Señorial y armoniosa, sólidamente inscrita en el ruedo de bloques arquitectónicos que deslindaban la plaza triunfal —como acorazada ante cualquier afrenta exterior por una espesa pátina que se le iba ensombreciendo de año en año, con difumino de molduras y relieves—, la casa de la Rue de Tilsitt lo acogió en el regazo de su atrio defendido por altas rejas negras, como acoge el albergue montañés al alpinista extraviado que a su puerta llama tras de un alucinado andar entre aludes y precipicios. Eran las cinco de la madrugada. Usando de su llave personal para no despertar a Sylvestre, el Primer Magistrado entró en el vestíbulo y prendió la luz. Detrás de él, La Mayorala, que venía tiritando y tosiendo desde la Gare Saint-Lazare, a pesar del apolillado abrigo forrado de guatina que había comprado en Bermudas, se quejaba de pasmos, cerrazón de pecho y dolor de huesos, pidiendo ron, cama y Jarabe de Tolú. —«Dale del Santa Inés que me queda y llévatela, por la escalera de servicio, a uno de los cuartos de la mansarda» —dijo el Ex (ahora se llamaba a sí mismo El Ex, con crispada ironía) al Cholo Mendoza, que venía cargando con las maletas. Solo ya, miró en torno suyo, notando que había cambios en el adorno y el mobiliario. Donde creyó encontrar nuevamente la mesa de caoba con jarrones chinos, la flor de marfil que en su cáliz recogía las tarjetas de visita, la ondina, envuelta en su cabellera, desde siempre erguida junto al terciopelo carmesí de una panoplia de dagas y espadas, se halló ante la desnudez de paredes pintadas de claro, sin más ornamento que el de unos arabescos yesosos que, pensándolo bien, podían verse como un muy estilizado encrespamiento de olas. En cuanto a muebles, una larga banqueta con cojines de encendido color que era, acaso, el llamado «color tango», y, sobre estrechos pedestales, unas esferas, prismas, rombos, de cristal, que encerraban bombillas eléctricas. —«No está feo; pero lo de antes resultaba más distinguido; más a tono con la vivienda» —pensó El Ex… Subió al primer piso, husmeando deleitosamente el olor a nogal barnizado de los peldaños que, por su permanencia, venía a abolir un largo, larguísimo, tiempo transcurrido. Las luces del amanecer se pintaban ya, en amarillo pálido, tras de las cortinas del salón. Fue el Mandatario a una ventana, apartando el brocado para mirar a la plaza. Ahí, magnífico y majestuoso, plantado sobre su abolengo impar, estaba el Arco de Triunfo, con su Marsellesa boquiabierta, su clamante Tirteo en armas, y el viejo guerrero del casco, seguidos por el niño-héroe de los cojoncillos al aire. Ahí estaba representado, en perdurabilidad, el genio de una Francia cartesiana, única capaz de haber engendrado el anticartesiano mundo imaginado, animado, levantado y roto, por un corso inverosímil, meteco portentoso, de bragueta ensalmada por una mulata martiniqueña, que había ido a perder el bicornio en un incendio moscovita, después de que sus tropas, tintas de polaco y mameluco, fuesen apaleadas por los guerrilleros del Cura Merino y de Juan Martín «El Empecinado». Pero, detrás de quien contemplaba el monumento, estaban unos cuadros que acaso representaban, con más cabalidad, el espíritu de la Francia cartesiana. Se volvió hacia ellos, prendiendo la electricidad. Y lo que le vino al encuentro fue tan inesperado, tan absurdo, tan inconcebible, que cayó en una silla, estupefacto, tratando de entender… En lugar de la Santa Radegunda merovingia de Jean-Paul Laurens, con sus peregrinos de Jerusalén, se erguían tres personajes, apenas personajes, sin relieve, de anatomías desintegradas en planos geométricos, cuyas caras —se suponía que fuesen caras— estaban cubiertas