… puede ocurrir que, habiendo escuchado
un discurso cuyo sentido haya sido
perfectamente entendido por nosotros,
no podamos decir en qué idioma
fue pronunciado.
Descartes, Tratado de la luz
Afuera, tras de la guardia que montaban ocho marines con los fusiles atravesados de cadera a hombro, era un lento y callado desfile de gente que pasaba y volvía a pasar, mirando siempre hacia la casa. Sabían que yo estaba aquí, y andaban, andaban en redondo, como oyentes de retreta dominical, en espera de que me asomara a una ventana, entreabierta una puerta, me mostrara de alguna manera. —«En la capital, están saqueando las casas de sus ministros, cazando a los policías y delatores, arrastrando a los chivatos, quemando los archivos de la Secreta. El pueblo ha abierto las prisiones, liberando a todos los presos políticos». —«El fin del mundo» —dijo La Mayorala con pánicos aspavientos. —«¿Y a mí, cuándo me toca?» —dije, forzando la sonrisa. —«No creo que salten por sobre la cerca» —dijo el yanki—: «Y no lo harán porque El Estudiante —ese que armó la huelga— ha dirigido un inteligente manifiesto al pueblo. Lea»… Pero demasiado me temblaban las manos y estaban sucios los espejuelos: —«Dígame, mejor». —«En resumen: dice que no se debe provocar a nuestros soldados (nada de tirarles piedras, ni botellas, ni insultarlos siquiera…); no se deben atacar nuestras representaciones diplomáticas, ni agredir a nuestros compatriotas; en fin: nada que venga a justificar una mayor acción militar por parte nuestra. Hasta ahora, no hay intervención, sino simple desembarco. Cuestión de matiz —de nuances, diría un francés. Y El Estudiante tiene el sentido de los matices. Afirma que el placer de colgarlo a usted de un poste telegráfico no vale el riesgo de una intervención, que bien podría transformarse en una ocupación». —«Como, en Haití» —dije. —«Exacto. Eso es lo que no quiere El Estudiante. ¡Inteligente, el muchacho!». Y pensaba yo en el vertiginoso trastrueque de papeles que, en pocas horas, se había operado sobre el escenario de los tumultos. Ahora era El Estudiante quien se había transformado, repentinamente, en el custodio de mi amenazada existencia. Y oculto siempre —sin responder a las llamadas de los del Alfa-Omega, que le ofrecían garantías, lo invitaban a colaborar en el gobierno de Coalición Nacional que en Palacio estaba constituyendo Luis Leoncio Martínez, asesorado por Enoch Crowder, con asistencia de jefes militares no implicados en las ametralladas de antier y uno que otro sargento ascendido a coronel—, entregado a su soterrado trabajo de Hombre Invisible, seguía usando de una palabra capaz de contener a esos que, aglomerados ante el Águila-de-Escudo-en-Pecho, empezaban —tras de uno, de dos, de tres…— a concertar sus voces en un coro de insultos. —«Mientras no pasen de los gritos» —dice el Agente Consular. Pero empiezo a temer que, precisamente, pasen de los gritos. Y, de pronto, me veo en el espejo cagado de moscas que, puesto en ménsula coja, cubre uno de los testeros del despacho: estoy lamentable; sucia la bata que llevaba al salir de Palacio; sucia la camisa londinense de Hal-borow, agotada por tantos trajines, con el almidón de su cuello derretido por malos sudores; sucia la corbata gris-perla, muy de Primer Magistrado, manchada por las babas que de mi boca cayeron durante el reciente sueño. Y, de repente, el pantalón rayado, desprendiéndose de mi vientre deshinchado en horas, se me baja hasta las caderas, dándome un aire de excéntrico en music-hall inglés. Y esas gentes, allá afuera, a las que —sin ser vista por quienes gritan, desde luego— responde La Mayorala con gestos tremendamente obscenos, ilustración de un largo repertorio de imprecaciones interiores. Y, de súbito, es el terror: —«¿Por qué no me traslada usted a bordo del Minnesota?» —imploro. —«Serían palabras mayores» —me dice el yanki, adoptando un sorprendente tono de chunga, bastante impropio, a la verdad, de un funcionario diplomático—: «Aquí soy un simple