20

La Mayorala, repentinamente curada de fiebres y punzadas, había surgido de bajo el edredón de plumas, clamando por una iglesia donde cumplir una promesa de rezos y cirios hecha a la Virgen. —«Iglesia, iglesia» —había gritado a la portera, estupefacta ante quien le venía con tres faldas, una puesta encima de la otra, por temor a los relentes que se estaba llevando un anticipado sol de verano. —«Iglesia, iglesia» —repetía, persignándose, juntando las manos en gesto de adoración, mostrando un rosario de cuentas plateadas. La otra, entendiendo acaso, le había señalado que hacia allá, doblando a la izquierda, doblando a la derecha, caminando un poco más… Y La Mayorala, con sus fuertes pantorrillas devueltas a la vida, había caminado, caminado, caminado, hasta encontrarse con un enorme templo —templo había de ser, aunque no lo rematara una cruz, ya que tenía unas esculturas, como religiosas, como hechas por Pedro Estatua, en lo alto de la fachada con muchas columnas— donde le sonaron músicas de órgano, murmullos de oraciones, pronunciaba un cura palabras que no se entendían, y, en fin, se veían cosas que ella conocía, porque un altar es un altar en todas partes, las imágenes santas tienen un aire de familia, y el humo del incienso no deja lugar a dudas… Cumplidas sus devociones, comprados los cirios con unos dineros franceses que el Primer Magistrado le había dado al llegar a Cherburgo («por si te pierdes, cuando vayas a mear»…), bajó una escalinata y se detuvo en un mercado de flores, muy bonito —aunque aquí los claveles no tenían el perfume de los de allá—, parándose luego, asombrada, ante una tienda donde un mango, sacado a la vitrina, era ofrecido, solitario y magnífico, sobre un lecho de algodones finos. Allá, los mangos eran vendidos en carretas adornadas de palmas, pregonados «a cinco por medio», y aquí se presentaban en estuche, como las alhajas que en su país exhibían las joyerías francesas. La Mayorala se aventuró a entrar en aquel comercio. De mesa en mesa, de muestrario en muestrario, paseaba su alborozada sorpresa: como llamándola se alargaban hacia ella los pardos brazos de la yuca; ante sus ojos reverdecían los verdores del plátano verde, redondeábanse las pieles rugosas de las malangas, pintábanse manchas claras en el rubor —más de coral que de fruto soterrado— de la batata. Y, más allá, era la negrura profunda de la caraota negra, y la blancura litúrgica de la guanábana, y la carne pomarrosa de la guayaba. Y, con su lenguaje de gestos y onomatopeyas, señalando, usando de sus dedos, exclamando, gruñendo asentimientos o negaciones, había conseguido cinco de éstos, tres de aquéllos, diez de ésos, ocho del saco aquel, quince de la caja, metiéndolo todo en una de las anchas cestas que ahí vendían —cesta que se montó en la cabeza, a la hora de pagar, para gran pasmo de la cajera: —«Vous voulez un taxi, Mademoiselle?». Ella nada entendía. Salió de la tienda y se orientó. Cuando venía hacia acá, tenía el sol en la cara. El sol no había llegado arriba todavía, y aún no tenía hambre: luego, serían las diez o las diez y media. Había que andar, pues, con la sombra por delante, para desandar lo andado. Lo malo era que estas puñeteras calles se ladeaban, se torcían, cambiaban de rumbo, y la sombra —cada vez más pequeña— le pasaba de derecha a izquierda, y no acababa de ponerse en la posición deseada. Y luego, tantas cosas raras como venían a distraerla: aquel café, con muchos americanos —se les veía por encima de la ropa— en la terraza; la juguetería del enano azul; esa enorme columna con un hombrecito arriba —un Libertador, seguramente—; aquel parque, lleno de estatuas, con una reja. Allí, con los árboles a la izquierda, la sombra volvió a colocarse donde debía. Anduvo, anduvo, hasta una vastísima plaza, donde había una piedra parada, como las que adornaban algunos cementerios de allá, pero mucho mayor —¿y cómo habrían podido enderezar eso? Ahora, una avenida, con unas chivas que tiraban de carretas. Habían puestos de dulces y caramelos. Y ya empezaba la cesta a pesarle más de la cuenta cuando, de repente —cuando ya el sol iba a darle de plano en la cabeza— se le mostró, en lo alto de la vía, lejos, el enorme, pesado, móndrigo y salvador monumento, ése, que llamaban el Arco del Triunfo o No-sé-qué. Apresuró el paso. Ya estábamos en casa. Tenía deseos de ponerse a cocinar enseguida, pero al punto le vino una fría y dura hincada en el lomo. Como que le volvían las calenturas. Dejó la cesta en un rincón del cuarto, tomó un vaso de ron batido con jarabe de Tolú, y se volvió a meter debajo del edredón, renegando de estos países de frío, cuyo clima era capaz de joder al pinto de la paloma.

