… hay algo como un muy poderoso
y astuto engañador que usa de todas sus
mañas para tenerme constantemente engañado…
Descartes
Los ministros fueron sacados de sus camas por llamadas telefónicas del Doctor Peralta —trasnochados como lo estaban por la cena oficial que, en sus casas, se había prolongado con digestivos en buena copa, amarillos de izarras, verdes benedictinos y amarantos de sherry-brandy —para acudir a un Consejo de urgencia, a las 8 y 30 de la mañana, cuyas bandejas de café serían lo bastante numerosas como para sacar a los soñolientos de la resubida de sus licores. A medida que llegaban mascando mentas, sudando aspirinas, aclarados los ojos por oportunos colirios— eran llevados por la Mayorala Elmira al baño del Presidente, para indignarse ante el espectáculo de porcelanas rotas, espejos estrellados, escombros de pomos y jaboneras en charcos de Colonia, y un bidet con llaves sacadas de rosca que arrojaba sus aguas, en irrefrenable chorro de surtidor, hasta un cielorraso descalabrado por la explosión… —«Horrible… Espantoso… Inconcebible… Y pensar que por poco…». —«No he querido entrar ahí» —declaró el Primer Magistrado, con algún dramatismo en la voz, cuando todos estuvieron sentados— «porque tengo miedo a mi propia ira». Hubo una larga pausa cargada de amenazantes posibilidades. Y luego, en serenado tono: «Trabajemos, señores». El Secretario abrió la sesión informando acerca del suceso, hora exacta, circunstancias, etc. El Capitán Valverde, Jefe de la Policía Judicial, había abierto ya las investigaciones. Ayer, con motivo de la inauguración del Capitolio, por haberse trasladado la guardia presidencial al Gran Hemiciclo, la custodia de Palacio, en verdad, había sido insuficiente, cubriéndose las postas de rigor con soldados inexpertos en tal menester. Pero nadie, sin embargo, que fuese ajeno a la servidumbre y personal de confianza había penetrado en el edificio después del relevo de la guardia. —«Aparte de eso» —apuntó el Presidente— «la bomba que aquí estalló no es de las que pueden traerse en un bolsillo. Hacía muchas horas que eso se encontraba tras de la bañadera, con su mecanismo puesto en tiempo. No se trata de un trabajo de aficionado a base de nitrobencina, pólvora verde o ácido pícrico, sino de un perol hecho por gente que sabe lo que hace. El experto dice que el olor este, a almendra amarga, que todavía se siente, responde a toda una técnica …Ahora, las hipótesis: el RAS (Revolución-Anarco-Sindicalista) que, de meses acá, por manos invisibles trazaba su sigla en las paredes de la ciudad; acaso, partidarios del Doctor Luis Leoncio Martínez, más activo de lo que creíamos, cuya gente se estaba moviendo mucho últimamente —y con habilidad, había que reconocerlo— ganando adeptos en la capital y en provincia; estudiantes, tal vez, pues los estudiantes siempre andaban en bochinches y jodederas (¿y por qué no se clausuraba, hoy mismo, la Universidad de San Lucas?…); nihilistas rusos («pendejadas», murmuró el Presidente); gente de la American Federation of Labor de Samuel Gompers («no, no se rían…») que habían tenido actividades revolucionarias, recientemente, en las regiones norteñas de México. —«Y luego, la Literatura Roja» —dijo el Ministro de Educación. —«Eso: la Literatura Roja» —corearon los demás. Pero el de la Judicial no veía relación alguna entre el suceso de la mañana y la circulación de libros, como aquel, de la Biblioteca Barbadillo, titulado Las delicias de los Césares, que le habían mostrado recientemente y donde, en reproducciones de camafeos romanos, se veía al Emperador Octavio metiendo mano —¡y de qué manera!