El Capitolio crecía. Su mole blanca, aún informe, enjaulada en andamios, se iba elevando sobre los techos de la ciudad, alzando columnas, ensanchando las alas, aunque su construcción fuese detenida, repentinamente, por contingencias de nómina y dineros. Esto no se debía, desde luego, a la economía del país, que jamás había conocido tiempos mejores, sino al hecho de que el costo de materiales aumentaba de mes en mes, subían los precios de herramientas y maquinarias, de los fletes y transportes, con lo cual siempre se rompían los marcos de un siempre rebasado presupuesto inicial —harto gravado en la sombra, además, por las muchas tajadas prometidas a ministros y altos funcionarios de la Comisión de Fomento y Ornato Público, sin mencionarse los dos cheques, uno muy apreciable, más modesto el otro, que a menudo eran entregados al Doctor Peralta, de trasmano, por la Dirección de Obras Públicas. De repente se paraban los trabajos, quedaba una arcada sin arcos, una portada sin frontón, callaban los cinceles de los talladores de acantos y astrágalos, y era necesaria una nueva asignación de créditos, una aprobación de impuestos sobre cerillas suecas, sobre licores extranjeros o ganancias habidas en carreras de caballos, para reanudar las obras. Y ocurría entonces que en los períodos de inactividad, la zona más céntrica de la capital se transformara en una suerte de foro romano, explanada de Baalbek, terraza de Persépolis, bajo una luna que iluminaba aquel raro paisaje de mármoles revueltos, metopas a medio labrar, pilares truncos, bloques de piedra entre cementos y arenas —ruinas ya, restos, muerte, de lo que aún no hubiese sido. Y como —aunque sin techo todavía— ya se pintaban, con gradas, los dos hemiciclos de la Cámara y el Senado en aquel ámbito de edificaciones en espera, sus espacios fueron aprovechados, en las pausas de labor, por la Facultad de Humanidades de la Universidad y por el empresario de un Skating-Ring. Así, ciertas noches, oyéronse los lamentos de Ájax, los clamores de Edipo, incestuoso y parricida, en el Hemiciclo-Norte, usado por los estudiantes como Teatro Antiguo, en tanto que, a compás del más famoso vals de Waldteufel, sobre una retumbante pista de madera instalada en el Hemiciclo-Sur, giraban mujeres que, por no renunciar a la moda en favor del deporte, habían encontrado el modo de montar sus tacones Luis XV en patines de ruedas. En algunos lugares intermedios instalábase, a veces, un ambulante Museo Dupuytren, el Gran Panóptico del Descubrimiento de América y Suplicio de los Indios, una exhibición de animales, el mástil de un ayunador, mientras, en lo alto, sobre alambres tensos entre columnas sin cornisas, varios funámbulos de mallas rosadas y balancines con focos eléctricos viajaban de capitel a capitel pasando, insensibles al espectáculo de abajo, sobre rondas de patinadores y tragedias de Sófocles —en espera de ser expulsados por el ejército de obreros que regresaba periódicamente a sus abandonadas faenas para proseguir la casi litúrgica elevación del Templo Cívico hacia el tope de su linterna cimera… En esas alternativas de construcción y paro se estaba, cuando el Doctor Peralta, una mañana, entró a paso de júbilo en las habitaciones privadas del Primer Magistrado, donde todavía andaba de enaguas la Mayorala Elmira: —«¡La maravilla, mi señor! ¡La maravilla! ¡Los submarinos alemanes acaban de hundir el Vigilentia, un buque norteamericano! ¡Todos los gringos de la tripulación se fueron a la mierda! ¡No queda uno!». (Reía). «¡No queda uno, mi presidente! ¡Ni uno! ¡Los jodieron a todos!… Y aunque la noticia aún no es oficial, se sabe que los Estados Unidos entran en la guerra. Sí, señor: entran en la guerra»… Y tal fue el contento de ambos que, sin esperar más, echaron mano al maletín de Hermes, dándose largos lamparazos de Santa Inés. (—«¿Y yo soy un perro, acaso?» —dijo la Mayorala, trayendo prestamente el vaso de dientes…). Hacía tiempo que el Primer Magistrado no conocía una alegría semejante, pues la Guerra Europea, estacionada en guerra de trincheras, de posiciones, de tenaces y lentas luchas por conquistar una cota, un bosquecillo, las ruinas de un fuerte ya diez veces arruinado, guerra de mínimos adelantos y retrocesos, con tantos muertos que ya se estaba fuera de cuentas, se había vuelto monótona, por no decir: aburrida. Para quienes la miraban desde aquí, carecía ya de interés como espectáculo. Habían terminado los tiempos en que las gentes movían banderitas sobre geografías lejanas para marcar victorias o derrotas, puesto