por antifaces. El uno, encapuchado como monje, con un papel de música en la mano; el del centro, con gorro de payaso, soplando en algo como un clarinete; el tercero, ajedrezado como arlequín, con una mandolina o guitarra o laúd o vaya usted a saber qué, terciado a medio cuerpo. Y los tres personajes —si es que eran personajes— estaban ahí, inmóviles, grotescos, como criaturas de pesadilla, mirando —si es que miraban— con aire de gente a quien molesta la presencia de un intruso. —«¿Qué hace usted aquí?» —parecían decirle—: «¿Qué hace usted aquí?»… Pero eso no era todo: en otro testero, en vez de la delicada marina de Elstir, había algo indefinible: entrecruzamiento de rayas horizontales, verticales, diagonales, en colores de tierra y de arena, sobre el cual aparecía, pegado, un trozo de papel de periódico —Le Matin— que El Ex trató de desprender con la uña del pulgar, pero sin lograrlo, pues se le resistía el barniz. Enfrente, donde se hubiese colgado, antaño, la Cena de los Cardenales de Dumont, había algo ahora, totalmente desprovisto de sentido y que debía ser, tal vez, un muestrario de los colores Ripolin, pues se trataba de una presentación de rectángulos y círculos, blancos, rojos, verdes, delimitados por espesas líneas negras. Al lado, en lugar del Pequeño deshollinador de Chocarne-Mareau, se insinuaba una especie de Torre Eiffel jorobada, gacha, chueca, patuleca, como rota en su estructura central por una titánica mandarria caída del cielo. Allá, entre las dos puertas, unas mujeres —¿mujeres?— cuyas piernas y brazos estaban hechas como con pedazos de tubos de calefacción. Donde yo había colocado la Recepción mundana de Bérard, con sus maravillas de encajes, escotes y contraluces, se me presentaba un galimatías incalificable que, para colmo, ostentaba, en buenas y rotundas letras, el título de: Ojo cacodilato. Y allá, sobre el pedestal giratorio de mármol verde, se paraba una forma de mármol, forma informe, sin significado ni intención discernibles, con unas bolas —dos— en la parte inferior, y una cosa alargada arriba —y perdóneseme la mala idea— que sólo podía resultar una figuración poco realista y muy exagerada en sus proporciones —indecente, desde luego— de lo que todo varón bragado tiene donde tiene que tenerlo. —«Pero… ¿qué coño es todo esto?». —«Es el arte moderno, Señor Presidente» —murmuró quedamente el Cholo Mendoza, que acababa de dejar a La Mayorala, arriba, envuelta en mantas, rendida bajo un edredón de plumas… Y ahora corría El Ex de habitación en habitación, hallando en todas partes las mismas transmutaciones gráficas, los mismos desastres: cuadros locos, absurdos, herméticos, sin evocaciones históricas o legendarias, sin asunto, sin mensaje, fruteros que no eran fruteros, casas que parecían poliedros, caras con un cartabón por nariz, mujeres con las tetas fuera de sitio —una arriba, otra abajo— o con una pupila en la sien, y, más allá, tan revueltas que parecía que estuviesen fornicando, dos anatomías quebradas, enredadas en sus propias líneas, acaso cochinas —aunque para pintar a dos personas en eso (y él tenía su buena colección de estampas pornográficas bajo llave) hacía falta un dominio del dibujo, un manejo de los escorzos, una gracia en el embricamiento de los miembros, que no tenían, ni con mucho, esos artistas fracasados que se llamaban «modernos» porque eran incapaces de dibujar cabalmente un desnudo, de plantar un joven espartano en el escenario de las Termópilas, de hacer correr un caballo que fuese un caballo, de decorar —digámoslo de una vez— los plafones de la Ópera de París o de llevar una visión de batalla con el épico brío de un Detaille. —«¡Voy a mandar a