— a su hija Julia, en tanto que Nerón, en otro, aparecía haciendo cosas que no podían detallarse aquí por respeto a las personas presentes. —«No se trata de eso, ni de cuentos colorados que, al fin y al cabo, no dañan a nadie» —dijo el de Educación— «sino de libros que tratan de anarquismos, socialismos, comunismos, internacionales obreras, revoluciones… Libros rojos: así se llaman en todas partes». —«No divaguemos, señores; no divaguemos» —dijo el de la Judicial, algo amoscado. El problema era más simple. Circulaban por ahí —lo sabían todos— unas hojas impresas, llenas de insultos al gobierno, que estaban escritas en inconfundible estilo criollo —calumnias, desde luego, pero calumnias que eran de uso habitual en los sectores de la oposición. Nada de nihilistas, ni de anarcosindicalistas, ni de gente de la… ¿qué?… «lo que dijo el señor, pero yo no sé inglés». Los enemigos eran, sencillamente, políticos embozados que trataban por todos los medios de «armarse con el pandero», tumbando al Gobierno. Nos observaban, nos rodeaban; y ahora, con lo de anoche, había empezado la guerra abierta. Y ya que guerra había, a la guerra se respondería con guerra, dijo, poniendo su pistola sobre la mesa. —«Pero, para que haya guerra, es preciso saber dónde están los enemigos» —observó el Presidente. —«Déjelo por mi cuenta. Sé por dónde empezar. Ya tengo algunos nombres en mi lista. Si quiere se la leo…». —«Mejor no, Capitán. Sería capaz de ablandarme ante algunos. Pongo mi confianza en usted. Proceda. Pronto y fuerte. Nos entendemos». —«Un error, sin embargo, sería lamentable» —insinuó Peralta. —«Errare humanum est» —concluyó el Primer Magistrado en latín del Pequeño Larousse. Y para reavivar los rostros de sus ministros, estirados por la inquietud y el trasnocho, pidió unas botellas de cognac: —«Por una vez» —dijo, llenándose una copa. —«No es para menos» —corearon los demás… Ya llegaban los albañiles y fontaneros encargados de reparar el demolido baño, trayendo mosaicos, sopletes y herramientas.
—«De todos modos, mira a ver eso de la Literatura Roja» —dijo el Primer Magistrado al de la Judicial, aunque con tono de quien no concede gran importancia al asunto. —«Descuide, señor. Tengo gente entendida para eso» —dijo el otro, despidiéndose con la encomiable prisa de quien está impaciente por pasar a la acción.
—«Hoy tendremos gran redada de germanófilos» —dijo Peralta.
Un raro e inesperado estreno se ofreció aquel día —serían las dos de la tarde— al pueblo de la capital. Como era la hora del regreso de empleados a sus oficinas, hora también de sobremesa en los restaurantes, hora del café en las terrazas bajo toldo —el Tortoni, La Granja, La Marquise de Sevigné…— que se habían instalado como gran novedad, a imitación de lo que podía verse en París, las calles estaban llenas de gente. Y en esas calles llenas de gente aparecieron, de pronto, precedidas por autos pequeños —de marca Ford, seguramente— que aullaban con agudas sirenas, unas jaulas negras, montadas en ruedas, que eran como grandes cajas enrejilladas, en cuya escalerilla trasera venían parados, fusil en mano, unos guardias de muy mala cara. Pronto se supo que aquellos vehículos siniestros, recientemente adquiridos por el Gobierno, habían venido a sustituir los primitivos coches celulares, de mulitas —«pajareras» las llamaban— que hasta ahora se hubiesen empleado en recogidas de borrachos, rateros y maricones. Junto con ello, se observaba un excesivo movimiento de policías en la ciudad. Motocicletas que iban y venían. Repentinas apariciones, aquí, allá, de detectives pronto detectados por un harto visible empeño de «no llamar la atención» —vestidos en un estilo mixto de representante comercial y Nick Carter, que no dejaba lugar a dudas. Y, con todo ello, esas sirenas, estridentes, inquietantes, respondiéndose, de barrio a barrio, por encima de tejados y azoteas —promoviendo un pánico de palomas entre los edificios modernos. —«Algo pasa» —decían las gentes, sorprendidas—: «Algo pasa». Y muchas cosas pasaban, muchas cosas pasaron, en efecto, aquel día que, de hora en hora, se fue engrisando de lloviznas tibias. A las dos y media de la tarde estaba el Vice-Rector de la Universidad explicando, en