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Pocos años antes, el primer sonido que se oía en Moscú por las mañanas era el de las vacas que salían de los establos y de los patios de las calles laterales, donde solían pasar la noche, para abrirse paso entre los tranvías tirados por caballos hasta llegar al lugar, al lado de Jamovniki, en que el encargado municipal se encargaba de recogerlas y llevarlas a pastar, a no ser que fuera invierno, en cuyo caso solamente las guíaba, a través de la oscuridad, hasta los almacenes de heno de las afueras. En cuanto electrificaron las vías de los tranvías, las vacas desaparecieron. Y ahora, cuando daban las cinco de la mañana, el primero sonido que se oía era el de los propios tranvías, acompañados del de las campanas de las iglesias. En febrero no se oía nada tras las ventanas interiores y exteriores, bien cerradas desde octubre para que la casa se mantuviera cálida y silenciosa.

Frank se levantó dispuesto a hacer lo que podría haber hecho la noche anterior, mandar telegramas, aunque mantenía la esperanza de que no fuera necesario. Más tarde en algún momento, pensó que lo mejor será acercarse a la capellanía inglesa, donde podía visitar a Cecil Graham, el capellán, que no le contaría nada a nadie por puro bochorno personal. Aunque eso significara tener que explicarle la situación también a la señora Graham, que solía hacer las dos cosas: visitar a los demás y contar lo que había visto. Así que tal vez pudiera esperar un día o dos antes de ir a la capellanía.

A las siete menos cuarto sonó el teléfono y tintinearon las dos campanas de cobre sobre el pequeño escritorio. Se trataba del jefe de la estación de Alexander. Frank le conocía bien.

—Frank Albertovich, esto no está nada bien. Tienes que venir y llevártelos de inmediato, o bien enviar a una persona responsable y digna de tu confianza.

—¿Llevarme a quién?

El jefe de estación le dijo que tenía con él a sus tres hijos. Alguien se los había mandado desde Mozhaisk, donde se habían subido al tren de medianoche procedente de Berlín.

—Vienen con una cesta de ropa.

—Pero ¿están solos?

—Sí, están solos. Bueno, mi esposa está con ellos en la cantina…

Frank ya se había puesto el abrigo. Bajó por la calle Lipka con la intención de encontrar un trineo cuyo conductor acabara de empezar a trabajar y no estuviera borracho después del turno de noche, o incluso solo medio borracho, o terminando una borrachera para empezar otra, o bien simplemente podvipevchye, un pelín achispado. También quería un caballo que pareciera tranquilo. En la esquina misma de su calle detuvo a un conductor que, a la luz del farol que brillaba por encima de su cuello subido, mostraba un pedacito de un rostro resignado y lleno de manchas.

—A la estación de Alexander.

A la estación de Brest —dijo el conductor, que evidentemente se negaba a dejar de utilizar el nombre antiguo. En general, gestos así resultaban de lo más tranquilizadores.

—Cuando lleguemos, tendrá que esperarme, pero no estoy seguro de cuánto tiempo.

—¿Habrá equipaje?

—Tres niños y una cesta de ropa. No sé si habrá algo más.

El caballo avanzo quedamente sobre la nieve y la arena hasta el Novinskaia, y luego se volvió sin necesitar ningún tipo de orientación hacia el Presnia. Estaba acostumbrado a esa ruta porque la colina era bastante empinada y, por tanto, se podía pedir una tarifa más elevada tanto de bajada como de subida. Pero aquella no era la forma más rápida de llegar a la estación.

—Dé usted la vuelta, compañero —dijo Frank—. Vaya por el otro camino.

El conductor no mostró sorpresa alguna. Dio la vuelta en medio de la calle arañando la nieve congelada, que se erizó en crestas de color gris. El caballo, desconcertado, tuvo que replantearse la ruta, cruzó las patas y empezó a moverse con la torpeza de una criatura a la que le hubieran alterado las costumbres. Le sonaron las tripas y se sacudió varias veces, emitiendo un ruido menos propio de un caballo que de una máquina defectuosa. Después de llevar un rato al trote por el Tverskaia, Frank le preguntó al conductor si tenía hijos. El conductor le dijo que ya no vivía con su esposa. Había dejado a toda la familia en Rovyk, su pueblo natal, mientras él hacía dinero en Moscú. Sí, pero ¿cuántos hijos? Dos, aunque ambos habían muerto en Rovyk cuando la epidemia de cólera. Su esposa no tuvo el dinero o el ingenio suficiente para comprar un certificado en el que se dijera que habían muerto de cualquier otra cosa, así que estaban enterrados en el cementerio para apestados, y nadie sabía siquiera dónde quedaba el sitio. En ese punto se echó a reír de una manera bastante poco apropiada.

