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… muchas cosas que, aunque pudiesen

parecernos sumamente extravagantes

y ridículas, no dejaban de ser generalmente

recibidas y aprobadas por otros grandes pueblos.

Descartes

De semana en semana prolongaba el Primer Magistrado su estancia en Marbella, despachando los asuntos del gobierno desde una pérgola un tanto pompeyana metida en un laberinto de naranjos, al fondo del jardín. Temprano daba un paseo, a lo largo del litoral, montado en su caballo Holofernes, fuerte alazán de relumbrante pinta, desbocado y cerrero con todos, pero hipócritamente sometido a un amo que, cada tarde, le llevaba a las cuadras un cubo de cerveza inglesa —Guinness, de la mejor— recibido siempre con jubilosos relinchos. El Presidente tenía motivos para estar contento, en aquellos meses, ya que nunca había conocido la Nación una época tan próspera ni tan feliz. Con esta Guerra Europea —que, a la verdad, y mejor no decirlo, estaba resultando una bendición de Dios— el azúcar, el banano, el café, el balatá, alcanzaban cotizaciones nunca vistas, hinchando las cuentas bancarias, levantando fortunas, trayendo lujos y refinamientos que, hasta ayer, parecían cosas de novela mundana o de películas centradas en las casi mitológicas figuras de Gabrielle Robinne, Pina Menichelli, Francesca Bertini o Lydia Borelli. Rodeada de selvas milenarias, la capital se había vuelto una moderna selva de andamios, de maderos apuntados al cielo, de grúas en acción, de palas mecánicas, en un perpetuo rechinar de poleas, martillazos en hierro y acero, coladas de cemento, remaches y percusiones, entre gritos de peones encaramados y de peones en tierra, silbatos, sirenas, acarreo de arenas y resoplidos de motores. Las tiendas se ampliaban en una noche, amaneciendo con vitrinas nunca vistas, donde unos maniquíes de cera —otra novedad— celebraban primeras comuniones, presentaban trajes de novia, atuendos de alta costura, y hasta uniformes de gabardina inglesa, bien cortados y acabados, para los militares de categoría. Unas máquinas hacedoras de melcochas, instaladas en los portales de la vieja Alhóndiga Real, asombraban a los transeúntes por el movimiento concertado de brazos metálicos que malaxaban, estiraban, compactaban, unas masas blancas, estriadas de rojo, que olían a vainilla y malvavisco. Proliferaban los bufetes; bancos, compañías de seguros, razones sociales, negocios de inversiones. El teodolito y la lienza transformaban terrenos anegadizos, eriales, potreros de cabras, en extensiones divididas, cuadriculadas, deslindadas, que, de pronto, luego de haber sido desde tiempos remotos «El conuco del lazarino», «Finca guachinanga» o «El Hato de Misia Petra», pasaban a llamarse «Bagatelle», «West Side» o «Armenonville», fraccionándose en parcelas que, escogidas sobre el plano, casi nunca edificadas, aumentaban de precio al ser compradas y revendidas, varias veces al día, en oficinas de muchas Underwood, ventiladores dorados, mapas en relieve, preciosas maquetas, coñac y ginebra en la caja fuerte, donde se regateaba y discutía entre copas y habanos, y llamadas de mujeres —era gran novedad— que ofrecían sus atenciones por teléfono, con acento extranjero prometedor de refinamientos a que se negaban —y era peor para ellas— las harto recatadas putas nuestras para quienes «el asunto» había de llevarse a la manera clásica, sin barroquismos, descoyuntamientos, ni fantasías, de ésas que se usaban en otras tierras. Las pianolas habían invadido la capital, desenrollando y enrollando los rallos de La Madelon, Rose of Picardy, I’ts a long way to Tipperary, del alba a la medianoche. En las botillerías de brisca y dominó, en los bares donde el ron Santa Inés era dejado por el White Horse, sólo se hablaba de ganancias que, debidas a la guerra, habían hecho olvidar la guerra misma, aunque las gentes todas —blancos, cholos, zambos, prietos, indios, «tostados»…— se hubiesen vuelto galicistas, tricolores, revanchistas, cucarderos, juanadearqueanos, barresianos, afirmando que pronto