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La Campaña de Recaudación de Fondos para la Reconstrucción de Regiones Devastadas por la Guerra fue un magnífico logro que, además de procurar beneficios marginales tan cuantiosos como incontrolables, acabó de restablecer el prestigio del país y de su inteligente Gobierno en una Europa harto absorbida por sus problemas de paz para recordar sucesos nimios, locales, exóticos, situados en las ya borrosas lejanías de una época anterior a cierto histórico mes de agosto que había trastornado el mundo. Ofelia, llevando traje de enfermera, paseó de ciudad en ciudad, de ateneo en ateneo, una exposición de grabados, dibujos, carteles y elocuentes fotografías, que mostraban campos de desolación, aldeas muertas, cráteres de minas, catedrales malheridas y horizontes de cruces. «Te piden escuelas para sus hijos» —leíase sobre el desolado panorama de un cementerio militar. «Devuélveme mis moradas» —leíase, al pie de un Cristo traspasado de balas… Mientras tanto, una ya inflada prosperidad, llevada por su desaforado impulso, seguía en ascenso de especulaciones y despilfarros, sin que los favorecidos y aupados hiciesen caso de los sombríos vaticinios de ciertos economistas —puritanos aguafiestas cuyas voces de sibilas calculadoras desentonaban en el confiado coro de quienes cantaban los gozos de una ficción cada día renovada. Porque en ficción se vivía. Sin percatarse de ello, las gentes se integraban en una enorme feria de birlibirloque, donde todo era trastrueque de valores, inversión de nociones, mutación de apariencias, desvío de caminos, disfraz y metamorfosis —espejismo perpetuo, transformaciones sorpresivas, cosas puestas patas arriba, por vertiginosa operación de un Dinero que cambiaba de cara, peso y valor, de la noche a la mañana, sin salir del bolsillo —valga decir: de la caja de caudales— de su dueño. Todo estaba al revés. Los miserables vivían en Palacios de Fundación, contemporáneos de Orellana y Pizarro —ahora entregados a la mugre y las ratas— mientras los amos moraban en casas ajenas a cualquier tradición indígena, barroca o jesuítica —verdaderas decoraciones de teatro en tonalidades de Medioevos, Renacimientos o Andalucías hollywoodianas, que jamás habían tenido relación con la historia del país, cuando no se remedaban, en edificios grandes, los Segundos Imperios del Boulevard Haussmann. El nuevo Correo Central tenía un magnífico Big-Ben. La nueva Primera Estación de Policía era Templo de Luxor, de color verde Nilo. La residencia campestre del Ministro de Hacienda, era preciosa miniatura del Palacio de Schönbrunn. El Presidente de la Cámara alojaba su querida en una pequeña Abadía de Cluny, revestida de yedras importadas. Se jugaban fortunas, cada noche, en frontones de pelota vasca y canódromos de lebreles ingleses. Se cenaba en la Villa d’Este o La Troika (cabaret recientemente abierto por los primeros rusos blancos llegados acá, vía Constantinopla), mientras era solamente en fondas chinas donde servíanse todavía los platos tradicionales del país, ahora menospreciados como cosa de alpargata o romance de ciegos —erigiéndose con ello, los marmitones cantoneses, en Conservadores de las Artes Culinarias Nacionales. Los éxitos musicales del día eran Caravan, Egyptland, Japanese Sandman, Chinatown, my Chinatown, y, sobre todo, Hindustan, presente en el atril de todos los pianos, bajo cubierta donde un elefante y un cornac se silueteaban en negro sobre un sol encarnado. Las mujeres favorecidas por el boom no sabían ya dónde lucir sus diademas, pendientes y collares, sus modas de Worth, Doucet y las Hermanas Callot. Y, por lo mismo, atendiendo a un viejo anhelo, hoy realizable, pensó el Primer Magistrado en la posibilidad de instalar la Ópera dentro de la Ciudad-Ópera, Capital de la Ficción, ofreciendo a sus compatriotas un espectáculo semejante a los que se presentaban en Buenos Aires y Río de Janeiro —urbes de ojos siempre puestos en