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No considero que el Miedo o el Espanto

puedan ser loables o útiles…

Descartes

Corrió la noticia, una mañana, de que había aparecido un caballo muerto, putrefacto, de vientre reventado, en el colector principal de agua potable de la ciudad, y que, por lo tanto, cuantos hubiesen bebido de los grifos dependientes del Acueducto Municipal —y ya eran las once— estaban amenazados de tifus. Pero cuando el Ministro de Salubridad, en persona, fue a investigar el caso, se encontró con que en la famosa Taza del Almendro, orgullo de la ingeniería hidráulica nacional, sólo flotaba un caballo de madera —negro, con los cascos plateados: muestra famosa de la talabartería «El Potro Andaluz»— que unos siniestros bromistas habían arrojado allí durante la noche. En tranquilizar los ánimos se estaba, cuando se declaró un tremendo incendio de llamas rojas —demasiado rojas— en un almacén de tabaco, situado en los suburbios. Y tras de una ululante movilización de carros extinguidores, los bomberos se hallaron ante un vasto Fuego de Bengala, prendido allí de modo inexplicable, que cerraba su fiesta en un alegre estrépito de cohetes. Al día siguiente, sorprendidos en su buena fe, varios periódicos publicaron las esquelas funerarias, con sus correspondientes requiescat in pace, de funcionarios oficiales que disfrutaban de excelente salud. Entonces se abrió una época de mixtificaciones, bromas odiosas, difusión de rumores, hecha para crear un clima de desconcierto, inquietud, desconfianza y malestar, en todo el país. Se recibían calaveras por correo; llegaban coronas mortuorias a donde nadie hubiese muerto; sonaba un teléfono, a media noche, para avisar que el dueño de la casa, ausente, había muerto de infarto en un burdel. Y eran cartas anónimas, misivas confeccionadas con letras recortadas de periódicos, que llevaban amenazas de secuestros y atentados, señalamientos —casi siempre veraces— de homosexualidad o adulterio, falsas noticias de alzamientos en provincias, disidencias en el Alto Mando Militar, quiebras inminentes, cierre de compañías de seguros, y próximos racionamientos de alimentos indispensables. Y eran, en tono menor, para promover aglomeraciones, colas, protestas, altercados con la policía, avisos de trueques ventajosos —cazuelas usadas por máquinas de coser, herramientas por relojes suizos, carretillas por bicicletas— en tiendas de clientela pudiente o un American Grocery recién abierto. Se solicitaban trabajadores con magníficos jornales en fábricas de mucho tiempo cerradas. «No consuma carne de reses aftosas» —advertía un volante repartido a mediodía. «Suspende operaciones el Banco Nacional» —anunciaba otro, dado al crepúsculo a fin de que mañana se atropellaran las gentes frente a las ventanillas. Y se vivía en una ciudad revuelta, de nociones falseadas, de direcciones trastocadas, de alambres cruzados, donde el teléfono de la morgue se conectaba, inexplicablemente, con la oficina del Primer Ministro y el número de la casa de putas despertaba, de madrugada, al Nuncio de Su Santidad. Quien encargaba un piano Steinway a Nueva York hallaba un asno decapitado dentro de la caja; quien compraba un disco de Tito Schipa, tenor muy admirado porque cantaba en castellano, oía una retahila de injurias al Gobierno apenas arrimaba la aguja del diafragma a la placa que, sin embargo, ostentaba el emblema de «La Voz de su Amo». Con todas éstas, pasándose a acciones mayores, había activistas, cada vez más audaces, que con estallidos de magnesio promovían pánicos en los cines, levantaban rieles de tranvías, cortaban los tendidos eléctricos —dejando media ciudad sin luz para apedrear mejor las vitrinas de ciertos comercios… Era todo un ejército embozado, móvil, inteligente, lleno de ocurrencias y de perfidia, el que ahora actuaba en todas partes, para desorganizar lo organizado, desarticular los mecanismos administrativos, tener las autoridades en perenne sobresalto, y, sobre todo, mantener un creciente clima de alarma. Nadie creía ya en nadie. Y la policía, impotente a pesar de su continuo aumento de agentes, detectives, delatores, soplones, informadores, observadores secretos, golpeaba siempre en falso, sin dar jamás con los verdaderos autores de esto o de aquello. Dos bombas más habían estallado en Palacio, aunque, en las entradas del