que no se sabía ya de victorias ni derrotas emocionantes, y cuando se entablaba una batalla de verdad todo ocurría siempre en los mismos ámbitos de Argona o de Verdún, entre localidades de nombres desconocidos —un centímetro apenas en los mapas al 1/1000 que aún se exhibían, polvorientos y sin público, en las redacciones de periódicos. El país conocía una prosperidad asombrosa, ciertamente. Pero el creciente costo de la vida tenía al pobre de siempre en la miseria de siempre —desayuno de plátano asado, batata a mediodía, mendrugo y mandioca al fin de la jornada, con alguna cecina de chivo soleado o tasajo de vaca aftosa para domingos y cumpleaños— a pesar de la aparente bonanza de sueldos. De ahí que los estudiantes, los intelectuales, los agitadores profesionales —esa inteligentzia de mierda que siempre le amolaba a uno la paciencia— se hubiesen compactado poco a poco en un sordo movimiento de oposición. Y cuando más en calma y sosiega se creía, era sorprendido el Primer Magistrado por una proliferación de fuerzas adversas que se le colaban en la ciudad, se manifestaban aquí, allá, donde menos se esperaba, para conturbarle el ánimo y malograrle el sueño. Cuando la daba por ya olvidada, reaparecía la mano del Doctor Luis Leoncio Martínez en alguna proclama mandada bajo sobre, de distintos lugares, con diferentes estampillas, donde se denunciaban hechos —y esto era lo grave— que sólo conocían algunas personas muy íntimamente ligadas a las intimidades del Palacio Presidencial. Demasiado tarde se había sabido (¡y no haberse enterado ese cretino de Jefe de la Policía Judicial que nos gastábamos!) que, en la Universidad, un catedrático de Historia Moderna había dado conferencias sobre la Revolución Mexicana, hablando de fuerzas proletarias, ligas campesinas, el Sindicato de Inquilinos de Veracruz, el agrarismo, el gobierno socialista de Carrillo Puerto en Yucatán, y los artículos del aventurero gringo John Reed —de todas esas cosas que habían arruinado, hundido, empiojado, las esplendorosas tierras de Don Porfirio, humanista y civilizador que, en vez de descansar en un inmenso panteón nacional, estaba enterrado ahora, cansado de ingratitudes, en un triste rincón del Cementerio Montparnasse. Y, para colmo, unos anarquistas, venidos de Barcelona seguramente, y que nuestros Servicios Secretos no acababan de agarrar, salían como inasibles espectros, por las noches, para pintar en las paredes, con tiza, unas letras (R. A. S.) que parecían sigla de Revolución Anarco Sindicalista, acompañadas a veces de frases tales como: La propiedad es el robo y otras fórmulas gastadas que ya sólo eran tomadas en serio en esta América imitadora y retrasada… Ahora, con este magnífico hundimiento del Vigilentia entrarían en la guerra los Estados Unidos, entraríamos en la guerra nosotros, se galvanizaría el sentimiento patriótico, y como el estado de guerra implica, de hecho, un permanente estado de emergencia, organizaríamos, a compás del Himno Nacional, La Marsellesa, God Save the King, Dios salve al Zar y el Star and spangled banner, la más formidable redada de oposicionistas, conspiradores, ideólogos sospechosos —germanófilos todos, en este caso— que se hubiese visto nunca en el país… Por lo pronto, bebido el ron de los días fastos, convocó el Primer Magistrado al Embajador de los Estados Unidos para hacerle saber que la República estaría al lado de su Gran Hermana del Norte en estos días de prueba, y, luego de un rápido Consejo de Ministros, compareció el Mandatario ante las dos Cámaras, urgentemente reunidas, donde, por aclamación, se aprobó el texto de una Declaración de Guerra a las Potencias Centrales, aplaudiéndose, de paso, cada uno de los «considerando» y «por cuanto» que venían a justificarla… Y aquel mismo día se inició la guerra, con una operación tan excelente por lo ganado, como rápida en su ejecución: a las cinco en punto de la tarde subieron los jefes militares de Puerto Araguato a bordo de cuatro buques alemanes —el Lubeck, el Grane, el Schwert y el Cuxhaven, que estaban arrimados a los muelles, en espera de órdenes de su gobierno— para proceder a su embargo y apresar las tripulaciones. Los marinos, felices al ver que, para ellos, la guerra había terminado, acogieron con vítores a las autoridades portuarias, y salieron, en alegre formación, hacia el lugar de su internamiento, saludando alborotosamente a los transeúntes. A un oficial nietzscheano que gritó: «¡Primero morir que entregar el barco!», lo tiraron por sobre la borda después de largarle un insulto que, en