descolgar todas estas mierdas!» —gritó el amo de la casa, vuelto a ser el Amo de la Casa, agarrando el cuadro del Ojo cacodilato. —«¡Qué te crees tú eso!» —dijo, detrás de él, Ofelia, que acababa de entrar, vestida de sastre azul noche, algo despeinada, corrido el rimmel, con todo el aire de quien trae impulso de copas. —«¡Hija!» —dijo el Primer Magistrado, apretándola contra sí con tan repentino enternecimiento que la voz se le quebró en un sollozo—: «¡Hija! ¡Carne de mi carne!». —«¡Papacito lindo!» —decía ella, llorando también. —«¡Tan rechula y tan guapa!». —«¡Y tú, tan recio y tan entero!». —«Ven: siéntate a mi lado… Tengo tanto que hablarte… Tengo tanto que contarte…». —«Es que…». Y, por sobre el hombro de Ofelia, donde acababa de marchitarse una orquídea oliente a tabaco, vio aparecer El Ex, como en mamarrachada de carnaval de Flandes, unas caras desmelenadas, pintarrajeadas, trasnochadas —borrachas, seguramente. —«Amigos míos… Cerraron el dancing donde cenamos… Vinimos a seguir la fiesta». Gente, más gente; gente desabrochada, desgarbada, desgalichada; gente descortés, desatenta, desfachatada; gente que estaba como en casa —más que en casa: en un quilombo— sentándose en el suelo, trayendo botellas de la despensa, enrollando la alfombra para poder bailar sobre la madera encerada del piso, sin hacer caso de él. Mujeres con las faldas por las rodillas, con el peinado de cerquillo que era, allá, el distintivo de las putas; jóvenes amariconados, con camisas a cuadros que parecían hechas con delantales de cocineras. Y el gramófono, ahora: «Yes, we have no bananas» (ese horror, padecido en el barco, durante toda la travesía del Atlántico) «we have no bananas today». Ofelia reía con sus amigos, iba, volvía, sacaba discos de un librero, venía con más licores, llenaba copas, reanimaba la cuerda del gramófono, y era, con El Ex resignadamente sentado en un diván, un diálogo de frases truncas, deshilvanadas, sin respuestas, noticias que no acababan de precisarse, entre vueltas y vueltas por el salón: no fue a la Gare Saint-Lazare porque el aerograma avisando llegada había llegado ayer tarde, cuando estaba en un vernissage; de ahí habían ido a festejar y sólo ahora acababa de dárselo la conserje, recién levantada: «ahora sí que vamos a ser felices; no tendrás que volver a ese país de salvajes» (empezaba a sonar el Saint Louis Blues de los malos recuerdos: el mismo que había tocado el Agente Consular, la tarde aquella…). —«Oye: me traje a La Mayorala» / «¿y dónde está?» / «dormida, allá arriba» / «yo, francamente, no la hubiese traído» / «ella es la única persona que, allá, no me haya traicionado… porque… ¡hasta Peralta!» / —«Siempre me dio el corazón que era un jijo de la chingada» / «peor que eso: un Maquiavelo de bolsillo» / «ni eso: si acaso, el bolsillo de Maquiavelo» / (otra vez: «Yes, we have no bananas»…) / «yo no me hubiese traído a La Mayorala; no me la imagino en París; es una carga más que nos hemos echado encima» / «tenemos que hablar de eso, tenemos mucho que hablar» / «mañana, mañana, mañana…» / «pero, si ya es mañana; ya es de día» / (otra vez el Saint Louis Blues) / —«Oye… ¿y vas a dejar todas esas mierdas en las paredes?» / «Ay, no seas atrasado, viejo querido: ése es el arte de hoy; ya te irás acostumbrando» / «¿y mis Jean-Paul Laurens, mi Lobo de Gubbio, mis marinas?» / «Las vendí en el Hotel Drouot: por cierto, que me dieron una basura por todo el lote: ya eso no interesa a la gente» / «¡carajo!, ¡podías haberme consultado!» / «¿cómo te iba a consultar si los periódicos, en esos días, decían que te habían tronado? Me agarró la noticia en la Feria de Sevilla» / (Otra vez: «Yes, we have no