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… esos insensatos se empeñan en hacer

creer que son reyes, siendo unos pobres,

y que, estando desnudos, se visten de

oro y de púrpura.

Descartes

—«Desterrado»… —«Expulsado»… —«Extrañado»… —«O huido»… —«Escapado»… —«En fuga»… —«Yo, lo que sé es que estaba en una iglesia» —observaba La Mayorala—: «Y los comunistas no visitan iglesias ni en siendo Semana Santa». Y volvían las conjeturas: «Desterrado»… «Extrañado»… «Escapado»… —«Acaso arrepentido»… —«Converso»… —«Crisis mística»… —«Peleado con su gente»… Y durante días y días no se habló de otra cosa en la Rue de Tilsitt, en espera de que los periódicos de allá —los de febrero en abril— llegaran por sus lentos y especiales barcos de carga, en rollos de siete números apretados, con vista del Volcán Tutelar en las estampillas. Porque los diarios de aquí, desde luego, nada dijeron de El Estudiante, personaje sin interés para ellos. Y se supo por fin, gracias a El Faro de Nueva Córdoba, entrándose en mayo, lo de la Conferencia Mundial de Bruselas, en la que habían estado representadas la «Liga Campesina Nacional de México» y la «Liga Anti-imperialista de las Américas», que ya tenía una filial en nuestro país. —«Se explica todo» —dijo el Cholo Mendoza. —«Pendejadas» —murmuró El Ex—: «El imperialismo está más fuerte que nunca. Por eso el hombre de la hora presente, en Europa, es Benito Mussolini»… Y florecieron los castaños otra vez y volvieron las conversaciones, en la mansarda, a sus acostumbrados temas. Se hablaba enormemente, bajo las pizarras del techo, de «aquellos tiempos». Los hechos más nimios iban cobrando, puestos en perspectiva y distancia, en contemplación actual, mayores relieves significantes, mayores valores de gracia, singularidad o trascendencia. El «¿te acuerdas?, ¿te acuerdas?», era fórmula sacramental —ya cotidiana— para la evocación de muertos y cosas muertas que explicaban los mecanismos, a menudo secretos, de un pretérito remozado, sacado de contextos lejanos, para ser traído a estas latitudes. De repente, refrescándosele la muy poblada memoria, revelaba el patriarca los trasfondos, hasta ahora ocultos, de ciertos acontecimientos raros o de sucesos pequeños, que daban las claves de lo que antaño pudiese haber sido motivo de desconciertos, interrogaciones —aliento de misterios. Como fakir o ilusionista que, llegado a viejo, retirado de los escenarios, revela divertidamente las técnicas de sus escamoteos y milagros, recordaba El Ex lo de la emisión de moneda sin respaldo, para levantar las finanzas nacionales; lo de las casas de juego, creadas por el Gobierno, donde se usaban cartas trucadas (hay una empresa norteamericana que las fabrica con dorsos tan sutilmente marcados que sólo los expertos se las entienden con ellas) y tenían que hacerse las puestas en dólares, en libras esterlinas, o bien, para sacar dineros escondidos en las casas, en viejas onzas de oro o en pesos de plata mexicana. Y lo del Diamante del Capitolio, aquel diamante octogonal, de aguas incomparables, comprado por encargo oficial para que, solemnemente encajado en el piso, al pie de la estatua de la República, marcara el Punto Cero de todas las carreteras de la Nación —gema robada una noche, por manos tan expertas que, según dijeron los diarios, sólo podían atribuirse a un gang internacional, a menos de que se tratara de anarquistas o de comunistas, muy hábiles en tales faenas. Y Elmira se reía, oyendo la historia: —«Me mandó acá [señalaba hacia el Patriarca]; puse mi comadre, la Juliana, a entretener al sereno, y yo [gesto] con un cincel de los que venden en la ferretería de Monserrate, y un martillo que me había escondido entre las tetas, levanté el brillante, y, en la boca, lo llevé al Palacio. ¡Mi palabra! ¡No podía ni respirar! Y después, fue el zaperoco. Pero… ¡cómo nos reímos!, ¡cómo nos reímos!». Y ahora su risa hallaba ecos en la risa del Primer Magistrado, que señalaba hacia una gaveta del armario: —«Lo tengo ahí. Me trae buena suerte. Además, eso es recuperación, como dicen los anarquistas. Yo también tengo el derecho a ciertas recuperaciones». —«¡Ah, qué mi Presidente!». —«Mi Ex, hijo; mi Ex»…

Pasaban los meses en desalojos de castañas por fresas y fresas por castañas, árboles vestidos y árboles desnudos, verdes y herrumbres, y el Patriarca, cada vez menos interesado por las contingencias exteriores, iba reduciendo, limitando, cerrando, el ámbito de su existencia. Aquel año se celebraron las Pascuas, en la mansarda, con villancicos nuestros, de furruco y pandero, recién grabados por la Victor. Navidades de lechón, ensaladillas de lechuga y rábano, vino tinto, hallacas y turrones de España —a la usanza de allá.

