Ei… Bi… Ci… Di… Ei… Raro, muy raro sonaba el Abecedario, ahora, en las aulas de los Colegios Metodistas, en los Liceos Agustinos norteamericanos, que se habían abierto en nuestras principales ciudades, suscitando serias dudas acerca de la eficiencia y modernidad —modernidad, sobre todo— de la enseñanza impartida a los niños por los padres Salesianos y Maristas franceses, las madres Dominicas, Ursulinas o monjitas de Tarbes. This is a pencil, this is a dog, this is a girl, oíase ahora donde antaño habían florecido las Rosa-Rosae-Rosa-Rosam de las declinaciones clásicas, en tanto que se olvidaban los inevitables chistes que, a expensas de Aunt Jemima, se hacían todavía, poco tiempo atrás, cuando se pasaba a los adjetivos de primera categoría con Nigra-Nigrae-Nigra-Nigram. El Cid Campeador, Rolando, San Luis, la Reina Católica, Enrique IV emigraban de los libros de historia, con tizona, olifante, encina centenaria, joyas empeñadas, gallinas en puchero y todo, siendo ventajosamente reemplazados por Benjamín Franklyn, con pararrayos y Almanaque del Pobre Ricardo; Washington en Mount-Vernon, rodeado de buenos negros a quienes trataba como si fuesen de la familia; Jefferson y el Independence-Hall de Filadelfia; Lincoln y el Gettysburg-Address; la Marcha al Oeste y la épica muerte del General Custer, derribado en la Batalla de Little Bay Horn por las hordas bárbaras de Sitting-Bull. Al soltar la teta de sus nanas de huipil que cantaban el Mambrú y enseñaban, como Pitágoras, que era malo atizar el fuego con un cuchillo, se encaminaban los niños hacia donde el pequeño Mozart era situado junto a Daniel Webster, en el Panteón de los Infantes Prodigiosos, por aquella temprana defensa suya de un roedor maligno que, siendo obra de Dios, tenía derecho a la vida —como derecho a la vida tenían, asimismo, los esclavos de La cabaña del Tío Tom. Desplazando rápidamente L’lllustration y Lectures pour tous, el Collier’s y el Saturday Evening Post —éste, con graciosas portadas de Norman Korwin— empezaban a decir verdades (amargas verdades, acaso, pero ya podía hablarse sin ambages, y la Historia era la Historia) sobre la reciente guerra. Sin el Over There y el General Pershing, Francia estaba perdida. Inglaterra había peleado blandamente y sin convicción: los tommies eran cosa de folklore, Marble Arch, y té servido en las trincheras, entre turbantes cipayos y gaitas escocesas. Italia, con plumas de gallo en cabezas de malos soldados, era país de una sola batalla: Caporetto. Y en cuanto a Rusia: el monje Rasputín, el Tsarevitch, la hemofilia, Madame Virúbova, orgías místicas, idiotas inspirados, Resurrección, Yasnaia-Poliana, el alma eslava, inestable y torturada, siempre oscilante entre el angelismo y las simas infernales, que habían desembocado en un iluso reformador —hombre del Kremlin como lo fuera Iván el Terrible—, efímero Paracleto marxista, cuyo tiempo era ya contado, pesado, dividido, ante la arremetida de las fuerzas de Denikin, Wrangel, Koltchak, y los ejércitos franco-británicos del Báltico, que pronto acabarían de consumar la ruina de un sistema condenado al desastre ya que (como ya lo habían dicho los Evangelios en versículo tan remachado como difícil de localizar en tantas páginas impresas a dos columnas en el papel-Biblia de la Biblia) siempre habría ricos y pobres en el mundo —y en cuanto al camello y el ojo de la aguja, ya sabíamos que en Jerusalén había existido una «Puerta de la Aguja», algo baja y angosta, ciertamente, pero por la que siempre pasaron los camellos inteligentes, a condición de doblar un poco las rodillas. Los europeos —estaba demostrado— eran incapaces de vivir en paz, y había tenido el Presidente Wilson que atravesar el Atlántico para ir a poner orden en sus asuntos. Pero esta vez había sido la última. Nunca más nos molestaríamos en aportar nuestras jóvenes energías a la defensa de una cultura cuyo eje de gravitación —era tiempo ya de proclamarlo— se había desplazado hacia América —del Norte, desde luego, en