edificio, los visitantes eran sometidos a registro y se examinara cualquier paquete traído de fuera. Y como a alguien había de culparse donde nadie quería confesar su desconcierto, se buscaban razones válidas para asegurar que el promotor de todo, maestro de obras infernales, dueño de los mecanismos arcanos, era El Estudiante. Pero los editoriales —nunca firmados, desde luego— de Liberación afirmaban que los extraños sucesos que inquietaban a la ciudadanía no se debían a acciones de comunistas: «Nosotros no usamos de bromas ni mixtificaciones para llevar adelante nuestra lucha». Y, acriollando el tono: «Los verdaderos revolucionarios no son hombres de guachafitas, bochinches ni mariqueras». Y, junto a ello, la siempre severa antología de conceptos marxistas, puestos en recuadro: La humanidad no se plantea nunca sino problemas que puede resolver porque, si bien se mira, se verá siempre que el problema sólo surge allí donde ya existen las condiciones materiales para resolverlo (Contribución a la crítica de la economía política). —«Estoy empezando a creer» —decía el Presidente, desconcertado— «que el cabroncillo ese dice la verdad. Persigue otros fines. Es un iluso. Pero sincero. No perdería el tiempo en usar el teléfono para decir que anoche he muerto como Félix Faure». —«Pero las bombas» —decía Peralta. —«Sí, las bombas» —decía el Primer Magistrado, nuevamente indeciso—: «Los comunistas, como los anarquistas, ponen bombas donde pueden. No hay más que ver los dibujos que ilustran la prensa internacional. Y sin embargo…». —«Lo malo es que el pueblo atribuye al Estudiante cuanto ocurre aquí» —observaba el secretario—: «Y, por lo mismo, se nos está volviendo un mito: algo así como un Robin Hood que poseyera el anillo de Giges. Y a nuestras gentes de alpargata les encantan esas historias»… Y estaba en lo cierto, pues mucho, muchísimo, habían andado las novelas de Ponson du Terrail —y también Los miserables— por los caminos del país, con sus personajes que mudan de apellido, edad y figura, engañando siempre a sus perseguidores. Gaston Leroux había mostrado los poderes miméticos de un malhechor en su muy traducido y leído Misterio del cuarto amarillo. Y, con un trasfondo de clásicos rebeldes, de históricos outlaws, inasibles y justicieros, la estampa del Estudiante era invocada en los corrillos de cuarterías, en las veladas de conventillos, en las coplas que a media voz nacían de trastiendas aldeanas —aunque ahí, para decir verdad, mal se entendía aún lo que podía ser eso del comunismo— como una suerte de reformador combatiente, defensor de pobres, enemigo de ricos, azote de corrompidos, recuperador de una nacionalidad alienada por el capitalismo, con antecesores en varios caudillos populares de nuestras guerras de independencia que, por sus actos generosos y justicieros, seguían viviendo en las memorias de las gentes. La fama de su ubicuidad, sobre todo, iba creciendo de día en día: era el genio de los itinerarios imprevisibles que, burlando cordones de vigilancia, alcabalas y centinelas en carretera, saltaba de las minas del Norte a los astilleros de La Verónica, de tierras de leñadores a las parameras del frailejón. Y se enriquecía la leyenda del Estudiante de laudatorias ocurrencias, noticieros y romances que corrían de boca en boca: se deslizaba por ventanillos tan estrechos que su paso por ahí era cosa de portento; corría por los tejados, saltaba de azotea en azotea, se disfrazaba de pastor protestante, de capuchino franciscano, ciego fingido un día, falso policía al otro —labriego, minero, arreador de recuas, médico con maletín, turista inglés, arpista ambulante, cargador de huacales— y mientras todos los cuerpos de Seguridad del Estado lo buscaban con gran estruendo de motocicletas y asedio de barrios enteros, estaba acaso el buscado, el emplazado, descansando en un banco del Parque Central, con peluca de anciano, barbas blancas y gafas negras, metida la cara en el periódico del día, en tanto que unos partidarios suyos —no se sabía realmente si eran partidarios suyos— empezaban a cantar, allá lejos, en las comarcas del maguey y la tuna, en clima de algas y redes, de trigales en cumbres y eras entre nieves, una copla que mucho se había cantado en el México de años atrás:

Dicen que los agraristas somos

una tanda de ladrones

porque no queremos ser

los bueyes de los patrones.