Agente Consular que, creyendo actuar correctamente, le ha dado amparo. Si mañana conviene a mi gente decir que me he equivocado, aceptaré que me he equivocado, declararé a la prensa que me he equivocado, diré que lamento haberme equivocado, me mandarán a otra parte, y todo quedará en familia. A bordo del Minnesota, en cambio, sería usted el protegido oficial de nuestra Gran Democracia Americana [hizo un chusco saludo militar], que no puede aparecer, en estos momentos, como madrina de un ‘Carnicero de Nueva Córdoba’ que ha vuelto a salir, con fotos de Monsieur Garcin y todo, coast to coast, en la cadena de los periódicos de Randolph Hearst y bastante que le jodió a usted eso, cuando se lo sacaron en París. Además, no sabemos cuánto tiempo permanecerá el Minnesota en estas aguas. Acaso ocho días; acaso un mes; acaso años: mire Haití donde, pasándose del desembarco a la intervención y de la intervención a la ocupación —des nuances, des nuances, des nuances, toujours…— aquello sigue, sigue, y sigue. No se ponga nervioso. Cálmese. Mañana lo pongo en salvo. Además, no puedo proceder de otro modo: cumplo instrucciones». En aquel momento me siento como engañado, burlado, timado: —«Yo que siempre me llevé tan bien con ustedes… ¡Con tantos favores como me deben!». El otro sonríe, tras de sus lentes montados en carey: —«Y, sin eso… ¿cómo se hubiese usted mantenido tanto tiempo en el poder? ¿Favores? Ahora los recibiremos del catedrático teósofo»… —«¿Y por qué no del Estudiante, ya que estamos en ésas?» —dije, por zaherirlo. —«A ése sería difícil conseguirlo. Es hombre de nueva raza dentro de su raza. De ésos están naciendo muchos en el continente, aunque vuestros generales y doctores se empeñen en ignorarlos». —«Es gente que les aborrece a ustedes». —«No puede ser de otro modo: hay una irremediable incompatibilidad entre nuestras Biblias y su Kapital»… Afuera, los clamores arreciaban. Multiplicaba La Mayorala sus mímicas gestuales en respuesta a los que me insultaban. Fácil les sería forzar la guardia de los marines; fácil les sería saltar por sobre la cerca… —«De todos modos, estaría más a gusto a bordo del Minnesota» —insistí. —«No lo creo» —dijo el yanki. Y, hablando con pequeños hipos de risa contenida—: «Se ha olvidado usted de la Décimo Octava Enmienda de la Constitución Norteamericana. Desde el año 1919 —cito de memoria— ‘quedan prohibidos la fabricación y el consumo (he dicho: el consumo) de toda bebida alcoholizada en todo el territorio de los Estados Unidos’. El Minnesota es parte integrante, jurídica y militar, del territorio de los Estados Unidos. Así que si es usted hombre de ginger-ale y de coca-cola. Y si con tales bebidas no le tiemblan las manos al despertar…». —«¿Pero, aquí también no estamos en territorio de los Estados Unidos?»— dije, señalando el maletín dejado por Peralta, al pie, precisamente, de un mapa orográfico e hidrográfico del país. —«Yo no puedo impedir que un enfermo traiga sus medicinas. Y como yo, en todo esto, soy un equivocado, puedo creer también que eso es jarabe pectoral, Emulsión Scott o Mático de Grimaud. En el Minnesota le echarían eso al agua, en estricta observancia de la Décimo Octava Enmienda de nuestra Constitución —aunque el comandante, a solas, fuese más borracho que la madre que lo parió». —«Parece que se van» —dijo La Mayorala, de narices pegadas a las persianas. Miré hacia afuera: las gentes, como movidas por algún suceso, se largaban, por grupos, hacia el edificio de la Aduana, donde se advertía un movimiento de camiones y bateas de carga. —«Ha terminado la huelga» —declaré, engolando la voz, sin percatarme de ello—: «Normalizada la situación». —«Reina el orden en el país» —dijo el otro, remedándome de cómica manera. Y, volviendo a su buen humor—: «Venga al Camarote del Capitán Nemo. Ahí se está mejor». Y, sacándome de la casa por una galería trasera, me llevó a un largo cobertizo con puertas colgadas del dintel, cerrado sobre el agua de la bahía que nos viene, bajo techo, hasta