espera de que nosotros, los de más abajo, acabáramos de librarnos de la maldita tradición que nos tenía viviendo en pretérito. El mundo había entrado en la Era de la Técnica y España nos había legado un idioma incapaz de seguir la evolución del vocabulario técnico. El futuro no pertenecía ya a los Humanistas sino a los Inventores. Y nada habían inventado los españoles en el transcurso de los siglos. El motor de explosión, el teléfono, la luz eléctrica, el fonógrafo, en cambio… Sí, por caprichosa voluntad del Todopoderoso, las carabelas de Colón se hubiesen cruzado con el Mayflower, yendo a parar a la isla de Manhattan, en tanto que los puritanos ingleses hubiesen ido a dar al Paraguay, Nueva York sería hoy algo así como Illescas o Castilleja de la Cuesta, en tanto que Asunción asombraría el universo con sus rascacielos, Times-Square, Puente de Brooklyn, y todo lo demás. Europa era el mundo del pasado. Mundo bueno para pasear en góndola, soñar entre escombros romanos, contemplar vitrales, recorrer museos, pasar vacaciones agradables e instructivas —pero mundo cuya decadencia era acelerada por una creciente amoralidad que se manifestaba en cuanto se refería al sexo, a las mujeres que se acostaban con cualquiera, con aquellas horrid french customs, traídas de allá por jóvenes soldados norteamericanos, a las cuales hacían alusión a veces, en voz baja y con espanto (pero una madre de familia debe saberlo todo) las castas Daughters of the Revolution. Triunfo de la Latinidad —como seguían diciendo los periódicos de América Latina—, la Guerra Europea había tenido pésimas consecuencias para la Latinidad en nuestras tierras de América Latina, instaurando —con múltiple acción venida de Arriba— una nueva Querella de las Investiduras. Las librerías que antes ofrecían obras de Anatole France y Romain Rolland —sin olvidar El fuego de Barbusse, éxito casi legendario— presentaban ahora El prisionero de Zenda, Scaramouche, Ben-Hur, Monsieur Beaucaire, y las novelas de Elinor Glynn, bajo vistosas portadas a todo color que, por lo sugerentes, atraían lectores deseosos de «ponerse al día» en materia de literatura. Y, frente a un pobre cine europeo, sin estrellas válidas —parecía que todas hubiesen caído en algún bombardeo— se afirmaba, magnífico, el arte del taumaturgo David Griffith, portentoso movedor de multitudes, explorador del Tiempo, capaz de mostrarnos en imágenes nunca vistas —más impresionantes que cualquier evocación erudita— el Nacimiento de una Nación, la Tragedia del Gólgota, la Noche de San Bartolomé, y hasta el mundo de Babilonia —aunque el Doctor Peralta, aferrado a sus manualillos de Mallet, al Apolo de Reinach, afirmara que los enormes Dioses-Elefantes que allí aparecían nunca se habían visto en los reinos de Caldea, calificándolos irreverentemente de «visiones de gringo en hang-over»… Francia, apercibida de que iba perdiendo terreno en estas tierras, nos mandó de repente, en breve gira oficial —tres días de fría concurrencia, mientras el Primer Magistrado, escamado por su aventura operática, descansaba en Bellamar—, una Sarah Bernhardt que, enyesada y repintada, gravitando sobre el eje de su única pierna, empelucada como payasa de Lautrec, conmovedora aún por su desesperada voluntad de alzarse sobre los escombros de sí misma, declamaba todavía, con voz testamentaria y vacilante —siempre llevada en brazos, apoyada en algo, entronizada, yacente, o traída en las angarillas del Rey Titurel—, los más patéticos alejandrinos de Fedra o las tiradas agónicas de un casi octogenario Aguilucho. Luego nos llegó de Italia —ante la amable indiferencia de un público demasiado fascinado ahora por las jóvenes y relumbrantes actrices de Hollywood— una Eleanora Duse, extrañamente vestida de dormanes alamarados, tocada de altos morriones negros, fantasmal como los granaderos de Heine, cargando con las ruinas y columnas rotas de La cità morta de D’Annunzio, autor a quien los jóvenes habían abandonado bruscamente, después de entusiasmarse