idioma teutón, debía significar algo así como «La puta que te parió». Y fueron llevados los presos a una finca con gran terreno cercado, donde colgaron sus hamacas de los árboles empezando, de inmediato, a arrancar yerbajos y plantas parásitas. A la mañana siguiente, con unas maderas que se les dio por orden superior, empezaron a construir unos lindos chalets de estilo renano, en tanto que otros sembraban gladiolos y apisonaban la tierra para hacer dos campos de tenis. Tres semanas después, la finca estaba hecha una granja modelo. Había biblioteca, con poemas de Enrique Heine y hasta del socializante Dehmel. Aquello carecía de mujeres, desde luego, pero muchos no las necesitaban porque eran bastante homosexuales, y, en cuanto a los irreductibles, éstos tenían permiso, cada viernes, para visitar el burdel de la Ramona, bajo escolta militar. Y, como eran muy músicos, reuniendo los instrumentos que habían traído a bordo de los buques, empezaron a tocar pequeñas obras de Haydn, de Mendelssohn y de Raff —la «Cavatina», sobre todo. A veces una culebra cascabel, coral o mapanare, se colaba en el concierto: pero siempre, vista a tiempo por el cellista que, de todos los músicos, es el que más mira al suelo, la serpiente era muerta de un golpecito dado certeramente en su lomo con el dorso del arco— col legno, como se dice en lenguaje técnico… Y a menudo, muy bien acompañado por el conjunto, cantaba el sobrecargo del Lubeck, con su linda voz de tenor:
Winterstürme wichen
dem Wonnemond
in milden lichte
leuchtet der Lenz…
La segunda acción de aquella guerra tuvo por objetivo la incautación del Trencito de los Alemanes —operación esta que el Primer Magistrado dirigió personalmente, al frente de los zapadores del 2.° Regimiento Táctico. Al amanecer del día H fueron ocupadas las dos estaciones terminales —la de arriba y la de abajo— así como los paraderos intermedios, casetas de señales, controles de desvíos, etc. Y como los viajes quedaron suspendidos hasta nueva orden, pudo entregarse el Presidente a la realización de un viejo sueño: la de jugar con el ferrocarrilito a su antojo, metiendo a Peralta, de cara ennegrecida, en el tándem carbonero. Conocido su mecanismo, empezó la locomotora a adelantar, a retroceder, a entrar y salir de la nave de reparaciones, a dar vueltas y más vueltas sobre las placas giratorias; silbaba, arrojaba el vapor por todas las válvulas y chumaceras, despidiendo más humo que nunca, yendo, viniendo, deteniéndose, para cargar cualquier cosa: mazos de caña, barriles, una cesta de calamares, arecas en tiesto, jaulas vacías, un contrabajo, gallinas, varios negros tamboreros que tocaban la cumbia. Y cuando el Primer Magistrado hubo dominado todas las técnicas de alimentación de la caldera, conducción, aceleración, mantenimiento de las velocidades, uso de los frenos para detener el convoy con cabal coincidencia de vagones y andenes, el Gabinete en pleno fue invitado a realizar un primer viaje a la Colonia Olmedo, con servicio de empanadas y tamales en los carros, y champagne suficiente como para brindar a la salud del Primer Mecánico de la Nación. Y tan divertido estaba el Presidente con su artefacto que llegó a olvidarse por varios días de la Guerra Europea, dejando de leer la prensa extranjera que regularmente le traía el Doctor Peralta —prensa enriquecida por una picaresca revista francesa, Regiment, con muchos desnudos entre uniformes… Entretanto, sucediendo al éxito de La Madelon y Rose of Picardy, la música de Over There estaba invadiendo el país con pasmosa rapidez. Entrando por las pianolas de Puerto Araguato había ascendido, de gramófono en gramófono, a lo largo de la línea del Gran Ferrocarril del Este, apoderándose de los pianos de conservatorios, pianos de salones burgueses, pianos de cine, pianos de cafés, pianos de monjas, pianos de putas, antes de hallar su máxima expresión sonora en las grandes retretas dominicales del Parque Central. Over There, Over There, Over There… Enormes carteles donde un soldado norteamericano cargaba a la bayoneta contra un invisible enemigo —acompañado de un enérgico Come-on!