la extremidad de un piso de tablas que huele a verdores de bigarro, almejas en sombra, medusas encalladas, algas mohosas: ese olor penetrante, de fermentos y agraces, sexo y musgo, escama yerta, ámbar y madera embebida, que es el del mar en sus propias destrucciones —olor tan semejante al del lagar dormido tras de la pisa de uvas, en los resabios nocturnos del mosto quedado. Era aquél el hangar donde, no hacía mucho tiempo todavía, guardaban sus canoas, finas, ligeras, espigadas, los remeros de un Yacht Club venido a menos por el desplome de mi moneda. Ya habían desaparecido las barcas de aquel cobertizo y lo que había allí, en efecto —las palabras del Agente Consular me lo habían advertido—, era algo que me recordaba, por un no sé qué de estilo a la vez victoriano y grabado en cobre, cine Lumière y tienda de antiguallas, las ilustraciones de Veinte mil leguas de viaje submarino de la edición Hetzel, con título dorado en pasta frambuesa. Butacas viejas, pero ceremoniosas en las tapicerías de sus espaldares; muebles a lo Picwick esq. con trompas de caza adornando las paredes; aguafuertes tan invadidos por los hongos y el salitre que, en ellos, el asunto, desaparecido bajo el hongo y el salitre, era ya mero asunto de hongo y salitre. Y, mirando las cosas insólitas que llenan aquel lugar —algo afirmado en mí mismo, sosegado por el inesperado alejamiento de las gentes que, momentos antes, me injuriaban; aliviadas mis piernas de temblores por varias copas bebidas—, me sorprendo ante el valor cobrado, de repente, por ciertos elementos de lo circundante, el nuevo sentido que cobran los objetos, el alargamiento, la dilatación, que al tiempo impone un inmediato peligro de muerte. De pronto, una hora viene a durar doce horas; cada gesto se jerarquiza en movimientos sucesivos, como en ejercicio militar; el sol se mueve más despacio o más pronto; se abre un espacio enorme entre las diez y las once; la noche se hace tan lejana que acaso su llegada demore inmensamente; cobra enorme importancia el paso de un insecto sobre la cubierta del libro aquel; los tejidos de la araña se ensanchan en obra de Capilla Sixtina; indecente me parece la despreocupación de las gaviotas, entregadas a sus pescas de siempre, en un día como hoy; irrespetuosa me resulta la campana que ha vuelto a sonar en la ermita de la montaña; ensordecedor es el goteo de un grifo, que me impone una obsesión de never-more, never-more, never-more. Y, a la vez, esa prodigiosa capacidad de prestar una atención sostenida, acuciosa, excesiva, a cosas que aparecen, que se descubren, que se agrandan sin mudar de forma, como si su contemplación equivaliera a agarrarse de algo, a decir: «Veo, luego soy». Y puesto que veo existiré más cuanto más vea, afincándome en permanencia, dentro y fuera de mí mismo… Ahora me enseña el Agente Consular una rara colección de raíces-esculturas, de esculturas-raíces, de raíces-formas, de raíces-objetos —raíces barrocas o severas en su lisura; enrevesadas, intrincadas, o noblemente geométricas; a veces danzantes, a veces estáticas, o totémicas, o sexuales, entre animal y teorema, juego de nudos, juego de asimetrías, ora vivas, ora fósiles— que dice el yanki haber recogido a lo largo de sus muchas andanzas por las costas del Continente. Raíces arrancadas de sus suelos remotos, arrastradas, subidas, trajinadas, por los ríos en creciente; raíces trabajadas por el agua, volcadas, revolcadas, bruñidas, patinadas, plateadas, desplateadas, que de tanto viajar, dando tumbos, chocando con las rocas, peleando con otros maderos acarreados, acababan por perder su morfología vegetal, desprendidas del árbol-madre, árbol genealógico, para cobrar redondeces de tetas, aristas de poliedro, cabezas de jabalíes o caras de ídolos, dentaduras, garfios, tentáculos, falos y coronas, o amaridarse en obscenas imbricaciones, antes de encallar, al término de un viaje de siglos, en alguna playa olvidada por los mapas. A esta enorme mandrágora, de hostiles púas, la