durante años con La hija de Iorio. Todo eso era cosa del pasado y, como cosa del pasado, les olía a flor de sepultura. Y acaso por ello aumentó la venta de las revistas norteamericanas o de periódicos que, como el New-York Times, ofrecían, en magazines dominicales, noticias de músicas nuevas, pinturas raras, singulares movimientos literarios, que se estaban produciendo en París (parece que por ahí, pese a lo que se decía, había un pequeño renacimiento en marcha) aunque L’lllustration y Lectures pour tous parecieran ignorar esas cosas, o, cuando hacían alusión a ellas, era para demolerlas en nombre del «sentido del orden, la proporción y la medida», dándose el caso de que para enterarse de ciertas innovaciones sorprendentes —la poesía de un tal Apollinaire, por ejemplo, muerto el día mismo del Armisticio— hubiese que acudir a las publicaciones newyorquinas. —«La gente joven siempre es novelera» —decía el primer Magistrado. Pero ignoraba que, tras del verso sin rima ni puntuación, tras de la sonata disonante, llegaban —interesante descubrimiento— unos comentarios bastante tremendos sobre la situación de nuestro país. Una mañana, la noticia corrió de boca a oídos: en largo editorial, el especialista de asuntos latinoamericanos del New-York Times hacía un implacable análisis de nuestra bancarrota, hablaba de represiones policiales y de torturas, aclaraba el misterio de ciertas desapariciones, denunciaba asesinatos que aún se desconocían aquí, recordando que el Primer Magistrado, puesto en la categoría de los Rosas, del Doctor Francia —quien fuera Dictador Vitalicio del Paraguay—, Porfirio Díaz, Estrada Cabrera, de Guatemala, y Juan Vicente Gómez, de Venezuela —como quien hubiese hablado de Luises de Francia o Catalinas de Rusia— llevaba cerca de veinte años en el Poder… Se dieron órdenes para la inmediata recogida de la edición —totalmente agotada en los quioscos y tenderetes, hasta que el Doctor Peralta pudo dar con tres ejemplares en un puesto de legumbres, cuyo dueño compraba regularmente el periódico de ciento veinte páginas para envolver sus coles chinas, verduras y batatas. —«Habría que prohibir la entrada del periódico en el país» —dijo el secretario, observando el enojo que la lectura del escrito pintaba en el semblante del Primer Magistrado. —«Periódico yanqui. Escándalo mayor. Se nos echaría encima la cadena entera de Randolph Hearst». Hubo una pausa. —«Además, la letra impresa se cuela en todas partes. Puedes encarcelar a un enemigo político. Pero no puedes impedir la difusión de un periódico extranjero donde te mientan la madre. Con un ejemplar basta. Viene volando por el aire, se esconde en bolsillos de viajeros, en valijas diplomáticas, en refajos de señoras, pasa de mano en mano por encima de fronteras, ríos, y cordilleras»… Hubo una nueva pausa, un poco más larga que la primera. —«En mala hora firmé el Decreto instituyendo el estudio del inglés en los colegios. Ahora todo el mundo, aquí, sabe decir: Son of a bitch». Hubo una tercera pausa, más larga aún que la segunda, rota por la voz de Peralta que acababa de releer el editorial: «Aquí se alude al Artículo 39 de la Constitución de 1910.»Y, citando de carretilla, como santa epístola en esponsales: Se procederá a elecciones presidenciales en un tiempo no menor de tres meses antes de la expiración del sexenio en curso. Hubo una cuarta pausa, más larga que la tercera. —«Pero… ¿quién coño les ha dicho, a ésos, que aquí habrá elecciones de ninguna clase?» —gritó, de repente, el Primer Magistrado. —«Bueno, pero… La Constitución de 1910, en su Artículo 39, dice…» —«… dice lo que tú dices, pero también dice que esas elecciones no se celebrarán en caso de que la nación se halle en estado de conflicto armado o guerra declarada con alguna potencia extranjera». —«Exacto. Pero… ¿con quiénes estamos peleando nosotros, fuera de los cabrones del interior?». El Primer Magistrado miró al otro con socarrona solemnidad: «Aún estamos en guerra con Hungría». —«¡Cierto!». «No