nos desquitaríamos del desastre de Sedán y volverían las cigüeñas de Hansí a los campanarios de Alsacia y la Lorena. Con ello había nacido el primer rascacielos —cinco pisos con ático—, empezándose, de inmediato, la construcción del Edificio Titán, que tendría ocho. Y la vieja ciudad, con sus casas de dos plantas, se fue transformando muy pronto en una Ciudad Invisible. Invisible, porque pasando de ser horizontal a vertical, no había ojos ya que la vieran y conocieran. Cada arquitecto, empeñado en la tarea de hacer edificios más altos que los anteriores, sólo pensaba en la estética particular de su fachada, como si hubiese de ser contemplada con cien metros de perspectiva, cuando las calles, previstas para el paso de un solo coche de frente —de una recua, de un tren de mulas, de un carretón— sólo tenían seis o siete varas de ancho. Así, adosado a una columna infinita, trataba en vano el transeúnte de contemplar los primores de ornamentaciones perdidos en cielo de buitres y de auras. Se sabía que, allá arriba, había guirnaldas, cornucopias, caduceos, o bien un templo griego encaramado sobre el piso 5.°, con caballos de Fidias y todo, pero sólo se sabía, porque esos alcázares, esos cimborrios, esos entablamentos, reinaban —ciudad sobre ciudad— en un reino vedado a las miradas. Y, más arriba aún, eran las estatuas, solitarias, desconocidas, desterradas, de un Mercurio —el de la Cámara de Comercio—, de una Minerva cuya lanza atraía las centellas de agosto, de aurigas, genios alados, santos cristianos, que señoreaban, aislados unos de otros, ignorados por los hombres, un intrincado escalonamiento de azoteas, tejados de pizarra, tanques de agua, chimeneas, pararrayos, y casetas para mecanismos de ascensor. Sin darse cuenta de ello, las gentes vivían en Nínives insospechadas, en Westmínsteres vertiginosos, en Trianones volantes, con gárgolas y personajes de bronce que llegarían a viejos sin haberse tratado con la gente de abajo, atareada ésta entre pórticos, arcadas, soportales, que cargaban con un enorme peso de construcciones inalcanzables para la vista. Y como todo el mundo estaba ansioso de novedad, quienes llevaban dos siglos viviendo en mansiones coloniales, las dejaban prestamente para instalarse en casas nuevas, modernas, de estilo romano, Chambord o Stanford White. Así resultó que los vastos palacios de la ciudad antigua, con sus portadas platerescas y blasones tallados en la piedra, pasaron a ser habitados por el andrajo, la piojería y la sarna —el fingido ciego con lazarillo alquilado, el borracho de mañaneros temblores, el acordeonista de la pata de palo, el pobre tullido que pide limosna por el amor de Dios. Las hermosas galerías interiores se llenaron de mujeres desgreñadas, de niños en cueros, de rameras y vagabundos, entre humos de anafe y ropas tendidas, en tanto que los patios servían de teatros para espectáculos de Bataclán, boxeo, peleas de gallo y prestidigitador con carterista asociado. Centenares de automóviles Ford —los mismos que aparecían en las películas de Mac Sennet— corrían por las calles mal empedradas, sorteando baches, trepando a las aceras, derribando cestas de frutas, rompiendo escaparates, en un afán de velocidad jamás conocido en estas latitudes. Todo era apuro, apresuramiento, carrera, impaciencia. En unos pocos meses de guerra, se había pasado del velón a la bombilla, de la totuma al bidet, de la garapiña a la coca-cola, del juego de loto a la ruleta, de Rocambole a Pearl White, del burro de los recados a la bicicleta del telegrafista, del cochecillo mulero —borlas y cascabeles— al Renault de gran estilo que, para doblar las esquinas angostas de la urbe, tenía que realizar diez a doce maniobras de avance y retroceso, antes de enfilar por un callejón recién llamado «Boulevard», promoviendo una tumultuosa huida de cabras que todavía abundaban en algunos barrios, pues era buena la yerba que crecía entre los adoquines. Inauguraron las monjas Ursulinas una Gruta de Lourdes con portentos de luz eléctrica, se abrió un primer dancing con