cátedra, el nominalismo y voluntarismo de Guillermo de Occam, cuando la policía irrumpió en su clase, haciéndolo preso y cargando, de una vez, con todos sus alumnos, por haber protestado. Prosiguiéndose el allanamiento de la Facultad de Humanidades, ocho catedráticos más fueron llevados, a patadas y empellones, hacia los nuevos carros-prisión. Cansado de oírlo clamar por fueros centenarios y autonomías, el Capitán Valverde tiró el Rector, de un manotazo, en la fuente del patio central, con birrete, ínfulas y toga —atributos con los cuales había pretendido imponer respeto a los invasores… A las tres, ocuparon las autoridades —al mando del Teniente Calvo, experto designado— distintas librerías que ofrecían al público, en ediciones económicas, libros tales como La semana roja en Barcelona (opúsculo sobre la muerte del anarquista Ferrer), El caballero de la Casa Roja, El lirio rojo, La aurora roja (Pío Baroja), La virgen roja (biografía de Louise Michel), El rojo y el negro, La letra roja de Nathaniel Haw-thorne —exponentes todos, según el experto, de una literatura roja, de propaganda revolucionaria, culpable, en mucho, de hechos como el que anoche había sucedido en Palacio. Los tomos, arrojados a carretones, tomaron el camino del Incinerador de Basuras construido, poco antes, en las afueras de la ciudad. —«Llévense, de una vez, La caperucita roja» —había gritado, fuera de sí, uno de los comerciantes. —«Va preso, por gracioso» —dijo el Teniente Calvo, entregándolo a un agente… Y luego —serían las cinco— empezó el allanamiento de las casas: policías llovidos del cielo corrían sobre los techos, caían en los patios, entraban en las cocinas, rompían puertas, reptaban bajo las camas, registraban los armarios, volteaban gavetas, abrían baúles, entre llantos de mujeres, gritería de niños, maldiciones de abuelas —y furia del patriarca, clamante en su sillón de ruedas, y el tísico apaleado a muerte, por decir que el Primer Magistrado era un hijo de la chingada y que su difunta Doña Hermenegilda, tan postulada para santa, se había cansado de manosearle la reata a un joven oficial de húsares, famoso por las excepcionales proporciones de su natura… Cayó la noche, entre confusos rumores de arrestos, detenciones, desapariciones de «elementos subversivos», agentes de Alemania, socialistas germanófilos, sin que la ciudad, empero, pareciera alterada en el pulso de sus actividades habituales. Se encendieron los anuncios lumínicos del Vino Mariani, de la Gyraldose y del Urodonal, y sonaron los timbres de los cines, mientras, en cafés y bares, hojeaban las gentes en vano las ediciones de periódicos vespertinos que hablaban de todo, menos de lo que se esperaba. Hubo como un descanso en el rodar de las Jaulas Negras. La Banda de Bomberos, por ser jueves, tocó la marcha Sambre-et-Meuse, el ballet de Sansón y Dalila y varios pasodobles toreros, en la glorieta del Parque Central. Las calles calientes —San Isidro, La Chayota, el Mangue, Economía, San Juan de Letrán…— se llenaron de parroquianos. Pero, a golpe de once se inició, repentina y brutal, la invasión de burdeles, garitos, tabernas y bailes de violinillo y requinto. Quienes no pudiesen probar su condición de empleados públicos o de miembros del ejército, eran amontonados —algunos sin vestir— en camionetas militares, para ser llevados a la vieja Prisión Central, cuyas celdas, galeras y patios, estaban ya atestados de gente… Y cuando amaneció, el Terror reinaba en la ciudad. Seguían los arrestos. Corrían las Jaulas Negras. Y sin embargo, con Terror y todo, al limpiar, aquella tarde, la pequeña biblioteca de la Sala del Consejo, la Mayorala Elmira encontró, tras de la Historia universal de César Cantú, una sospechosa lata de animal-crack, que resultó ser una tosca bomba de fabricación casera, a tiempo desarmada por un guardia del Palacio, aprendiz de artificiero. —«Habrá que apretar más» —comentó Peralta.