había recogido el Agente Consular en las bocas del Bío-Bío, junto a la áspera roca de Con-Con, dormida en un mecimiento de aguas negras. A esta otra mándragora, contorsionada y cirquera, con sombrero-hongo y ojillos saltones, semejante a la «raíz de vida» que ciertos pueblos asiáticos encierran en frascos de aguardiente, la había hallado cerca de Tucupita, en el estuario del Orinoco. Otras venían de la isla de Nervis, de Aruba, de los roqueros, semejantes a menhires de basalto, que se yerguen, cerca de Valparaíso, en un trueno de desfiladeros marinos. Y bastábale citar el nombre de un puerto, al coleccionista, para que, de la raíz mostrada, pasara su verbo a la invocación, la evocación, la presentación de imágenes que las sílabas sumadas en nombre de lugar creaban, por una proliferante operación de las letras —decía— que había sido prevista por la Kábala hebraica. Y eran —con sólo pronunciar la palabra Valparaíso— las mesas de jureles puestas sobre algas, las frutas mostradas en atrio de iglesia, las vitrinas de fondas que exhibían, llenando todo el ámbito mostrador, los apocalípticos centollos de la Tierra de Fuego; y eran las cervecerías alemanas de la calle larga, cuyos salchichones rojinegros miraban por sus diez ojos de tocino, junto al tibio strudel espolvoreado de azúcar; y eran los enormes ascensores públicos, paralelos, incansables, con orquestas de ciegos tocando polcas en los túneles de acceso; y eran las casas de empeño, con el cinturón de ancha hebilla, el relicario de conchas, el bisturí mellado, el negro monigote de la Isla de Pascuas, y las pantuflas con el bordado de Recu (pantufla izquierda) y Erdo (pantufla derecha) que, puestas de puntas hacia el transeúnte, venían a ilustrar, con deslumbradora elocuencia, la Paradoja del Espejo de Emmanuel Kant… Con esta otra raíz —se llama Hop-Frog— que parece un cinocéfalo en despavorida fuga, pues corre, sin moverse, de la más pánica manera, es Río de Janeiro: el barrio de Itamaraty, donde, entre edificios municipales poblados de estatuas acromegálicas (pues vienen a ser siempre de tamaño y medio o dos tamaños y tres cuartos en relación con la estampa real del héroe o prócer que pretenden inmortalizar) hay tiendas donde se exhiben animales embalsamados: boas que miran por cristal de canicas, tatúes, onzas, garzas, monos, y hasta caballos que, polvorientos y ensillados, parecen esperar, parados en pedestales de madera verde, a un jinete que nunca acaba de llegar —muerto acaso, y yacente, desde hace mucho tiempo, bajo un panteón de estilo flamboyant-portugués. Esta otra raíz, semejante a un gnomo de panza-cabeza bamboleada en patas flacas —Humpty-Dumpty, se llama— es de Port-au-Prince, allí donde, en el barrio de La Frontière, entre las tabernas de tasseau y añejo del Don-Don, las negras desnudas, acostadas en hamacas tejidas, esperan al visitante con soberana altivez, como ensimismadas y ajenas, remedando sin saberlo, por la mano blandamente abierta sobre el vellón ensortijado y duro, el gesto de la Olympia de Manet. Y el Agente Consular me presenta ahora a Erasmo de Rotterdam, raíz veracruzana de estilo Holbein, que parece, en efecto, un meditabundo humanista; Pichro-chole y Merdaille, raíces de bambú que son agresivos lansquenetes erizados de clavos; Coquecigrue, la del pico largo y la cresta almenada; Kikimora, desgreñada y espueluda, y aquellos tres retoños de un mismo tronco que son los Pieds-Nicklés (a quienes bien conozco —y que no se sepa—, pues durante años estuve suscrito a L’Épatant de París), con, un poco más atrás, un engendro románico de manglar cubano, que es El Hereje Prisciliano, junto a la bailadora liana Anna Pawlova, y el Cíclope, quien, con su piedra roja encajada en la frente, parece custodiar un revuelto mundo, montado en ménsulas, donde figuran Cornegidouille, la Hidra de Lerna, la Bruja de Rackam, montada en la escoba de sí misma, y La Grande Taciturne, como tallada en un basalto vegetal y que, sin alusión directa a formas de