— invitaron a la compra de bonos de un empréstito de guerra tan bien acogido en el país que, poco después, pudo el Embajador Ariel hacer entrega solemne al Presidente Woodrow Wilson de la suma de un millón de dólares recaudada en menos de veinticinco días. Los cines exhibían documentales a la gloria del General Pershing —el mismo que había mandado una muy sonada «expedición punitiva» a México, poco tiempo atrás. Over There, Over There, Over There. Y ahora, además de Over There, las estrepitosas marchas de Sousa, con bajos de tuba y floreos de flautín. Un joven oficial, cálidamente apoyado por el Gobierno (—«Es en la guerra donde se magnifican las energías viriles» —decía el Primer Magistrado—: «La guerra es al hombre lo que es el parto a la mujer»), se daba a la tarea de crear una Legión de Voluntarios Nacionales para ir a pelear a Francia —bajo su mando, desde luego. La lucha armada entrañaba peligros, ciertamente, pero se acompañaban de muchas alegrías. Y, para prueba de ello, bastaba con que se leyera un artículo de Maurice Barrés, muy reproducido por la prensa local: «Reina el buen humor en las trincheras. Claro que allí, en las noches lluviosas, no se está como en un restaurante de lujo… Pero conozco un lugar donde, en un laberinto de ocho kilómetros de trincheras muy cuidadas, los caminos se designan por los nombres de Champs-Elysées o la Rue Monsieur-le-Prince. Sé de un abrigo subterráneo donde un oficial posee una butaca de terciopelo carmesí, una mesa con ramos de rosas y platos de vieja porcelana de Estrasburgo. Las trincheras se adornan con muebles hallados en las ruinas de los pueblos bombardeados. Reina la alegría en las trincheras» [sic]. Tales prosas, sincronizadas con imágenes de lanceros bengaleses, de garridos bersaglieres, de cosacos —republicanos desde hacía poco tiempo— que ahora se arrojarían con energías nuevas sobre una Alemania cuyo pueblo, hambriento, sólo se alimentaba ya con pan de paja y serrín; todo esto, útilmente reforzado por un retrato de Ofelia que, vestida de enfermera de la Cruz Roja, lucía rechula y más criolla que nunca vendando la frente de un herido inglés, levantó una fuerza de doscientos cincuenta jóvenes, ansiosos de conocer la Torre Eiffel, el Moulin Rouge y el Restaurante Maxim’s. —«Ahora se verá, allá, lo que son los cojones nuestros» —decía Peralta. Pero hubo una cierta decepción en el público cuando se supo, semanas más tarde, que los combatientes del país, al llegar allá, habían sido dispersados en distintas unidades francesas y que el joven oficial, privado del mando de sus hombres, regresaba despechado y furioso, afirmando —y él había visto las cosas de cerca— que los aliados perderían esta guerra, con ayuda norteamericana y todo, porque aquello era el desbarajuste y el caos. Pero, lo que en realidad interesaba a las gentes no era que los aliados ganaran o perdieran la guerra, sino que la guerra durara lo más posible. Con tres, cuatro, cinco años más de guerra, nos volveríamos una gran nación. De misa de seis a rosarios vespertinos, de campanas del alba a toque de ángelus, cada cual rezaba por la Paz, desde luego, pero con la generalizada costumbre, difícil de ser explicada a un extranjero, de que el creyente orara con el dedo medio montado en el índice. Al fin y al cabo, aquello que pasaba en Europa no lo habíamos armado nosotros. De nada teníamos la culpa. El Viejo Continente había fallado en lo de ofrecerse como un ejemplo de cordura. Y si ahora conocía el país una era de progreso y abundancia jamás sospechados, era prueba de que el Todopoderoso —así lo había dicho el Arzobispo en elocuente sermón— sabía distinguir a quienes, ajenos a vanas filosofías que sólo dejaban cenizas en el alma, ajenos a ciertas doctrinas sociales tan impías como disolventes y ajenas a nuestra idiosincrasia, habían sabido salvaguardar las tradiciones religiosas y patriarcales de la Nación —esto dicho por el prelado con gesto que, descendiendo de la paloma del Espíritu Santo que sobre su cabeza se mecía, había apuntado al Primer Magistrado, presente en la Catedral aquella mañana.
Las obras del Capitolio estaban próximas a terminarse. Encerrada ya entre las paredes de un palacio demasiado angosto —pese a su monumentalidad— para servirle de morada, la Gigante, la Titana, la Inmensa Mujer —a la vez Juno, Pomona, Minerva y República— se había puesto a crecer, de día en día, dentro del ceñimiento progresivo de su ámbito. Cada mañana parecía mayor —como esas plantas selváticas que se alargan pasmosamente durante la noche, ascendiendo hacia un amanecer que les robaban las florestas de arriba. Como oprimida, comprimida, por la piedra circundante, lucía dos veces más espesa, más corpulenta y más alta —siempre más alta— que cuando hubiese sido erigida, trozo a trozo, en espacio destechado. La cúpula se había cerrado ya sobre su cabeza, alzando la majestuosa linterna —imitada de Los Inválidos de París— que, ya iluminada, faro y emblema, señoreaba las noches de la