—«No quiero mitos» —decía el Primer Magistrado, ante la realidad creciente del Estudiante, cuyo supuesto —desconocido— perfil se le atravesaba, cada mañana, entre el ventanal de su despacho y la telúrica presencia del Volcán Tutelar: —«No quiero mitos. Nada camina tanto en este continente como un mito». —«Cierto, muy cierto» —opinaba el profesor liceísta que a menudo emergía en Peralta—: «Moctezuma fue derribado por el mito mesiánico-azteca de Un-Hombre-de-Tez-Clara-que-habría-devenir-del-Oriente. Los Andes conocieron el mito del Paracleto Inca, encarnado en Tupac Amaru, que buena guerra dio a los españoles. Tuvimos el mito de la Resurrección-de-los-Antiguos-Dioses que nos valió una Ciudad Fantasma en las selvas de Yucatán, cuando París celebraba el advenimiento del Siglo de la Ciencia y rendía culto al Hada Electricidad. Mito de un Auguste Comte a la brasileña, con mística boda de la Batucada y el Positivismo. Mito de los gauchos invulnerables a las balas. Mito del haitiano ese —Mackandal, creo que se llamaba— capaz de transformarse en mariposa, iguana, caballo o paloma. Mito de Emiliano Zapata, subiendo al cielo, después de muerto, en un caballo negro con aliento de fuego». —«Y en México» —observaba el Mandatario— «también tumbaron a nuestro amigo Porfirio Díaz con el mito de ‘Sufragio efectivo, no reelección’ y el despertar del Águila y la Serpiente, que bien dormidos estaban, para suerte del país, desde hacía bastante más de treinta años. Y ahora, están creando, aquí, el Mito del Estudiante, regenerador y puro, espartaquiano y omnipresente. Hay que desinflar el Mito del Estudiante… Y esa policía nuestra, coño, entrenada en los Estados Unidos, y que no sirve para un carajo, como no sea para pegar a hombres amarrados, dar tortol y ahogar gente en bañaderas»… Y estaba ya Peralta abriendo el maletín-Hermes para atemperar los ánimos del amo, cuando llegó la sorpresiva, inesperada, estupenda noticia de que El Estudiante, hallado donde menos podía estar, había caído preso, tontamente, sin resistencia ni gloria, en una alcabala del Sur donde dos guardias ingenuos —pero no tan ingenuos— se habían extrañado de que en una carreta de caña viajara un machetero sin callos en las manos. La foto del individuo, tomada ahora, coincidía con la de cierto expediente de ingreso universitario muy estudiada por la policía. Y estaba el sujeto, desde hacía dos horas, negando desde luego que él era Él, en una célula —¿no quería células?— de la Prisión Modelo. —«¡Por Dios, que no le hagan daño!» —exclamó el Primer Magistrado—: «Buen desayuno, con arepas, mantequilla, queso de mano, caraotas negras, huevos fritos, y hasta un trago largo —al modo campero— si lo quiere. Y después, que lo traigan a mi despacho. Hablaremos de hombre a hombre. Y le das mi palabra de que no pienso usar de mis poderes contra él. Así la resistencia será menor». El Primer Magistrado había preparado cuidadosamente su escenografía. Vestido de severa levita ribeteada de seda —corbata gris-rosa, condecoración en el ojal—, estaba sentado de espaldas al gran ventanal de cristales blancos que daba al patio central del Palacio, tras de su mesa de trabajo, de modo que la luz diese de frente a la cara del visitante. En el centro de la mesa, el clásico secante gris enmarcado en cordobán repujado; el tintero del águila napoleónica sobre base de mármol verde; el obligado cilindro de cuero, lleno de lápices bien afilados; un pisapapel recuerdo de Waterloo; el abrecartas de oro, con el escudo de la República grabado en el mango; y legajos, muchos legajos, aparatosamente desordenados, con papeles revueltos, aquí, allá, como cuando se está entregado a un laborioso examen de documentos. Y ahí, a la derecha del secante, como quien no dice nada, un ejemplar, con cubierta amarilla, del manual para la cría de gallinas Rhode-Island Red… El Doctor Peralta introdujo al Estudiante, con extremada cortesía, sin que el Primer Magistrado interrumpiera un aparente cotejo de cifras, punteadas alternativamente con una pluma fuente. Alzando la atareada mano señaló una butaca al visitante. Y, luego de juntar unas hojas, las entregó al