Y serían como las once y media, al día siguiente, cuando Ofelia fue despertada por un insólito ruido de voces. Entró la camarera, alterada en gesto y tono: —«Mademoiselle, pardonnez-moi, mais…». La cocinera quería verla; verla en el acto; insistía. Estaba ahí. Furiosa. Y ya entraba, despeinada —como furiosa, en efecto— para decir a quien, medio dormida aún, trataba de entender, que aquello era imposible, que era intolerable, que no seguiría un día más en la casa, que devolvía su delantal. Y, en efecto, se quitaba el delantal, y lo entregaba, con gesto airado, como de venerable maestro masón que, por inmenso enojo, renegara del mandil. Era intolerable: de la mansarda le había descendido, ratos antes, una mujer con tres faldas, gesticulante, de piel obscura —«une peau de boudin, Mademoiselle»— y se había apoderado de su mundo de ollas y sartenes, dándose a cocinar cosas extrañas —«des mangeailles de sauvage, Mademoiselle»—, ensuciándolo todo, derramando aceites, tirando mazorcas de maíz en los rincones, desprestigiando las cazuelas con mezclas de pimientos y cacao, usando un cepillo de carpintería para cortar lascas de bananos verdes, aplastando frituras, a puñetazos, en papeles de estraza. Y, después de haber preparado aquellas bazofias incalificables, dejando la cocina envenenada de humos lardosos y hedores de fritanga, se había llevado bandejas y soperas al pequeño apartamento que había sido de Sylvestre, y que, por respeto a su memoria, había quedado tal cual lo dejara aquel servidor ejemplar, antes de caer gloriosamente en la Meseta de Craonne, con cruz de guerra al pecho y un retrato publicado en L’llustration, por su comportamiento heroico ante el enemigo… Entendiendo mejor lo que ocurría, Ofelia devolvió su delantal a la cocinera, y, envolviéndose en una bata, subió al desván… El Primer Magistrado y el Cholo Mendoza, despechugados, hirsutos, sin rasurar —y muy bien bebidos, por lo visto— estaban sentados junto a una larga mesa que no era, en realidad, sino una puerta levantada de sus charnelas y puesta sobre dos sillas. Varias bandejas y platos presentaban ahí, como dispuestos en suntuoso bodegón tropical, los verdores del guacamole, los rojos del ají, los ocres achocolatados de salsas de donde emergían pechugas y encuentros de pavo, escarchados de cebolla rallada.

Alineadas sobre una tabla de trinchar, había chalupitas y enchiladas, junto al amarillo de los tamales envueltos en hojas calientes y húmedas, que despedían vapores de regocijo aldeano. Había cambures fritos, de los maduros, de los pintones —esos que habían aplastado a puñetazos—, de los menudeados en finas lascas, gracias al cepillo de carpintería. Y las frituras de batata, y las barquillas de coco doradas al horno, y aquella ponchera donde, en mezcla de tequila y sidra española, de la que allá se tomaba en bodas campesinas, flotaban cáscaras de piña, limones verdes, hojas de menta y flores de azahar. —«¿Gusta de sentarse con nosotros?» —preguntó el Cholo Mendoza. —«¿Y quién armó todo esto?» —preguntó Ofelia, aún atolondrada por el brusco despertar y los gritos de la cocinera. —«Elmirita, para servir a Dios y a usted» —respondió la parda, haciendo reverencia de pantorrillas cruzadas, como las hacían las jóvenes educadas en colegios de dominicas francesas. Ofelia estuvo por patear la improvisada mesa y acabar violentamente con el holgorio. Pero, ahora, un tamal de maíz, alzado en tenedor, se acercaba a sus ojos, descendiendo hacia su boca. Cuando lo tuvo frente a la nariz, una emoción repentina, venida de adentro, de muy lejos, de un pálpito de entrañas, le ablandó las corvas, sentándola en una silla. Mordió aquello y, de súbito, su cuerpo se le aligeró de treinta años. Estaba, de calcetines blancos, recogidos los moños con papelillos de China, en el patio de los metates y del tamarindo. Y bajaban hacia ella las pardas pulpas del árbol, metidas en sus crujientes estuches de pergamino canelo, trayéndole un agraz agridulce que le ponía, bajo la lengua, olvidadas salivas. Y aquel devuelto olor de guayabas fermentadas —equívoco mosto de pera y frambuesa— tras de la cerca donde el cochino Jongolojongo, de largas cerdas y larga trompa, paseaba sus gruñidos, removiendo tejas rotas y haciendo rodar viejas latas enmohecidas. Y los vapores que salían de la cocina llena de vasijas, orzas, jarras de barro, cerámicas negras, donde sonaba el ruido a mascada, a paso acompasado de bota en tierra mojada, del pilón caído, con ritmo de péndulo relojero, sobre la masa lechosa, fragante, espumosa, del jojoto. Y la vaca Flor de Mayo, recién parida, que llamaba a su ternero para que le aligerara las ubres, y el pregonero de las melcochas, allá, en la calle; y la campana de la ermita, metida entre nísperos y capulíes; y este maíz, aquí —tengo siete años, y, cada mañana, me miro ya en el espejo para ver si, durante la noche, me han salido tetas—, entrándome por los poros. Tengo siete años:

Santa María,

líbranos de todo mal;

ampáranos, señora,

d’este tremendo animal.