ciudad, minimizando cruelmente las torres de la Catedral, ahora tan menguadas en proporciones que roto para siempre era ya el diálogo entablado por ellas —según verso de un gran poeta nuestro del siglo pasado— con la cumbre lejana del Volcán Tutelar… Próximas a terminarse estaban las obras, pero no tanto como para que el edificio pudiese inaugurarse, como se había previsto, para la fecha conmemorativa del Centenario de la Independencia, que ya se nos echaba encima. El día en que fue abordado el problema en borrascosa reunión del Gabinete, el Primer Magistrado, repentinamente enfurecido, destituyó violentamente al Ministro de Obras Públicas, amenazando a los demás con exilios y prisiones si el Capitolio no quedaba concluido, pintado, reluciente, bruñido, con jardines y todo, para la inaplazable fecha… Y se inició entonces un trabajo de egipcios. Con ayuda de centenares de campesinos traídos a plan de machete, uncidos a rastras y carretas, alojados en barracones de donde eran sacados a toque de corneta para alternados turnos de trabajo, empezaron a pararse las columnas que aún estaban por pararse, se irguieron obeliscos, subieron dioses y guerreros, danzantes, musas y caciques, adelantados de morrión y coraza, jinetes y hoplitas, a los más altos frisos —se pulió lo que había de pulirse, se doró lo que había de dorarse, se pintó lo que había de pintarse. Se trabajaba de noche, a la luz de focos y reflectores. Eran tantos los martillazos que, durante semanas, se vivió en estrépito de fragua, entre yunques y taladros, mientras acababan de embaldosarse los peldaños de la escalinata de honor. Y, una tarde, las Palmas Reales entraron horizontalmente en la ciudad, acostadas sobre camiones y carromatos, con los penachos barriendo las aceras, levantando el polvo de las calzadas, para ser enraizadas en hoyos profundos, rellenos de tierra negra, granzón y abono. Detrás —selva de Macbeth— aparecieron los pinos pequeños, los bojes tallados, las arecas, traídos de todas partes, listos para la transplantación a donde centenares de hombres los esperaban, regaderas en mano, enderezándolos a estaca y puntal —sin estar seguros, a la verdad, de que las hojas estarían muy verdes para el Gran Día. —«Las hojas que se marchiten se pintarán la noche anterior. Bien aguantarán, por unas horas, una mano de pintura Lefranc» —dijo el Primer Magistrado. Entretanto, con los ojos puestos en calendarios y relojes, impacientes, insomnes, llevando las obras con gritos de caudillos y alma de mayorales negreros, apresuraban los arquitectos y capataces el trabajo, hasta que se dio por concluida la construcción del edificio, no faltándole el suntuario toque final de un grueso diamante de Tiffany encajado al pie de la estatua de Aldo Nardini para marcar, en el corazón de una estrella de mármoles rojiverdes, el Punto Cero de todas las carreteras de la República —el lugar de convergencia ideal de los caminos proyectados por el Gobierno para comunicar la Capital con los más alejados confines del país… Y, por fin, aquel martes, amaneció la capital en Centenario de Independencia, relumbrante, charolada, vestida de banderas, estandartes, faniones, escudos y enseñas, con alegorías callejeras, caballos de cartón evocadores de batallas famosas, cien cañonazos en alborada, cohetes y voladores sobre los techos, salvas en todos los barrios, gran parada militar, y bandas, muchas bandas, de los regimientos de acá y de provincia, que, terminado el desfile oficial, siguieron tocando, durante todo el día, en parques municipales y quioscos esquineros, circulándose, por mano de mensajero, las partituras —había pocas en varios ejemplares— que, dándose preferencia a los aires nacionales y marchas patrióticas, incluían algunos trozos de resistencia —«de ejecución», como se dice— cuidadosamente elegidos por el Primer Magistrado con asistencia del Director del Conservatorio Nacional. Nada de música alemana, desde luego, y menos de Wagner, desterrado por siempre, al parecer, de los conciertos sinfónicos de París, luego de que el compositor hubiese sido definido por Saint-Saëns, en implacables artículos, como nefasta y abominable encarnación del espíritu germánico. A Beethoven, por ahora, era preferible ignorarlo —aunque algunos hiciesen notar que la Alemania de su tiempo, en fin, no era todavía la de Von Hindemburg. Y por ello, andando de plazas a quioscos, de parques a glorietas, se iba de la obertura de Zampa a la de Guillermo Tell, de las Escenas alsacianas de Massenet a la Patria de Paladilhe, del Toreador y andaluza