artes y refinamiento del Viejo Mundo. Adolfo Bracale, empresario de giras americanas, animado por una tal pasión de drama lírico que había llevado Simón Boccanegra, Manón y Lucía de Lamermoor a salitreras de Chile, haciendas bananeras, puertos australes y caucherías de Manaos, tramontando páramos, remontando ríos, visitando Antillas grandes y menores, con sus gentes, vestuario y decorado —hombre capaz de tomar la batuta cuando un maestro concertador se le enfermaba de paludismo o de hacer sonar una Madame Butterfly con orquesta de piano, siete violines, flauta, saxofón, bombardino, dos cellos y un contrabajo, si no hallaba mejores elementos en plaza— fue el encargado de poner en el escenario del Teatro Nacional «lo mejor que hubiese en el mundo»… Y así, una buena mañana, el ferrocarril de Puerto Araguato hizo su entrada en la capital trayendo templos antiguos, retortas de alquimista, un cementerio escocés, varias casas japonesas, el Castillo de Elsinor, la terraza de San Ángelo, monasterios, grutas y mazmorras, todo doblado, enrollado, en piezas por armar, selvas desplegables, claustros entelados, en tantas cajas que dos trenes seguidos apena s si bastaron para cargar con todo ello. Y, por fin, al atardecer, un tercer convoy —el del coche-comedor ultramoderno, con menú en francés— entró en la Estación Terminal, relumbrante de celebridades que fueron saliendo a los andenes entre fogonazos de magnesio y turbamulta de flores, cumplidos de funcionarios oficiales, aplausos a nivel de fama y mandolinatas de la Colonia Italiana: el gran Enrico Caruso, ante todo, de chaleco cruzado y diamante en corbata, Borsalino gris claro y mancuernas de platino, amable, verboso y campechano, y que, aturdido por tantas solicitudes y halagos, equivocándose de lugar, saludaba como general a un cabo segundo, trataba de excelencia al jefe maletero, descuidaba al Ministro verdadero para abrazar al melómano con cara de ministro, repartiendo autógrafos por docena, besando a los niños, feliz en aquel ambiente que le recordaba el de alguna plazuela napolitana en día de holgorio; apareció luego Titta Rufo, de ceño dramático, robusta figura y rugiente tórax, vestido de ligera tela Palm-Beach, pareciendo imposible que tan atlética estampa se aviniese con la atormentada delgadez del Hamlet, puesto en cartelera, cuyo personaje habría de animar pocos días después; y de los vagones bajaron Lucrecia Bori, toda dientes y coloratura, ya metida en el papel de Rosina, con madroño y basquiña española; Gabriella Bezanzoni, contralto de navaja en la liga, cuya apostura de ricahembra contrastaba brutalmente con la endeblez de las pálidas bailarinas norteamericanas que, cargando con sus zapatillas en maletines de hule, descendieron, tras de ella, del carro presidencial; Ricardo Stracciari, de guantes de cabritilla y levita de deudo en gran entierro, respondiendo a los periodistas con impostada voz; el flaco Mansueto, largo como dómine de picaresca, que había tenido la humorada de desembarcar con la teja de Don Basilio bajo el brazo; Nicoletti-Korman, que ya veríamos de pecho desnudo, chaliapinesco y blasfematorio, en el Mefistófeles de Boito… Día y noche trabajaron los sastres de la capital, a tijeras forzadas, en paños de frac y chalecos de piqué, mientras las costureras corrían de prueba en prueba para terminar o retocar esto o aquello, alargar faldas, rebajar escotes, reajustar el vestido de la esmirriada por alguna pasión de ánimo, estirar las costuras de la obesa, anchar el talle de la empreñada, actualizando, modernizando —adaptando lo pasado de moda a la línea de los últimos figurines. Con miembros de estudiantinas y orfeón se constituyeron los coros; trabajaron los músicos mejores del país, al fin reunidos en orquesta, bajo la dirección de un boloñés de genio atroz que, sin detener por ello la ejecución de un pasaje, daba, a gritos, indicaciones del tipo de: «Fa sostenido, cabrón»… «Negra con puntillo, miserable»… «Dolce ma