Y cantaban todos ahora:

La Virgen cogió un machete

para poderlo matal

y el Demonio en cuatro patas

se metió en un matorral.

—«Des mangeailles de sauvages» —exclamaba la cocinera, ahora, de brazos en jarras, desde la puerta. —«¡Al carajo Brillat-Savarin!» —gritaba Ofelia, de mejillas encendidas por la sidra entequilada, la garapiña, la ñuza, probando de esto y de aquello, hundiendo la cuchara en el guacamole, metiendo un muslo de pavo en la salsa de chile. Y, de pronto, llevada por un inesperado impulso de cariño, se sentó en las rodillas de su padre, besándole unas mejillas donde volvía a hallar un olor a tabaco, aguardiente, loción francesa, con algo de menta, regaliz y polvos «Mimí Pinson» —todo menos viejo, más viril, casi joven— en maravillado reencuentro con el tiempo ido. Sonaba, por vez primera desde los días de la Meseta de Craonne, el gramófono que había permanecido mudo después de la heroica muerte de Sylvestre. Oíanse ahora en él, con voces que bajaban de tono y agonizaban cuando la cuerda perdía fuerza, las melodías de unos discos conseguidos por el Cholo Mendoza: El faisán de Lerdo de Tejada, Alma campera, El tamborito, Flores negras, Las perlas de tu boca, y Milonguita, flor de lujo y de placer, los hombres te hicieron mal, y hoy darías cualquier cosa por vestirte de percal; y oye la historia que contóme un día, el viejo enterrador de la comarca: era un amante que por suerte impía, su dulce bien le arrebató la parca; y adiós, muchachos, compañeros de mi vida; y por las noches iba al cementerio, a ver el esqueleto de su amada, y adornando su cráneo de azahares, la horrible boca cubría de besos; y adiós, muchachos, compañeros de mi vida, farra querida, de aquellos tiempos; y el día que me quieras, tendrá más luz que junio, con notas de Beethoven, cantando en cada flor; y otra vez y otra vez y otra vez la farra querida de aquellos tiempos, y adiós y adiós, lucero de mis noches, cantaba el soldado, al pie de una ventana… Ahora, Elmirita y Ofelia, abrazadas, cantaban a dúo —prima y segunda— con primorosa observancia de intervalos de tercera y sexta, sobre unos guitarreos vocales que en onomatopeyas oportunas producía el Cholo rasgueando un instrumento imaginario… Y cuando cayó la noche, entre tragos, cantos, y antojitos de mole y jitomate, resolvió el Primer Magistrado que se instalaría definitivamente en el apartamento de Sylvestre, entrando y saliendo por la escalera de servicio: —«Así estaré más independiente». Que Ofelia, abajo, armara sus fiestas de gente joven y conviviera con los horrorosos cuadros que le fregaban la paciencia —además de que no los entendía ni los entendería nunca. Y La Mayorala se quedaría a vivir aquí, en el cuarto contiguo, para acompañarlo y atenderlo. La Infanta estaba de acuerdo: Elmirita era una magnífica muchacha, abnegada y buena —«mucho más decente y más honrada que muchas de las amigas de la Madama esa, de las tenidas musicales, que ya no quiere verte desde que se ha metido a princesa». Pero a la zamba había que vestirla de otra manera. Y corriendo fue Ofelia a sus escaparates para traerle unas ropas que ya no usaba. La Mayorala, aunque alabando la calidad de los géneros, lo miraba todo con cierta desconfianza: aquí, el escote le resultaba descarado; allá, el rajado de la saya le parecía indecoroso. Ante las solapas de un tailleur de Redfern: «Yo no me pongo cosas de macho». Ante un negro ensemble de Paquin: «Si acaso, para un velorio». Al fin aceptó, de pronto contenta, un modelo de Paul Poiret, algo inspirado en los diseños de Léon Bakst para Sheherezade, que le recordaba las faldas y blusas floreadas de su pueblo. Y aquella noche, como en acto consagratorio de la nueva vivienda, se fijaron dos argollas en las paredes, se anudaron las cabuyeras, y quedó colgado el chinchorro de estambre del Primer Magistrado —«perdón: El Ex», rectificó el Patriarca, entregándose al gozo de una primera mecida. Pronto se orientó La Mayorala en un vasto ámbito que tenía el Arco de Triunfo por centro y el río por frontera extrema —río que nunca cruzaba, porque las personas que mucho aplanchan y mucho cocinan corren el peligro de pasmarse si atraviesan un puente. Había encontrado una iglesia