era la razón por la que no podía evitar que se le abriera el apetito. Y, sin escuchar con mucha atención su respuesta, le dijo que había estado dando clases durante cuatro años y que ahora debía aprobar un examen para obtener el título.
—Tengo veintiséis años —agregó como si supiera que tendría que decírselo antes o después.
—¿Le gusta dar clases?
—No mucho.
—Entonces no debería seguir haciéndolo. No debería intentar obtener el título. Debería prepararse para hacer lo que quiera hacer, aunque sea barrer calles.
Nellie se echó a reír.
—Me encantaría que viera la cara de mi hermano…
—¿El se preocupa por usted?
—Le va bien, la verdad. Supongo que en realidad no considera necesario que yo trabaje.
—Entonces no sé por qué lo hace.
—Para salir de casa. Así no tengo a mi cuñada todo el santo día a mi alrededor, ni ella tiene que verme a mí.
—¿Ella misma le ha dicho a usted eso, señorita Cooper?
—No, ella jamás diría algo así. Está hecha toda una sufridora.
A Frank le impresionó la manera que tenía Nellie de ver las cosas. Había en ella cierta acritud, cierto regusto cortante. No malintencionado, sino más bien de desaprobación ante los pactos mutuos a los que uno se ve obligado a llegar en la vida. Como ya se habían presentado, él se consideró con derecho a acompañarla hasta su casa desde el Jubilee Hall, donde, a pesar de las corrientes de aire que había, solían citarse para ensayar. Pero antes Nellie debía ayudar a guardar la vajilla de la Sociedad Coral. Luego regresó envuelta en su abrigo, con los zapatos metidos en una bolsa impermeable, y Frank, para hacer valer sus derechos, le quitó la bolsa de las manos. Siempre lo hacía todo de forma rápida y limpia, sin aparentar mucho esfuerzo.
—Si estuviéramos en Moscú, todo esto seguiría congelado —dijo mientras bajaba detrás de ella, siguiendo sus pasos.
—Lo sé —dijo Nellie—. Aunque la verdad es que, cuando estudias esas cosas en clase de geografía, te las aprendes pero no te las crees.
—No. Uno tiene que verlo con sus propios ojos. Al menos, es lo que uno querría poder hacer.
—Así que cuando iba al colegio estaba usted en Rusia…
—Sí —dijo.
—Bueno, entonces dígame, con toda sinceridad: si hubiera leído algo acerca de Norbury mientras estaba allí, ¿le habrían entrado ganas de venir aquí a verlo con sus propios ojos?
—Sí —respondió Frank—, si hubiera sabido que iba a estar en tan buena compañía.
Ella hizo caso omiso de su respuesta, pero Frank estaba satisfecho. Le preguntó qué pensaba del Hiawatha. Ella le dijo que el compositor vivió en Croydon, que no quedaba lejos, y se suponía que aquella era su pieza favorita.
—Sabrá usted que bautizó a su hijo con el nombre de Hiawatha.
—Sí, pero dígame, ¿cuál es su opinión acerca de la musica, señorita Cooper?
—La verdad es que la música no me interesa demasiado. Puedo seguir una parte sin problemas, pero solo si estoy con el resto del coro. No sé cómo pasé la prueba de canto cuando vine por primera vez. A veces me lo pregunto. No dejan que te la prepares antes. Creo que el doctor Alden, que era el director por entonces, no me prestó mucha atención. Lo mismo ese día había bebido.
—Bueno, de nuevo lo mismo de antes. ¿Si no le interesan, por qué viene a los ensayos?
Por la misma razón. Para salir de casa. Para no estar cerca de su cuñada, que a Frank le pareció bastante inofensiva cuando por fin la conoció. Aunque Frank descubriría lo muy insoportable que puede llegar a resultar un ser inofensivo. Cuando iba a Longfellow Road a recoger a Nellie, Grace Cooper se dedicaba a agasajarle y a preguntarle si su casera le trataba bien. Le dijo que dejara el espejo de afeitar entre las sábanas todo el día, y si por la noche lo encontraba empañado era porque la cama estaba húmeda y entonces tenía derecho a quejarse en el Ayuntamiento. Lo mejor era que se llevara el espejo consigo para así tener una prueba ante las autoridades competentes. A Frank le dio la impresión de que Grace se pasaba el día hablando de lo húmeda que era la casa.
En varias ocasiones le invitaron a cenar, y después cantaron himnos al piano. Fue entonces cuando Frank se dio cuenta de que Nellie no le había mentido sobre su voz, y la admiró intensamente por haberle dicho la verdad.
El problema era que todavía estaba estudiando. Gastaba doce chelines y cinco peniques a la semana en alojamiento y lavandería, y el sábado casi siempre estaba ya sin blanca. «Sé en qué situación estás», decía Nellie. «Yo me pagaré lo mío».
