17

Cuando recuerdo aquel día, me parece haber vivido, en horas más llenas, más pobladas que años largos, un carnaval inverosímil —confusión de imágenes, descenso al infierno, turbamulta, vocerío sin rumbo, giración de formas, disfraces, metamorfosis, mutaciones, estrépitos, sustitución de apariencias, lo de arriba abajo, el buho en mediodía, tinieblas de sol, aparición de harpías, dentelladas de borregos, rugidos del manso, furores del débil; fragores donde ayer sólo se rumiaba el cuchicheo; y esas caras que dejan de mirar, y esas espaldas que se alejan, y esas decoraciones cambiadas, de repente, por los tramoyistas de tragedias secretamente germinadas, crecidas en la sombra, nacidas en torno mío, sin que, ensordecido por otros coros, hubiese oído el sonido de los coros verdaderos —coros de pocos coristas, pero que eran quienes, en realidad, llevaban las Grandes Voces Cantantes… Así, pues, se te había abierto la tripa —como dicen acá— con el triunfante vino de aquella noche; al alba, cuando se marchó la gente, te añadiste una botella de Armagnac, así, a solas, viendo cómo se azulaban, en el amanecer, las cumbres del Volcán Tutelar; habría que hacer, allá arriba, una especie de Chamonix, con pista para patinar sobre el hielo —el sky es un maravilloso ejercicio— y, para subir, un teleférico como los de Suiza; dos mecidas del chinchorro, y fueron las tres de la tarde; así, adolescente, así, habías abierto los ojos en la sala de operaciones, librado de un apéndice lleno de semillas —decíase, entonces, que la apendicitis se producía por haber comido guayabas, cuyas pepitas se amontonaban en el órgano inútil, resto de los tiempos prehistóricos en que los hombres, vetus de peaux de bêtes, como los que pintaba Cormon, se nutrían de raíces y huesos de frutas; así habías vuelto del sueño del cloroformo, con este enfermero de gorro blanco y estetoscopio en el cuello, que se inclina sobre ti; ¿ya me sacaron eso?; pero el enfermero es Peralta, vestido de enfermero —¿por qué?—; detrás de él —sobresalto mío— Mr. Enoch Crowder, con sus gafas de aro, su cara de puritano viejo, pero ahora sin levita —viene de tenista, ¿aquí, a Palacio?, con pantalón de franela rayada, letras rojas (YALE) en el sweater, raqueta en mano; el Embajador de los Estados Unidos, así, en tu cuarto, sin haber pedido audiencia, sin chistera, sin cuello de puntas almidonadas; no jodan, coño, miren que todavía tengo el aguardiente subido; media vuelta, una mecida del chinchorro, y déjenme dormir; pero ahora, unas palabras que, como traídas de lejos, se hinchan, se agrandan al acercarse, me hablan de un buque de guerra; el Minnesota está en Puerto Araguato; el buque ese, grandote, ése, con su torre de trenzado metálico, con sus cañones que giran y apuntan por electricidad, que andaba navegando —rara casualidad— a seis millas de nuestras costas, desde hacía varias semanas; me dicen (entiendo más y más) que van a desembarcar los marines, que ya están desembarcando; ¡café, carajo, café!, ¿dónde está La Mayorala?; los marines, aquí: como hicieron en Veracruz, entonces; como en Haití, cazando negros; como en Nicaragua, como en otras muchas partes, a buena bayoneta con zambos y latinos; intervención, acaso, como en Cuba, con ese General Wood, más ladrón que la madre que lo parió; desembarco, intervención, la «punitiva» del General Pershing, el hombre de Over There, del Star and Spangled Banner en la Europa cansada del año 17, pero burlado, chingado, allá en Sonora, por unos cuantos guerrilleros de canana en pecho; me río, pero no es broma, no; Mr. Enoch Crowder ha venido así, de tenista, con raqueta y todo, porque lleva dos días sin salir del Country Club, conferenciando, deliberando, con las fuerzas