bananas»…) / —«¿Y cuando te dieron la noticia lloraste mucho?» / «Mucho, mucho, mucho»… / «Te pondrías mantilla negra, seguramente» / «Espera, que voy a dar cuerda al gramófono»… (sube el tono de «Yes, we have no…» que había descendido al registro grave) / —«Oye… ¿y esta gente se va a quedar aquí mucho rato?» / «Si quieren quedarse, no los voy a botar» / «Es que, tenemos mucho que hablar» / —«Mañana, mañana, mañana…» / —«Pero: si ya es mañana…» / «Si estás cansado, vete a dormir»… / (nuevo disco: «Je cherche après Titine, Titine, oh! ma Titine»: otra obsesión a bordo del buque). Ahora Ofelia, dejándolo solo en el diván, se daba a bailar, como desaforada, con un inglés de pelo ensortijado que me presentó, al pasar, sin desprenderse de él, como un Lord… no sé qué, a quien había conocido en Capri y que —según me decía el Cholo Mendoza, ahora sentado a mi lado— había tenido líos con la policía francesa por usar colegiales del Liceo Jeanson-de-Sailly en artísticas escenificaciones de una «Bucólica» de Virgilio: sí, aquella del pastorcillo Alexis; la conozco, la conozco… El Ex miraba a su hija, a todos los demás, con creciente irritación: esas dos, que bailaban, hembra con hembra, de caras pegadas. Y aquellos dos, macho con macho, agarrados por la cintura. Y aquella otra, del pelo corto, besándose con la rubia flaca del chal amarillo. Y esas pinturas estúpidas, incomprensibles, en las paredes y aquella estatua blanca, obscena, falo de mármol, entre botellas de wisky en cuya etiqueta un caballo, blanco también, venía a ser, al menos, una figura de buena ley. De pronto se le enrojeció la cara en arrebato de cólera —Mendoza le conocía el síntoma—, cruzó el salón, levantó el diafragma del gramófono, tiró varios discos al suelo, acabando de romperlos a taconazos. —«¡Bótame a toda esta crápula de aquí!» —gritó. Replegada sobre los demás, que esperaban, estupefactos, Ofelia —tal un jefe de tribu que mide las fuerzas del adversario antes de acometer— era quien miraba ahora a su padre con creciente ira. El «papacito lindo» le crecía de pronto ante los ojos; crecía, se hinchaba, se agigantaba, rompiendo las paredes con las manos, levantando el techo con los hombros. Si se le devolvía la autoridad de otros días, si se le dejaba entronizarse, mandar, resolver, en una casa donde muy gratamente se había prescindido de su presencia durante varios años; si no se le cortaban las ínfulas, si no se le atajaban los impulsos, acabaría de tirano acá, como lo había sido allá —acostumbrado a ser tirano siempre. —«Si no te gustan mis amigos» —dijo ella, adoptando aquel tono suyo, seco y frío, que el otro hubiese temido alguna vez—: «Si no te gustan mis amigos, coges tus maletas y te vas al Crillón o al Ritz. Ahí hay buenos apartamentos. Room service y ambiente distinguido». —«¡Sodoma y Gomorra!» —aulló el Primer Magistrado. —«Por eso te tumbaron: por estar hablando babosadas» —dijo Ofelia. —«¿Y quién es éste?» —preguntaban todos, ahora. —«Mon père, le President» —dijo Ofelia, con repentina solemnidad, como para suavizar un tanto la brutalidad de lo dicho antes. —«Vive le President! Vive le President!» —gritaban todos ahora, mientras uno, remedando clarinadas de clown, entonaba La Marsellesa. —«Vete a dormir, papá»… Soleadas lucían las cortinas del salón a pesar de las luces de dentro. Bien comenzada era ya la mañana para toda la ciudad. —«Vamos al Bois-Charbons» —dijo El Ex al Cholo Mendoza. —«Bye-Bye» —dijo Ofelia. Y mientras los señores bajaban la gran escalera de honor, los otros, arriba, asomados sobre el barandal con caras de caretas, coreaban en música del Mambrú:
L’vieux con s’en va-t’en guerre
Mironton, mironton, mirontaine.