—¿Y por qué no se trae a su esposa para que le haga compañía?

El conductor respondió que las mujeres solo saben hacerse compañía las unas a las otras. Habían sido creadas para estar juntas y para pasarse el día hablando entre ellas. Así que por la noche siempre estaban demasiado cansadas para ser de alguna utilidad al marido.

—Pero no estamos hechos para vivir solos —dijo Frank.

—La vida sabe hacer sus propias correcciones.

Tendrían que detenerse en la parte posterior de la estación, en los patios destinados a las mercancías. El conductor no era de los más elegantes, así que no tenía permiso para esperar a la entrada.

—Vuelvo en un minuto —dijo Frank dándole algo más de dinero. Esas palabras no significaban nada. Solo servían para transmitir cierta confianza, y con ese espíritu fueron recibidas. Nevaba suavemente. El conductor extendió una gran pieza cuadrada de hule verde sobre el caballo, que inclinó la cabeza hacia el suelo como si se dispusiera a dormir o a soñar con el verano.

El patio recibía las mercancías de la línea de ferrocarril de Okruzhnaia, que trazaba un círculo alrededor de toda la ciudad, y que transportaba los envíos de un almacén a otro. El trineo había llegado al mismo tiempo que una carga de pequeñas cruces de metal procedentes de una de las fábricas situadas en el lado este de la ciudad. Dos hombres se encargaban de marcar minuciosamente las cajas de paja trenzada que tenían cien cruces y las que tenían mil.

Frank pasó por delante de los vertederos de carbón y de los depósitos clausurados, de camino a la tenebrosa entrada posterior de la estación. Desde una gran altura se derramaba una luz grisácea, que se filtraba hacia el interior a través de las bóvedas de cristal. No había mucha gente, y casi todos los que deambulaban por allí eran de ese tipo de almas perdidas que van a las estaciones de tren y a los hospitales para ser testigos de las prisas, las despedidas, los encuentros, las enfermedades y las muertes de los demás, quizás con la esperanza de encontrar algún propósito personal que dotara de algún sentido a sus propias vidas. Algunos de ellos se sentaban en los rincones del restaurante para mirar, sin curiosidad ni resentimiento, a aquellos que podían permitirse el lujo de pedir algo en la brillante barra o en el comedor.

No había ni rastro del jefe de estación.

—El nachalnik estará en su oficina. Esto es la cantina —le dijo el barman.

—Ya lo veo… —dijo Frank—. Pero ¿no ha estado aquí su esposa antes, con tres niños?

—Su esposa nunca está aquí. No es aquí donde debe estar. Estará en su casa.

La camarera, alta y fuerte, le dio un codazo y le echó a un lado mientras levantaba una trampilla en la barra y salía al exterior:

—Tres pequeños ingleses, una niña de pelo castaño y ojos azules, un niño con el pelo castaño y los ojos azules, y una niñita que venía dormida y tenía los ojos cerrados.

—¿Llevaban una cesta de ropa?

—Sí. Cuando la pequeña se sentó, apoyó los pies en la cesta. Sus piernecitas eran aún demasiado cortas para alcanzar el suelo.

—¿Dónde están los niños?

—Se los llevaron.

La camarera cruzó los brazos sobre el pecho y ahora parecía desafiar a Frank o acusarle de algo. Tenía acento georgiano, y Frank sabía que era una tontería pensar que Georgia era solamente una tierra de rosas y sol. Los propios georgianos se vanagloriaban de sus rápidos cambios de humor. Frank dijo:

—Usted no es responsable de nada. En ningún caso forma parte de sus atribuciones tener que vigilar a todos los que entran en la cantina.

La camarera cedió de forma inmediata y se mostro deseosa de agradar.

—No se trata de sus hijos, eso se lo puedo asegurar. Usted no permitiría que sus hijos llegasen de esa forma a Moscú sin que nadie se ocupara de ellos.

Frank le preguntó dónde vivía el jefe de estación. Su casa estaba en el barrio del Presnia, entre el cementerio y la fábrica de tejas de Vlasov.

Volvió a atravesar el trecho de nieve pisoteada, en la que se dibujaban las huellas de las ruedas que se dirigían a los depósitos de carbón. El caballo seguía allí de pie, en la distancia blanca, completamente inmóvil. Frank se topó con el conductor, que salía del urinario. Aceptó esperar allí mientras Frank recorría a pie la corta distancia hasta Presnia.