vivas de la Banca, del Comercio, de la Industria; y son esos hijos de puta quienes pidieron que el Minnesota viniera, con sus marines de mierda; pero el Ejército, nuestro Ejército, no permitirá semejante afrenta al honor nacional; pero resulta ahora que el Ejército se ha revirado; los soldados han desertado de las postas, las garitas, los nidos de ametralladoras, diciendo que no tenían culpa en lo de ayer; que si dispararon, fue mandado por los sargentos y tenientes; los sargentos y tenientes se han alzado contra sus capitanes y generales, que están atrincherados, ahora, en el altísimo Hotel Waldorf, yendo del bar a la azotea, de la azotea al bar, esperando que acaben de llegar los marines para romper el asedio de la multitud, de la enorme multitud que grita en torno al edificio, pidiendo sus cabezas; la guarnición del Palacio se ha esfumado; tampoco queda un ujier, un sirviente, un camarero; no preguntes por tus ministros; no se sabe dónde están tus ministros; el teléfono: no funcionan los teléfonos; no pidas café: tómate, mejor, un trago de aguardiente —dice Peralta (pero… ¿por qué, carajo, se ha disfrazado de enfermero, con ese estetoscopio, con ese termómetro en el bolsillo de la blusa?); no pidas café, La Mayorala está en otros asuntos; pero, ahora sí, pensándolo mejor, estoy de acuerdo con los capitanes y generales; que desembarquen los marines, que desembarquen: eso, lo arreglaremos luego —negociaremos, hablaremos—, pero, por lo pronto, el orden, el orden… «Te jodiste» —dice el enfermero—: «Lo que quieren esos, los de la Banca y del Comercio, y también el Señor aquí presente, es que te vayas al carajo; que ya basta; que ya son más de veinte años jodiendo la paciencia; ya no te quieren; no te quiere nadie; y si todavía estás vivo, es porque creen todos que estás con los otros en el Waldorf; no pueden imaginarse que puedas estar aquí, solo, como un pendejo, sin escoltas ni guardias; a nadie se le ha ocurrido; pero cuando se sepa… ¡no quiero pensarlo!… Así que nos largamos… Pero… ¡ya!». Empiezo a entender. Me enderezo. Busco las pantuflas: —«Pero, carajo, yo no he renunciado. ¡Soy el Presidente!». —«¡Qué te crees tú eso!» —dice el enfermero—: «Luis Leoncio está ya en Nueva Córdoba. Ha salido una caravana de automóviles a buscarlo». —«¿A ese cretino, con su Alfa-Omega?». —«Es el único que puede resolver esta situación» —dice el tenista. —«Pero…». —«Por lo pronto tiene nuestro respaldo». —«¿Así que a mí me dejan caer?». —«Nuestro Departamento de Estado sabrá por qué lo hace». —«¿Cómo pueden tomar en serio el profesor ese, que…?». El tenista daba muestras de impaciencia: —«No he venido aquí a discutir, sino a ponerlo frente a una realidad. El Doctor Luis Leoncio cuenta con el apoyo de las fuerzas vivas del país. Lo siguen muchos jóvenes de ideas generosas y democráticas». —«Ya veo: el Colegio de Belén, las escuelas metodistas y la Estatua de la Libertad»… —«No pierdas más tiempo, carajo: ¡acaba de vestirte!». —«El Doctor Luis Leoncio tiene ideas, un plan» —dice el tenista. —«También lo tiene El Estudiante» —digo yo. —«Pero ahí la cosa es muy distinta» —dice el tenista, pasándose la raqueta de mano a mano. —«Tienes que saber que, en realidad, fue El Estudiante quien te tumbó» —dice el enfermero—: «Las bombitas, las bromas macabras, los falsos rumores, eran cosas del Alfa-Omega. Pero la huelga general fue obra del Estudiante. Magnífico trabajo, por cierto. Yo no lo creía capaz de eso». —«¿Y me vas a decir que los comerciantes que no abrieron sus tiendas eran todos bolcheviques?». —«No abrieron sus tiendas por miedo a los bolcheviques, precisamente. Sumándose al paro, defendían sus mercancías. Y ahora las pondrán a los pies del Caudillo de Nueva Córdoba, defensor del arden y la prosperidad, que tratará de amansar al Estudiante —¡no sé!, ¡digo yo!