en la plaza donde un caballero de bronce, poeta de mucho mérito que había sido amigo del Emperador Pedro del Brasil —según le había explicado el Cholo Mendoza—, parecía meditar interminablemente, y, detrás de la iglesia de un San Honorato de no sé cuántos, una estupenda pescadería donde vendían calamares, gambas, chirlas, bastante parecidos a los de allá, y unas almejas idénticas a las que, en las playas de La Verónica, salían de las arenas, como atraídas por imán, cuando advertían que sobre ellas se había sentado una mujer deseosa de hombre. En una tienda, cerca, vendían ollas y cazuelas de barro, y, robándose ladrillos de una obra en construcción —llevados de dos en dos, cada día, en el saco de hule donde cargaba con limones, ajos y perejiles—, había transformado la estufa de la mansarda en fogón criollo, alimentándolo con leña traída, en pequeños haces alambrados, del Bois-Charbons de Monsieur Musard, al que iba muy a menudo, ahora, pues se estaba aficionando grandemente al Muscadet y al Gaillac dulce —vinos que, según decía, «le entonaban el cuerpo»… Y empezó a vivirse, allí, bajo techo de pizarra, en latitud y horas que eran de otra parte y de otra época… La mañanita se llenaba de un olor a café recio, colado en media de lana, endulzado por un melado de caña que la zamba conseguía a un costado de La Madeleine, a donde sabía ir ya sin perderse, pues había comprobado que, pasándose bajo el Arco de Triunfo, en el mero centro, divisaba a lo lejos la Piedra Parada, hacia donde andaba, doblando luego a la izquierda para encontrar el edificio de muchas columnas ante cuyos altares había cumplido novena por su curación. Luego era una espera achinchorrada, con trago de aguardiente y habano de Romeo y Julieta, hasta que, a la voz de «¡Arrímense!», apareciera, sobre dos anchas tablas de nogal montadas en burros de carpintería, el desayuno ranchero de huevos en salsa de mucha guindilla, frijoles refritos, tortillas de maíz, chicharrones de cerdo y queso blanco, trabajado con mano de almirez y presentado en hojas de lo que fuese —con tal de que fuese verde— a falta de hojas de plátano. Venía luego la siesta mañanera, interrumpida a media modorra, a eso de las once, por el Cholo Mendoza, que traía la prensa del día. Pero esa prensa no era la que nacía en los amaneceres de las rotativas parisienses. Era prensa de ultramar, muy viajada y ajetreada, ajena a los acontecimientos inmediatos y a las fechas presentes. Le Figaro, Le Journal, Le Petit Parisien, no subían ya a aquel piso, habiendo sido sustituidos, poco a poco, por El Mercurio, El Mundo, Últimas Noticias, de allá, cuando no por El Faro de Nueva Córdoba o El Centinela de Puerto Araguato. El Primer Magistrado iba olvidando los apellidos de los hombres políticos de acá, importándole poco lo que en Europa ocurriera —aunque el reciente asesinato de Matteotti hubiese remozado su admiración por el fascismo italiano, y ese gran Mussolini que acabaría con el comunismo internacional—, atento, tan sólo, a lo que podía ocurrir allá… (Saludado como Restaurador y Custodio de la Libertad, luego de una entrada triunfal, montado en un caballo negro —aunque sin haberse puesto botas y llevando el traje de dril blanco que siempre había usado en cátedra universitaria— Luis Leoncio había subido las escaleras del Palacio Presidencial, calificado por él de «Establo de Augias» en manifiesto reciente, con paso y majestad de Arconte, severo el ceño, parco en gestos, mirando fríamente —con algo vagamente amenazador en las retinas— a quienes se excedían en felicitarlo por su triunfo. Mucho se había esperado de Quien —después de poner al día la nómina de empleados públicos, gracias a un pronto empréstito norteamericano— se hubiese entregado, cenobítico y frugal, a un inmenso trabajo de examen de los problemas nacionales. Durante semanas y semanas se enclaustró en su despacho, taciturno y distante, dándose al estudio de presupuestos, estadísticas, documentos políticos, prefiriendo la ayuda de libros técnicos, enciclopedias, informes y memorias, a la consulta de especialistas, harto llevados a particularizar las cuestiones —a dividir cartesianamente el conjunto en partes cuya multiplicidad nos hacía perder