secretario: «En el presupuesto del viaducto había un error de trescientos veinte pesos. Es inadmisible. Que se enteren esos señores que ahora pueden encargarse a los Estados Unidos unos aparatos que se llaman ‘máquinas de sumar’»… Salió Peralta y hubo un largo silencio. Corpulento, cargado de hombros, acrecido en estatura por las majestuosas proporciones de la butaca presidencial, contemplaba el Primer Magistrado al adversario con alguna sorpresa. Donde creía encontrar un mozo atlético, de músculos endurecidos por el hand-ball universitario, con rostro crispado y desafiante, como listo al combate, veía ahora un joven delgado, endeble, a medio camino entre la adolescencia y la madurez, algo despeinado, de rostro pálido, que lo miraba de frente, eso sí, casi sin parpadear, con ojos muy claros, acaso verdegrises, acaso verdeazules, que, a pesar de una casi femenina sensibilidad, expresaban la fuerza del carácter y la determinación de quien podía actuar, si lo creía necesario, con la dureza de los creyentes y los convencidos… Y se contemplaban ambos, el Amo, el Investido, el Inamovible, y el Débil, el Soterrado, el Utopista, por sobre el foso de dos generaciones, viéndose las carnes por primera vez. Lamentables se resultaban ambos, en su mutua contemplación. Era el de Arriba, para el de Abajo, un arquetipo, un ejemplar de histórica muestra, figura hecha para centrar algunos de esos carteles, producto de un folklore de muy reciente creación, que había fijado, para la tríada fundida en cuerpo único, del Poderoso, del Capitalista, del Patrón, una estampa tan invariable y metida en las retinas como lo fueran, siglos atrás, las del Doctor Boloñés, el Turlupino o el Matamoros de la comedia del arte italiana. Ahora, el Protagonista de las alegorías revolucionarias —y pensaba El Estudiante en unos dibujos del alemán Georg Grosz, en unos bojes de Masreel— era este individuo que tenía delante, con levita y pantalón rayado, perla en corbata y costosos perfumes, faltándole tan sólo la emblemática chistera de reflejos y el habano plantado entre colmillos feroces, para simbolizar —sentado sobre sacos de dólares que en realidad existían, aunque en las bóvedas de un banco suizo— el Espíritu de la Burguesía… Y era el de Abajo, para el de Arriba, otro personaje folklórico, a quien medía, pesaba, dividía, sorprendido por la necesidad de prestar alguna atención a personaje de tan poca monta. Ése, que tenía delante, era algo así —en versión nuestra— como el clásico estudiante de novela rusa, soñador y doctrinario, más nihilista que político, proletario por deber, habitante de buhardillas, mal comido, mal vestido, durmiendo entre libros, de rencores atizados por las frustraciones de una existencia mediocre. Ambos habían salido de lo mismo. Pero el de Arriba, pragmático a su manera y buen entendedor del medio, había tomado, con prisa de impaciente, la ascendente vía que ahora se jalonaba de bustos y estatuas suyas; el de Abajo, había caído en las trampas de un mesianismo de nuevo género que, en todo el continente, por fatal proceso, llevaban el iluso a las Siberias del Trópico, a la poca gloria del Bertillón, o al desenlace —tema para artículos de muy futuros periodistas— de la desaparición-que-no-deja-huellas, teniendo las familias del diluido, del esfumado, que ir a depositar flores, en supuestas fechas aniversarias, sobre tumbas sin objeto, con nombre y apellido inscritos en la tristeza, peor aún que la de un ataúd, de una fosa vacía… Y en un silencio apenas roto por el silbo de algún ave que retozara entre las arecas del patio, se entabló un contrapunto de voces que no salían de labios para afuera. Se miraban ambos: No sabe hasta qué punto está en su papel / más parece poeta provinciano que otra cosa / absolutamente «en situación» / de esos que premian en Juegos Florales / hermosa indumentaria de relumbrón / trajecito de «The Quality Shop» / cara de nalga / mejillas de niña / luce más blanco en las fotos: con los años vuelve a sus orígenes / despeinado, corbata ladeada, para darse estilo / huele a puta, con tanta Colonia / le falta dimensión, fuerza, para ser algo / hay algo repelente