de Rubinstein —hacía falta un autor ruso en el repertorio— a la Serenata de Victorin Joncière —serenata que había dejado de ser «húngara», puesto que estábamos en guerra con las Potencias Centrales, y, por lo mismo, la Marcha húngara de Berlioz se escuchaba, con sus tremendos cañonazos de bombo, bajo la simple denominación de Marcha… Día de alboroto, día de aguardiente en jarro y terneras en parrilla, elote gratuito, toneles de cerveza, juguetes para los niños pobres, cintas y moñas, coros en el Panteón Nacional, salves en todas las iglesias, bailes en casas y merenderos, en callejones y quilombos, con todas las pianolas, los pianos, los gramófonos, las charangas ambulantes, los maraqueros, desatado en universal concierto aleatorio, en espera del acto inaugural del Capitolio, que reuniría, en su Gran Hemiciclo, al Gobierno en pleno, Jefes de Fuerzas Armadas, Cuerpo Diplomático, y un elegante público, rigurosamente filtrado, encuadrado, observado, por una legión de agentes de nuestros Servicios de Inteligencia, que, para la ocasión, estrenaban smokings demasiado semejantes unos a otros para no parecer uniformes. Y tuvo lugar la velada solemne con gran ostentación de atuendos de gala, charreteras, entorchados y condecoraciones —Orden de Isabel la Católica, de Carlos III, Orden Soberana de Malta, Legiones de Honor, Honni-soit-qui-mal-y-pense, jarreteras y cruces, ocurrencias de Gustavo Adolfo, y hasta exóticas insignias del Dragón de Annam, del Nenúfar y la Arquería, recién otorgadas a altos funcionarios nuestros. Escuchado el Himno Nacional, pasó el Primer Magistrado a la tribuna —sorprendentemente sólido y dueño de sí mismo parecía, por cierto, aquella noche— luciendo todos los distintivos de su Alta Investidura. Inició su discurso en tono pausado, como solía hacerlo, usando, en sus gestos, de la teatralidad de buena ley que siempre ha de unirse al buen oficio del abogado y del orador, trazando un esquema, sobrio y preciso; de nuestra historia, desde la Conquista a la Independencia. Y quienes esperaban, con oculta ironía, sus habituales floreos verbales, sus rebuscados epítetos, sus relumbrantes vocativos, quedaron admirados de verlo pasar, de la epopeya sobriamente evocada, al árido mundo de los números, contemplado ahora con precisión de economista, para presentar un cuadro claro y convincente de la prosperidad nacional, aunque ésta coincidiera —y ahí empezó a emocionársele el tono— con el máximo intento de destrucción de la gran Cultura Greco-Latina que se hubiese urdido en época alguna del devenir humano. Pero esa gran cultura sería salvada. Una victoria próxima de nuestros Progenitores Espirituales aseguraría la perdurabilidad de valores que, amenazados allá, resurgían, más esplendorosos que nunca, de este lado del Océano. Y contemplando e invitando a contemplar este magno edificio donde ahora nos hallábamos, cristalización en piedra, en mármol, en bronce, de los órdenes clásicos de la arquitectura —Vitruvio, Viñola, Bramante… —grecolatina, aceleró su ritmo el Primer Magistrado, en diapasón subido y gesticulación abierta, recobrando repentinamente el estilo profuso, ornamental y recargado, que tantas burlas le habían valido de parte de sus adversarios. Y, cerrando una invocación a Aquella que, por ser Guía de toda Razón, de toda Inteligencia, habría de señorear, por encima de la República misma, este Templo Cívico recién construido, clamó la voz inspirada: «¡Oh, Arcajeta, ideal que el hombre genial encarna en sus obras maestras, prefiero ser el último en tu mansión que el primero en otras partes! Sí: me desprenderé del estilóbato de tu templo, olvidaré toda disciplina que no sea la tuya, estilita seré sobre tus columnas y estará mi célula sobre tu arquitrabe. Y —¡difícil cosa!— para ti me tornaré, si es que lo puedo, intolerante y parcial. (Hubo gran expectación en el público). Seré injusto, tal vez, para cuanto no te incumba, pero me haré el siervo del último de tus hijos. Los actuales habitantes de la tierra que diste a Erecteo, los exaltaré, los halagaré. Trataré de amarlos, hasta en sus defectos, y me convenceré —¡oh, Hipias!