—, dando alguna legalidad a su partido. Porque ahora habrá partidos políticos en el país». —«Los comerciantes se manejaron con inteligencia» —dijo el tenista—: «Wise men»… Vuelto a mis luces, clamo, de repente, que aún es tiempo de hacer algo: firmar la paz con Hungría —que ahora tiene un gobierno estable—, restablecer las garantías constitucionales, crear un Ministerio del Trabajo, levantar la censura de prensa, constituir un gabinete de coalición, en espera de próximas elecciones, puestas bajo el control, si se estimara conveniente, de una comisión mixta… —«No hables más pendejadas» —dice el enfermero—: «Aquí se acabó el machete. Si no nos largamos pronto, vendrá la morralla, y podrás imaginarte. ¡Con las ganas que te tienen!»… En aquel momento una rara figura se dibujó en la galería que daba al patio: Aunt Jemima, la abuela de Walter Hoffmann, se dirigía tranquilamente hacia la gran escalera de honor, llevando en la cabeza, como quien carga con un ataúd, el alto reloj Westminster del comedor: —«Hace años que estoy enamorada de él», dijo, al pasar. Detrás, varios pillos —tataranietos suyos, seguramente— se llevaban bandejas de plata, garrafas, adornos de mesa, sacados de los aparadores. Aquello fue, para mí, como un aviso decisivo: —«Me acojo al amparo de la Embajada de los Estados Unidos». —«¡Ni pensarlo!» —dice el tenista—: «Habría motines frente al edificio. Manifestaciones. Desórdenes. Una situación insostenible. Lo único que puedo hacer es darle asilo en nuestro consulado de Puerto Araguato. Allí estará usted bajo la protección de nuestros marines. Mi gobierno está de acuerdo». —«Me llevará usted en su auto…». —«Lo siento: pero no puedo exponerme a que nos echen plomo por el camino. Los leñadores de Morejón no entienden de placas diplomáticas. Y dicen que, en el Bajío, hay partidas armadas». —«Es que no hay trenes… La huelga…» —digo, con voz que empieza a quebrárseme en espasmos de saliva mal tragada. —«Eso no es culpa mía» —dice el tenista. Peralta me muestra su traje, su gorro, su estetoscopio: —«Tengo una ambulancia abajo. En el camino de la Colonia Olmedo no hay alcabalas. Y a los alemanes esos se les importa un coño nuestra política». —«Good, luck, Señor Presidente» —dice el tenista. —«Son of a bitch» —digo, apenas audible. Pero el otro entendió, y me dice, entre gracioso y clergyman: —«Rahab, la de Jericó, era bitch. Y hay la contamos entre las abuelas del Señor. Vaya leyendo la Biblia por el camino, señor. Es libro de mucho consuelo y grandes enseñanzas. Ahí se habla de muchos tronos derribados»… Y toma su raqueta, de esas —lo recuerdo— que vienen encuadradas por un marco de madera, trapezoidal, con cuatro clavijas, para resguardar el aro, y se larga así, sin más ni más («So long», —creo que me dijo), con el liviano paso de quien regresa a su American Club, de hondas butacas, Bourbon-on-the-rock, noticias telegráficas y calor de enemigos míos. —«Son of a bitch» —digo, digo y redigo, por no hallar insultos de mayor peso en mi limitado vocabulario inglés. Miro ahora hacia la cima reluciente del Volcán Tutelar, no ya blanca sino levemente anaranjada por un crepúsculo cercano. Y la mirada se me entristece, a pesar mío, con una melancólica ternura de despedida. Pero ahora llega La Mayorala, extrañamente vestida de Pagadora de Promesas del Nazareno: túnica violada, cíngulo amarillo, sandalias, rebozo del color de la túnica —trayendo un hato de ropas. —«Se va con nosotros» —dice Peralta. Y ella se explica, para hablar poco y ganar tiempo, con su peculiar concertación de mímica y onomatopeyas: —Todos saben que cuando yo era… (gesto de