Y viendo la mesa puesta, con todo en el mantel, hablaba el Primer Magistrado de Napoleón, que de año en año se acrecía en su estima, pero no, esta noche, en recuerdo de Jena, Austerlitz o Wagram, sino porque estaba contento de haber sabido, por un libro, que Bonaparte y Josefina comían en La Malmaison —él, corso; ella, martiniqueña: metecos los dos— a la manera nuestra, de acuerdo con los protocolos de Elmirita: todos los platos a la vista, de una vez, presentes, revueltos, enfriados los unos, aún calientes los otros, al alcance del tenedor y la cuchara de cada cual, sin tanto pase y repase de platos, como se haría seguramente en casas de nuevos ricos, imitadores de princesas por braguetazo —¡y yo me entiendo!—, con esperas y dilaciones y desfiles de servicios que te cortan el apetito y te estragan el estómago, por tanta ceremonia inútil. Aquí podías echar mano a la botella y llenarte el vaso, sin que te cantaran una fecha en la oreja —como si eso de la fecha tuviese tanta importancia, cuando lo que se busca ante todo en el vino es una alegría que no es cosa de años más o años menos… Y cuando en esa alegría estaba, el Primer Magistrado miraba, a veces, hacia el Arco de Triunfo, declamando, con engolado acento, la famosa tirada de Flambeau en L’Aiglon: «Nous qui marchions fourbus, blessés, crottés, malades», alcanzando con brío el verso final —bastante nauseabundo, por cierto— donde se nos ofrece un sorbete de sangre de caballo muerto. Pero observaba el Cholo Mendoza que, a medida que pasaba el tiempo, se producían crecientes lagunas en la recitación del Ex: algunos alejandrinos quedaban en ocho sílabas; España y Austria se borraban del lírico mapa; se olvidaban sables, yesqueros, chacós, canciones guerreras, cuervos asados, banderas y cornetas, en las orillas del camino evocado por el «grognard», quedando reducido todo aquel fárrago rimado, en la memoria del recitante, al farmacéutico pareado de: «Nous qui pour notre toux n’ayant pas de jujube, / Prenions des bains de pied d’un jour dans le Danube». Y el Cholo Mendoza acababa por creer que si esto último quedaba vivo en la memoria del Primer Magistrado, era porque el «jujube» pectoral era primo-hermano de las pastillas de regaliz a que era tan aficionado. Y se hacía necesario, tal vez, el elemento mnemotécnico, porque era evidente que los mecanismos mentales de quien tanto había urdido, calculado, combinado, a lo largo de una muy prolongada carrera, empezaban a desorganizarse. En días de lluvia, por ejemplo, después de declarar que por nada saldría de la casa, era movido por la absurda necesidad de ir a una librería lejana para conseguir una obra de Fustel de Coulanges o los veinte tomos de la Historia del Consulado y del Imperio de Thiers —que ni siquiera hojeaba, al regresar, catarroso y mojado, de su inútil expedición. Siempre aficionado al teatro lírico, le daba por vestirse de frac e ir a escuchar alguna Manón en la Opéra Comique, extrañándose de no ver a Mefistófeles en el acto de San Sulpicio. La acción de Carmen se le enredaba con la del Barbero, porque ambas ocurrían en Sevilla; confundía el final de Traviata con el de La Bohème, porque, en fin, esa mujer muriendo, ahí, en brazos de su amante… En su charla cometía frecuentes errores, como el de afirmar que Plutarco era un historiador latino o que el virus de la influenza española se llamaba el Peloponeso. De pronto comenzaba a dictar un editorial sobre la situación política de nuestro país, deteniéndose, atónito, en lo mejor de su discurso, al darse cuenta de que no tendría dónde publicarlo. Hablando por hablar, ponía y quitaba ministros, condecoraba en imaginación, trazaba planes de Obras Públicas, acabando por reírse de sí mismo cuando regresaba a la realidad, frente a una botella del Beaujolais Nouveau de Monsieur Musard. Tenía sorpresivos antojos de museos. Iba al Carnavalet para contemplar las guillotinas de juguete. En el Louvre, ante el gran cuadro de la Coronación de David, establecía desconcertantes paralelos entre Madame Leticia y la Aunt Jemima del Coronel Hoffman. Visitaba el Museo Grevin, para ver si acaso, tal vez, nunca se sabe, se encontraba a sí mismo, hecho figura de cera, en alguna de las salas. Y el Cholo empezó a alarmarse con los desvaríos del Patriarca, un día 5 de mayo, en que despertó con la