non pederasta» (esto, para el preludio de La Traviata), «Allegro con coglioni» (esto, para la obertura de Carmen), afirmando a todas horas —y con ello remedaba a su maestro Toscanini— que más valía vivir entre chulos y putas que andar con músicos, aunque con ellos anduviera, en fin de cuentas, cuando, terminado el ensayo, envuelto el cuello en toallas de felpa, iba al botiquín Roma, de movido ambiente popular, a beberse varias copas de ron Santa Inés aligerado con Fernet Branca… En espera del comienzo de la temporada había fiesta, cada noche, en honor de las gentes de la Scala y del Metropolitan que, afirmando siempre «que no estaban en voz», acababan por cantar alguna romanza del repertorio de Piedrigrotta o el Vorrei morire de Tosti. Y, mientras tanto, entre martillazos, regaños, imprecaciones, accidentes, decoraciones rotas, escotillones que no funcionaban, lanzas perdidas, accesorios dañados, una rueca dejada en Italia, reflectores inadecuados, humos diabólicos que nunca salían a tiempo, una invasión de ratas en los camerinos, disenterías, cólicos de mayo, flores que daban alergia a la soprano, una pelea por faldas mulatas entre Mansueto y Nicoletti, contratos rotos y vueltos a firmar, una bofetada del violín concertino al segundo fagote, infinitas quejas, varias afonías, dos forúnculos debidos al clima, los mosquitos, trajes manchados, lluvias tropicales, una hernia, nuevas afonías, ronchas y sarpullidos, se fue construyendo un Fausto en tal grado impresionante y memorable que sus portentos pasaron, de inmediato, a las trovas de decimistas y payadores, para asombro de quienes no se hubiesen enterado. Vino luego una magnífica Carmen de Bezanzoni-Caruso, aunque en el acto de los contrabandistas, a falta de trabucos, extraviados durante el viaje, los coristas estaban armados con carabinas Winchester —pero de esto sólo se percataron los expertos. Hubo después un Barbero de Sevilla, donde Mansueto hizo un Don Basilio tan truculento y burlesco que su actuación sobrepasó a la de Fígaro Titta Rufo, en cuanto a bravura y silueta. La Traviata de María Barrientos llevó al público al colmo del gozo: el «Brindis» tuvo que ser cantado tres veces ante aplausos que no dejaban seguir la partitura adelante; la gran escena del viejo Germont y Violeta promovió los discretos llantos del caso, y, al final, fueron tantas las flores arrojadas al escenario que los intérpretes, al saludar, hollaban un suelo de rosas, nardos y claveles… Y la temporada prosiguió triunfalmente con La Favorita, Martha de Flotow (uno de los grandes éxitos de Caruso), Hamlet de Ambrosio Thomas, Rigoletto y La Sonámbula… El Primer Magistrado estaba feliz. La ópera había transfigurado la capital. Después de las funciones, los cafés elegantes se llenaban de un público que lucía lo más caro y centelleante que pudiese verse en alhajas y atuendos —público que era contemplado desde la calle por un pueblo asombrado de tener ahí, al alcance de la mano, como quien dice, un mundo de lujos que sólo había imaginado hasta ahora a través de las novelas rosa, películas de ambiente millonario o las portadas del Vanity Fair vistas en quioscos de periódicos, con tantas mujeres nuestras pasadas, repentinamente, en estilo y galas, al ámbito de John Singer Sargent o de Jean-Gabriel Domergue. —«Nos vamos haciendo gente, Peralta; nos vamos haciendo gente» —decía el Presidente, mirando hacia la suntuosa platea donde, en los entreactos, sólo se hablaba en términos de racconto, portamenti, fiato, tessitura y arioso… Y todo anduvo bien hasta el estreno de Tosca, donde ocurrió algo insólito: al final del segundo acto, cuando Floria hunde su cuchillo en el pecho de Scarpia, de las localidades altas cayó una ovación enorme, persistente, interminable, que obligó la orquesta a parar. Como nada se hubiese cantado, en aquel momento de la acción, que motivara semejante entusiasmo, no sabía qué hacer Maria Jeritza —y era su debut, aquella noche— moviendo y volviendo