la visión del conjunto. Con unción, con emocionada impaciencia, se esperaban los resultados de su labor. Las gentes andaban por el Parque Central, cada noche, con pasos afelpados, hablando en voz baja señalando la ventana de luces encendidas hasta la madrugada, tras de la cual se estaba elaborando Algo Grande. Todos esperaban que hablara el Sabio de Nueva Córdoba. Pronto hablaría. Y por fin habló, ante una inmensa multitud reunida en el Estadio Olímpico. Y fue su discurso la torrencial arremetida —sin descansos ni respiros— de un diccionario desencuadernado, desencadenado, de hojas revueltas, rebelión de vocablos, tumulto de conceptos e ideas, acelerada percusión de cifras, imágenes, abstracciones, en un vertiginoso correr de palabras largadas a los cuatro vientos, que iban del Banco Morgan a la República de Platón, del Logos a la Fiebre Aftosa, de la General Motors a Ramakrishna, llegándose a la conclusión —al menos, así lo entendieron algunos— que de las Bodas Místicas del Águila y del Cóndor, de la fecundación de nuestro Inagotable Suelo por la Inversión Extranjera, en esta América, transfigurada por la pujante Técnica que del Norte nos vendría [y estábamos en los umbrales de un siglo que sería Siglo de la Técnica para un Continente Joven], a la luz de una innata espiritualidad que era la nuestra, se realizaría una síntesis del Vedanta y del Popol-Vuh con las parábolas de Cristo-primer-socialista, único socialista verdadero, ajeno al Oro de Moscú y la Amenaza Roja, ante una Europa agonizante, agotada, ya sin savia ni genio —y bueno sería que acabáramos de librarnos de su ya inútil magisterio—, cuya decadencia irremediable había proclamado, no hacía mucho, el filósofo alemán Oswaldo Spengler. En el inicio de una nueva Era, en que las tesis-antítesis Norte-Sur, complementándose en lo telúrico y lo científico, desembocarían en la construcción de una Nueva Humanidad, el Alfa-Omega, partido de la Esperanza, había respondido al sturm-und-drang, a la pulsión política, de las generaciones nuevas, marcando el ocaso de las Dictaduras en este continente, estableciendo una Democracia auténtica y verdadera, donde habría libertad de acción sindical, siempre que ésta no rompiera con una necesaria armonía entre el Capital y el Trabajo; se reconocía la necesidad de una oposición, siempre que fuese una oposición cooperativa [crítica sí, pero siempre constructiva]; se aceptaba el derecho de huelga, siempre que las huelgas no paralizaran las empresas privadas ni los servicios públicos; y, en fin, se legalizaría el Partido Comunista, puesto que, de hecho, existía en nuestro país, siempre que no entorpeciera el funcionamiento de las instituciones y no alentara la lucha de clases… Y cuando el orador remató su discurso en «¡Viva la Patria!», habían sido tantos los «peros», «sin embargo», «no obstante», «a pesar de lo dicho», «siempre y cuando», pronunciados antes, que los oyentes quedaron con la impresión de haber vivido en un tiempo totalmente detenido, ajeno al quehacer de los relojes, suspensión del Transcurso, ya que el Austero Doctor, al bajar de la tribuna, dejaba tras de sí un total vacío mental —cerebro en blanco, éxtasis agnóstico— en quienes lo habían escuchado… Y en los meses que siguieron, todo fue desconcierto y confusión. El Presidente Provisional —ya no tan provisional— no acababa nunca de tomar una decisión. Toda iniciativa propuesta por sus colaboradores, toda medida de aplicación inmediata, le parecía «prematura», «inoportuna», «festinada» —pues «no estábamos preparados», «aún no era tiempo», «nuestras masas no estaban maduras», etcétera. Y fue, al cabo de pocos meses, el escepticismo y el encogerse de hombros, y el gozar al día, y la décima, y la guitarra, y las maracas, de quienes demasiado habían esperado, en tanto que ya se hablaba de Descontento en el Ejército: —«Golpe Militar en puertas» —vaticinaba el Primer Magistrado—: «No sería novedad. Como dice un refrán nuestro: ‘Poco pinta una raya más en la piel de un tigre’.» —«Pero, ahora dicen que se trata de jóvenes oficiales» —observaba el Cholo. —«En vez de machete, metralleta» —decía el Poderoso de otros tiempos—: «Para el caso es lo mismo»… Pero había algo nuevo en