Con la edad y el endurecimiento de las arterias, los ojos del Primer Magistrado —nunca quiso ponerse gafas, puesto que no las necesitaba para leer— habían cobrado la extraña desvirtud de eliminar terceras dimensiones. Veía las cosas, de cerca o de lejos, como imágenes planas, sin relieves, semejantes a las que se pintan en los vitrales góticos. Y así, como figuras de vitral gótico, miraba cada mañana a los Hombres del Color Reglamentario —éste, de azul y negro, el otro, en blanco y oro, el tercero, de guerrera amarillo-arena— que le hablaban de sus Trabajos del día anterior, de la noche transcurrida en comisarías y calabozos, cuarteles y mazmorras, para arrancar palabras, nombres, direcciones, informes, a quienes no querían hablar. Y era, en recuento de inmersiones y tortores, cuelgas y violencias, con catálogo de tenazas, garrotes, braseros y hasta mazorcas de maíz —esto, para las mujeres—, visiones de hagiografía, caída de malditos, ilustración de tormentos, trasladados a la transparencia del gran vitral abierto sobre el lejano esplendor del Volcán Tutelar. Con un «Muchas gracias, señores», rompíase el vitral primero, se eliminaban los azules, blancos y amarillos de la imagen inicial, y entraban, por otra puerta, para insertarse en el vitral segundo, los hombres del Escuchar y del Mirar, los Asomados, los Oidores, los Difusos, los Esparcidos, los Comediantes, maestros de mayéutica, virtuosos de la heurística, que no sólo informaban de lo sacado por mañas, de lo agarrado al vuelo, de lo entendido a medias, de la culpable frase recogida en recepción diplomática, a la orilla de un bar, en las tibiezas de una alcoba —estaban en todas partes, penetraban sin ser vistos, Convidados de Vidrio un día, Convidados de Piedra, si era preferible, colados, fisgones, a menudo simpáticos…— sino que eran Vigilantes de Vigilantes, Observadores de Astutos, memoria-listas de cuanto inventaban, urdían, tramaban, los mismos colaboradores, familiares y contertulios del Primer Magistrado, al favor de su Alta Sombra. Así, oyendo a sus gentes de ojo en cerradura y olfato alerta, a veces con enojo, a veces con risas, se enteraba de los muy diversos y pintorescos negocios que a sus espaldas se manejaban: el negocio del puente construido sobre un río ignorado por los mapas; el negocio de la Biblioteca Municipal sin libros; el negocio de los sementales normandos que nunca cruzaron el Océano; el negocio de los juguetes y abecedarios para kindergartens que no existían; el negocio de las Maternidades Campesinas, a las que nunca iban las campesinas, desde luego, puesto que, por hábito secular, parían sobre un taburete desfondado, tirando de una soga pendiente del techo, con el sombrero del marido en la cabeza para que les viniese un varón; el negocio de los cipos kilométricos en piedra, que quedaron en tablillas pintadas; el negocio de las películas pornográficas vendidas en latas de Quaker-Oat; el negocio de la Charada China («jeux des trente-six bêtes», lo había llamado el Barón de Drumond, introductor en América de la lotería cantonesa de los bichos numerados) que manejaba la Brigada de Represión de Juegos Ilícitos de la Policía Nacional; los negocios del Erectyl, del licor coreano con raíz de mandrágora en el frasco, el bejuco-garañón de Santo Domingo, los polvos de carey y extractos de cantárida; el negocio de los traga-monedas —tres campanas, o tres ciruelas, o tres cerezas, igual: jackpot— llevado por el Jefe de la Secreta; el negocio de las partidas de nacimiento ad perpetuam memoriam para los «interdits de séjour» y cayeneros franceses, deseosos de ser compatriotas nuestros; el negocio de los consultorios astrológicos, videncias, quiromancias, cartomancias, horóscopos por correspondencia, místicos hindúes —todos prohibidos por la Ley— con los cuales, se entendía el Ministro del Interior; el negocio de los «Verascopios Galantes», tolerados en ferias y parques de diversiones, que eran del Capitán Valverde; el negocio de las postales catalanas —menos finas que las francesas, decían los entendidos—, asunto del Capitán Calvo; el negocio de las «Sábanas benditas para Recién Casados». («Draps benis pour jeunes mariés» [sic], cuya manufactura estaba en París, en el barrio del Marais, y se destinaban al ajuar de toda novia cristiana… Entre divertido y enojado —pero más divertido que enojado— contemplaba cada mañana, el Primer Magistrado, aquel panorama de fullerías