a mover los candelabros a derecha e izquierda del cadáver de un Titta Ruffo tan estupefacto como ella. Al fin, un grito de: «¡Mueran los esbirros! ¡Abajo Valverde!», salido de arriba, vino a dar un sentido a aquellos aplausos atronadores, haciendo que la Tosca abandonara el escenario, mientras rápidamente descendía el telón ante una orquesta confundida y muda, en tanto que la policía irrumpía en las localidades de paraíso para arrestar a todo el que no hubiese tenido el tiempo de escurrirse por las escaleras. Al día siguiente, el Andrea Chénier de Giordano se dio en un teatro rodeado de tropas, militarmente ocupado por una oficialidad de gran uniforme, estratégicamente repartida en butacas y galerías. Y aun así pudo oírse, en el acto del Tribunal Revolucionario, un grito de «¡Viva Robespierre!», salido de no se sabía dónde… Toda ópera, ahora, promovía ovaciones, murmullos, siseos, exclamaciones, que tenían motivaciones muy ajenas a la calidad de la música o al acierto de una interpretación. Siempre eran aplaudidos los proscritos, los conspiradores, los regicidas, los trovadores rebeldes, los Hernani; siempre eran silbados los delatores, los alguaciles, los uscocos, los chivatos, los Spoletta. El Primer Magistrado creyó oportuno anular una anunciada representación de la Siberia de Giordano, esperando ahora, irritado, impaciente, que la temporada lírica se cerrara con Aída. Para esa función se movilizaron medios escénicos nunca vistos. A la casa Leady de Nueva York se habían encargado las trompetas rectas del desfile triunfal. Los camellos y elefantes de un circo recién llegado figurarían en el cortejo, seguidos de cincuenta jinetes del 3er. Batallón de Húsares, vestidos a la egipcia y maquillados con propiedad, cuando no fuesen de un aspecto suficientemente nubio o etíope en virtud del color natural. Y nunca representación alguna comenzó con tal brillantez en el movimiento escénico, la acción de los coros, el relumbre de una orquesta que, llevada con mano enérgica y segura, había mejorado enormemente durante las últimas semanas. Fueron alabados los trajes y las decoraciones, fue bisado —como era de esperarse— el Ritorna vincitor, y empezó a transcurrir el segundo acto en una atmósfera de tensión, de anticipado entusiasmo, de gozo colectivo, que iba ascendiendo hacia el escenario, los cantantes, la figuración, a medida que el drama se aproximaba al paroxismo concertante del regreso de Radamés. El célebre tema de la marcha fue tarareado por la sala entera. Y llegábase ya a la gran escena final, con doscientas personas entre columnas y palmeras, Horus y Anubis, con el Nilo por fondo —un Nilo sembrado de bombillas eléctricas— cuando un terrible estampido sonó en la fosa de la orquesta, bajo el aparato de la batería, echando a volar los platillos, cajas, panderos y timbales, en una repentina expansión de humos blancos. Una segunda bomba estalló tras de los contrabajos, promoviendo la fuga de los músicos que subían al escenario, trataban de huir por la platea, se metían en los palcos, acreciendo el pánico de un público que se atropellaba hacia las salidas, saltando por sobre las butacas, empujando, gritando, embistiendo, pateando a quien cayera, mientras, arriba, entre bambalinas que les caían sobre las cabezas, corrían, luchaban, peleando por llegar a las puertas de la calle, los guardias del Faraón, los sacerdotes, arqueros, cautivos encadenados, soldados del 3er. Batallón de Húsares, entre obeliscos caídos, esfinges y trastos rotos. —«¡El Himno! ¡El Himno!» —aullaba el Primer Magistrado al maestro boloñés que, pálido y vociferante, había permanecido en el podio, tratando de contener a sus músicos desbandados. Pero, como apenas quedaban siete u ocho en la fosa, sólo le sonó, en respuesta a sus gritos de: «¡Himno! ¡Presto! ¡Himno!», el casi inaudible vagido de cuatro violines, clarinete, oboe y cello… Mientras el público, aglomerado en la plaza, iba recobrando los ánimos, en tanto que