idea fija —borrada a mediodía, afortunadamente, por noticias llegadas de la patria— de mandar un enorme ramo de flores a los Inválidos, por ser el aniversario de la muerte de Napoleón en Santa Elena. Y, sin embargo, una cierta majestad, una cierta fuerza, daban empaque y estilo a la persona del viejo dictador. Empaque y estilo de los déspotas venidos a menos; de los que, durante años y años, impusieron su voluntad, hicieron la ley, en algún lugar del mundo. Bastaba que se acostara en su chinchorro, para que ese chinchorro se volviera Trono. Cuando se mecía en sus estambres, con las piernas de fuera —de aquí, allá, tirando de un cordón que para eso tenía—, se agigantaba, era inmenso, en su horizontalidad de inmortal ignorado por el Pequeño Larousse. Y hablaba entonces de sus ejércitos, de sus generales, de sus campañas, como aquella —¿recuerdas?, contra el traidor de Ataúlfo Galván—, con la noche aquella —¿recuerdas?… pero no; no eras tú…— bajo tormenta, en la Caverna de las Momias… Y una mañana en que había amanecido hablando de ello, tuvo un repentino deseo de visitar el Museo del Trocadero. Y fue con el Cholo a aquel pesado palacio triste, entre zaragozano, arábigo y Barón de Haussmann, de arcadas desvaídas y falsos alminares, donde, frente a una enorme cabezota de la Isla de Pascua, dormitaba un custodio de chaqueta desabrochada. (No debía andar muy bien la mente del Patriarca, aquella mañana, puesto que preguntó por el nombre del escultor de aquello…). Y echaron a andar por las galerías, cada vez más largas, cada vez más llenas de canoas en tierra, pájaros totémicos, ídolos erizados de clavos, dioses muertos de religiones muertas, esquimales polvorientos, trompas tibetanas, tambores amontonados en los rincones —arruinados tambores, de ataduras sueltas, de parches apolillados, mudos ya para siempre, después de haber sido maestros de holgorios, llamadores de lluvias y mensajeros de sublevaciones… Y así, yendo del hueso-de-foca-aguja-de-coser a las máscaras rituales de Nuevas Hébridas, del grigrís al pectoral de oro, de la sonajera del chamán al hacha lítica, llegó el Primer Magistrado a lo que buscaba: la vitrina, allí, en medio de la sala, rectangular, montada en zócalo de madera, donde estaba sentada, para siempre, la momia aquella —«de la que tanto te hablé»— encontrada, en la caverna, una noche de tormenta… Ruinosa arquitectura humana, hecha de huesos envueltos en tejidos rotos, de pieles secas, agujereadas, carcomidas, que sostenía un cráneo ceñido por una bandeleta bordada; cráneo con los huecos ojos dotados de tremebunda expresión, enfurecida la hueca nariz a pesar de su ausencia, y una enorme boca almenada de dientes amarillos, como inmovilizada para siempre en un inaudible aullido, sobre la miseria de tibias cruzadas de las cuales colgaban todavía unas alpargatas milenarias —y como nuevas, sin embargo, por la permanencia de sus hilos rojos, negros y amarillos. Y aquí seguía sentada —como allá— la cosa esa, a dos pasos de La Marsellesa de Rude, como feto gigantesco y descarnado que hubiese recorrido todos los tránsitos del crecimiento, de la madurez, la decrepitud y la muerte, cosa apenas cosa, ruina de anatomía que viese por dos hoyos, bajo una asquerosa cabellera obscura, caída en andrajosos mechones a ambos lados de mejillas secas. Y ese exhumado monarca, juez, sacerdote o jefe armado, volvía a mirar irritadamente, desde sus incontables siglos, a quienes hubiesen violado su sepultura… Y parecía mirarme a mí, a mí solamente, como en diálogo entablado, cuando le dije aquello de: «No te quejes, cabrón, que te saqué de tu fanguero para hacerte gente… Para hacerte gen…». Malestar, vértigo, caída. Voces. Gente que llega… Y me hallo en mi chinchorro, donde me acostaron el Cholo y La Mayorala. Pero las piernas no me obedecen. Están ahí, donde deben estar, son mías, y sin embargo ajenas a mí, puesto que permanecen inertes, negadas a moverse. El médico: el Doctor Fournier, muy envejecido. Su Legión de Honor. La recuerdo. Me llevo los índices a las orejas para que sepa que oigo y entiendo. —«No será nada» —dice, escogiendo en su maletín una aguja hipodérmica. Y los rostros de Ofelia y Elmirita que giran y giran, en torno a la hamaca, se asoman, se conciertan, hablan, y me duermo y me despierto. Otra vez —¿o es que permaneció aquí?