y combinas, pensando que lo menos que podía hacer era premiar la fidelidad y el celo de los suyos con graciosa moneda de folklore. Porque él no era —ni había sido nunca— hombre de negocios pequeños. Amo de empresas manejadas por trasmano, era Señor de Panes y Peces, Patriarca de Mieses y Rebaños, Señor de Hielos y Señor de Manantiales, Señor del Fluido y Señor de la Rueda, bajo una múltiple identidad de siglas, consorcios, razones comerciales, sociedades siempre anónimas, ignorantes de quiebras ni descalabros. Contemplaba, pues, sus vitrales mañaneros el Primer Magistrado, pero notando que, a pesar del Terror desatado desde el estallido de la primera bomba puesta en Palacio, había algo, algo que sus gentes no lograban apresar, algo que se les iba de las manos, que no cesaba con las prisiones, ni las torturas, ni el estado de sitio: algo que se movía en el subsuelo, en el infrasuelo, que surgía de ignoradas catacumbas urbanas; algo nuevo en el país, imprevisible en sus manifestaciones, arcano en sus mecanismos, que el Mandatario no acertaba a explicarse. El ambiente estaba como cambiado por un polen impalpable, un fermento soterrado, una fuerza huidiza, escurridiza, oculta y sin embargo manifiesta, silenciosa aunque con vivo pálpito de sistema sanguíneo, en una cotidiana fabricación de hojillas clandestinas, manifiestos, proclamas, panfletos de tamaño bolsillo, largados por imprentas fantasmas (—«… ¿y no son ustedes capaces de dar con algo tan difícil de esconder, tan ruidoso, como una imprenta?» —gritaba el Primer Magistrado en sus mañanas de cólera encendida…) donde no se le insultaba ya a la criolla, en jerga de solar y conventillo, con retruécanos y chistes de fácil invención, como antes se hacía, sino que, definiéndosele como Dictador (más le hería esa palabra que cualquier epíteto soez, cualquier intraducible remoquete, porque era moneda de enojoso curso en el extranjero —y, sobre todo, en Francia) se revelaban al público, con lenguaje escueto y tajante, muchas cosas —actos, negocios, decisiones, eliminaciones… —que jamás hubiesen debido llegar al conocimiento de las gentes… —«Pero… ¿quién, quién, quién publica estas hojas, estos libelos, estas infames calumnias?» —gritaba, cada mañana, el Primer Magistrado, ante sus acostumbrados vitrales de caras sudorosas, crispadas, angustiadas por la incapacidad de responder. Algo balbuceaban, en azul, blanco y amarillo, los del Color Reglamentario; algo apuntaban, tras de ellos, contradictorios, desnortados, los pálidos Cofrades de la Mayéutica, aunque procediendo por eliminación. Apretaban su cerco en torno a los textos, buscando culpables entre las líneas. No eran los anarquistas: estaban todos presos; no eran los partidarios de Luis Leoncio Martínez, ya encerrados en distintas cárceles del país; no eran los medrosos oposicionistas de otras facciones, más que fichados y vigilados, que no contaban con los medios técnicos necesarios para tener una imprenta clandestina en continuo y exasperante funcionamiento… Y así fue como, a fuerza de conjeturas, de hipótesis lanzadas al tapete del cálculo de probabilidades, juntándose letras sueltas como piezas de un puzzle inglés, se llegó a la palabra C-O-M-U-N-I-S-M-O, última en proponerse a las mentes… Pero, en fin —y ahora reflexionaba el Primer Magistrado acerca de ello, a solas con Peralta—, éramos gente tremendamente novelera, como eran todos los latinoamericanos. Bastaba que una cosa se echara a rodar por el mundo —una moda cualquiera, un producto, una doctrina, una idea, una manera de pintar, de escribir versos, de decir pendejadas— para que la acogiéramos con entusiasmo. Esto era tan cierto para el Futurismo Italiano, como para la Juvencia del Abate Soury; tan cierto para la teosofía, como para los maratones de baile; tan cierto para el Krausismo como para las mesas giratorias. Y ahora ese comunismo ruso, exótico, imposible, condenado por todos los espíritus honestos desde el infame Tratado de Brest-Litovsk, estaba largando antenas hacia América. No eran muchos, por suerte, los partidarios de esa doctrina sin porvenir, ajena a nuestras costumbres —en todo caso, sus actividades no habían sido muy visibles hasta ahora—, pero ya que se la consideraba, de pronto, como un motor posible, surgía ante los presentes la desdeñada figura de un joven de apellido Álvarez, o Álvaro, o Alvarado —Peralta no se acordaba muy bien—, más conocido por El Estudiante