—No estoy seguro de que pueda aceptar algo así —decía Frank.
—Lo que temes es que saque el bolso y lo ponga en la mesa y empiece a hacer sonar todas las monedas en el interior mientras busco el dinero, pero quítate esa idea de la cabeza. Cuando salgamos, antes de que pongamos un pie en la calle, te doy lo que me corresponde. De esa manera no te resultará incómodo. Pagaremos a escote, ya sabes. ¿Cómo se dice eso en ruso?
No había una palabra rusa para definirlo.
—Quizá es lo que hacen los estudiantes —dijo Frank—. En alguna ocasión he visto cómo se vacían los bolsillos cuando cae la noche y dejan todo su dinero en mitad de la mesa.
—Eso no es pagar a escote —dijo Nellie.
Sabía que, con el título en su poder, tendría muchas posibilidades de presentarse ante ella. Estaba casi seguro de que a Nellie no le resultaría muy penoso tener que dejar a su familia y amigos, y menos aún salir de Norbury. Si quería seguir adelante con sus planes, debía hablar con Charlie y darle más detalles acerca de la empresa y de sus posibilidades. Y, como quería seguir adelante con sus planes, habló con Charlie después de haber arreglado las cosas con Nellie. Lo del anillo no supuso ningún problema, ya que llevaba uno de su madre que le había comprado su padre en Ovchinikof, en Moscú. Se trataba de un triple nudo ruso, con tres tipos de oro, y hecho de manera que los tres aros eran independientes, pero no podían separarse. Se deslizaban de maravilla, brillantes, por el proporcionado dedo de Nellie. Los integrantes del coro pensaron que era bonito, pero que parecía un poco demasiado extranjero.
—Tu madre te lo dio porque debía de esperar que encontraras a alguien en Inglaterra —dijo Nellie. ¿Estaba enferma?
—No lo creo. Al menos no me dijo nada.
—¿Cómo eran las chicas en Nottingham?
—No me acuerdo. Muy normalitas, supongo.
—Seguro que tú les gustabas a ellas, con lo alto que eres, ¿me equivoco?
—No lo sé.
—¿Te enamoraste de alguna cuando estuviste en Manchester, o en Nottingham, y les ofreciste este anillo pero te rechazaron?
—No, Nellie. Nunca.
Caminaban por Norbury Park. El aire, la tierra y la pisoteada hierba exhalaban humedad. Grace ya les había dicho que estaría todo muy húmedo.
—Entonces tendrías que haber regresado a Moscú con el anillo, y haberle dicho a tu madre que no lo lograste.
Se sentaron en un banco, del que se había levantado un anciano con mucha diplomacia al ver que ellos dos se aproximaban.
—Oye, Frank, ¿tú sabes mucho de mujeres?
El seguía impertérrito.
—Creo que podemos decir que sé lo necesario, Nellie.
No era preciso esperar mucho para la boda. Los padres de Frank tenían que organizado todo para llegar desde Moscú, y nunca era fácil dejar solo el negocio, pero los parientes de Salford estaban más que dispuestos a asistir a bodas y funerales, y no iban a permitir que nada se interpusiera en su camino. Durante los preparativos para la boda, Frank llegó a la conclusión de que jamás, hasta el mismo día de su entierro, volvería a ser el centro de atención de ningún tipo de ceremonia religiosa. No obstante, sabía que no se podía quejar. Charlie y Grace iban a dejarse una suma considerable en la celebración, y ambos le aseguraron que aquel iba a ser el día de Nellie, lo que hacía que él sintiera una profunda ternura hacia ella, por ese motivo, y también por su sentido práctico y por la cantidad de listas que estaba haciendo y por la cantidad de cartas que recibieron y por la cantidad de nombres que ella procedía entonces a tachar de otra lista distinta. Se quedó muy sorprendido cuando ella le dijo:
—Hago todo esto como debe hacerse, pero solo pensando en nosotros dos. No creas que voy a permitir que la gente de Norbury me gane la batalla.
—No creo que se atrevieran —dijo Frank—. ¿A qué te refieres?
—Frank Reid, no pensarás que me caso contigo solo por salir de Norbury…
—No me tengo en tan baja estima —dijo él—. Ni a ti tampoco.
—No hablo tan solo de la gente de aquí —continuó muy seria—. Pienso también en todas esas personas a las que hemos invitado, esos primos tuyos de Salford, y todas esas tías.
—No son tan malas…
—Ya. Todo el mundo dice eso de sus tías —dijo Nellie—. Pero la boda sacará lo peor de cada una de ellas, ya lo verás. No soy ninguna ilusa. Hay que mirar las cosas de frente, como realmente son, y sé que esa es una de las cosas que más te gustan de mí.