jazz-band venido de la Nueva Orleáns, se trajeron caballos y jockeys de Tijuana para correr en un empavesado hipódromo nacido de pantanos, y, una mañana, la añeja Villa calificada de «Muy Fiel y Muy Ilustre» en sus Actas de Fundación (1553) amaneció con la plena conciencia de haberse vuelto toda una señora Capital del siglo XX. Huyeron las últimas serpientes —crótalos, mapanares, corales, cuatronarices…— de las urbanizaciones, callaron los jilgueros y abrieron las bocas los fonógrafos. Y hubo torneos de bridge, desfiles de modas, baños turcos, bolsa de valores y burdel de categoría, donde era vedada la entrada a quien tuviese la piel más obscura que el Ministro de Obras Públicas —tomado como paradigma de apreciación, ya que, si no era la oveja negra del Gabinete, era, indudablemente, su oveja más «tostada». Los policías trocaron el zapato remendado por botines reglamentarios y a señales de guante blanco obedeció un tránsito cuyo estrépito se enriquecía de claxons con varias peras de caucho, que permitían tocar el vals de «La viuda alegre» o los primeros compases del Himno Nacional… Contemplando aquella urbe que le crecía y le crecía, el Primer Magistrado se angustiaba a veces ante la modificación del paisaje visto desde las ventanas del Palacio. Metido él mismo en negocios inmobiliarios manejados por el Doctor Peralta, construía edificios destructores de un panorama tan largamente unido a su destino, que una alteración de su conjunto, repentinamente señalado por la Mayorala Elmira —«mire aquello»… «mire aquello»…— lo sobresaltaba como un mal presagio. Las chimeneas de fábricas, por él levantadas, le fraccionaban, le quebraban, una naturaleza ignorante, poco tiempo atrás, de las feas crucetas del tendido telegráfico. El Volcán, el Volcán-Abuelo, el Volcán Tutelar, morada de Antiguos Dioses, símbolo y emblema, cuyo cono figuraba en el Escudo Nacional, era menos volcán —menos morada de Antiguos Dioses— cuando se insinuaba su majestad, en las mañanas anebladas, con pudores de rey humillado, de monarca sin corte, sobre los humos inmediatos y espesos, despedidos por cuatro altas bocas, de la gran Central Eléctrica, recién inaugurada. Al verticalizarse, al geometrizarse, seccionando faldas de montañas, cerros, visiones de valles lejanos, fondos de verdores, la ciudad se iba cerrando sobre su Príncipe. Y como la población aumentaba con una creciente afluencia de campesinos, braceros, jornaleros, artesanos de provincia, atraídos por la prosperidad de la Metrópoli, y había, con ello, una mayor carga de abuelos bilharzianos, de organismos dañados por viejos paludismos, de niños escrofulosos, comidos de amebas —mayores presas para las cíclicas epidemias de gripes malignas, venidas de no se sabía dónde—, se multiplicaban las funerarias, apretando su cerco de lutos y ataúdes en torna al Palacio Presidencial. —«¡Ahí viene La Lechuza!» —exclamaba la Mayorala Elmira, cuando veía aparecer, en la Plaza Mayor, alguna carroza mortuaria, camino del cementerio. —«¡Sola vaya!» —respondía el Primer Magistrado, uniendo el índice y el meñique de ambas manos en signo conjuratorio de Malas Sombras. —«A usted no lo tumba ni Napolión» —concluía la Mayorala, dando presencia actual a un personaje cuyo nombre era, para ella, expresión del máximo poder otorgado por Dios a un ser humano, puesto que, salido de la nada, nacido en pesebre como quien dice, había llegado a dominar el Mundo —sin dejar, por ello, de ser buen hijo, buen hermano, amigo de sus amigos (¡hasta de su lavandera se acordó cuando fue grande!) y siempre macho de hembras retebuenas, como ésa, del Caribe, que lo tenía agarrado por donde yo sé, porque la mulata y la chola nacen con el Demonio entre las piernas, y quien pruebe eso… (Había hombres que lo dejaban todo, que desaparecían, se huían de sus casas, al llamado de la Oración al Ánima Sola, manejada por las Mujeres del Gran Poder que, con lámparas encendidas tras de la puerta, repetían, tantas veces como cuentas tiene un rosario: Que como perro rabioso corra detrás de mí. Amén…).