— el Doctor Fournier, con su aguja hipodérmica. Y me despierto. Y me siento muy bien. Pienso en el Bois-Charbons de Monsieur Musard. Pero me dicen que no. Que todavía no. Que muy pronto. Pero no debo estar tan bien —aunque me siento bastante bien, así, cuando me mecen en el chinchorro— porque Ofelia y Elmirita han llenado mi habitación de estampas de Vírgenes. Están, ahí, alineadas en las paredes, rodeándome, velándome el sueño, presentes apenas abro los ojos, la Virgen de Guadalupe, la Virgen del Cobre, la Virgen de Chiquinquirá, la Virgen de Regla, la Virgen de los Coromotos, la Virgen del Valle, la Virgen de Altagracia, la paraguaya Virgen de Caacupé, y, en tres, en cuatro imágenes distintas, la Divina Pastora de mi país, y las Vírgenes Capitanas, Vírgenes Mariscalas, Vírgenes del Blanco Semblante, Vírgenes Indias, Vírgenes Negras, vírgenes nuestras todas, Inefables Intercesoras, Señoras del Socorro en toda tribulación, cataclismo, plaga, desamparo o maligna andancia, aquí, conmigo, en relumbre de oro, plata y lentejuelas, bajo vuelos de palomas, claridades de Vía Láctea y Armonía de Esferas. —«Dios conmigo, y yo con Él…» —murmuro, recordando una campesina oración aprendida en la niñez… Convalescencia. Elmirita me trae alguna comida nuestra —taco, tamal, vaporcito, yemas dobles, natillas con su polvo de canela—, lo único que a algo me sabe. Empiezo a andar bastante bien —aunque ahora necesito de un bastón. Me dice el médico que pronto, mañana tal vez, me permitirá un corto paseo. Sentarme, acaso, en un banco de la Avenida del Bois, junto a los canteros de gladiolos. Ver cómo retozan en el césped los perros de grandes casas, vigilados por camareros de grandes casas. Luego, en taxi —el cuerpo me lo pide— iré al Bois-Charbons. Y pienso, de pronto, que hace ya tiempo, mucho tiempo, que no hago el amor. La última vez —¿cuándo?— fue con Elmirita. Ahora, todo lo que le pido es que se alce un poco las faldas —cosa que hace con sencilla inocencia. Me hace bien contemplar, a ratos, esas carnes firmes y bien sombreadas, hondas y generosas: hay, en ellas, una bondad que se trasciende a sí misma. Poco ha cambiado esto desde los días de mi triunfante madurez y hallo, al mirarlo, renuevos de ánimo para proseguir esta cabrona vida. Porque no estoy vencido, no. Ya doy mi diario paseo. Un poco más lejos de casa, cada vez. Y un día, no sé por qué, pienso en el Cementerio Montparnasse, donde está enterrado mi cuate Porfirio Díaz. (Desde aquí, por la ventana, veo la casa donde vivía su ministro Limantour). Vamos, pues, al Cimetière —donde también yace Maupassant, el de los cuentos tan leídos e imitados en nuestros países— el Cholo, Elmira y yo. Compramos unas flores junto a la Marmolería Joffin. Y nos guía el portero, vestido de azul marino como el custodio del Trocadero: —«Cette tombe est très demandée» [sic]. Pasamos frente a Baudelaire a quien han tenido el siniestro humor de enterrar junto al General Aupick. Y ya estamos donde Don Porfirio. Sobre sus restos se alza algo así como una capillita gótica —iglesia enana o perrera gigante, gris-ojival— donde, en altar puesto bajo la advocación de la Inefable Aparecida del Tepeyac, hay un poco de tierra mexicana guardada en arca de mármol. Y sobre este mausoleo medieval 1915, la presencia secular y mítica del Águila y la Serpiente del Anáhuac… Pienso en la muerte. En Baudelaire, tan próximo, aunque sin poder recordar aquellos versos suyos —mucho me falla la memoria— que hablan de huesos viejos y fosa profunda para un cuerpo más que muerto, muerto entre los muertos. Me agradaría que, cuando me llegase la hora, me enterraran aquí. Traté de hacer algún chiste macabro, ajustado al escenario, para demostrar a los demás que poco temía a la Pelona. Pero nada se me ocurría. Volvimos silenciosamente a la Rue de Tilsitt. Y, aquella tarde, nueva inercia de las piernas. Y ese brazo izquierdo acalambrado. Y esos sudores fríos, repentinos, en la nuca, en la frente. Y esa barra dolorosa que se me atraviesa en el pecho, por momentos, pero más bien sobre mi carne —fuera— que bajo mi carne. El Doctor Fournier quiere que me lleven a una cama. Dice que el chinchorro no es cama; que es folklore, cosa de indios, novela de Fenimore Cooper. El puñetero engreimiento de estas gentes. Querrían meterme en alcoba Luis XIII, para