en su expresión / se toma por un Masaniello / yo lo creía más viejo / me pregunto si me mira con odio o con miedo / las manos le tiemblan: el alcohol / tiene manos de pianista, pero debería limpiarse las uñas / el Tirano clásico / el Arcángel que fuimos todos / hombre de vicios y porquerías: lo lleva en el semblante / cara de muchacho que no se ha tumbado a muchas hembras: intelectual pajizo / ni monstruo siquiera: un cacique subido de tono / estos débiles son los peores / todo aquí es teatro: el modo de recibirme, la luz en la cara, ese libro en la mesa / capaz de cualquier cosa: no tiene nada que perder / no me mires así, que yo no bajaré la mirada / a pesar de que es valiente, no resistiría la tortura / me pregunto si soportaría la tortura: hay quien no puede / me imagino que tiene miedo /… la tortura… / si lo apretaran un poco / tratarán de sacarme nombres / ¿para qué esperar tanto? un buen susto para empezar / acerca la mano al timbre: va a llamar / no: he dado mi palabra / no sé si podría resistir / hablarle primero / es horrible pensar en eso, en eso, en eso… / no hay que hacer mártires, no hay que hacer mártires en estas gentes: o evitarlo en lo posible / me ha dado su palabra; pero su palabra no vale un carajo / todo el mundo sabe, a estas horas, que Él está aquí, y que he dado mi palabra / va a llamar: ya me veo esposado / otros, más duros que éste, se han dejado convencer / ¿cuándo se resolverá a hablar? / soltarlo y que lo sigan: a alguna parte tiene que ir / ¿por qué no me habla, coño?, ¿por qué no acaba de abrir la boca? / Está sudando / Este sudor que me sale ahora y no tengo pañuelo, no tengo pañuelo; tampoco en este bolsillo… / tiene miedo / sonríe / algo quiere proponerme: alguna porquería / le voy a ofrecer un trago / seguro que me va a ofrecer un trago / no lo aceptará, para presumir de puro / ojalá me ofreciera un trago: me sentiría mejor / no quiero exponerme a que me diga que no / anda, venga, eso, atrévete; será una botella del maletín ese; todo el mundo sabe lo que hay dentro / sin embargo, sí; le digo… Se lo vuelvo a decir… Pero no parece haberme entendido: ese camión / creo que me dijo algo de beber algo; pero no oí bien: ese camión / el tranvía, ahora / el tranvía / no entiendo el gesto / creo que no ha entendido mi gesto / ya nos hemos mirado bastante; el libro ahora, para que vea que… El Primer Magistrado tomó el libro para la cría de gallinas Rhode-Island Red. Lo abrió y, calándose las gafas, empezó a leer con marcada sorna: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del Comunismo». Y enlazó el otro, con sorna aún más marcada: «Todas las potencias de la vieja Europa se han unido en una Santa Alianza para acosar ese espectro: el Papa y Wilson, Clemenceau y Lloyd George.» —«… Metternich y Guizot» —rectificó el otro. —«Veo que conoce usted a los clásicos» —dijo El Estudiante. —«Más bien la cría de gallinas. No te olvides que soy hijo de la tierra… Acaso por ello…». Y calló, perplejo ante el estilo que habría de adoptar en aquel diálogo: no valerse del estilo frondoso, de Plegaria en el Acrópolis, que un joven de nueva generación hallaría ridículo, sin caer —extremo opuesto— en el vocabulario guarango y barriotero que lo encanallaba, aunque con cierto garbo, en sus íntimos coloquios con el Doctor Peralta y la Mayorala Elmira. Optó, pues, por el tono humanístico y pausado, ignorante del tuteo habitual entre nosotros, que creaba, por su exotismo en este mundo de jaranas y confianzas, un inmediato distanciamiento, mayor que el de la mesa que los separaba. En actor muy dueño de sus gestos, hablando entre dientes —a lo Lucien Guitry— preguntó al mozo que delante de él estaba, como personaje de tragedia a quien abruman los indescifrables designios del Hado: —«¿Por qué me aborrece usted tanto?»