he firmado la paz con Hungría, ni pienso firmarla por ahora, pues ahí reina el caos. El Embajador, que no cobra sueldo desde hace meses, ha tenido que empeñar las prendas de su mujer. Si sigue su país como está, pronto lo veremos tocando violín en algún cabaret gitano… Y, coño… ¡se acabó! Estamos en guerra con Hungría. Y cuando hay guerra no hay elecciones. Celebrar elecciones ahora sería violar la Constitución. Sencillamente». —«¡Ah, mi Presidente! ¡Como usted no hay dos!» —dijo el Doctor Peralta, trayendo el maletín de Hermes para celebrar este imprevisible alargamiento del conflicto mundial. Esto, de la guerra con Hungría, le sabía a maravilloso cocktail de cumbia y czardas, bamba y friska, serenata criolla y Rapsodia de Liszt, todo dominado por la onírica voz de la soprano que habitaba los espejos del Castillo de los Cárpatos de Julio Veme —como habitaba ahora la Mayorala Elmira, activa en buscar copas, los espejos de este Salón de Audiencias.
Tres artículos más publicó el New-York Times sobre la situación económica y política del país —artículos que se difundieron enormemente, pese a que Peralta, vigilante, hiciese comprar todos los números del periódico apenas llegaban a las librerías y American Book Shops que lo recibían. Pero el hecho era que una oficina tan clandestina como activa —animada seguramente por los partidarios del Doctor Luis Leoncio Martínez— se encargaba, en la sombra, de traducir los textos, hacer centenares de copias a máquina, y difundirlas por correo bajo sobres de diversificados tamaños y que, en muchos casos, ostentando fraudulentamente las marcas, firmas y emblemas de conocidas empresas industriales y comerciales, circulaban como material de inocente publicidad. Mientras tanto, la prensa de acá, sometida a censura, impedida de abordar los muchos asuntos que se querían tener en silencio, se entregaba, con creciente maestría —muy inspirada en los antiguos suplementos de Le Petit Journal y los tabloides newyorquinos— a explotar el sensacionalismo de la crónica roja, el hecho de sangre, el acontecimiento insólito. De repente, el Crimen de la Calle Hermosilla o El Proceso de las Hermanas Parricidas llenaban planas enteras, con titulares a seis columnas, durante varias semanas. Y eran, en escalofriante y teratológico desfile —con magnífico manejo del adjetivo, sutiles eufemismos en lo escabroso, maliciosas metáforas para lo sexual, nomenclaturas osteológicas, términos de antropometría legal, idioma de necrocomio y salas de disección— los casos del Enterrado Vivo de Bayarta, del Niño Nacido con Cabeza de Tepezcuintle, Un Pueblo Troglodita en Pleno Siglo XX, Absuelto el Médico de su Honra, las Séxtuples de Puerto Negro, Mató a su Mamacita sin Causa Justificada, Urge Reprimir el Sadismo en Tabernas Portuarias, Feroz Balacera en Fiesta de Cumpleaños, Anciano Devorado por las Hormigas, Descubierto un Antro de Sodoma, Recrudescencia de la Trata de Blancas, la Descuartizada de los Cuatro Caminos, todo eso revuelto con los asuntos de un interés permanente, por su valor histórico y contenido humano, del Collar de la Reina, la muerte de Napoleón IV en manos de los zulúes, La Atlántida, continente abismado, o lo de Abelardo y Eloísa, tratado con los necesarios eufemismos en cuanto se refería a la acción del canónigo Fulbert, que algunos cabrones se apresuraron a identificar —no perdían una— con el Jefe de la Policía Judicial… Entre homicidios, dramas pasionales y sucesos inauditos se estaba, cuando llegaron las Navidades, y fueron aquéllas, en verdad, unas Navidades extrañas, donde las Navidades se transformaron en Christmas. La linda tradición de los Nacimientos caseros fue repentinamente olvidada: no se hicieron Establos de Belén, de papel de estraza encolado, con su pesebre, la Virgen, San José, el Asno y el Buey, y el cortejo de Pastores que —con más gente cuanto más rica fuese la mansión— venían a adorar al Niño mofletudo como querubín, puesto en lecho de hojas de guayabo que se le cambiaban cada