desde que, en un discurso particularmente agresivo, hubiese dicho: «No vean en mí sino un estudiante más, cualquier estudiante, El Estudiante» —que algo se había destacado en pasadas agitaciones universitarias. Un informador lo había oído hablar recientemente, en términos elogiosos, del Lenin ese, que había derribado a Kerensky en Rusia, instaurando, allá, el reparto de las riquezas, las tierras, el ganado, las vajillas de plata, las mujeres… —«Pues, hay que buscarlo» —dijo el Presidente—: «A lo mejor, por ahí encontramos algo». Pero el acostumbrado vitral de cada mañana se transformó pronto en un cuadro de consternación. No había modo de apresar al Estudiante. Y como nunca se le había vigilado mucho, por inofensivo —parecía más interesado por la poesía que por la política— no acababan de ponerse de acuerdo los Expertos de la Seguridad sobre su aspecto físico, estatura, fisonomía, corpulencia. Decían unos que tenía los ojos verdes; decían otros que los tenía castaños; decían éstos que era atlético; decían aquéllos que era hombre debilucho y enfermizo: 23 años, según los registros de inmatriculación universitaria; huérfano de madre; hijo de un maestrescuela caído en la matanza de Nueva Córdoba. Estaba en la ciudad, sin embargo; pero cuando la policía irrumpía en sus escondrijos, sólo encontraban los agentes una cama desarreglada, con indicios de reciente presencia, una botella de cerveza a medio beber, papeles quemados, colillas de cigarros, un libro dejado en el piso: cierta vez, el Tomo I de El capital de Karl Marx, comprado —como podía verse por el cuño comercial— en la librería «Atenea» de Valentín Jiménez, ahora preso por vender libros rojos. —«¡Eso!» —gritó el Primer Magistrado al saberlo—: «Los cretinos estos recogen El rojo y el negro y El caballero de la Casa Roja, pero dejan los libros más peligrosos en los mostradores». Y como el Ilustre Académico le hubiese hablado alguna vez, allá en París, de un «peligro marxista», de una «literatura marxista», ordenó a Peralta («más inteligente que estos detectives de mierda, sin desmejorar lo presente»…) que le trajera cuanta literatura de ese tipo pudiese hallar en la ciudad… Dos horas después, varios tomos se alineaban en la mesa del despacho presidencial: Marx: La lucha de clases en Francia (1848-I850), El 18 Brumario de Luis Bonaparte, La guerra civil en Francia (1871). —«¡Bah!… Todo eso es prehistoria» —dijo el Primer Magistrado, apartando los volúmenes con mano desdeñosa. Marx-Engels: Crítica de los programas de Gotha y de Erfurt… —«Esto me huele a panfleto contra la nobleza europea… Porque el Gotha, como tú sabes, es algo así como el anuario telefónico de príncipes, duques, condes y marqueses»… Engels: Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. —«No creo que esto sea capaz de pervertir a nuestros conductores de tranvías»… Marx: Salario, precio y provecho. Y leyó el Presidente: La determinación de los valores de las mercancías mediante cantidades relativas de trabajo que les son incorporados es algo totalmente distinto del método tautológico de la determinación de los valores de las mercancías por el valor del trabajo o por los salarios. —«¿Entendiste algo? Yo, tampoco». Marx: Contribución a la crítica de la economía política. Hojeó el tomo hasta un Apéndice que promovió su hilaridad: «Con versos en inglés, versos en latín, versos en griego… A ver si con eso adoctrinan a la Mayorala Elmira». («Me tienen por más bruta de lo que soy» —dijo la otra, picada…). Y aún se reía, cuando agarró otro tomo: —¡Ah! ¡Aquí tenemos al famoso Capital…! A ver:
La primera metaformosis de una mercancía,
su transformación de forma de
mercancía en dinero envuelve siempre
al mismo tiempo, la segunda metaforfosis
antagónica de otra mercancía, o sea, su
reversión de la forma de dinero en mercancía.
D-M o sea, la compra, es a la par venta, M-D;
por tanto, la metamorfosis final de una mercancía
representa al mismo tiempo la metamorfosis final
de otra. Para nuestro tejedor, representa el
tránsito de su mercancía a la Biblia, en la
que se han vuelto a convertir las dos libras
esterlinas convertidas en el lienzo. Pero,
a su vez, el vendedor de la Biblia invierte
las dos libras esterlinas entregadas por el
tejedor en aguardiente. D-M, fase final del
proceso D-M-D (lienzo-dinero-Biblia), es a la
par M-D, o sea, la primera fase del proceso
M-D-A (Biblia-Dinero-Aguardiente)…