levantarse los pechos, de redondearse las caderas)… tú me… (leve silbido, con un índice puesto en cruz sobre el otro)… y aunque ya yo no soy aquella de… (manos que remoldean un rostro ahora un poco espeso)… seguimos tú y yo… (ahora junta los índices y los frota, uno contra otro)… Y con la rabia que me tienen los de aquí, si me cogen… (silbido acompañado de palmada en la sien, con caída de la cabeza boquiabierta sobre el hombro izquierdo). Así es que yo… (fuerte silbido, con brazos que remedan los movimientos de quien corre). —«Además, lo del traje nazareno es una magnífica idea» —dice Peralta. Y, de repente, puesto en situación, recuerdo lo más importante: —«¡El dinero, carajo! ¡El dinero!». La Mayorala me muestra un hato de ropas: —«Los Guasintones van ahí». Abro, para cerciorarme. Sí. Entre enaguas y blusas están los doscientos mil dólares de mi reserva personal, en cuatro fajos de cincuenta billetes que, desde luego, ostentan un retrato de Washington… Y es, ahora, como si todo se apresurara. Corre Peralta; corre La Mayorala. Aparece una maleta. Sin pensar claramente en lo que hago, empiezo a meter cosas. Demasiadas cosas. El papel secante del escritorio, varias medallas y condecoraciones, el tomo de nuestras once Constituciones, un retrato de Ofelia con Gabriel D’Annunzio, aquel juguete —lagarto de cuerda— que me regaló mi madre, aquella preciosa edición de Les femmes savantes, con los versos que, en este apremio, me vienen absurdamente a la memoria despabilada por una copa de ron: «Guenille si l’on veut, ma guenille m’est chère». —«¡No metas más mierdas en la maleta!» —grita La Mayorala. —«Dos camisas, un pantalón, y basta» —grita Peralta. —«Dos corbatas y tres franelas» —grita La Mayorala. —«Y ahora te echas esta capa de hule por encima. Como los enfermos pobres que llevan al hospital» —dice Peralta. —«¡Pero pronto, coño, pronto!» —aúlla La Mayorala, con ecos acrecidos por la vastedad del Palacio Desertado. Y me envuelven la cabeza en unas vendas Velpo y tiras de esparadrapo. Un poco de Ketchup para que parezca que he sangrado. Y bajo las escaleras. Primera vez, en más de veinte años, que no se oyen voces de «¡Firme!», que no te presentan armas. Palomo, el perro del portero, te viene a lamer las manos sudorosas. Quieres llevarlo contigo. —«Ni pensarlo. Nadie ha visto nunca un perro en una ambulancia». Y te acuestas en la camilla de las urgencias, bajo el olor del impermeable, disfrazado de herido —sigue el carnaval, el tremendo carnaval, el apocalíptico trastrueque de apariencias— y vives, por las peripecias del rodar, las aventuras del camino recorrido. Salida por la puerta trasera del Palacio —antaño entrada de los coches de caballo—. Doblar a la derecha. Rodar sobre asfalto. Calle Beltrán: breve tramo de adoquines. Izquierda: lisura de asfalto. Calle de los Plateros. Peralta en el timón, falso enfermero-chofer del Servicio de Emergencias, pone a sonar la sirena. Me aterro, pensando que estamos llamando la atención: pero, no; precisamente, no. Nadie mira la cara de quien conduce una ambulancia ululante. Se mira hacia la sirena; más: todo el que puede ayudar en algo trata de despejarle el camino. Derecha: sigue el asfalto: el Boulevard del Brasil, con sus cafés —el París, el Tortoni, el Delmónico…— cerrados, seguramente, por la huelga. Luego, rodar y rodar más: parece que no hay tránsito en las vías. Peralta no se detiene en los cruces. Y es un enorme bache: ese, de la esquina del Gallo, para cuyo relleno, con arreglo de la alcantarilla —que no se hizo nunca— se tragó sesenta mil pesos el Ministro de Obras Públicas. Sé donde estamos, y, de pronto, por lo mismo, miedo, terrible miedo. Mi carne se me aprieta sobre los huesos; me tiemblan los muslos; se me desacompasa el resuello. Porque vamos aminorando la velocidad. Yo sé por qué. Y ahora frena el enfermero del estetoscopio y cristales ahumados —bien encajado el gorro blanco hasta las cejas. Hay un silencio que me abre la vejiga —no puedo remediarla. —«Permiso: llevo un herido de gravedad». Otro silencio, peor que el primero. Y la voz de La Mayorala: «Permisito, jefe. Por su mamacita, no nos demore… Mi hermano… Un balazo. Frente al Palacio…». La voz del soldado: —«¿Ya tronaron al coño de madre?». —«Lo tiraron… (silbido)… ¡cataplún!