… El Estudiante, harto enterado ya por el usted de la estrategia verbal del otro / me viene con el estilo de Voltaire, cuando nos cuenta que «tuvo el honor de departir» con una india de taparrabos… / respondió con la voz más mansa y apacible que le vino a la intimidada garganta: —«Yo no lo aborrezco a usted, Señor». —«Pero ‘obras son amores’» —dijo el Poderoso, sin alzar el diapasón—: «Las bombas no se tiran aquí contra los camareros del Palacio. Luego, hay odio, furia, en usted». —«Nada contra usted, Señor». —«Pero… ¿y esas bombas?». —«No las puse yo, Señor. Yo nada entiendo de explosivos». —«Bueno, tú no [rectificó], usted, no. Pero las colocan sus partidarios, sus amigos, sus cómplices / le pareció, de repente, que la palabra «cómplice» era vulgar y respondía a lenguaje de informe policial… /, sus correligionarios, sus adjutores, sus adláteres / cuidado: he vuelto a caer en el idioma floreado» /. —«Nosotros no ponemos bombas, Señor». El Primer Magistrado empezaba a impacientarse. Se estaba escenificando aquí la fábula del Lobo y del Cordero: —«¿Pero… quiénes las ponen, entonces?, ¿quiénes? ¿Me lo quiere usted decir?». —«Otros, que no somos nosotros. Demasiado hemos visto que los atentados anarquistas nada cambian en el mundo. Tan absurdos son Ravachol y Caserio con sus inmolaciones voluntarias, como Bakunin y Kropotkin con sus doctrinas». —«No me venga usted con bizantinismos, con argucias de Concilio de Nicea / ¡y se me fue otra de las mías! /, que para el caso es lo mismo… Aun suponiendo que no sean ustedes, cuando estalla un petardo en mi baño, ustedes aplauden». —«Todo lo contrario, Señor. Lo peor que podría ocurrirnos a nosotros, ahora, es que lo mataran a usted. Tengo un compañero de lucha, católico y practicante —no tiene remedio— que reza y hace promesas a la Divina Pastora para que nos conserve su preciosa existencia». El Primer Magistrado se puso de pie, entre atónito y enojado: —«¿Mi preciosa existencia? ¡Tú sí que tienes riñones! Y eso de riñones, es eufemismo»… / ahora empieza a tutearme /. —«A usted, lo necesitamos, Señor». El otro, el Poderoso, el Enorme, reventó en risa: —«Esto sí que es grande: ahora resulta que soy marxista, comunista, menchevique, revolucionario, y la madre que los parió, que todo es lo mismo y todos buscan lo mismo: instalarse en el Kremlin, instalarse en el Elysée, instalarse en Buckingham Palace, o sentarse en esta silla [y golpeaba el espaldar de la silla presidencial] para joder a los demás, gozar de la vida y llenarse los bolsillos de dinero. El Embajador del Zar, que se nos ha quedado aquí, en espera de que aquello se venga abajo, me contó que la mujer de Lenin usaba las joyas, los collares, las coronas de la Emperatriz Alejandra»… —«Es magnífico que usted piense así y crea tales historias, Señor. Mejor es que no nos entiendan a que nos entiendan a medias. Quienes nos entienden a medias nos combaten mejor que quienes nos tienen por ilusos». —«Pero, en fin: si yo muriera mañana…». —«Sería lamentable para nosotros, Señor… Porque una Junta Militar tomaría el poder, y todo seguiría igual o peor bajo el gobierno de cualquier Walter Hoffmann, que Dios tenga en su santa paz». —«Pero… ¿qué quieren ustedes, entonces?». El otro, con voz un poco subida, pero sin apresurar el tempo: —«Que sea usted derribado por-un-le-van-ta-miento-po-pu-lar». —«¿Y después? ¿Tú vendrías a ocupar mi puesto, no es cierto?». —«Jamás he deseado semejante cosa». —«¿Tienen un candidato, entonces?». —«La palabra candidato no forma parte de nuestro vocabulario, Señor». El Primer Magistrado se encogió de hombros: —«¡Macanas! Porque, en fin, alguien, alguien, tiene que asumir el poder. Hace falta un Hombre, siempre un Hombre, a la cabeza de un gobierno. Mira Lenin, en Rusia… ¡Ah! ¡Ya veo!… Luis Leoncio Martínez, tu profesor en la Universidad…». —«Es un cretino. Puede irse a la mierda, con sus Puranas, Camilo Flammarion y León Tolstoi [y ahora reía]. ¡El Regreso a la Tierra! ¿A la tierra de quién? ¿De la United Fruit?». El Primer Magistrado empezaba a fastidiarse con el giro de un coloquio que se atravesaba en su impaciencia por llevar las palabras a otro terreno: —«¿Entonces, ustedes pretenden implantar el socialismo acá?». —«Buscamos la manera». —«¿Manera rusa?». —«Acaso no sea la misma. Aquí estamos en distinta latitud. Es a la vez más fácil y más difícil». El Presidente paseaba ahora por el despacho, como hablándose a sí mismo: —«¡Ay, niños, niños, niños! Si implantaran el socialismo acá, a las cuarenta y ocho horas tendrían ustedes a los marines norteamericanos en Puerto Araguato». —«Es lo más probable, Señor». —«¿Entonces? [tono protector y ameno]. Te envidio. A tu edad yo también pensaba en cosas parecidas. Pero… ¿ahora?