los magullados y pisoteados —pues, en realidad, no había heridos— eran sacados de la sala en brazos de la policía, pudo darse cuenta el Primer Magistrado que no eran bombas las que habían estallado, sino grandes petardos de ruido y humo. —«Hay que reanudar la función» —ordenó a Adolfo Bracale que lo había acompañado valientemente en su inspección, seguido de los electricistas. Pero era imposible: el olor a pólvora llenaba la sala, arruinadas estaban las decoraciones, reventados los parches de timbales, astillados los contrabajos; el telón de boca no descendía, varios coristas se habían lastimado en el tumulto, pateaban y mordían los caballos del desfile triunfal y Amonastro había quedado sin voz. Víctima de una crisis nerviosa, Amneris, encerrada en su camerino, gritaba que esto le ocurría por venir a cantar en un país de cafres. En cuanto a Caruso-Radamés, éste había desaparecido. Como alguien recordaba haberlo visto salir por una puerta trasera, se le buscó inútilmente en todos los alrededores del edificio, en los cafés y bares cercanos. Tampoco había vuelto a su hotel. Podía estar herido, golpeado —desmayado, acaso, en algún lugar obscuro. Y en su busca se afanaba el empresario, cuando un corto circuito dejó el teatro sin luz… El Primer Magistrado, seguido de sus ministros y jefes militares, volvió al Palacio. Su silencio, en aquellos momentos, era expresión de una ira situada mucho más allá de la ira. Ira adentrada, cerrada sobre sí misma, crispación extrema que se le leía en la mirada fija, terrible, ignorante de caras presentes, mirada de apocalipsis, apuntada hacia visionarias lejanías pobladas de tempestades, gritos y escarmientos. En aquel clima se estaba —clima de intolerable tensión— cuando sonó el teléfono en la sala del Consejo. Llamaba Su Excelencia, el Señor Ministro de Italia. Avisaba que Enrico Caruso, arrestado en la calle por un guardia, estaba detenido en la VI Estación de Policía, por llevar disfraz fuera de carnavales; y disfrazado de mujer, y maquillado de ocre, con boca y ojos pintados —detallaba el Acta— lo cual le hacía caer bajo el peso de la Ley de Represión de Escándalos y Defensa de la Moral Ciudadana, cuyo artículo 132 preveía una pena de treinta días de prisión por atentado a las buenas costumbres y comportamiento indecoroso en la vía pública, con agravación del castigo si ello se acompañaba de una manifestación evidente de homosexualidad en el atuendo y aspecto personal, que, en este caso, estaba ilustrado por un tocado a rayas horizontales puesto sobre la frente, aros labrados en las orejas, pulseras de fantasía, y unos collares colgados del cuello, con adorno de escarabajos, amuletos, dijes y piedras de colores que —según el informe policial— eran seguro indicio de mariconería… —«¡Esto, en una nación civilizada!» —gritó el Primer Magistrado, pasando su ira del dramático silencio al estallido verbal, mientras sus manos arrojaban libros, pisapapeles, tinteros, sobre la alfombra. Y se hizo lo necesario. Y fue el Doctor Peralta a romper el encierro de Enrico Caruso, y vino éste, muy divertido, todavía vestido de Radamés, para decir que aquello no era nada y que, con su Embajador, se traía al policía que lo había arrestado —«buen chico, excelente muchacho, cumplió con su deber…»— para recomendarlo a la indulgencia del Presidente («no hizo sino aplicar la ley; nunca había visto un egipcio antiguo en las calles de la capital…») y todo terminó, en las luces del alba, con copas y habanos —habanos al emblema del rubio Fonseca, gruesos y largos, con ojos claros en la capa, como gustaban al cantante… Salió el Volcán Tutelar de sus nieblas frías, trajo emparedados y jugos la Mayorala Elmira, y, antes de despedirse, anunció Adolfo Bracale que la temporada de ópera se cerraría definitivamente esta noche con Un baile de máscaras de Verdi —ya que no podía pensarse en Aída por el desastre ocurrido. —«Baile de máscaras es el que les voy a dar a esos que andan poniendo petardos» —dijo el Primer Magistrado al Doctor Peralta antes de irse a dormir.