L’vieux con s’en va-t’en guerre,
Et n’en reviendra pas!…
—«Alors… on a eu des malheurs, mon bon Monsieur?» —dijo Musard, cada día más parecido al caudillo mostachudo del Arco de Triunfo, al verlos aparecer. (Era evidente que se había topado con mi retrato, recientemente, en algún periódico). —«Oh! Vous savez… Les revolutions…» —dije. —«Les revolutions, ça tourne toujours mal» —dijo el hombre de los vinos, sacando una botella—: «Voyez ce qui s’est passé en France avec Louis XVI:». (Evoqué la portada de La Convention de Michelet, de la edición Nelson, donde aparecía el Ciudadano Capeto en el cadalso, muy digno, suelto el cuello de la camisa, como en consulta de otolaringólogo). —«Ce sera pour la prochaine fois» —dije, llevándome la mano al pescuezo. Advirtiendo acaso, aunque tardíamente, que su evocación de Luis XVI había sido un tanto inoportuna, Monsieur Musard trataba, ahora, de arreglar las cosas: «Les revolutions, vous savez… Il paraît que sous l’Ancien régime on était bien mieux… Ce sont nos quarante Rois qui ont fait la grandeur de la France». —Éste ha leído La Acción Francesa —dijo el Cholo Mendoza. —«Nos está saliendo barresiano» —dije. — «Le Beaujolais nouveau est arrivé» —dijo Monsieur Musard llenando tres copas—: «C’est la maison qui régale»… Bebí mi vino con deleite. Del fondo del cafetucho nos llegaba un grato olor a leña resinosa, de esa que aquí vendían, en pequeños haces alambrados, para prender los fuegos de carbón. Allí estaban, en sus estantes, como si el tiempo no hubiese transcurrido, inmutables en formas y etiquetas, las botellas de la Suze, el Picon, el Raphaël, el Dubonnet. —«¿De qué vas a vivir ahora?» —pregunté al Cholo—: «Ya no eres embajador». —«Hombre precavido vale por dos. Tengo dinero de sobra». —«¿De dónde lo sacaste?». —«Gracias a mí la población de nuestro país cuenta con treinta mil ciudadanos nuevos, que no figuran en los censos, ni conocen nuestro mapa. Les he fabricado pasaportes y cartas de ciudadanía… Pobres gentes que quedaron sin patria. Víctimas de la guerra. Rusos blancos. Apátridas. Heimatlos. Obra buena que se hace… Además, los negocios que se consiguen con la valija diplomática… No habré sido yo el único. Yo no soy un santo. Otros la usan para cosas peores» [hizo el gesto de quien, por la nariz, aspira el rapé]. «Y eso que la tentación es fuerte, porque eso, ahora, rinde mucho. Pero, hay peligro… Con los pasaportes, en cambio… Tengo un duplicado de los cuños y sellos de la Embajada. Así que la tienda sigue abierta… Con discreción, desde luego»… —«Muy bien hecho: nuestros compatriotas no merecen otra cosa» [suspiro]. «¡Ay, hermano!… ¡Qué difícil es servir a la patria!»… Regresamos a la Rue de Tilsitt. Me salió al paso un portero nuevo, mutilado de guerra, sin duda, pues llevaba la bocamanga izquierda prendida, con alfiler imperdible, del hombro de la chaqueta azul, y lucía una insignia en la solapa. Fue necesario explicarle que yo era el dueño de la casa para que, con excusas teatrales y confundidas, me dejara pasar. Seguían corridas las cortinas del salón. En el diván, en las butacas, en cojines regados sobre la alfombra, dormían varios de los juerguistas de anoche. Pasando por sobre los cuerpos —algunos enredados, enracimados— llegué, por fin, a mi habitación. Saqué mi chinchorro del armario, colgándolo de las dos argollas que para eso estaban. En el Arco de Triunfo cantaba, como ayer, como siempre, la Marsellesa de Rude.