—«Para mí, lo único aquí que está claro es el aguardiente» —dijo, de muy buen humor, el Primer Magistrado—: «¿Y cuánto vale el mamotreto alemán ese?». —«Veintidós pesos, señor». —«Pues, que lo vendan, que lo vendan; que lo sigan vendiendo… No hay veintidós personas, en todo el país, que paguen veintidós pesos por ese tomo que pesa más que la pata de un muerto… M-D-M, D-M-D… A mí no se me tumba con ecuaciones…». —«Pero vea esto, sin embargo» —dijo Peralta, sacándose un delgado folleto del bolsillo: Cría de las gallinas Rhode-Island Red. —«¿Qué tiene esto que ver con lo otro?» —dijo el Presidente—: «Aquí nunca hemos podido aclimatar las gallinas americanas. Ni las Nat-Pinkerton, de plumas en las patas; ni las Leghorn que allá en el Norte ponen más huevos que días tiene el año, pero a las cuales, aquí, no sé por qué, se les cierra el culo, y no largan sino cuatro por semana; y a las gordas Rhode-Island Red las devora el piojillo en cuanto llegan». —«Abra el librito, Presidente. Y fíjese bien»… Marx-Engels: Manifiesto del Partido Comunista… —«¡Ah, carajo, esto es otra cosa!». Y, ceñudo, desconfiado, leyó: Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las potencias de la Santa Alianza se han aliado para acosar a ese fantasma: el Papa y el Zar, Metternich y Guizot, los radicales de Francia y los policías de Alemania. Hubo un silencio. Y luego: —«Como siempre: jeroglíficos o prehistoria. La Santa Alianza (¿no fue después de la caída de Napoleón?), el Papa, que no molesta a nadie, Metternich y Guizot (¿quiénes se acuerdan, aquí, que existieron unos señores llamados Metternich y Guizot?), el Zar de Rusia (¿cuál de ellos? Ni yo sabría decirlo…)… Prehistoria… Prehistoria pura…». Sin embargo, al llegar, saltando páginas, a las líneas finales del folleto disfrazado de tratado avícola, se detuvo, como meditabundo, ante una frase: En suma, los comunistas apoyan, en todo país, cualquier movimiento revolucionario dirigido contra el orden social y político existente… Hubo una larga pausa. Y, al fin: «El anarquismo de siempre; bombas en París, bombas en Madrid; atentados a reyes y reinas; el anarcosindicalismo, el comunismo, el R. S. A. el M-D-M, el D-M-D, el P. O. S. D. R. y el Y. M. C. A. El desorden del alfabeto, la proliferación de las siglas, indicio de la decadencia de los tiempos. Sin embargo, eso de la cría de Rhode-Island Red… Es ingenioso… Rojo-Red… Mándalo a recoger y que metan en la cárcel a quien encuentren trajinando con esa literatura avícola… Además… Además… Pero…, ¿qué pasa?»… Serían las tres de la tarde. Comenzó a martillar, solemne, acompasado, el badajo de la Catedral. Y como si, sobre la obra primera de un enorme broncero litúrgico sonara un martillo gigantesco, genitor de campanas-hijas, hijas-campanas, respondieron las esquilas vírgenes, agudas, jamás rajadas, de la Ermita de la Paloma, allá arriba, en las fronteras nevadas del Volcán Tutelar, recogidas sus voces por el soprano de San Vicente de Río Frío, el barítono de las Hermanitas de Tarbes, la coloratura del carillón de los Jesuitas, el contralto de San Dionisio, el bajo profundo de San Juan de Letrán, el argentado solfeo de la Divina Pastora, encendiendo una fiesta de choques y repiques, llamadas y tintineos, júbilos y gozos, de cuyas cuerdas maestras se guindaban, subiendo, bajando, escarranchados, bailando en el aire, sonadores y monaguillos, seminaristas y capuchinos, de ágiles mañas, que del suelo volvían a alzarse de un taconazo para ascender en vaivén, a compás del escándalo de arriba, por el gran pozo resonante de las torres. Y se armó el concierto de Norte a Sur, el concertante de Este a Oeste, envolviendo la ciudad en prodigiosa polifonía de balances, pálpitos y percusiones, en tanto que las sirenas de fábricas, las cornetas de automóviles, los sartenes golpeados con cuchara, las cazuelas, las latas, todo lo que sonara, resonara, ensordeciera, se levantaba sobre la angostura de las calles viejas y la asfaltada anchura de las calles nuevas. Ahora silbaban las locomotoras, ululaban los carros de bomberos, tremolaban, en cobre, los timbres de tranvías. —«¡Se acabó la guerra!» —gritó, entrando sin ser anunciado, el Ministro de Relaciones Exteriores, echando mano a la botella de Santa Inés que, dejada sobre la mesa de los libros, acababan de descorchar, seguros de no ser observados, el Primer Magistrado y su secretario—: «Se acabó la guerra. Ha triunfado la Civilización sobre la Barbarie, la Latinidad sobre el Germanismo. ¡Una victoria que es nuestra victoria!»