mujer, erige, con altura de seis palmos, en yorubas texturas, una arquitectura de curvas y turgencias, de redondeces superpuestas, de flexiones y oquedades, que ponen inequívocas remembranzas en las manos llevadas a palparlas… La verdad era que el Agente Consular, con las rarezas de su cultura, su manejo de idiomas —insólito para un norteamericano— se iba inscribiendo como un elemento onírico en la pesadilla diurna, real, de ojos más que abiertos, en presente vivida —bajándome las cuestas del terror a fuerza de alcohol ya que, apenas salía de los vapores de unas copas, me subían sudores de angustia a la nuca, a la frente, a las canas, sobre un martilleo de pálpitos blandos, venidos de adentro, tan fuertes que percutían, creo, en las butacas donde me sentaba. Y ahora el yanki se sienta ante un harmonio arrinconado, tira de tres registros, hunde los pedales y empieza a tocar algo emparentado con la música que viene invadiendo mi país desde hace muchos años, aunque es cosa más angulosa, más contrastada, más acentuada, desde luego, que los Whispering, los Three o’clock in the morning, harto oídos, recientemente, en la capital. Y, sin aquietar los dedos, marcando el compás con la cabeza, largando notas con despreocupado automatismo de músico popular: —«Soy sureño. Nueva Orleáns. Lo bastante blanco para pasar por blanco, a pesar de que el pelo, bueno, el pelo, si no fuera por las pomadas que hay para eso, me rizaría demasiado (¡si bemol, coño!). He ‘pasado la línea’, como decimos allá, aunque en materia sentimental —diremos— sólo me las entiendo bien con lo obscuro. En eso me parezco a mi tío-abuelo Gottschalk, uno —usted no lo conoce, seguramente— que, preferido a Chopin por Théophile Gautier, adorado por las mismas ninfas lamartinianas y filarmónicas que se acostaban con Franz Liszt, glorioso en Europa, protegido de monarcas, amigo de la Reina de España, diez veces condecorado, lo dejó todo un día —público, palacios, coches, lacayos— para responder a un imperioso, inaplazable, llamado de negras y mulatas que en el Trópico lo esperaban, para recuperar lo que les pertenecía por derechos de temprana conquista. Y, tras de ellas anduvo, por Cuba, Puerto Rico, las Antillas todas, rejuvenecido, aventurero, librado de protocolos y honores, devuelto a los arrullos primeros, a sus apetitos adolescentes, para ir a morir al Brasil donde también abundaban —¡y cómo!— los Santos Lugares de su peregrinación —? et les servantes de ta mère, grandes filles luisantes, remuaient leurs jambes chaudes près de toi qui tremblait… sa bouche avait le goût des pommes-roses, dans la rivière, avant midi’…». (Ignoro de quién pueda ser esto que acaba de recitar, pero, por lo demás recuerdo, sí, recuerdo que cuando mi hija Ofelia estudiaba el piano tocaba lindas danzas criollas de ese Moreau Gottschalk que, según me contaron, desencadenó cierta vez, en La Habana, un trueno de tambores africanos en una sinfonía suya). Y el otro enlaza: —«Fui amigo, muy amigo, del prodigioso Christopher Andy, autor de este Memphis Blues que les estoy tocando». Y pasa ahora a un Saint-Louis Blues, del mismo Andy, que tiene el poder de alborotar a La Mayorala, poniéndola a bailar —y acaso muy bien, puesto que sus pasos y contoneos se ajustan magníficamente a los ritmos de una música para ella desconocida. —«Es que lo llevan en la sangre» —dice el sureño. Miro sus manos movidas sobre el teclado: es una suerte de diálogo —lucha a veces—, oposición y concierto, de una mano hembra —la derecha— y una mano macho —la izquierda—, que se combinan, se completan, se responden, pero en una sincronía situada, a la vez, dentro y fuera del ritmo. La Mayorala, como ensalmada por una novedad que se le mete por los oídos de la piel, se sienta de pronto en la banqueta del harmonio, puteando los hombros, envolvente y relamida, con una nalga en suspenso, pues no le caben las dos en el espacio dejado por el Agente Consular. Éste olvida sus teclas y arrima la cara al cuello de Elmirita, que lo