el ambiente: Liberación, ahora periódico legal, aparecía cada mañana sobre ocho páginas —a pesar de que, de cuando en cuando, inesperadamente, su imprenta fuese allanada por unas milicias oficiosas del Alfa-Omega, que volcaban las cajas, dispersaban las galeradas, apaleaban a los linotipistas. Gente de insospechable filiación comunista colaboraba ahora en sus planas, con firma al pie del artículo. La casa Francis Salabert, de París, editora de música, había recibido un pedido de mil ejemplares de La Internacional que ya se cantaba, allá, con la letra traducida al español, recién publicada en México por una revista —El Machete— que publicaba Diego Rivera…). Y transcurrían los meses, leyéndose la prensa de febrero en abril y la de octubre en diciembre, con acrecidas evocaciones de sucesos pasados, revivencias de personajes desaparecidos: presencia de un ayer, harto ayer, metido en hoy, hecho carne en una carne que habitaba entre nosotros pero se iba descarnando, porque era evidente que la fornida y altanera estampa del Ex empezaba a deteriorarse con el correr de un tiempo que, progresivamente apresurado para quien lo vivía, menguaba, apretaba, el espacio comprendido entre una Navidad y otra Navidad, entre un desfile militar de 14 de Julio y el próximo desfile militar de 14 de Julio —con enorme bandera, tremolante bajo el Arco de Triunfo, que parecía haber quedado ahí desde la vez pasada. Florecían los castaños, desflorecían los castaños, reflorecían los castaños, arrojando fechas al cesto de papeles, y tenía el sastre de Monsieur le President que regresar y regresar a la Rue de Tilsitt para remodelar sus paños sobre una anatomía desgastada que se esmirriaba de día en día. La cadena del reloj le retrocedía visiblemente sobre un chaleco menos abultado, en tanto que los hombros, antaño empinados en inflexible tiesura, se replegaban ahora sobre clavículas ya liberadas de las grasas del tórax —como observaba La Mayorala que, en hora del baño, daba esponja y guante de crin al pecho de su Primer Magistrado. Y, por lo mismo que la alarmaba esa progresiva delgadez y no creía en medicinas de pomo, de las que aquí vendían, por carta dictada —balbuceada, más bien— al Cholo Mendoza, logró que una comadre Balbina, del Palmar de Siquire, donde no había oficina de correos, le mandara un paquete de yerbas curanderas —el mismo que, viajado por burro, mula, bicicleta, autobús, varios trenes, dos barcos y un ferrocarril, iba a recoger hoy Elmira al Despacho de Bultos Postales de la Rue Étienne Marcel. La acompañaban su Ex-Presidente y su Ex-Embajador, pues era preciso llenar muchas papeletas, poner muchas firmas, y eso era para gente que supiera leer y escribir —y en francés, que era lo peor… Ya envuelto el envío en un rebozo, muy abrigados los tres porque hacía frío aunque el día fuese iluminado por un claro sol de cielo sin nubes, divisó Elmira, por vez primera, las torres de Notre-Dame. Al saber que era la Catedral de París, se empeñó en ir hasta allá para prender un cirio a la Virgen. Se detuvo, atónita, frente al edificio: —«Lo que yo digo: éstas son las cosas que debieran hacerse en nuestros países para atraer al turista». Las figuras del tímpano, de los linteles, la recordaron las esculturas de Pedro Estatua, su paisano de Nueva Córdoba. —«No es tonta la zamba» —observó El Ex, quien no había reparado, hasta ahora, en que hubiese algún parentesco estilístico entre esto y aquello, sobre todo en las caras de diablos, el potro encabritado, los mengues cornudos, las zoologías infernales, del Juicio Final. Y fue, luego, una asombrada Penetración en la Nave —nave que rebrillaba por toda la gama de sus cristalerías, aunque dejando en siluetas obscuras, por juegos del contraluz, la persona de los visitantes, escasos en esta media tarde de ficticia primavera. Por descansar, se sentaron entre los dos rosetones del crucero. En la otra punta de la hilera de sillas, un joven, de largo abrigo y bufanda friolenta, lo contemplaba todo con profunda y detenida atención. —«Un calambuco» —dijo la Mayorala. —«Un esteta» —dijo el Cholo Mendoza. —«Un alumno de Bellas Artes» —dijo el Primer Magistrado. Y en voz baja, para entretener a la zamba, empezó a