día para mayor fragancia de su ámbito. No trabajaron las familias en repintar y barnizar los santones del año pasado, en repegar las figurillas rotas, en colgar el Ángel de la Anunciación de su hilo dorado, bajo la Estrella de Plata clavada en el cielorraso. Aquel año extraño, una selva en marcha, semejante a la que avanzó sobre Dunsinane, ascendió hacia la capital, viniendo de los puertos Atlánticos: eran millares de abetos del Canadá y de los Estados Unidos, que traían olores exóticos a la urbe para erguirse en los barrios ricos, con un festivo adorno de bolas de vidrio, guirnaldas de flecos dorados, cierzos artificiales, velillas atirabuzonadas, campanas de papel, bajo nevadas de algodón. Aparecieron unos venados raros, con enrevesadas cornamentas, nunca vistos en el país, que llamaban renos, tirando de trineos atestados de paquetes. Y en las puertas de las jugueterías hubo ancianos barbudos, vestidos de rojo, a quienes llamaban Santa Claus —o Santicloses, como decían las gentes. Las Navidades tradicionales, las de la Colonia, las de ayer, las de siempre, fueron desalojadas en un día por las Navidades Nórdicas. Aquel año no salieron a las calles las bullangueras parrandas de pandero y villancico, para visitar al vecindario al compás de un «Tún-tún… ¿Quién es?… Gente de paz», cuyos cantores iban culebreando por las calles de tanto aguardiente pascual, charanda y zamurillo como habían bebido en premio a su venturoso anuncio de que Emmanuel se había hecho carne, una vez más, y habitaba entre nosotros. Por ello, las canturías de otros tiempos fueron sustituidas, en las casas decentes, por cajitas de música que tocaban las melodías de Silent night, holy night o Twinkle, twinkle, little star… Alarmados por esta repentina transfiguración de las Navidades, los sacerdotes, en sus mal escuchados sermones de Misa de Gallo, denunciaron a Santa Claus como un engendro hereje, implantación de costumbres sajonas que, con el adorno de un Pino, no hacían sino remozar paganismos de pueblos germánicos —herencia de épocas en que, cuando nosotros escuchábamos ya las divinas voces del Canto Ambrosiano en el esplendor de las Pompas Eucarísticas, ellos andaban por sus selvas, hirsutos y bárbaros, tales como los hubiese conocido Julio César, con cascos mal encornados, bebiendo hidromiel y adorando el Acebo y el Muérdago. Además, ningún santoral cristiano estaba enterado de la existencia de ese Santicló que venía a traer juguetes a los niños trece días antes de que los Reyes Magos —como siempre había ocurrido aquí— se afanaran en tal menester. Los tenderos españoles, cuyas muñecas largarteranas, valencianas y gallegas, cocinillas con orzas de barro y caballitos de balancín no habían sido descargados todavía en Puerto Araguato, protestaron contra una competencia desleal que, desde el 20 de diciembre, había llenado las vitrinas de artefactos mecánicos, plumas comanches, tablas de ouija para jugar al espiritismo —¡dígame usted!— y panoplias vaqueras —sombrero tejano, estrella de sheriff, cinturón claveteado y dos pistolas en funda de flecos… Decían algunos que Santicló era San Nicolás. Pero los entendidos en hagiografías afirmaban que nunca San Nicolás de Mira, patrón de Rusia, ni San Nicolás el Grande, primer pontífice de ese nombre, habían tenido nada que ver con negocios de juguetería. Y alguien acabó por preguntar irónicamente, en artículo inadvertido por la censura, si ese Santicló de gorro vagamente frigio, a pesar de la frontolera blanca, todo vestido de rojo, no sería un Rojo en el más peligroso sentido del término. Pero mal le fue al periodista con su intencionado chiste, pues, cuando se entró en Semana Santa, estaba todavía encerrado, con proxenetas y maricones, en la Galera 13 de la Prisión Modelo. Y si raras habían sido las Navidades últimas, más rara fue, aquella vez, la Semana Mayor, pues en ella, en vez de evocarse la Invención de la Santa Cruz, se asistió, a lo largo y ancho del territorio nacional, a la Invención de la Huelga.