… Por el balcón… Ahora… (silbido largo, aspirado hacia abajo, escalofriante)… lo están arrastrando… Y va dejando pedazos de seso… (palmada fuerte… en cada esquina». Soldado: —«¡Gracias a Dios, carajo!». Peralta: —«¿Hay permisito, jefe?». —«¡Sigue!»… Y ahora, las calles con suelo de tierra apisonada. Siento, en mi cuerpo, cómo las ruedas de la ambulancia se escoran, caen, suben, renquean, entre hoyos llenos de agua cuyo hedor a podredumbres me alcanza en mi celda rodante, a pesar de los alientos de quirófano que en ella reinan. «Debí pensar en esto». A dos pasos de las villas italianas, de las cúpulas de nácar, de las cornucopias, bojes y emparrados —jardincillos de Aranjuez, miniatura de Chantilly—, los barrios de los Cerros, las Yaguas, las Favelas; los pueblos del cartón, de la bosta, del bidón recortado, las paredes de papel, las latas mohosas, abiertas a tijera, para cubrir los techos —viviendas, si es que pueden llamarse así, que cada año arruinan, arrastran, derriten, las lluvias, poniendo los niños a chapalear como cerdos en charcas y lodazales. «Debí pensar en esto. Un plan de construcciones para familias pobres. Aún habría tiempo…». Voz de La Mayorala: —«Camino libre». Y empieza a subir la ambulancia, rechinando, golpeando, saltando, doblando, girando, subiendo siempre. Conozco los recodos del camino. Sé que ya llegamos al Conuco del Rengo, por el olor a esparto quemado de la roza al fuego, cosa que está prohibida por ley; ahora estamos llegando a los Castillitos Españoles, pues hubo, abajo, sonido a puente de tablaje. Comienza la zona de pinares. En las orillas de la carretera hay moreras de esas cuya sombra tanto atrae a las serpientes malas… Tanto fue el miedo que, cansado de luchar con él, me duermo… Y abro los ojos. Hemos pasado frente a la Iglesia Luterana de los alemanes. Me quito las vendas y esparadrapos. Se abren las puertas de la ambulancia y desciendo a la plaza con aire digno y sereno. Pero, aunque hay alguna gente, nadie me mira. Las Woglinde, Welgunde, Flosshilde, siguen ocupadas en sus ordeños. Demasiadas cortinas se corren en las ventanas. Espero sonrisas de hombres y sólo encuentro tirantes tensos sobre las espaldas, culos de anchas nalgas bajo calzones de cuero. Peralta habla con el Pastor… —«Los mecánicos están en huelga. Así que hagan lo que quieran. Nosotros no nos metemos en nada». Seguidos por La Mayorala que con su cíngulo acaba de atar mi mal cerrada valija, vamos a la estacioncilla de ladrillos con su gallo en veleta y su falso nido de cigüeña cuyo pájaro de marmolina alza una pata de rojo langosta. El Trencito está guardado en su pequeño hangar. Queda suficiente carbón en el ténder. Y pronto empieza a echar humo la locomotora bruñida, reluciente, charolada, como sacada de una zapatería de lujo. Y me la siento, viva, impaciente, vibrante, en las palancas que me laten en las manos. Todas las casas de la Colonia Olmedo se han cerrado en un anochecer que quiere ignorarme. Doy entrada al vapor; comienzan a bracear las bielas. Y se adentra el Trencito de los Alemanes en sus curvas y recurvas talladas a flanco de montaña. Pasados los pinos —atrás quedó su olor— bajamos a las riscosas