Y, de repente, empezó a crecer sobre la ciudad el edificio circular —circular como plaza de toros, circular como coliseo romano, circular como circo de contorsionistas y domadores— de la Prisión Modelo, ajustado a los más modernos conceptos de la construcción penitenciaria, de la que eran maestros los arquitectos norteamericanos. Acostumbrado a las lentas obras de cantería —aserraderos de la piedra, lección estereotomía, teoremas demostrados a martillo y cincel— que necesitaban de muy largo tiempo para cobrar cuerpo y fisonomía, había descubierto el Primer Magistrado la magia de las concreteras, la rotación de granzones y arenas en enormes cocktaileras de hierro gris, el portento de la placa de cemento que se endurece y entesa sobre una osamenta de cabillas; el prodigio del edificio que empieza por ser líquido, caldo de gravas, de guijarros, antes de erguirse con pasmosa verticalidad, poniendo paredes sobre paredes, pisos sobre pisos, cornisas sobre cornisas, hasta parar en el cielo —cosa de días— un asta de banderas o una dorada estatua con alas en los tobillos. Y como el Primer Magistrado estaba enamorado de la rapidez del concreto, de la fidelidad del concreto, de la docilidad del concreto, al concreto había confiado la tarea de cerrar el gigantesco anillo de la Prisión Modelo —allá en el Cerro de la Cruz, más arriba de la cúpula del Capitolio, más arriba de la flecha del Sagrado Corazón— antes de iniciar una acción policial de envergadura. Día y noche, a la luz de reflectores cuando la obscuridad o las brumas lo exigían, se trabajaba en aquella obra ejemplar, cuyas murallas concéntricas tenían la euclidiana belleza de un juego de órbitas cuyo ámbito se estaba estrechando, encajonadas unas en otras, hasta el eje de un patio central desde donde podían vigilarse todas las celdas y corredores. Cuando la labor estuvo terminada y sólo faltaban por traerse las bañaderas de aluminio y butacas de hebilla y correas destinados a varias salas subterráneas (que figuraban en los planos como «dependencias técnicas») se mandaron fotografías del hermoso edificio a varias revistas internacionales de arquitectura que hicieron grandes elogios de su funcionalidad así como de la difícil armonía lograda entre algo que, por fuerza, había de tener severo aspecto, y la belleza del paisaje circundante. Había allí un evidente y acaso ejemplar propósito de humanizar —el fin de la arquitectura está en ayudar al hombre a vivir— la visión conceptual y orgánica del establecimiento penitenciario, haciéndolo tolerable al delincuente que, en fin de cuentas —y así lo habían demostrado los psicólogos modernos—, es un enfermo, un ente insociable, por lo general, producto del medio, víctima de la heredad, torcido en su comportamiento por unas cosas que ahora empezaban a llamarse «complejos», «inhibiciones», etc., etc. Habían terminado los tiempos de las mazmorras venecianas, de los calabozos inquisitoriales, de los presidios de Ceuta o de Cádiz —tan semejantes a los de La Guayra, La Habana, San Juan de Ulúa…—, de los reclusorios tan mentados por Bruant en canciones que se iban haciendo clásicas. En materia de Cárcel, nos habíamos adelantado a Europa —lo cual era lógico, puesto que, estando en el Continente-del-Porvenir, por algo teníamos que empezar… Pero, a medida que se llegaba al tope de la Prisión Modelo, el país se iba enfermando de una crisis que desafiaba —para desengaño de muchos— la feracidad de un suelo generoso como ninguno, con fabulosas promesas —vírgenes aún— de fecundidad bajo el arado, de humus milenarios, de maderas infinitas (selvas del tamaño de toda Bélgica…), de minerales subyacentes en ubérrimas e invalorables vetas. Lo teníamos todo: espacio, tierra, frutas, níckel, hierro. Éramos un país privilegiado en Mundo del Futuro. Ahí estaban los informes del Ministerio de Agricultura y Fomento. Para contemplar el esplendor de