acepta con risas de cosquillas, dejándose husmear por quien lo hace con deleite de cristiano que penetra en ámbito de incensarios. Y el otro que le larga el… «Guidé par ton odeur vers de charmants climats / Je vois un port rempli de voilures et de mâts»… —«¡No me jodas con Baudelaire!» —grito, celoso de esta incursión en una tierra mía, que roturé y aré por vez primera hace más de veinte años y que, siempre doblegada a mis voluntades, me resulta, ahora que lo he perdido todo, el único resto, la última parcela por mí regida, de un país, mío ayer, mío de Norte a Sur, de Océano a Océano, y que se reducía ahora a un miserable galpón de maderas podridas, poblado por raíces muertas, espigón de mendigo, donde tendré que esperar la lancha de mañana —¡cuán lejano, remoto, casi inalcanzable mañana!— destinada a sacarme de aquí como mercancía de contrabando, como ataúd de muerto en hospital de ricos, de donde había sido el amo de hombres, destinos y haciendas. Halándola de un brazo, levanto a La Mayorala de donde está puteando más de lo admisible, largándola, de un empellón, a una butaca esquinera. —«Mejor así» —dice el gringo, riendo—, «porque esto es lo que me ha hundido en la carrera». (Esto de la carrera —diplomática, se entiende— en la boca del otro, visto quién es y dónde está, se me asocia al calificativo de «gran disparate» dado por Don Quijote a un romance de caballería mal presentado en retablo de títeres. Para todo latinoamericano de mi generación, la carrera es prebenda de poco trabajo y mucho gozo, en embajadas con escenografía de gran ópera, entre mármoles italianos y luces de Versailles, violines en estrado, valses de alamares y escotes, solemnes ujieres, chambelanes de calzón corto, intrigas, saraos, amoríos, alcobazos, novela, cumplidos a lo Marqués de Bradomín y frases a lo Talleyrand, prodigios de tacto y «savoir vivre», harto ajenos, en muchos casos, a las nociones de nuestras gentes que no acababan nunca de asimilar las normas del protocolo y que, por no preguntar, por no asesorarse, cometían errores tales —había ocurrido en mi Palacio— como hacer tocar el Rondó alla turca en la presentación de credenciales del Embajador de Abdul-Amid, o el Himno de Riego, en la de un Ministro de Alfonso XIII)… —«Todo me fue bien» —prosigue el sureño— «hasta que se dieron cuenta, en París, de que demasiado frecuentaba un baile martiniqueño de la Rue Blomet. Desde entonces, sólo he desempeñado brillantísimos cargos en la diplomacia norteamericana. Cónsul en Aracajú, en Antigua, en Guanta, en Mollendo, en Jacmel, y hasta en Manta, ante cuyas playas aparecen los tiburones a las doce de cada día con puntualidad únicamente comparable a la de los Apóstoles de la Catedral de Estrasburgo. Y ahora estoy aquí, que es como decir en casa del carajo. Y es que saben que yo… [miraba a La Mayorala]… bueno, tú y yo nos entendemos». Marcó un arpegio: —Si donde nací me mostrara tal cual soy, acabaría linchado por los encogullados del Ku-Klux-Klan, blancos, ésos, en alma y atuendo, con esa blancura peculiar, muy nuestra, que era la de Benjamin Franklyn, según quien era el negro ‘el animal que más comía y menos producía’; blancura de Mount-Vernon, donde un amo de esclavos filosofaba acerca de la igualdad de los hombres ante Dios; blancura de nuestro Capitolio, templo donde se canta el himno del Gettysburg Address —«gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo»— con coro de negros barrenderos, limpiabotas, vacía-ceniceros, y custodios de retretes; blancura de nuestra muy ilustre Casa Blanca, donde se organiza la rotación del carrusel de uniformes, levitas y chisteras de estreno, que gira y gira, en esta América Latina, trayendo sus ladrones e hijos de puta —y esto ‘sin desmejorar lo presente’, como dicen los españoles— en cada vuelta de manubrio… Hice notar al Agente Consular que el calificativo de Hijo de Puta resultaba algo subido de tono para quien, hace apenas cuarenta y ocho horas, era el Primer Magistrado de una nación libre