Todo empezó el Miércoles de Ceniza, como quien no dice nada, por el paro insólito de unos braceros en el Ingenio América, que se negaron a aceptar unos vales canjeables por mercancías en pago de sus jornales. Pronto, el movimiento se extendió a todos los centrales azucareros. Los guardias rurales, los guardias montados, las guarniciones provincianas, fueron movilizadas; pero nada podían contra hombres que ni manifestaban ni alborotaban, que «no alteraban el orden público», sino que permanecían quietamente en los portales de sus viviendas, negados a trabajar, cantando, con acompañamiento de bandurrias, cuatro o guitarra:
Yo no tumbo caña
que la tumbe el viento,
o que la tumben las mujeres
con su movimiento.
Aquella huelga fue ganada. Pero el Sábado de Gloria habían empezado la suya los mineros de Nueva Córdoba, en protesta contra licenciamientos arbitrarios, pronto seguidos por los estibadores de Puerto Araguato y los cargadores de Puerto Negro… Como esas enfermedades tropicales cuyas ronchas ambulatorias enrojecen, alternativamente, de modo imprevisible, este hombro antes de pasar al muslo derecho, la cadera izquierda en vísperas de subirse al pecho, paseando sus erupciones por aquellas regiones del cuerpo humano donde en el Adán Kadmon de los cabalistas se situaban los asientos del Esplendor, el Triunfo, el Amor, la Justicia y la Fundación, en el mapa de la República los brotes de rojez aparecían de repente, sin previo anuncio, aquí, allá, en el Norte, en el Sur, donde se hincharan las pomas del cacao, humearan los túmulos carboneros, crecieran los bananos, se foliara el tabaco o con dinamita se promoviera la Partición de las Rocas. Nada podía detener esta epidemia; de nada servían las amenazas de las autoridades, los edictos conminatorios, los bandos, el machete de las tropas, la ostentación de bayonetas: las gentes habían cobrado conciencia de la tremenda fuerza de la inercia, de los brazos cruzados, de la resistencia silenciosa, y cuando a culatazos las llevaban a sus campos y fábricas, iban allá con la resuelta voluntad de trabajar mal, de rendir poco, usando de todas las tretas encaminadas a provocar el accidente mecánico, paralizar las grúas, limar los eslabones de la cadena, cuando no arrojaban puñados de arena a los ejes de una rueda maestra o en el cañón de un émbolo. Se decía que El Estudiante —ese «estudiante» que estaba empezando a sonar más de la cuenta—, siempre activo aunque invisible, volante y ubicuo, soterrado y sin embargo manifiesto, trasladándose del Llano a la Montaña, de los puertos pesqueros a los aserraderos de Tierras Calientes, era el instigador, el organizador de todo aquello. Y resultaba evidente, ahora, que no andaba solo en tan múltiples y concertadas actividades; eran muchos, muchos más que los que quizá creíase, los que adoptaban sus tácticas, valiéndose de las mismas mañas, aplicando los mismos sistemas. —«Trabajan por células» —decía el Doctor Peralta, pretendiendo explicarlo todo mediante un término que el Primer Magistrado no acababa de entender: «Para células, las de la Prisión Modelo» —contestaba—: «Y ya no bastan para meter a tanta gente». (Trataba de reír). —«Me he vuelto el primer hotelero de la República». Y hojeaba, impaciente, los tomos del Anti-Dühring, La sagrada familia, Crítica de los programas de Gotha y Erfurt, que aún se alineaban, revueltos, sobre su mesa: «Aquí no se dice nada de células». Tampoco en el Manifiesto. Lo