Pero si la Marsellesa seguía allí, con su caudillo vociferante y el niño-héroe metido entre sables y corazas, París, para mí, se había despoblado. Me di cuenta de ello, aquella tarde, cuando, tras de largo sueño, traté de hacer un recuento de lo que, en esta ciudad, podía recuperar. Reynaldo Hahn no me salía al teléfono. Acaso vivía en las afueras. «Abonné absent» —me decía la voz femenina de la Central. El Ilustre Académico, tan comprensivo siempre, a quien quería confiar mis tristezas y decepciones, pidiéndole consejos para escribir —acaso— unas «Memorias», había muerto, meses antes, en su apartamento del Quai Voltaire, víctima de una irreversible enfermedad, luego de una crisis mística, muy comentada en los círculos católicos, que lo llevaba a pasar días enteros entregado a la oración, en la fría iglesia de Saint-Roch, asociada, para mí, al recuerdo de una novela de Balzac que yo había leído, adolescente, en el Surgidero de La Verónica. (No sé por qué las iglesias bossuetianas, fenelonianas —me refiero al estilo—, como Saint-Roch, Saint-Sulpice, o la capilla de Versailles, no me incitan al fervor. Para sentir una iglesia cristiana, la necesito umbrosa, envolvente, llena de reliquias y portentos, imágenes de santos decapitados, sangre, llagas, lágrimas y sudores, heridas al vivo, selvas de cirios, piernas de plata y vísceras de oro en el altar de los ex-votos…). Supe que Gabriel D’Annunzio, después de meterse en el enredo de Fiume, estaba retirado —decían—, hecho príncipe —decían—, en su residencia italiana donde, adosada a una pared de roca, podía verse la proa de un acorazado, llevada hasta ahí en recuerdo de no sé qué hazaña. Me enteré —en eso Ofelia había dicho la verdad— que la pintura de Elstir había descendido mucho en la estimación del público: sus deliciosas marinas convivían ya, revueltas, en galerías de menor cuantía, con cualquier arte que, para los nuevo-ricos nacidos de la Guerra, tratara de olas, yolas, arenas y espumas. Amargado por el descenso de sus valores, se había retirado rabiosamente en su estudio de Bal-bec, tratando de alcanzar una «modernidad» que, por deformar su estilo personal sin añadirle nada, se traducía en desconcertadas búsquedas tan poco gustadas por sus admiradores de ayer como por quienes, ahora, seguían las nuevas corrientes. En música ocurría algo parecido: nadie tocaba ya las obras de Vinteuil —y menos su Sonata—, fuera de las jovencitas, alumnas de conservatorios, que, vueltas de sus clases de piano, las dejaban dormir en alguna gaveta para entregarse a las rarezas de La cathédrale engloutie o la Pavane pour une infante défunte, cuando no se encanallaban con el Kitten-on-the-keys de Zez Confrey. Y los jóvenes, los «entendidos» —¿de qué?—, los snobs, maravillados por unas músicas rusas traídas por Diaghilev, trataban al noble maestro Juan Cristóbal de «vieille barbe», renegando de él, como renegaban del Oro del Rhin. Y se habían visto cosas peores, inconcebibles: Anatole France, que bien podía haberse quedado en el mundo de Thais y Jerónimo Coignard, se había salido por peteneras socialistas, a última hora, proclamando la necesidad de una «revolución universal» que incluyera la América —¡nada menos!— dando fuertes sumas de dinero al abominable periódico L’Humanité. Otras gentes andaban muy mal: el Conde de Argencourt, aquel Encargado de Negocios de Bélgica, otrora tan ceremonioso, estirado, diplomático de gran estilo, había sido visto por el Cholo Mendoza, pocos días antes, frente al guiñol de los Campos Elíseos, hecho una ruina, idiotizado, con cara y facha de mendigo sonriente —como presto a alargar la mano para recibir limosnas… En tales días no me atrevía a llamar por teléfono a Madame Verdurin —ahora princesa por matrimonio. Temía que una princesa —o con humos de tal— hiciese un desdén a quien no era, en suma, sino un presidente latinoamericano arrojado de su palacio. Y pensaba yo, amargamente, en el lamentable fin de Estrada Cabrera; en los muchos mandatarios arrastrados por las calles de sus capitales; en los expulsados y humillados, como Porfirio Díaz; en los encallados en este país, tras de un largo poder, como Guzmán Blanco; en el mismo Rosas, de Argentina, cuya hija, cansada de representar papeles de virgen abnegada, de magnánima intercesora frente a los encarnizamientos del Terrible, revelándose, de repente, en su verdad profunda, había abandonado el duro patriarca al llegarle el ocaso, dejándolo morir de tristeza y soledad, en las grisuras de Southampton —él, que había sido dueño de pampas infinitas, ríos de la plata, lunas como sólo se ven allá, soles alzados y puestos cada día sobre