Después de mucho meditarlo, el Primer Magistrado se entregó, con remozada energía —energía que para otras cosas le iban mellando los años— a lo que habría de ser su gran obra de edificador, materialización, en piedra, de su obra de gobierno: dotar el país de un Capitolio Nacional… Tomada la determinación se pensó en promover un gran concurso internacional, abierto a todos los arquitectos, para poder comparar ideas, proyectos y planos. Pero, apenas se difundió la noticia, protestaron los arquitectos nacionales, recientemente constituidos en colegio, afirmando que, para tal obra, ellos se bastaban. Y se inició, entonces, un trabajoso proceso de críticas, transformaciones, discusiones, que imponían al futuro edificio una sucesión de metamorfosis en cuanto al aspecto, estilo y proporciones. Primero hubo Templo Griego, con columnas dóricas, sin basas, de treinta metros de fuste —remedo de Paestum en dimensión vaticana. Pero el Primer Magistrado creyó recordar que el Kaiser Guillermo, encarnación de la barbarie prusiana, era muy aficionado a tales helenismos, al extremo de poseer un Aquileón, bastante partenónico, en la isla de Corfú. Además, los griegos desconocían la Cúpula, y Capitolio sin cúpula no es Capitolio. Mejor mirar hacia la Roma eterna, madre de nuestra cultura. Por ello, el dórico, sin pasar por el jónico, fue llevado prestamente a corintio, por los arquitectos nuestros, con cúpula algo parecida a la del Palacio de Justicia de Bruselas. Los dos hemiciclos —Cámara y Senado— evocaban demasiado, sin embargo, los teatros de Delfos y Epidauro, con lo cual resultaban harto severos, fríos y falsos en cuanto al aditamento de tribunas públicas, cuya presencia en tal lugar respondía a un insoslayable requisito democrático. Un nuevo arquitecto nacional que sucedía a dos arquitectos nacionales ya desacreditados, caídos en desgracia, a causa de las intrigas de otros muchos arquitectos nacionales, inspirándose en una ilustración inglesa del Julio César de Shakespeare, dibujó un plano de hemiciclo a la romana, con columnata en lo alto, que obtuvo, por un tiempo, la aprobación del Consejo de Ministros. Pero se recordó entonces que el país era gran productor de caobas y que la caoba nuestra, de un rojo cálido y profundo, debía ser utilizada profusamente en una obra de tal magnitud, para fabricación de los revestimientos, artesonados, tribunas, escaños, bancos, puertas de acceso, sede presidencial, etc., de los dos hemiciclos. Y como los romanos nunca habían usado la madera con tales fines, surgió un quinto proyecto de Capitolio, inspirado en el estilo neogótico del Parlamento de Budapest. Pero, como el imperio Austro-Húngaro estaba en guerra con la Latinidad, se desecharon esos planos, pensándose en el genio de Herrera y la imponente mole del Escorial. —«Ni pensarlo» —opinó el Primer Magistrado—: «Quien dice Escorial, dice Felipe II. Y quien aquí dice Felipe II, dice: indios quemados, negros con cadenas, suplicio de caciques heroicos, príncipes en parrillas, tribunales de inquisición»… El Proyecto N° 15 fue rechazado porque, en su afán de usar unos mármoles nacionales recién descubiertos en la región de Nueva Córdoba, el arquitecto había concebido algo demasiado evocador de la Catedral de Milán, y esa reminiscencia eclesiástica hubiera disgustado a los masones y librepensadores y otras gentes cuyos criterios pesaban en la opinión. El Proyecto N° 17 era, en verdad, un calco bastante indecente de la ópera de París. —«Un