… —«Nos jodimos» —dijo el Presidente a media voz—: «Ahora sí que nos jodimos»… Los colegiales, libres de clases, salían, gritando y cantando, de sus escuelas. Las alegres muchachas de la Calle de La Chayota, de Economía, de San Isidro, se echaron a las calles luciendo cofias de Lorena o negros lazos alsacianos posados en el moño. «Se acabó la guerra… Se acabó la guerra»… Los artesanos, los albañiles, los afinadores de piano, los empeñistas, los garroteros, los pregoneros del mango y del tamarindo, las moledoras del maíz tierno, los deportistas de camisetas historiadas, los heladeros, los organilleros con mono vestido a la italiana, los del aseo urbano, los profesores con pecheras almidonadas, los químicos azucareros, los naturistas, los teósofos, los bookmakers del hipódromo, los investigadores, los espiritistas, los hombres de laboratorio, los maricones de clavel en la boca, los folkloristas, los hombres de libros, los hombres de la timba, los hombres de la toga y del birrete, desfilaban al compás del mismo clamor: «Se acabó la guerra… Se acabó la guerra». Aparecieron los voceadores de ediciones especiales, con títulos en caracteres de 64 puntos: «Se acabó la guerra… Se acabó la guerra»… Los estudiantes, sabiendo que la policía tendría el buen juicio de no molestarlos en tal celebración, se echaron a las calles, en denso cortejo, sacando en hombros, de la Universidad de San Lucas, una plataforma de madera donde un mulo automático, con casco de punta y bandera alemana en el lomo, daba de coces en el vacío, castigado, cada vez, por el sable de un maniquí que figuraba, en tricolor realzado de oros, la persona del Mariscal de Francia. Y cantaban los del séquito:
El Kaiser corcovea
Y Yoffre lo menea.
Dio varias vueltas al Parque Central la animada alegoría, con su Joffre de pantalones rojos. Se detuvo frente al Palacio Presidencial. Tomó el Boulevard de la República, hacia la ciudad alta, en tanto que los curas de la Divina Pastora sacaban otra plataforma donde veíase la Virgen, con gran manto de luces, victoriosamente parada sobre un dragón verde, agónico y retorcido —sacado del altar de San Jorge—, de cuya endemoniada cabeza colgaba un letrero de cartón donde se ostentaba la palabra GUERRA en espesos trazos de tinta china. Y eran mujeres, ahora, las que cantaban la vieja canción aldeana:
Santa María
Líbranos de todo mal
Ampáranos, Señora,
De este tremendo animal.
Y volvían los otros, por la Calle del Comercio, con su mula y su Mariscal movidos por alambres, sonando maracas y disparando cohetes.
El Kaiser corcovea
Y Yoffre lo menea.
Y entraban las siervas de la Divina Pastora en la Calle de los Plateros, para desembocar, subiendo por las Gradillas, al Boulevard Auguste Comte:
La Virgen cogió un machete
Para poderlo matal
Y el Demonio en cuatro patas
Se metió en un matorral.
—«¡Nos jodimos!» —dijo el Primer Magistrado, que contemplaba todo aquello con ceño de pocas alegrías. —«Pero, Presidente, el triunfo de la Razón, el triunfo de Descartes»… —«Mira, Peralta: con esto, pronto se nos vienen abajo el azúcar, el banano, el café, el chicle y el balatá. Se acabaron las Vacas Gordas… Y se dirá que nada tuvo que ver mi gobierno con la prosperidad del país».
El Kaiser corcovea
Y Yoffre lo menea.
—«Manda a organizar un gran banquete oficial para celebrar la victoria de Santa Genoveva sobre los Hunos, de Juana de Arco contra Clausewifz, de la Divina Pastora contra el Comunismo Internacional. Ahora volverán las cigüeñas de Hansí a los techos de Colmar y sonará, glorioso, el clarín de Déroulède… Descartes ganó la guerra, pero nosotros nos fregamos…».
Santa María
Líbranos de todo mal…
… «y sin embargo hay modo de sacarle una última tajada a la contienda. Ahora que la gente todavía tiene real, abriremos una enorme colecta para la Reconstrucción de las Regiones Devastadas de Francia… Ponle un cable a Ofelia. Dile que venga cuanto antes. Todavía podremos aprovechar su traje de enfermera de la Cruz Roja». Y, poco interesado ya por lo que ocurría en la calle, ajeno a la baraúnda universal, nostálgico e invadido por secretas congojas, dio cuerda, el Primer Magistrado, al gramófono de bocina que dormía en un rincón de su despacho, para escuchar un disco de Fortugé:
Lorsque la nuit tombe sur Paris
La belle église de Notre-Dâââââme
Semble monter au Paradis
Pour lui conter son état d’ââââme.