los horizontes que a bragas señoreaba, viendo pasar las cabezas de sus enemigos, pregonadas como «sandías buenas y baratas», en las alegres carretas de los mazorqueros. Pasaban los días, y apenas veía yo a Ofelia, siempre metida en juegos y bretes. La Mayorala, ovillada, encogida bajo su edredón de plumas, negada a ser atendida por un médico francés, vivía las altas fiebres de una pleuritis, sin aceptar más remedios que el Ron Santa Inés y el Jarabe de Tolú —puesto que aquí no había yerbas de esas que allá, en cocimiento, hacían milagros. Y remozaba yo mis itinerarios parisienses con el Cholo Mendoza, yendo de Notre-Dame de Lorette a la Chope Danton, de una Avenida del Bosque que no era ya la de antes al Bois-Charbons de Monsieur Musard, aunque sin encontrar ya un pálpito urbano, un aire, una atmósfera, que en vano reclamaban mi olfato y mi memoria: El aliento de gasolina había sustituido el olor agreste —antaño universal y sin fronteras, tan de capital como de aldea— del cagajón de caballo. Ya no sonaban, en tempranas horas, los pregones del ropavejero, de la vendedora de berros y alpistes, ni el caramillo bucólico del amolador de tijeras. Ya no aparecían, en el ámbito de la Place des Ternes, tras de larguísimo andar, los alcarraceros de Badajoz con sus borricos emborlados a la extremeña. Sólo hallaba algo permanente, invariado, en el «Aux glaces», del 25 de la Rue Saint-Apolline, donde, entre escagliolas y mesas de mosaico, cristales pintados, calcomanías de flores sobre el largo espaldar de las banquetas de cuero, un piano mecánico de percutiente bulla, dos mozos de delantal blanco y botellas en andas de bandejas —como los de la etiqueta del Raphaël—, me esperaban mujeres que, a pesar de los años transcurridos, el relevo de generaciones, los renuevos del personal, las modificaciones de peinados, llevadas casi todas a una cierta delgadez preferida ahora a las opulencias fini-seculares, me devolvían a los capítulos iniciales de mi propia historia, a sus gozos primeros, a mil recuerdos remozados, a las ya lejanas crónicas de donde —como en otros países del continente— todo hubiese sido trastocado, desquiciado, maleado, por una repentina aceleración de los modos de vivir. Y había sido la confusión de las lenguas, la degradación de los valores, el irrespeto de los adolescentes, el insulto a los patriarcas, la profanación de los palacios, la Expulsión de los Justos… Aquí —«Aux glaces»— me encontraba con lo único permanente que, desde siempre —pechos más, pechos menos— era, aquí como allá, presencia y unicidad, dialéctica de formas irremplazables, común idioma de universal entendimiento. En el irreversible tiempo de la carne, podía pasarse, según las épocas, del estilo Bouguereau al estilo Eva-medieval, del escote Boldini al escote Tintoretto, o, inversamente, de las turbamultas de nalgas y vientres de Rubens a la frágil y ambigua estampa de una ninfa de Puvis de Chavannes; pasaban las modas estéticas, las variantes, las fluctuaciones del gusto que, espigando siluetas, jugando con las proporciones, alargando o ensanchando, no acababan nunca —mientras los estilos, en otras cosas, padecían perennes transformaciones— de alterar la fundamental verdad de un desnudo. Aquí, mirando lo que miro, me encuentro en el gran Detenimiento de las Horas, fuera de época, acaso en días del reloj de sol o del reloj de arena, y, por ello, librado de cuanto me ata a las fechas de mi propia historia, me sientio menos derribado de mis caballos de bronce, menos bajado de mis zócalos, menos monarca desterrado, menos actor en descenso, más identificado con mi yo profundo, con ojos aún hechos para mirar, con pálpitos que me vienen de los trasfondos de una vitalidad todavía puesta en deleitosa alerta ante algo que merezca ser mirado —riqueza bastante preferible (siento, luego soy) a la de un fingido vivir en la tonta ubicuidad de cien estatuas paradas en parques municipales y patios de ayuntamientos… Cuando tales cavilaciones venían a enseriarme donde no se venía para eso, al darme cuenta del desajuste entre pensamiento y lugar, me echaba a reír, largando una frase que siempre regocijaba al Cholo Mendoza: —«Todo menos to be or not to be en casa de putas». —«That is the question» —respondía el otro, que también se las daba de leído, haciendo señas a una Leda abundosa que, sabiéndose escogida de antemano, esperando su momento sin prisa, bebía algún aperitivo anisado en mesa próxima —a cuentas, ya, de quien aún no le hubiese dicho nada, pero que valía la pena esperar, porque los metecos eran clientes generosos que sabían apreciar la conciencia profesional en todo trabajo.