— que son descendientes de los jinetes que celebran allá arriba [gesto] su fiesta imperecedera en el mármol de tus frisos»… Parecía haber terminado su discurso el Primer Magistrado. Hubo enorme ovación con público en pie. Pero Peralta, sentado en puesto de secretario, de frente a la audiencia para observar mejor el Cuerpo Diplomático, había visto el codazo dado por el Embajador de Francia al brazo del Embajador de Inglaterra, cuando sonara aquello del Arcajeta. Al aparecer el estilóbato, el codazo al Embajador de Inglaterra había repercutido en el costado del Embajador de Italia; del estilita al arquitrabe, del Erecteo al Hipias, los codazos habían corrido, en serie, de embajador a encargado de negocios, de ministro consejero a agregado cultural, hasta el descarnado costillar del Agente Comercial Japonés, que, medio dormido pues no entendía el idioma, estuvo a punto de ser despedido por el empellón, como la bola última del aparato de física que es lanzada al aire cuando la acción de una primera bola, del mismo peso, comunica su energía percusiva a seis bolas intermedias, idénticas entre sí. Alguna risa oculta había tras de los muchos pañuelos que secaban sudores inexistentes —pues no había calor aquella noche en que soplaban vientos norteños refrescados por las nieves del Volcán Tutelar. Y fue ése el momento en que el Primer Magistrado, obteniendo el silencio con un sencillo gesto, dijo que «agradecía muy particularmente estos aplausos, puesto que se dirigían al insigne Ernesto Renán, cuya Plegaria sobre el Acrópolis encerraba el hermoso párrafo que acababa de citar textualmente por corresponder en todo a los profundos anhelos de su espíritu en la solemnidad de esta noche»… Hubo nuevos aplausos, más prolongados y fornidos que los anteriores —como de gente que se quiere hacer perdonar algo— durante los cuales abandonó Peralta su asiento para acercarse al Embajador de Francia y largarle, son sorna arrabalera: —«II vous a bien eu, hein? Pas si con que ça, le vieux!». —«Pas si con que ça, en effet» —respondió el otro, tomado de sorpresa, y muy preocupado de pronto, al pensar que su inconsiderada respuesta podría ser llevada a un Quai d’Orsay que, en estos días, no estaba para bromas, y había enviado al brillante improvisado de Alexis Leger a China, en tanto que Paul Claudel era nombrado Ministro en Río de Janeiro, para levantar el lamentable nivel intelectual de las representaciones francesas en Asia y América Latina… Pero en eso fue la desbandada, con desaforado abandono de escaños, descenso de escaleras, baraúnda hacia las puertas, para llegar cuanto antes, en asalto, alud, empuje codo a codo, a un gigantesco buffet cuyas mesas presentaban, en enormes bandejas de plata, cuanta exquisitez de importación —Nueva York y París— hubiese podido alternar con las golosinas nacionales: faisanes vestidos de sus plumas, cordornices trufadas, cochinillos rellenos de galantina al pistacho, tamales picantes y pavo con cramberry-sauce, Saint-Honoré-à-la-crème y majarete en copa, el marrón glacé y la pasta de tamarindo, antojitos nacionales al pie de los caviares negros y rojos montados sobre elefantes esculpidos en hielo, todo dominado, en centros y cabeceras, por arquitectónicos pasteles de merengue y crocante que representaban el Capitolio, sin una columna de menos, con estatuas y obeliscos de mazapán —todo admirado y saboreado entre vinos y licores, piscos y tequilas, mientras sacábanse nuevas botellas de champaña puestas a enfriar en sorbeteras llenas de granizado tinto de rosa para mejor lucimiento de los golletes dorados… Y brindaron todos, en torno a la gigantesca República, mientras una orquesta, izada en los altos de la cúpula, largaba danzones y bambas criollas, alternadas con el vals de Beutiful Ohio o las síncopas —inaudibles para tanta gente de hablar mascando— de Pretty Baby. Y luego se alzaron los fuegos artificiales que, después de encender el cielo, cayeron en torrentes, cataratas, de estrellas y luminarias, sobre los techos y azoteas de la ciudad… Y a las dos de la madrugada —según el Jefe de Protocolo una velada oficial no podía prolongarse más allá de esa hora— regresaron Peralta y el Primer Magistrado al Palacio, rendidos pero felices, con tremendas ganas de quitarse los fraques y de beber algo más recio y habitual que lo ofrecido en la fiesta. En las habitaciones presidenciales los esperaba la Mayorala Elmira, de enaguas, aunque con el pecho arrebozado a causa del aire frío que bajaba de la sierra y se colaba por las persianas. Y como el Secretario había cumplido su promesa de traerle un poco de cuanto se hubiese servido en el buffet de la noche, la zamba curiosa, aunque poco segura de hallar cosas de su agrado, las iba sacando del capacho, una tras otra, con la desconfiada cautela del pirotécnico que examina el sospechoso contenido de una valija de anarquista. Para todo hallaba una despectiva definición: los caracoles de Borgoña, eran «babosas»; el caviar, «perdigones