… Mira: a Juana de Arco la quemaron de diez y nueve años, porque si llega a tener treinta se hubiese acostado con el Rey de Francia, y habría conseguido lo mismo que consiguió, negociando con los ingleses, sin morir en la hoguera… Tú tienes tus ídolos. Bien. Los respeto. Pero no te olvides de que los gringos son los romanos de América. Y contra Roma no se puede. Y menos, con gente de alpargata… [tono íntimo, ahora]… Puedes hablarme con toda confianza, como a un hermano mayor. Yo tengo una experiencia política que ustedes no tienen. Podría explicarte por qué unas cosas son posibles y otras no. Todo lo que quiero es entender… Que nos entendamos… Confíate a mí… Dime…». —«¡Ni loco!» —respondió el otro, en repentina risa, empezando a andar por el despacho en sentido inverso al de su interlocutor, de tal suerte que cuando uno estaba adosado a la chimenea de los falsos leños, el otro lo estaba a la ménsula cuyo espejo, puesto entre dos puertas, acrecía las dimensiones de la estancia. De pronto, el Mandatario tuvo un gesto de desaliento, en estilo de buen actor: —«No se acaban de recibir lecciones en esta vida. Hoy, oyéndote hablar, me di cuenta, de repente, de que soy el Primer Preso de la Nación. Sí. No te sonrías. Vivo aquí rodeado de ministros, funcionarios, generales y doctores, todos doblados en zalamerías y curbetas, que no hacen sino ocultarme la verdad. Sólo me muestran un mundo de apariencias. Vivo en la caverna de Platón… ¿Tú conoces eso, de la caverna de Platón? ¡Desde luego! ¡Tonto habértelo preguntado!… Y de pronto me llegas tú, lleno de fe, de ímpetu, de sangre fresca, y se me hace carne la frase del poeta francés: ‘Más aprendo con un joven amigo que con un viejo maestro’. ¡Ah, si yo contara con la sinceridad de hombres como tú! ¡Menos errores cometería! Más aún: me ves dispuesto a entablar el diálogo en un clima nuevo. Por ejemplo, mira: comprendo que hemos sido demasiado —digamos: rigurosos—, en lo que se refiere al problema universitario. ¿Quieres que lo consideremos ya, de frente, y que salgas de aquí, dentro de una hora, con una solución que pueda satisfacer a tu gente? Depende de ti: habla»… El otro, yendo de chimenea a espejo: —«Commediante»… El Mandatario, en irritados trancos, fue del espejo a la chimenea, perdiendo la compostura de antes: —«¡Oye! Si tú has leído a Alfred de Vigny, yo también lo he leído. No me vengas desempeñando el papel de Pío VII ante Napoleón. Porque, antes de que hayas dicho ‘Tragediante’, sabrás cómo suena esto». Y sacó la Browning del bolsillo interior izquierdo de su levita, poniéndola en la mesa con el cañón apuntando hacia el interlocutor: —«¿Así que sigue la guerra?». —«Seguirá, conmigo… o sin mí». —«¿Persistes en tus utopías, tus socialismos, que han fracasado en todas partes?». —«Es asunto mío… Y de muchos más». —«La Revolución Mexicana fue un fracaso». —«Por eso nos enseñó tanto». —«Lo de Rusia ha fracasado ya». —«Todavía no está demostrado». Ahora el Primer Magistrado jugaba con la pistola, metiendo y sacando, aparatosamente, el peine de cinco balas. —«Máteme de una vez» —dijo el Estudiante. —«No» —dijo el Presidente, volviendo a guardar el arma—: «Aquí en Palacio, no. Se ensuciaría la alfombra». Hay un silencio. Vuelven a silbar los tomeguines en el patio. Dos miradas que, por evitarse, se evaden a las paredes. (¿Hasta cuándo va a durar esto?