narrarle, como abuelo a nieta, las verídicas historias que aquí se habían visto: la del archidiácono enamorado de una gitana que, a compás de pandero, hacía bailar una cabra blanca (Elmira, de niña, había visto unos gitanos de esos, pero lo que hacían bailar era un oso…); la de un poeta vagabundo que amotinó a unos mendigos para que asaltaran la iglesia («cuando hay bochinches, siempre se perjudican las iglesias», dijo Elmira, recordando un caso que mejor hubiese sido no recordar…); la de un campanero jorobado, también enamorado de la gitana («los gíbosos son muy enamorados, y las mujeres como que les hacen caso, pero es mero mero para tocarles la joroba, porque trae buena suerte…»); y la de dos esqueletos que aparecieron abrazados y que acaso fuesen los de Esmeralda y el campanero («se han visto casos, como el que se cuenta en la canción del viejo enterrador de la comarca, que tenemos en disco…»). Pero en eso bramaron los órganos en tremenda arremetida sonora. No se oían unos a otros. —«Vámonos de aquí» —dijo El Ex pensando en el excelente vino de Alsacia que servían en el café de la esquina, donde, por cierto, habría más calor que aquí… Y en su silla de cabecera permanecía el «calambuco» —como lo había llamado Elmira— entregado a su deslumbrada contemplación. Era éste su primer encuentro con el gótico. Y el gótico se le había alzado, a ambos lados, en arquerías y vitrales, con una revelación insospechada: al lado de esto, toda arquitectura le parecía elemental, pegada a la tierra, enraizada, harto ctónica, aun en sus expresiones más sometidas a Códigos de Proporciones y Reglas de Oro. Esta edificación lanzada hacia arriba, exaltación de la verticalidad, locura de verticalidad, le minimizaba los frontones del Partenón que no eran, en suma, sino una versión trascendida, sublimada, del techo de dos aguas de la choza arcaica, con la columna acanalada que era transfiguración, en forma regida por módulos, del horcón —cuatro troncos, seis troncos, ocho troncos— que sostenían los dinteles, vigas de cedro, de los rústicos portales campesinos. En lo griego, en lo romano, perduraba el parentesco genésico de lo telúrico y vegetal. De la cabaña del porquerizo Eumeo al templo de Fidias, el camino estaba claro y despejado, en su proceso de estilizaciones sucesivas. Aquí, en cambio, la arquitectura se hacía invención, ocurrencia, creación pura, en un nunca visto aligeramiento de materiales —ingravidez de la piedra—, con nervaduras que nada debían a las estructuras del Árbol —con los soles propios de sus rosetones prodigiosos: Sol del Norte, Sol del Sur. Entre dos soles se hallaba el contemplador del crucero, preso entre los rojos de un encendido poniente y la grave y mística sinfonía azul de los vidrios boreales. Al Norte, la Madre, centrando una corte temporal —como de Intercesora, al fin— de Profetas, Reyes, Jueces y Patriarcas. Al Sur —en sangre de suplicio— el Hijo, soberano de una corte intemporal de Apóstoles, Confesores, Mártires, Vírgenes Cuerdas y Vírgenes Locas. Todo el misterio del nacer, del morir, del eterno renacer de la vida, del paso de las estaciones, se encontraba en la línea recta, imaginaria, invisible, tendida entre los dos círculos centrales de las inmensas luminarias, abiertas en un magníficat de estructuras desprendidas del suelo, como colgadas, sin peso, de sus campanas y gárgolas. Una tubería de órgano, en sombras, alzó de pronto sus triunfales fanfarrias… Ateo porque sus íntimas interrogaciones no buscaban respuestas en terreno religioso; descreído, porque ser descreído era propio de su generación, preparada a ello por el espíritu cientificista de la anterior; adversario de las políticas y componendas que demasiado a menudo, en su mundo, trasladaban las Iglesias al campo de sus adversarios, manteniendo, en nombre de la fe, un falso orden que se devoraba a sí mismo, el contemplador de los Soles de Cristal era sensible, sin embargo, a la dinámica de los Evangelios, reconociendo que sus textos habían tenido, en su tiempo, el mérito de promover una estruendosa devaluación de tótems y genios inexorables, presencias obscuras, amenazas zodiacales, cayados de augures, sometimientos a idus de marzo e inapelables designios.