en aceite»; las trufas, «lascas de carbón de leña»; el halvá, «un turrón que quiere parecerse al de Jijona»… Ya muy bebido y pidiendo más, el Presidente no acababa de tener sueño, en tanto que Peralta no se cansaba de alabar la genial utilización del texto de Ernesto Renán… —«¿No dicen que mi oratoria es rebuscada y ridícula?» —observaba el Presidente—: «Lo que siento es que no hubiese estado allí nuestro amigo, el Académico. Porque él también habría caído en la trampa». —«Es que esa prosa parecía escrita expresamente para la inauguración de nuestro Capitolio» —decía Peralta—: «Y con oportunas amenazas para los cabrones de la oposición»… El Primer Magistrado miraba, por la ventana, un confuso panorama de andamios, de construcciones, que pronto se poblaría de obreros. El Volcán Tutelar, allá lejos, apenas si acababa de despojarse de su falda de neblinas en un amanecer tardío. La Mayorala, luego de beberse, gollete en boca, un sexto botellón de cerveza, había atravesado su catre de campaña en la puerta, echándose a dormir —ésa era su costumbre— con un fusil de cañón recortado al alcance de la mano. Peralta, algo borracho, se amodorraba en el sofá de cuero, de ancho espaldar y hundidos cojines, vuelto hacia la chimenea un tanto renacentista —puercoespín Luis XII esculpido en lo alto— donde, a falta de un fuego que nunca se encendía, parpadeaban bombillas rojas entre falsos tizones. —«El acto fue un éxito, un éxito de verdad» —decía y volvía a decir el Primer Magistrado, oyendo la muy discreta llamada a maitines de la Catedral —asordinada porque los vecinos de ahora, que ya no se levantaban a la hora de antes, habían pedido que la campana de ahora no sonara tan alto como antes sonaba. Y seguía su paseo en redondo, de butaca a butaca, tomando una última copa que siempre quedaba en penúltima. Hombre de cortas noches y largas siestas, cuyas espartanas audiencias de madrugada eran el tormento de sus colaboradores, no se resolvía, esta noche, a descansar unas horas en su hamaca —largo chinchorro tejido, como el de París— en espera del baño que, como siempre, le prepararía la Mayorala Elmira, perfumando con sales inglesas un agua entibiada a la temperatura del cuerpo. Lo del Capitolio lo hacía feliz. Ahora se mandarían fotografías del edificio a nuestras embajadas para que las publicaran los periódicos de Europa y del Continente —pagándose el espacio por columnas y tarifa de centímetros, como siempre se hacía cuando se deseaba tener un control sobre la redacción del pie de grabado. Así sabría el mundo cómo se había agigantado esta población que, en los principios del siglo, no pasaba de ser una aldea grande, rodeada de eriales culebreros, cerros pelados, matorrales de mala espina, agua de aljibe y anofeles en masa, con paso de ganado, arreado a grito y silbido, por las calles principales… En tales pensamientos se contentaba, cuando, más que nacido el día, sonaron dianas remotas y aparecieron los primeros tranvías llevando gente de cesta, alforja y jaba, hacia los mercados donde ya alborotaban los pájaros enjaulados y rumiaban lechugas los morrocoyes en caja. Miró su agenda el Primer Magistrado. Hoy, día libre de consejo, audiencias y engorros. Invertiría, pues, sus costumbres: primero, el baño; luego, dormiría hasta la media mañana. Pero, emperezado en una butaca, comiendo chocolates rellenos de licor, no acababa de resolverse a nada. —«Lo que quiera Su Merced» —murmuró la Mayorala, como hablando en sueños. —«Orita te digo, m’hijita. No te apures». Y, sintiéndose como consustanciado con el Volcán que, librado de molestas nubes, acaba de mostrarse, soberano y recio, en el coloreado fragor de sus aristas de cuarzo y azules a gama entera, repetíase a sí mismo: «Un éxito… Un éxito… Por lo demás…». Una tremenda explosión conmovió el Palacio. Todos los cristales de la fachada reventaron a la vez; varios lampadarios se desprendieron de los techos; cayeron botellas, vasos, cerámicas y platos de adorno —y también algunos cuadros, arrancados a las paredes. Una bomba de gran potencia acababa de estallar en el baño del Primer Magistrado, despidiendo pesados humos olientes a almendra amarga. Con una ceniza palidez estirada por el esfuerzo de parecer sereno, el Presidente miró su reloj: «Las seis y media… Hora de mi baño… Felicitaciones, señores; pero hoy no ha sido»… Y mientras en tumulto y atropellada carrera acudían los guardias, criados y fámulas, e iba la Mayorala clamando por más gente, añadió, señalando hacia la ciudad: —«Esto me pasa por tener la mano demasiada blonda».