nuestra realidad telúrica, bastaba con seguir un convincente camino de cuadros estadísticos, organigramas, cifras puestas en columnas, balances por semestres, glosas de peritos, ecuaciones futurológicas realzadas por la elocuente presencia de una letra del alfabeto griego puesta en buen lugar. Pero, a pesar de tantas memorias y folios empastados como se le presentaban cada día, el Primer Magistrado, terminada la maldita temporada de ópera y considerándola retrospectivamente en función de un calendario financiero, se dio cuenta de que, entre preludios de orquesta y calderones de tenores, el azúcar de la República había sufrido una pavorosa merma en los hules y pizarras de las Bolsas mundiales. A 23 centavos-libra se pagaba nuestro azúcar cuando Nicoletti-Korman, magnífico demonio, elevaba sus loas al Becerro de Oro. Con el himno norteamericano que suena en el primer acto de Madame Butterfly, descendía a 17. 20. Se cotizaba a 11. 35 con Thais —«Alejandría, terrible ciudad», cantaba Titta Rufo. Puesto en nefasto día de Rigoletto —y dicen que los jorobados traen buena suerte— cayó a 8. 40. Las barajas trucadas del cuarto acto de Manón apresuraron el despeño que, con el desastre de Aída, nos dejó en 5. 22. Y cuando llegaron los carnavales, el azúcar —protagonista egregio de toda una bucólica latinoamericana— estaba desplomado, con almacenes llenos de sacos invendidos, en 2. 15 centavos-libra… Y una mañana, de repente, así como quien no dice nada, el Banco Internacional, de reciente creación, anunció que suspendía sus pagos hasta nuevo aviso. El Banco Español, el Banco Miramón, el Banco Comercial y Agrícola, el Banco de la Construcción, cerraron sus ventanillas con ruido seco, en tanto que el Banco Nacional y el Clearing House llenaban los periódicos de comunicados y avisos, de promesas, de llamados a la ecuanimidad y la confianza, para atajar un pánico que, partiendo de las pequeñas libretas de ahorros, de las mínimas cuentas familiares, había ascendido al mundo de las altas finanzas. Se consideraba la situación —«accidental y pasajera», decían los periódicos— en Consejo de Ministros. Calma, serenidad y patriotismo, pedía el Gobierno. Nada de colas ni desórdenes. Una Moratoria —palabra desconocida por el público y que tenía sin embargo, para algunos, como un desagradable parentesco sonoro con cosas de muerte y acta testamentaria—, presentada como medio seguro para enderezar lo torcido en unas pocas semanas, trajo sosiego a los ánimos y, como en Carnavales se estaba, en algarabía de comparsas, gayumbas, trompetas chinas y tambores negros, empezó la Fiesta de las Máscaras, con concursos de disfraces y carrozas de mucho ingenio, como aquella del «Bucentauro Veneciano» que obtuvo especial galardón, aunque hubiese sido tremendamente difícil llevarla hasta la tribuna del Jurado, pues mal avanzaba bajo los alambres del tendido telefónico por la altura de su proa habitada por dogaresas cubiertas de lentejuelas. Oportunamente había llegado el holgorio, pues era, desde siempre, algo tan importante en la vida del país que, entregadas a una catarsis multitudinaria, olvidaban las gentes cualquier adversidad o contingencia. En esos días, quedaban los velorios sin plañideras, los teléfonos sin operadoras, sin harina las panaderías, sin teta los niños de pecho. Se bailaba, se cantaba, se desfilaba, entregándose cada cual, olvidado de disciplinas y horarios, de compromisos o promesas, a calmar apetencias durante meses reprimidas. Desnudas andaban muchas mujeres bajo el paño del dominó. Soltábanse todos los antojos al amparo de la capucha, el antifaz o la careta de baratillo. Se cantaba, se bailaba, en los parques, en las azoteas de emparrado, en los cafés tomados por asalto; se fornicaba en los altos del Observatorio Nacional, bajo el arco de los puentes, en los zaguanes ornados de imágenes santas, en las malezas de los suburbios —y hasta en los atrios de iglesias se instalaban puestos de guarapo