y soberana, que, por sus antecedentes heroicos, sus grandes hombres, su historia, etc., etc… —«Se me fue la lengua por culpa del Santa Inés» —dijo el Agente Consular llenándome la copa—: «Fue sin ánimo de ofender. Además…». —«Miren… Miren» —dijo La Mayorala, en tono de mal augurio, invitándonos, con gestos, a que nos acercáramos a un ventanillo de cristales rotos que daba sobre la bahía. —«Sí» —dijo el gringo—: «Allá en el wharf está sucediendo algo». Abrió las compuertas de salida de las —ahora inexistentes— canoas de regatas. Allá, ciertamente, en la punta del muelle de los cargueros de azúcar, ocurría algo raro. Una multitud rodeaba varios camiones —esos de hace un rato— que traían enormes cosas, erguidas a caídas, un bazar de formas atravesadas, revueltas, que… —«Tome los prismáticos» —me dijo el Agente Consular. Miré. Las gentes, cantando, bailando, achispadas por la charanda, seguramente, bajaban de los camiones y arrojaban al mar, entre carcajadas y gritos, bustos y cabezas, estatuas mías, de las que, hacía años, por disposición oficial, señoreaban en colegios, liceos, alcaldías, oficinas públicas, plazas de pueblos, de aldeas, de villorrios, donde se avecindaban a menudo con alguna Gruta de Lourdes, alguna hornacina rústica, llena de velas y cirios siempre encendidos, morada de nuestra Divina Pastora. Y eran figuras de mármol, obra de escultores locales o de alumnos de la Escuela de Bellas Artes; y eran bustos de bronce, fundidos en Italia, en las mismas fundiciones donde había nacido la gigantesca República de Aldo Nardini; estatuas en pie —cuerpo entero—, de frac con cruces y banda en relieve, de General de los Ejércitos (con tan aparatoso quepis que, según mis enemigos, tenía «visera de avance y visera de retroceso»), de Doctor-Honoris-Causa de la Universidad de San Lucas (había sido en 1909) con toga y birrete de borla caída sobre el hombro izquierdo, de patricio romano, de tribuno-con-el-brazo-señalando-algo (algo inspirada en el Gambetta de París), de pater-familias meditabundo, de severo Mentor, de Cincinato coronado de laureles —ahora horizontales, llevadas en andas, en carretas, en carretillas, tiradas por bueyes, cargadas, arrastradas para ser echadas al agua, unas tras otras, a palancazos, a ritmados empujones de hombres y de mujeres: «A la una… A las dos… A las treeeeees…». Al fin apareció mi estatua ecuestre —la que yo contemplaba, cada día, desde los balcones de Palacio— acostada sobre una batea de ferrocarril, pero ya sin jinete, pues el jinete le había sido arrancado la noche de mi fuga, y reducida al caballo de bronce. Y el Caballo, enderezado por una grúa, se levantó todavía, durante un momento, en último encabritamiento heroico, privado de Quien, desde encima, tirara de su fuerte bocado, antes de zambullirse en un haz de espumas. —«Memento homo…» —dije, sin añadir lo demás, pues la frase clásica me era desplazada, repentinamente, por el recuerdo de un chiste cruel que, cierta vez, me hiciera El Estudiante. —«No se cante tangos con letra de Réquiem» —dijo el Agente Consular—: «Ahora, esas estatuas suyas descansarán en el fondo del mar; serán verdecidas por el salitre, abrazadas por los corales, recubiertas por la arena. Y allá por el año 2500 o 3000 las encontrará la pala de una draga, devolviéndolas a la luz. Y preguntarán las gentes, en tono de Soneto de Arvers: ‘¿Y quién fue ese hombre?’Y acaso no habrá quien pueda responderles. Pasará lo mismo que con las esculturas romanas de mala época que pueden verse en muchos museos: sólo se sabe de ellas que son imágenes de Un Gladiador, Un Patricio, Un Centurión. Los nombres se perdieron. En el caso suyo se dirá: ‘Busto, estatua, de Un Dictador. Fueron tantos y serán tantos todavía, en este hemisferio, que el nombre será lo de menos’.» (Tomó un libro que descansaba sobre una mesa). —«¿Figura usted en el Pequeño Larousse? ¿No?… Pues entonces está jodido»… Y aquella tarde lloré. Lloré sobre un diccionario —«Je sême à tout vent»— que me ignoraba.