Nellie no dudaba jamás. Incluso el cabello rizado que le nacía en la parte alta de la frente parecía brotar de allí con toda la determinación del mundo. Frank le dio un beso, pero no porque quisiera interrumpirla. Ella le preguntó si se le había ocurrido pensar en cómo iba a ser la boda.
—Es mejor tomarse las cosas tal como vienen dijo.
—Bueno, pues yo voy a explicarte como va a ser la boda.
Y no me refiero al oficio en la iglesia. Quiero decir después, cuando regresemos aquí y comamos jamón y lengua, y sandwiches de pepino, y pastel de vainilla y pasteles con forma hexagonal, y nueces, y vino de Oporto y Madeira… Charlie se pasará un poco con el oporto y muy pronto los demás se habrán pasado también, y todo el mundo beberá un poco porque hasta los abstemios dicen que el oporto no cuenta, y las mujeres más viejas se juntarán y bajarán la voz para decir que la chica no sabe realmente lo que le espera. Tiene veintiséis años y él es el primer chico con el que ha salido en serio. Es de los decentes, eso se ve a la legua, así que todavía no habrán hecho nada, y ella no tiene idea de lo que le espera.
—Pensé que confiaban en mí —dijo Frank—. No tienen ninguna razón para no hacerlo.
—No. Si contra ti, personalmente, no tienen nada. Pero tienen que hacer ver que se trata de una cosa tremenda. Lo único que le sucede a una mujer en la vida, en realidad, excepto lo de tener niños, la menopausia y morirse. Así es como se ven las cosas en Norbury. Hay una expresión muy suya, que he tenido que oír tantas veces… Dirán que si ellas llegan a saber cómo iba a ser la cosa, no se habrían dejado arrastrar hasta el altar por nada del mundo.
Frank no sabía muy bien qué hacer. La besó de nuevo y dijo: «No te desanimes». Pero ella seguía igual de inflexible.
—¿Qué nos importa lo que piense toda esa gente, Nellie? Si eso que dices es así, lo que deberíamos hacer es compadecerlos.
Nellie sacudió la cabeza como un terrier.
—No me van a ganar la batalla. Puede que no lo sepan ahora y puede que no lo sepan nunca, pero no lo van a conseguir.
Era un día radiante. La humedad de Norbury se dejaba ver en el luminoso color verde de la hierba, en los verdes setos recortados, en los activos gorriones, en las vidrieras tan limpias que brillaban como joyas, y en los barómetros que esperaban recibir sus pequeños golpecitos. Estaban solos en la casa y Nellie le dijo:
—¿Te gustaría ver mis cosas? Lo que voy a ponerme para la boda, quiero decir. Y no hablo del vestido, lo traerán más tarde. No da suerte tenerlo en casa durante mucho tiempo.
—Sí, por supuesto que me gustaría, si a ti te apetece enseñármelo.
—¿Tú crees en la suerte?
—Ya me lo has preguntado antes, Nellie. Y ya te he dicho que siempre he creído que eso era para los demás.
Llegaron al rellano que había una vez se pasaba el primer tramo de escaleras, y entraron en un dormitorio cuyo espacio quedaba casi exclusivamente ocupado por un ropero y varios muebles que parecían pertenecer a otras habitaciones de la casa. El sol de la mañana, que entraba a raudales por la única ventana de la estancia, captó el brillo del cristal biselado del ropero. Habían extendido sobre la cama blanca unas ropas también blancas: unas enaguas, un canesú, unos calzones y unos corsés. Nellie cogió uno de estos últimos y lo tiró al suelo.
—No voy a ponerme esto jamás. Dejaré de usarlo. A partir de ahora iré sin ceñir, como las mujeres del Arts and Crafts.
—La verdad es que nunca he logrado entender cómo podéis soportar esas cosas las mujeres —dijo Frank.
—Y tampoco pienso pagarlos. Los devolveré a Gage.
—¿Por qué?
—Te abren surcos en la carne. Aunque lleves automáticos. Pero yo no tengo ningún surco, ya lo verás. —Comenzó a desnudarse—. Tengo veintiséis años.
—No paras de decírmelo, Nellie.
—De todos modos, a pesar de mi edad, en cuanto me haya quitado de encima todas estas cosas no tendré ni idea de qué hacer.
Por un instante, parecía estar perdiendo la confianza, y Frank sabía que no podía permitirlo. Bajo sus propias manos, el sólido cuerpo parcialmente desnudo de ella se mostraba húmedo por el esfuerzo. Quería arrancarse a la fuerza, de modo temerario, algo que se le resistía y cuyos cierres parecían desafiarla. Su voz sonaba amortiguada:
—Vamos, Frank. No voy a permitir que estén ahí, mirando y sabiendo cosas que yo no sé. No me ganarán la batalla.