Varias casas de madera se repartían a lo largo de una carretera secundaria parcheada aquí y allá por pilas de ceniza, ballestas de vagones, piezas de chatarra y tiras de amarillento estaño esmaltado, que en tiempos sirvieron para anunciar el té Botkin o el desinfectante Jeyes. A las casas se accedía subiendo un par de escalones de madera que las separaban del suelo. Frank vio que la entrada, como en las casas de los pueblos, estaba situada en la parte trasera. La del número 15, a la que le habían dicho que debía dirigirse, estaba medio abierta. La cerró tras él, y entonces descubrió ante sí dos puertas más.

—¿Hay alguien en casa? —gritó.

La puerta de la derecha se abrió y apareció su hija Dolly.

—Tenías que haber venido antes —dijo—. La verdad es que no sé qué hacemos aquí.

Dentro, alguien se había encargado de arrastrar una mesa cubierta con un hule hasta el rincón de la derecha, de manera que nadie pudiera sentarse de espaldas a los iconos y a sus brillantes luces. Annushka estaba dormida en el cesto de la ropa, y Ben se había sentado a la mesa, donde pasaba las páginas de un periódico, el Gazeta-Kopeika, que solo publicaba noticias sobre violaciones y asesinatos. Elevó la mirada y dijo:

—Cuando estás en una línea principal, la distancia entre los postes es la vigésima parte de una versta. Si el tren recorre esa distancia en dos segundos resulta que va a noventa verstas por hora.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Frank—. ¿Quién os está cuidando? ¿Os perdisteis?

En ese momento entró una mujer morena que llevaba puesta una bata. No era la esposa del jefe de estación, si es que tal esposa existía en realidad, sino, como ella misma le explicó, un ama que debía ayudar a los niños en lo que necesitasen.

—Solo cobra ochenta kopeks al día —dijo Dolly—. No es mucho para tanta responsabilidad como asume. —Pasó un brazo por la cintura de la mujer, y dijo en un ruso mimoso—: No ganas lo suficiente, ¿verdad que no, mamaíta?

—Pagaré a todo el mundo lo que le debamos —dijo Frank—, y luego nos iremos directamente a la calle Lipka, a casa. Me temo que habrá que despertar a Annie…

La ropa de abrigo de los niños se estaba secando encima de la estufa, junto al segundo uniforme del jefe de estación y a un buen montón de mantas de tren. Tuvieron que recoger la ropa del palo de abedul que hacía las veces de tendedero, lo que resultó una actividad muy parecida a la que debía de hacerse en un barco cuando se arrían las velas. Annushka se desperto mientras le estaban poniendo su chaqueta de piel, y preguntó si todavía estaban en Moscú.

—Sí, sí —dijo Frank.

—Entonces quiero ir a la Muirka.

Era muy difícil que Annushka saliera de los almacenes Muir & Merrilees[1] sin que el avispado encargado de planta le entregara algún pequeño regalito.

—Ahora no —dijo Dolly.

—De no haber sido por Annushka —dijo Ben—, creo que madre nos habría llevado con ella. No estoy muy seguro, pero creo que sí lo habría hecho.

Toda la casa comenzó a temblar, y no de forma gradual sino de repente. Alguien había empezado a golpear la puerta de la calle. La mujer se santiguó. Era el conductor del trineo.

—Jamás habría imaginado que tuviera usted tanta fuerza como para golpear así la puerta —le dijo Frank.

—¿Cuánto tiempo falta? ¿Cuánto?

Al mismo tiempo, el jefe de estación, quizá con la intención de averiguar qué estaba pasando en su casa, entró por la puerta delantera. Estaba casi seguro de que se trataba de la única persona que tenía por costumbre entrar por allí. Tras su llegada, todos —Frank, los niños, la mujer y el propio jefe de estación— se sentaron de nuevo para pasar juntos al menos otra media hora. Tuvieron que quitarle el abrigo a Annie de nuevo, y ella volvió a quedarse dormida al instante. Ahora que el jefe de estación estaba allí, con las llaves, pudieron abrir la alacena y sacar algo de té y mermelada de cerezas. De repente el ama dijo que no podía soportar la idea de que la separaran de su Dolly, de su Dariasha, que tanto se parecía a ella misma cuando era pequeña, y el jefe de estación, que no se había quitado todavía su gorra roja oficial, se quejó de lo mal que lo pasaba en su trabajo porque los viajeros extranjeros le asediaban y le perseguían. Todos los relojes de la estación marcaban la hora exacta de San Petersburgo: sesenta y un minutos más que la hora de Europa Central, y dos horas y un minuto más que la de Greenwich. ¿De qué se quejaban entonces?

—¿Por qué no solicita el traslado a la cuenca del Donetz? —sugirió Ben.

—¿Cuántos años tiene su hijo?

—Nueve —dijo Frank.