Pero si una nueva toma de conciencia de sí mismo —el drama de la existencia puesto dentro y no fuera de sí mismo— había llevado el hombre a analizarse en función de valores que lo sustraían a los terrores primordiales, seguía, gigante extraviado, tiranizado por quienes, semejantes a él, infieles a sus promesas primeras, habían creado nuevos tótems, nuevos hados, templos sin altares, cultos sin sacralidad, que era necesario echar abajo. Próximos estaban acaso los días en que habrían de sonar las trompetas de un Apocalipsis, pero esta vez tocadas por los comparecientes y no por los ángeles del Juicio Final. Tiempo era ya de fijar los protocolos del futuro y de ir instalando el Tribunal de Reparticiones… El joven miró su reloj. Las cuatro. El tren. Se sumió nuevamente en la belleza total de lo circundante, aunque ya era hora de andar hacia lo suyo. —«Me siento de más donde todo está hecho» —pensó, saliendo de Notre-Dame por el pórtico central —el de la Resurrección de los Muertos. Todavía tenía tiempo de probar un vino de Alsacia, excelente, que se servía en el café donde había dejado su maleta al cuidado de un camarero. Cruzó la calle y entró en el bistrot sin notar que tres personas —una mujer, dos hombres—, sentados en una banqueta del fondo, lo miraban con asombro. Pagada su copa, El Estudiante volvió a la calle y detuvo un taxi. —«A la garra del Norte, please»… La cita era en el buffet, donde ya estaban reunidos varios delegados a la «Primera Conferencia Mundial contra la Política Colonial Imperialista» que mañana, 10 de febrero, se abriría en Bruselas, bajo la presidencia de Barbusse. Ya estaba ahí el cubano Julio Antonio Mella, a quien había conocido horas antes, en compañía de Jawaharlal Nehru, delegado por el Congreso Nacional Hindú. —«Ya entró el tren en carrilera» —dijo alguien, señalando la Vía 8. Los tres agarraron sus magras valijas y subieron a un compartimiento de segunda. El hindú, arrinconado junto a una ventanilla, se entregó al examen de unos papeles, mientras Mella se interesaba por la situación política de nuestro país. —«Tumbamos a un dictador» —dijo El Estudiante—: «Pero sigue el mismo combate, puesto que los enemigos son los mismos. Bajó el telón sobre un primer acto que fue larguísimo. Ahora estamos en el segundo que, con otras decoraciones y otras luces, se está pareciendo ya al primero». —«Nosotros, ahora, estamos entrando en lo que ustedes pasaron» —dijo Mella. Y le habló del nuevo Dictador de Turno, el de Cuba, a quien —lo sabíamos— había doblegado en batalla librada desde la cárcel, por tenaz, prolongada y lúcida huelga de hambre, obligando su adversario a devolverle la libertad, marchando luego a México, donde proseguía su lucha… Bastante parecido resultaba Gerardo Machado al que había sido Primer Magistrado nuestro, en el físico, el comportamiento político y los métodos, pero era distinto por cuanto, siendo muy inculto, no erigía templos a Minerva como su casi contemporáneo Estrada Cabrera, ni era afrancesado, como habían sido otros muchos dictadores y «tiranos ilustrados» del Continente. Para él, la Suprema Sabiduría estaba en el Norte: —«Soy imperialista» —declaraba, mirando fervorosamente hacia Washington—: «No soy un intelectual, pero soy un patriota». Sin embargo, tuvo el involuntario humorismo de hacer saber al público, un día, por sus periódicos, que estaba «estudiando las tragedias de Esquilo» [sic]. —«Es buen candidato para ingresar en el clan de los Atridas» —dijo El Estudiante. —«Por lo que se está viendo, ya forma parte de la familia» —dijo Mella. —«Pronto ordenará una recogida de libros rojos» —dijo El Estudiante. —«Ya está hecha» —dijo el cubano. —«Cae uno aquí, se levanta otro allá» —dijo El Estudiante. —«Y hace cien años que se repite el espectáculo». —«Hasta que el público se canse de ver lo mismo». —«Hay que esperarlo»… Abriendo sus carteras de cuero —mexicanas las dos, con calendario azteca repujado en la tapa— intercambiaron los textos de sus informes y ponencias para leerlos por el camino. Nehru, en su rincón, con algunos papeles en las rodillas, estaba como sumido en su mundo interior, oculto tras de sus ojos muy abiertos. Hubo un largo silencio. El tren se acercaba a la frontera en la noche —doble noche— de los corones carboneros. —«Cool, cool» —dijo Nehru, sin que los otros acertaran a saber si se refería al carbón o al frío —por una explicable confusión entre coal y cool— pues hacía frío, en este vagón de segunda, un frío casi excesivo para ellos, hombres de países cálidos. Y volvió el hindú a dormirse sin dormir, hasta que el tren llegó a Bruselas.