que me ahogue bajo un baldaquín, o en camas como las de la Malmaison, donde me pregunto cómo, por estrechas y cortas, podían abrazarse Napoleón y Josefina. Al fin me dejan en el acunado de la hamaca, que se amolda a la pesadez de mi cuerpo —cuerpo que tengo como lleno de perdigones. Me duermo. Cuando despierto, me dice el Cholo que Ofelia y Elmirita han ido a cumplir una promesa al Sacré-Coeur por mi pronto —«y seguro», añade— restablecimiento. De madrugada se vistieron de penitentes —de «promesas», como dicen allá—, hábito violado, sandalias, sin sombrero ni rebozo a pesar de la lluvia, con el cordón anaranjado ceñido a la cintura, y subieron la colina de Montmartre prosternadas sobre los asientos del funicular, antes de ir, arrodilladas, con un cirio en la mano, de la escalinata al altar mayor de la basílica. Vuelvo a dormirme. (Allá en Montmartre, al salir del santuario, La Mayorala se empeña en poner unas flores al pie de un santo que está a la derecha, solo y sin amparo, y debe ser muy misericordioso, ya que lo tienen en lugar separado, bien visible, encadenado a un poste, viviendo su martirio. Se arrodilla sobre la acera mojada. Reza. Pero Ofelia la hace levantar brutalmente, arrancándola a sus devociones, al leer una inscripción que figura al pie del santo: «Al Caballero de La Barre, supliciado a la edad de 19 años, el 1.° de Julio de 1766, por no haber saludado una procesión». Elmirita no entiende cómo hay gente que, al lado de una iglesia, haya podido alzar un monumento a un hereje… Ofelia renuncia, por anticipado cansancio, a entrar en explicaciones que la zamba, de todos modos, no entendería, por aquello de que «librepensador» le suena a secta anarquista, ñáñiga, cosa de ácratas, o algo por el estilo…). Despierto. Y sobre mí se asoma Ofelia, con su traje de promesa, y Elmirita, vestida igual, aunque enderezándose los pechos con gesto maquinal, muy suyo, olvidada del traje que la cubre. Y aparece la figura nueva de una hermanita de San Vicente de Paul —pero ésta lo es de verdad— que me hinca con una aguja en el brazo derecho. La toca almidonada, el cuello almidonado, la pecherilla almidonada; el azul del hábito, azul de añil lavado, que me hace pensar en el azul del «mono azul» —el overol norteamericano que llevan ya todos los obreros de mi país— y que también llaman allá «de paquete de velas». Velas, las que han encendido ante las Vírgenes de mi cuarto; velas, acabadas de prender, que empiezan a sudar la cera; velillas rojas, luminarias, de las que flotan en un pocillo de aceite. Velas, las que pronto me van a poner a mí. Lo veo en esas caras amarillentas por la lumbre de tantas velas, que se inclinan sobre mi hamaca, mirándome con sonrisas forzadas, en un olor a farmacia que todo lo invade. Duermo. Me despierto. Hay veces, al despertar, que no sé si es de día, si es de noche. Un esfuerzo. A la derecha suena el tic-tac. Saber la hora. Seis y cuarto. Tal vez no. Acaso las siete y cuarto. Más cerca. Ocho y cuarto. Este despertador será un portento de relojería suiza, pero sus agujas son tan finas que apenas si se ven. Nueve y cuarto Tampoco. Los espejuelos. Diez y cuarto. Eso, sí. Creo que sí, porque —me percato de ello ahora— el día se pinta en claro sobre las telas de retazo que La Mayorala ha puesto para asordinar la luz que cae aquí, en esta mansarda, desde la claraboya de arriba. Pienso en la muerte, como siempre que me despierto. Pero ya no tengo miedo a la muerte. La recibiré a pie firme, aunque me doy cuenta, desde hace tiempo, que la muerte no es combate ni agón —mera literatura— sino entrega de armas, vencimiento aceptado, ansias de sueño para burlar un dolor siempre posible, siempre amenazante, con su acompañamiento de agujas hipodérmicas, su martirio de Sebastián —cuerpo hincado y rehincado—, las resubidas de drogas al olfato, una saliva de arena y la siniestra llegada de los balones de oxígeno, tan anunciadores del fin como los óleos de la extremaunción. Todo lo que pido es dormirme sin padecimientos físicos —aunque me jode pensar en la tanda de cabrones que allá se alegrarán al recibir la noticia de mi muerte. De todos modos, para que quede en la Historia, debo pronunciar una frase a la hora en que me lleve la chingada. Una frase. La leí en las páginas rosadas del Pequeño Larousse: «Acta est fabula».