—Dígale que un puesto en la Alexandervoksal es el honor más alto al que un hombre puede aspirar. No hay nada por encima. Los ferrocarriles estatales no pueden ofrecerme un empleo superior a este. Aunque, claro está, él no tiene la culpa de ser tan curioso. Es muy joven y, además, se acaba de quedar sin madre.

—¿A todo esto, dónde está su esposa? —le preguntó Frank.

El jefe de estación le explicó que, dado que en Moscú no encontraban a nadie en quien confiar, ella había decidido regresar a su pueblo para buscar nuevas camareras para la temporada de primavera. El conductor del trineo les hizo notar, por vez primera, que su caballo ya estaba viejo y cansado, así que decidieron levantarse para marcharse a casa.

—¿Cuántos años tiene exactamente su caballo? —preguntó Ben—. Existen disposiciones, como ya sabrá, que regulan la edad que han de tener…

El conductor dijo que era aquel chico era un diablillo.

—Todos mis hijos lo son —dijo Frank—. Ahora quisiera llevarlos a casa. Vivimos en la calle Lipka.

Fue como si se hubieran tirado varios años fuera. Todos en la casa, incluso la propia casa, parecían reír y llorar a un tiempo con su regreso. De aquel carnaval —pues aquello era lo que parecía— solo se ausento Dunyasha. Le había pedido a Frank que le entregara su pasaporte interno, imprescindible para viajar a más de veinticinco kilómetros de la ciudad, y que debía estar siempre en poder del patrón. Quería marcharse. Ya no era feliz en esa casa. Allí todo el mundo la criticaba. Así que Frank sacó el documento del cajón de su estudio, donde guardaba bajo llave las cosas importantes. Se sentía como un hombre atormentado por una herida a medio cerrar. Pero quizá era mejor dejar las cosas tal y como estaban, no fueran a empeorar. Nellie no le había enviado un solo mensaje acerca de los niños, no había dicho ni una palabra al respecto, y pensó que no debía darle más vueltas a aquello porque quizá no fuera capaz de soportarlo. Su padre siempre decía que la mente humana es infinitamente elástica pero que, por la misma naturaleza de las cosas, no se nos puede exigir que asumamos más de lo que podemos aguantar. Frank tenía sus dudas sobre esa teoría de su padre. El invierno anterior, una noche, uno de los operarios de la imprenta se dirigió a un lugar que quedaba a poca distancia de la estación de Windau, y se tendió sobre las vías. Lo hizo porque su esposa se había llevado a su amante a vivir con ellos a su casa. Resultó que la altura hasta el punto medio entre los ejes era bastante considerable, por lo que el tren pasó justo por encima de él dejándole ileso, como si solo fuera un campesino borracho. Después de que cuatro trenes más pasaran sobre el, se levantó y se subió a un tranvía para regresar a su casa. Y desde entonces había seguido trabajando regularmente, como si tal cosa. Algo así ponía en tela de juicio la capacidad de aguante de las personas.

Mientras el júbilo aumentaba en intensidad y se extendía hasta el patio implicando, al parecer, hasta a la perra y las gallinas, a las que encerraban durante el invierno, Dolly se puso el uniforme marrón del colegio Ekaterinskaia y le pidió a Frank que la ayudara a hacer los deberes, ya que, después de todo, tendría que estar en el colegio antes de las nueve en punto del día siguiente. Abrió el atlas, el libro de ejercicios de geografía, y sacó una regla.

—Ahora estamos con las Islas Británicas. Tenemos que marcar en el mapa las áreas industriales y las zonas que se dedican a la cría de la oveja.

—¿Te quedaste con esos libros en el tren? —preguntó Frank.

—Sí. Pensé que podrían resultarme útiles, aunque no volviera nunca al Ekaterinskaia.

—La casa se quedó muy vacía cuando os fuisteis. Al menos eso es lo que me pareció a mí.

—No hemos estado fuera tanto tiempo.

—El suficiente para poder darme cuenta de lo que supone estar solo.

Dolly le preguntó:

—¿No sabías lo que iba a hacer madre?

—Si te soy sincero, Dolly, no. No tenía ni idea.

—Eso imaginaba —añadió rápidamente—. Fue muy duro para ella. Después de todo, jamás tuvo que ocuparse de nosotros. Dunyasha se encargaba de todo… Annushka no se estaba quieta. Madre le pidió al encargado unas gotas de valeriana, para calmarla, pero no había. Por supuesto, tendríamos que habernos acordado de llevarlas nosotros, pero no fui yo quien hizo las maletas. Era de esperar que no podría arreglárselas sola, y tuvo que mandarnos de vuelta. Ya no le aportábamos ningún consuelo. Creo que le exigías demasiado.

—No estoy de acuerdo, Dolly. Yo sé cómo soy, pero tu madre también lo sabe.