… Habría que enderezar el cuadro aquel… Situación sin salida…). Al fin, como haciendo un esfuerzo, habló el Presidente: —«Bien. Ya que no quieres entenderte conmigo; te doy tres días para abandonar el país. Pide a Peralta lo que te haga falta. Te puedes marchar a donde quieras. París, por ejemplo. Yo daría instrucciones para que te pasaran una mesada más que decente, con toda discreción. No tendrías que presentarte a nuestra Embajada. Tus amigos no se sorprenderían de verte marchar, sabiendo que, aquí, estás quemado como revolucionario… ¡No! ¡Espera! ¡No hagas gestos melodramáticos! No trato de comprarte: te propongo un sencillo dilema»… Hubo un cambio de tono: «No te ofrezco el París de las hembras y del Restaurant Maxim’s, como haría con cualquier rastacuero nuestro. Te propongo el París de la Sorbona, de Bergson, de Paul Rivet, que según parece sabe mucho de nuestras cosas y publicó, hace poco, por cierto, un magnífico estudio sobre una momia que regalé, hace años, al Museo del Trocadero. Lo demás es asunto tuyo. En Saint-Étienne-du-Mont saludarás, de parte mía, a Racine; en el Panthéon, a Voltaire y Rousseau, O, si quieres hacer tu Plegaria sobre el Acrópolis al estilo bolchevique, tienes, en el Père Lachaise, el Muro de los Federados. Hay para todos los gustos… Tú escoges». (Y repitió varias veces el «tú escoges» con entonación que, cada vez, se hacía más ambigua). —«Yo nada tengo que hacer en París» —dijo el Estudiante, tras de una marcada pausa. —«Lo dejo a tu gusto. Quédate. Pero, a partir del martes —pasado mañana— habrá orden de matarte, sin contemplaciones, dondequiera que se te encuentre». —«Mi muerte sería de una pésima publicidad para usted». —«Hijo: la Ley de Fuga es mentira universalmente aceptada. Como la del suicidio del fugitivo, o el del que se ahorcó en su celda porque se olvidaron de quitarle los cordones de sus zapatos. Y esto ocurre en los países más civilizados, aunque tengan magníficas Ligas de Derechos del Hombre y otras instituciones igualmente respetables para salvaguardar la Libertad y la Dignidad del Individuo… ¡Ah! Y te advierto que contigo caerían quienes te hubiesen dado albergue, con familia y todo. ¿Estamos?». —«¿Puedo marcharme?». —«¡Vete al carajo! Y prepara tu epitafio: Aquí yace quien murió por pendejo». El Estudiante se levantó. El Primer Magistrado hizo un gesto de despedida, no queriendo arriesgarse a tenderle la mano por temor a un desaire: —«No sabes cuánto lo siento. Un joven tan valioso como tú. Lo peor es que te envidio: si yo tuviese tu edad, estaría con los tuyos. Pero tú no sabes lo que es gobernar estos países. No sabes lo que es arar con un material humano que…». La imagen del Primer Magistrado desapareció en un alud de cristales rotos. El espejo que la reflejaba, las estanterías, los cuadros, la chimenea, se habían desplomado en una turbamulta de cales, listones rotos, maderas doradas, astillas, papeles, tras de un estruendo de los que, poniendo a gemir los oídos, parecen resonar luego en el pecho y en el vientre. El Presidente, muy pálido, manoteando el polvo de yeso que le emblanquecía la levita como camisa de panadero, miraba el destrozo. El Estudiante había caído al suelo. Ahora se palpaba, para ver si sus manos se le manchaban de sangre. La cara, sobre todo, pues mucho le importaban las mujeres. —«Nada… Hoy hemos nacido» —dijo el Presidente. —«¿Y creerá usted ahora que soy lo bastante idiota como para tirarme bombas a mí mismo?» —dijo el otro, levantándose. —«Ahora sí te creo. Pero esto no cambia nada. Lo que te dije y nada más». La estancia se llenaba de gente: sirvientes, funcionarios, guardias, la Mayorala Elmira, las secretarias. —«Sal por aquí» —dijo el Primer Magistrado, llevando el Estudiante a un saloncillo contiguo, todo rosa, adornado de grabados finamente licenciosos, con ancho sofá de muchos cojines, de donde descendía, a la calle, una angosta escalera de caracol de la que mucho se hablaba en la ciudad: —«¿Por aquí es por donde le entran las niñas?». —«A mi edad, los tengo todavía muy bien colgados. Acabas de darte cuenta de ello». Y, poniéndole una mano en el hombro: —«Para ti, debo ser algo así como un Calígul… ¿no?». —«Más bien el caballo de Calígula» —respondió el otro, puesto en increíble insolencia, antes de bajar los peldaños con presteza de ardilla… Tan estupefacto estaba el Primer Magistrado que, cuando apareció el Doctor Peralta, sólo acertó a decirle: —«Ábrele abajo… Y que lo dejen en libertad». —«Ahí traen el botiquín de primeros auxilios, señor». —«No creo que haga falta… No tengo nada… Nada… Nada». Y se tentaba el cuerpo, de pechos a rodillas, sin hallar dolor ni humedad bajo sus dedos.