—«¿Qué dijo?» —preguntó el Cholo Mendoza. —«Habló de una fábula» —dijo Ofelia. —«¿Esopo, La Fontaine, Samaniego?». —«También habló de un acta». —«Ya se entiende» —dijo La Mayorala—: «Que no lo vayan a enterrar sin acta de defunción. La catalepsia…». (Era cierto: el miedo mayor de todos los campesinos de allá). —«En mi pueblo hubo uno que enterraron como muerto y como no estaba muerto despertó en la caja, llegó a romper la tapa, pero sólo pudo sacar una mano fuera de la tierra… Y hubo otro caso, en La Verónica…». Era domingo. Ofelia cerró los ojos de su padre y lo cubrió con una sábana que caía, como mantel de banquete, hasta el suelo, a ambos lados del chinchorro. Luego, abrió la gaveta donde se hallaba el Diamante del Capitolio: «Lo guardaré yo, para mayor seguridad. Cuando se restablezca el orden en nuestra dolorosa Patria y no puedan cogerse esta joya los bochincheros y comunistas, iré yo misma a colocarla solemnemente en su legítimo lugar, al pie de la estatua de la República». Y, en espera de aquel acontecimiento, el diamante cayó en la cartera de la Infanta, marcando por lo pronto, entre polveras y creyones de labios, el Punto Cero de todas las carreteras de la nación lejana. Pero ahora, Ofelia mostraba alguna prisa: —«Al Cholo, que se ocupe de la cuestión del Acta. Yo no entiendo de eso. Y que no se anuncie la muerte hasta mañana. Hoy es la Jornada de los Drags. Todavía me tengo que vestir»… Y pronto hubo un insólito estrépito de herraduras y de ruedas frente a la reja de honor de la casa. Elmirita miró por una ventana: había, allí, como un carricoche con imperial, ventanillas, tiro de cuatro animales, y gente encaramada encima, muy semejante al autobús de mulas que, en días de su infancia, hacía la ruta —por falta de trenes— de Nueva Córdoba al Palmar de Siquire. —«Qué atrasada es esta gente» —pensó la zamba. Y vio salir a Ofelia que, vestida de claro, subió al carruaje después de abrir una sombrilla blanca. Restallaron los látigos y salieron trotando los alazanes en un gran alboroto de risas y regocijos. Una vela, puesta en candelero de plata, ardía a cada lado del chinchorro donde descansaba el cuerpo del Primer Magistrado. La hermanita de San Vicente de Paul rezaba el rosario. Afuera, el niño-héroe de los cojoncillos al aire, se los doraba al sol. —«¡Qué indecencia!» —dijo Elmirita, cerrando la ventana para proceder al vestido del difunto, que sería tendido, abajo, en el Gran Salón. Sobre el espaldar de una silla esperaba el último frac que se hubiera mandado a hacer en vísperas de su enfermedad, ya demasiado ancho para su cuerpo enflaquecido. Pero esto facilitaría la tarea de ponérselo —con la ancha banda encarnada que, por tan largos años, hubiese sido el emblema de su Investidura y Poder.

La enredadera no llega más arriba que los

árboles que la sostienen.

Descartes, (Discurso del Método)