único que está bien claro es lo que se dice, ahí, en la penúltima página: «Los comunistas apoyan todo movimiento revolucionario dirigido contra el orden social y político existentes»… En esos días trajo el Doctor Peralta al Presidente una extraña publicación que había llegado en la correspondencia habitual: se trataba de un periódico. Pero un periódico singular como jamás se hubiese visto otro en el país: impreso en papel-cebolla, con ocho páginas, formato in-16, tamaño libro, ligero, sin mayor volumen que una carta normal. Un simple título: Liberación. Primorosamente presentado, por lo demás, con cuatro columnas por plana, tan perfectamente legible como un diccionario. Abríase aquel Año I. Número 1, con un editorial contra el régimen, severo, sin epítetos inútiles, seco como trallazo, escrito en prosa clara y expedita. —«Esto es algo nuevo» —murmuró el Primer Magistrado, oyéndose decir cosas mucho más molestas que los insultos en superlativo, desaforadamente criollos, dirigidos habitualmente a su persona por los partidarios de Luis Leoncio Martínez. Después aparecía una pormenorizada información acerca de los más recientes atropellos cometidos por la policía, con nombres de víctimas y nombres de agentes. Venía luego un sólido análisis de las últimas huelgas, sacándose conclusiones prácticas de sus éxitos y de sus errores. Y, en páginas centrales, esto era lo peor, una enumeración —tan exacta en sus detalles, fechas y cifras, que se debía, sin duda, al conocimiento de documentos tenidos en el mayor secreto— de los más ocultos negocios realizados por el Presidente, sus ministros, generales y allegados, en los últimos meses. —«Hay un Judas entre nosotros» —gritó el Primer Magistrado, con indignados aspavientos—: «Alguien les ha suministrado estos datos». —«Pero… ¿quiénes publican esto?» —preguntó el Doctor Peralta, perplejo. —«No hay que preguntarlo. Lee la frase que sirve de colofón al número: ¡Proletarios de todos los países, uníos!». —«¡Carajo! ¡Así mismo se cierra el Manifiesto!». —«Lo que quiere decir que este periódico sin firmas está firmado»… Antes de las diez, se supo que millares de personas habían recibido el periódico clandestino en el correo de la mañana. Los expertos tipógrafos, convocados al Consejo de Ministros para examinar el caso, opinaron que el trabajo sólo podía haberse realizado fuera del país, a juzgar por los caracteres usados, el estilo de la composición, la procedencia —alemana, al parecer— del papel-Biblia, que actualmente no se conseguía en plaza. Acaso la imprenta se hallaba en alguna ciudad fronteriza. Por ello, se impuso la censura a toda correspondencia de países vecinos. Pero el martes siguiente, a poco de despertarse, tenía el Primer Magistrado su Número 2 de Liberación en la bandeja del desayuno, traído por la Mayorala Elmira. Se impuso entonces la censura interna en las oficinas de repartición. Lo cual no impidió la aparición del N° 3 que, ignorando los caminos del correo, apareció —fajado aunque sin estampillas— en los buzones de ministerios, oficinas públicas, empresas comerciales y residencias particulares, sin hablarse de los ejemplares que ahora circulaban de bolsillo a bolsillo, pasaban de gaveta a gaveta, o eran deslizados bajo las puertas, tirados a balcones o dejados en zaguanes y alféizares, por misteriosas manos. Todas las imprentas de la República fueron puestas bajo vigilancia militar. Hubo un detective tras de cada rotativa, de