fuerte, charanda cocuy y aguardiente. Eran días de anochecer para amanecer y de amanecer para anochecer, en que las cofradías tradicionales remozaban, con rafias y plumas de garza, collares de hechiceros, trajes de diablos, tiburones de cartón, serpientes de resorte, hombres-gavilanes, hombres-caballos, hombres-tarascas, de mamarrachos atuendos, viejos juegos heredados del África o de tan antiguos rituales que sus intenciones primeras se perdían en las milenarias noches de lo aborigen. Hubo, en medio de danzas, serpentinas, certámenes, reinas de belleza, coronas de cartón dorado, gigantes y cabezudos, turbantes y zancos, una larga semana de gozo, remeneos, ritmos, regustos y borracheras. Pero, de pronto, en medio de la jocosa turbamulta, unos arlequines, de caras ocultas por medias negras, dispararon sobre la policía; unos gitanos, figurantes de Carmen, que no habían devuelto los Winchesters prestados para salir en el acto de los contrabandistas, se apoderaron de los fusiles y revólveres del Cuartel de Santa Bárbara, cargándolos en ambulancias de la Cruz Roja; los de la «Comparsa Pompadour», vestidos de color salmón, con las pelucas bajadas sobre los ojos, arrojaron una bomba en la Comisaría del V° Distrito, liberando a más de cuarenta presos políticos. En la del II° Distrito, unos indios nuestros, henequeneros al parecer, pero disfrazados de pieles-rojas norteamericanos porque habían visto películas de la Vitagraph, vaciaron un secreto arsenal de granadas de mano, desapareciendo luego en la multitud; tres líderes anarquistas fueron sacados de sus calabozos por falsos agentes de la Seguridad; nevaron proclamas y manifiestos, llamando a levantamiento revolucionario, de la flecha del Sagrado Corazón y de la cúpula del Capitolio. Pero ahora, al estampido de los cohetes y triquitraques del consabido «Cortejo de Momo», se mezclaron estampidos de más seco y repercutiente sonido. A las amables ampolletas de cloruro de etilo destinadas a poner como un dedo de hielo en el escote de las mujeres, sucedieron las bombas lacrimógenas, pasmoso invento, ahora estrenado por las fuerzas policiales; la caballería cargó, al azar, contra farándulas y alegorías; el chillido de los matasuegras y cornetas de cartón se transformó en gritos de atropellados y sableados, y, en pánico trastrueque de formas y de colores, fueron sustituidos los disfraces por uniformes militares. Un tornasol de pintas se neutralizó en doble gama de añil y arena. Por fulminante disposición presidencial quedaron suspendidos los carnavales y la Prisión Modelo se llenó de máscaras. Y hubo aullidos y estertores, y garrotes apretados, y fresas de dentista girando en muelas sanas, y palos y latigazos, y sexos taconeados, y hombres colgados por tobillos y muñecas, y gentes paradas durante días sobre ruedas de carretas, y mujeres desnudas, corridas a cintarazos por los corredores, despatarradas, violadas, de pechos quemados, de carnes penetradas con hierros al rojo; y hubo fusilamientos fingidos y fusilamientos de verdad, salpicaduras de sangre y plomo de máuseres en las paredes de reciente construcción, aún olientes a mezclas de albañil; y hubo defenestraciones, estrapadas, enclavamientos, y gente trasladada al Gran Estadio Olímpico donde había mejor espacio para ametrallar en masa —evitándose, así, la pérdida de tiempo que significaba la formación de pelotones y piquetes de ejecución; y hubo también aquellos que, metidos en grandes cajas rectangulares, fueron recubiertos de cemento, en tal forma que los bloques acabaron por alinearse al aire libre, a un costado de la cárcel, tan numerosos que pensaron los vecinos que se trataba de materiales de cantería destinados a futuras ampliaciones del edificio… (Y transcurrieron muchos años antes de que se llegase a saber que cada uno de esos bloques encerraba un cuerpo disfrazado y enmascarado, moldeado por la dura materia que lo envolvía —perfecta inscripción de una estructura humana dentro de un sólido).