escaleras de cacto y maguey, donde los asfodelos alzan sus mazos de flores como blandas colmenas estremecidas por una brisa que ya les sube del mar; luego, de pequeñas a grandes, de briznas a penachos, son las cañabravas, los bambúes, sombreando el plátano jívaro, de fruta roja y sabor a penurias; y, luego, las erosiones ocres —no las veo, pero las adivino por mucho conocer sus enormes arrugas— antes de llegar a las llanuras arenosas, donde corremos en línea recta, a la máxima velocidad posible, así, sin señales, sin semáforos ni luces, ni guardabarreras, hasta parar en la mínima terminal de Puerto Araguato, con tremendo topetazo de la máquina tardíamente frenada… Varios marines —polainas blancas, camisas resudadas, ojos de bastante ron— están apostados en los dos andenes. Me entero de que ya ocupan la planta eléctrica, los centros vitales, bares y, burdeles de la ciudad, después de haberse meado, de paso, sobre el Monumento a los Héroes de la Independencia. Acude hacia mí el Cónsul Norteamericano, de pantalones arrugados y cow-boy shirt, de ésas que tienen pequeños respiraderos en las axilas. —«Pronto: afuera tengo el auto». Y, en una Path-finder que cruje por todos los hierros, nos lleva al edificio de su representación diplomática: casa de madera, con columnas y frontón de un estilo restringidamente jeffersoniano, en cuyo balcón se ostenta un águila norteamericana de escudo en pecho. —«Buena vaina me han echado» —dice el cónsul, llevándonos a la cocina—: «Tengo instrucciones de sacarlos por un carguero nuestro que llega mañana y los llevará a Nassau… Si tienen hambre, hay unos paquetes de corn-flakes, sopas Campbell y latas de pork-and-beans. Hay wisky en el escaparate aquel. Despáchese a gusto, Míster President, pues sabemos que si a usted le quitan el trago, así, de repente, es cosa de delírium». —«Un poco de respeto, por favor» —digo, con tono severo. —«Aquí todo el mundo se conoce» —dice el otro, yéndose a su despacho lleno de facturas y papeles. —«El maletín, Peralta: prefiero lo nuestro». Las paredes de la cocina estaban adornadas con recortes de Shadowland y Motion Pictures: Theda Bara en Cleopatra; Nazimova, en Salomé; Dempsey, derribando a Georges Carpentier; una escena de Male and female con Thomas Meigham y Gloria Swanson; Babe Ruth cerrando un home-rum bajo el gesto acogedor —casi presbiteriano— del árbitro vestido de azul obscuro… Hemos comido algo, y ahora estamos reunidos en el recibidor-salón-de-espera-living-room de la casa, Peralta, La Mayorala y yo. Luego de la tensión de los últimos días, de los paroxismos de ansiedad de las últimas horas, me siento casi sereno. Se me aflojan los músculos. Empiezo a abanicarme con un abanico de guano, meciéndome en un sillón mecedor, de esos que los gringos llaman «rocking-chair», y nosotros, no sé por qué, «de Viena» —nunca tuve noticias de que en Viena hubiese muebles de ese tipo. Miro a mi secretario: —«Por lo pronto, salvamos la pelleja. Guenille si l’on veut, ma guenille m’est chère… Ahora, el mar. Las Bermudas. Y, después, París. Por fin descansaremos un poco». —«Sí» —responde Peralta. —Nuestros paseos matinales. El Bois-Charbons de Monsieur Musard. Aux-Glaces, la Rue Sainte-Apolline, el Chabanais. —«Sí» —responde Peralta. —«Veo que reina la alegría» —digo. —«Sí» —responde Peralta, con gesto displicente y aburrido. —«Cuando se está de malas hasta los perros lo mean a uno» —dice La Mayorala, con su habitual filosofía de adagios y refranes. Y se echa a dormir en una otomana de rafia. Junto a la bocina de un gramófono, sobre una rinconera antigua, yacía una Biblia vieja —muy usada por el Agente Consular cuando, después de haber perdido los papeles en una borrachera, un marino sólo