cada máquina plana, linotipia o rodillo sacador de pruebas. Pero nada pudo impedir que aparecieran los números 4, 5, 6, 7 de Liberación. La imprenta clandestina, imprenta fantasma, invisible, silenciosa, seguía trabajando con exasperante eficiencia. Era como un Laboratorio Central, una fragua de gnomos, que estaba aquí, acaso en este barrio, acaso en el de más allá, para confeccionar, sin ruido ni ajetreo, las malditas paginillas in-16 que, cada semana, daban noches de insomnio al Primer Magistrado… Fue entonces cuando, en reunión del Consejo, pronunció el Ministro del Interior una frase nueva que sonaba a ensalmo y amenaza: «El Oro de Moscú». —«¡Qué Oro de Moscú, ni qué Oro de Moscú!» —rugió el Presidente—: «No tienen los bolcheviques dónde caerse muertos, y van a tener oro para…». (Fue por un reciente número de L’Illustration de París). —«Miren… Miren estas fotos… Cadáveres a montones, en las orillas del Dnieper y del Volga… Niños que han quedado en huesos y ojos… Hambrunas del Año 1000… El cólera… El tifus… Grandes Duquesas que piden limosna en las calles… Una miseria sin término ni esperanza». El Ministro insistía: Todo muy cierto. Pero esos bolcheviques estaban vendiendo el tesoro de Potemkin y la Gran Catalina, las coronas del Kremlin, las joyas confiscadas a príncipes y boyardos, los cuadros del Ermitage, para costear una subversión internacional, única capaz de salvar el comunismo de un desastre. —«Lean, lean los artículos que publica Kerensky en la prensa norteamericana». El Oro de Moscú no era una ficción. Sólo el Oro de Moscú podía explicar la existencia, en el país, de algo como Liberación (acababa de llegarle el Número 8), con su papel caro, sus máquinas ocultas en alguna caverna, en alguna de las ignoradas galerías que —según afirmaban algunos historiadores —habían construido los Conquistadores españoles en el subsuelo de lo que era hoy capital de la República para comunicar entre sí tres fortalezas, hoy en ruinas… Y cuando, pocas noches después, estalló un nuevo petardo en el Palacio —aunque sin causar mayores daños, pues había sido puesto en un guardamuebles lleno de trastos inservibles— la realidad del Oro de Moscú se impuso en la mente del Primer Magistrado. No eran vanas fantasías de humoristas las caricaturas de Le Rire que mostraban un Oso lanzando bombas de mecha encendida sobre el mapa de Europa, ni la imagen del Pulpo Rojo que, desde las cúpulas de San Basilio, alargaba los tentáculos hacia todos los extremos del globo. Uno de esos tentáculos se había colado en nuestro país. —«Hay que tomar medidas de urgencia» —murmuraba Peralta. —«¿Y qué nos queda ya por hacer?» —respondía el Mandatario, como repentinamente cansado, echando de menos un Arco de Triunfo que, de alzarse aquí, en vez de un Volcán inútil, lo hubiese conducido, bajo su alta bóveda, a la deleitosa paz, oliente a vino y a leña, del Bois-Charbons de Monsieur Musard… En días de agitación y desasosiego, añoraba el País de Inteligencia donde, en el mismo metro, podía leerse un alejandrino digno de Racine:
Le train ne peut partir que les portes fermées…
a lo que —como lo observara alguna vez el Ilustre Académico, ahora tan distante— hubiese podido responder un Azarías de Athalie, reencarnado en la persona del jefe de la Estación Pigalle, que en un lieu souterrain par nos pères creusé (Quinto Acto), diese salida al convoy con rumbo a l’Étoile:
J’en ai fait devant moi fermer toutes les portes.