podía asegurar válidamente, por juramento con mano puesta en las Escrituras, que había nacido en Baltimore o en Charleston. Conociendo la práctica a que tanto se daban los miembros de ciertas sectas norteamericanas con momentos difíciles, cerré los ojos, abrí el tomo al azar, y después de hacer girar tres veces el índice de la mano derecha, lo dejé caer sobre una página: «Sácame del lodazal; que en él no me hunda; que me salve de la persecución de mis adversarios, del abismo de las aguas. Que no me sumerja el flujo de las aguas; que la sima no me devore; que no me trague la boca del abismo». (Salmo 69). Repetí la prueba: «No me rechaces cuando llego a la vejez; no me abandones, ahora que mi vigor declina, pues mis enemigos hablan de mí, y se conciertan aquellos que acechan mi alma». (Salmo 71). Tercera vez (Jeremías 12): «He abandonado mi casa; perdida es mi herencia». —«¡Jodido librito!» —exclamé, cerrándolo con tal brusquedad que de las pastas salieron alientos de polvo. Y me arrellané en el sillón «de Viena», adornado por una cinta azul pasada en los calados del mimbre, cayendo en una modorra vecina del sueño. Ruidos confusos. Una realidad que se desdibuja y transforma en imágenes incoherentes. Me duermo… Pero no debí descansar mucho tiempo porque muy pronto —creo— una mano movió bruscamente la mecedora para despertarme. —«Peralta» —dije—: «Peralta». —«No lo llame» —me dijo el Agente Consular—: «Acaba de marcharse». —«Como lo oyes» —dijo La Mayorala. Y supe, tan atónito que no acababa de entender del todo lo que se me explicaba, que en la ciudad circulaban docenas de automóviles ostentando los faniones blanco-verdes del Alfa-Omega, y que uno de ellos —parece que era un Chevrolet gris— había venido a buscar a mi secretario. —«¡Lo van a matar!» —grité. —«No me parece». —«Pero… ¡esto es insensato! ¿No trató de resistir? ¡Estaba armado!». El Agente Consular me miró con sorna: —«Eran unos jóvenes muy simpáticos con brazales blanco-verdes y un distintivo —Alfa de metal plateado— en la solapa. Abrazaron al Doctor Peralta, que parecía muy contento, y, con risas y bromas, enfilaron hacia la capital». —«¿Y Peralta no explicó nada? ¿No me dejó algún recado?». —«Sí: que le dijera que lo sentía, pero que la Patria era lo primero». —«¡Como lo oyes!» —gritó ahora La Mayorala ante mi cara de estupor, como si le fuese necesario gritar para que yo acabara de entender. —«Tu quoque, fili mi…». —«¡Qué Tu quoque, ni qué puñetas!» —dijo el gringo—: «Le estaba jugando sucio y nada más. No hacen falta latines para verlo claro. Son cosas de la política, que ocurren en todas partes». —«Ya me sospechaba yo que el cabroncito ese era un traidor» —rezongaba La Mayorala—: «Mi tía Candelaria, que sabe mucho, lo vio en los caracoles y el soplido en plato de harina. Y ahora estoy empezando a creer que esas bombitas que reventaban en Palacio las traía él, en el maletín francés de las cantimploras. Era lo único que no se registraba en la entrada»… Y ahí estaba el maletín-Hermes, abierto, con diez golletes alineados en dos filas de a cinco. Sacamos los frascos forrados en piel de cerdo. Aquello olía —me parece, no estoy seguro— a almendras amargas: el mismo olor que dejaban las explosiones aquellas. —«Tal vez sí, tal vez no» —dijo el Agente Consular—: «Es más o menos el olor de un cuero viejo sobre el que se ha derramado mucho ron». —«Los caracoles no dicen mentiras» —murmuraba La Mayorala. —«Maybe yes, or maybe not» —repetía el yanki… Agobiado por una tristeza enorme, de padre escupido, de cornudo apaleado, de Rey Lear arrojado por sus hijas, me abracé a Elmirita: —«Tú eres lo único que me queda». —«Mejor, mire a la calle» —dijo el Agente Consular—: «Pero cuide de que no lo vean».