Congreso no es un teatro» —dijo el Primer Magistrado, tirando los planos sobre la mesa del Consejo. —«A veces…» —musitó, a sus espaldas, el Doctor Peralta… Por fin, después de muchas cavilaciones, discusiones, consideraciones y reconsideraciones, quedó aceptado el Proyecto N° 31 que ofrecía la solución más sencilla: una réplica del Capitolio de Washington, con uso interior de maderas nacionales y mármoles nacionales —que, en caso de no ser tan buenos como se creía, serían sustituidos por mármoles comprados en Carrara, aunque, para el público, seguirían siendo mármoles nacionales… Y se dio comienzo a las obras, el día del Centenario de la Independencia, con la colocación de la Primera Piedra y los discursos de rigor donde se usaron, en fortíssimo, de todas las retóricas oportunas. Pero subsistía un problema: bajo la cúpula debía alzarse una monumental estatua de la República. Todos los escultores de la nación se ofrecieron a hacerla. Pero el Primer Magistrado sabía que ninguno de ellos era capaz de medirse con semejante tarea. —«¡Lástima que Gerôme haya muerto!» —dijo, pensando en sus gladiadores y reciarios—: «Ése era el hombre». —«Rodin está vivo» —observó el Doctor Peralta. —«No. Rodin, no… Gran escultor —¡quién lo duda!— cuando se ciñe a la realidad… Pero nos dispara un segundo Balzac y salimos jodidos por los cuatro costados… Si lo rechazamos, quedamos en ridículo, allá; y si lo aceptamos, sería cosa de irse del país»… —«Con prohibir cualquier comentario en la prensa». —«Sería contrario a mis principios. Tú lo sabes. Plomo y machete para los cabrones. Pero total libertad de crítica, polémica, discusión y controversia, cuando se trata de arte, literatura, escuelas poéticas, filosofía clásica, los enigmas del Universo, el secreto de las pirámides, el origen del Hombre Americano, el concepto de Belleza, o lo que por ahí se ande… Eso es cultura…». —«En Guatemala, nuestro amigo Estrada Cabrera instituyó un culto a Minerva, con templo y todo…». —«Hermosa iniciativa de un gran gobernante…» —«que lleva ya diez y ocho años en el Poder…» —«… por lo mismo. Pero parece que su estatua de Palas Atenea no es nada del otro mundo»… Perplejo, el Primer Magistrado escribió a Ofelia que había vuelto a París, luego de andar varios meses por dehesas andaluzas, puesta repentinamente en fiebre de toros, capeas y cante jondo, como había estado otras veces en fiebres de Bayreuth o Stradford-on-Avon. Poco aficionada al comercio epistolar, harto revelador, en ella, de una ortografía fantasiosa, la Infanta respondió con un simple cable: ANTOINE BOURDELLE. —«No lo conozco» —dijo el Doctor Peralta. —«Yo tampoco» —dijo el Primer Magistrado—: «Debe ser algún bohemio, amigo suyo». Y, por las dudas, se dirigió al Ilustre Académico, en demanda de mayores informes. Y, a vuelta de correo, se recibieron unas fotos de relieves ejecutados por el artista para ornamento del Théâtre des Champs-Elysées, en 1913. Uno, que era una alegoría de la música, desagradó francamente a Peralta por lo falso, lo revuelto, lo distorsionado, de dos figuras como metidas a la fuerza, a empujones, en un espacio rectangular: ninfa doblada sobre un violín en el imposible intento de usar el arco con un brazo que le pasaba por encima de la cabeza; un sátiro, bestial, retorcido, más entomológico que heleno, tocando un caramillo enorme, nada sugeridor de agrestes melodías, sino parecido, más bien, a un pedazo de canana de ametralladora 30/30. Y las fotos venían acompañadas de un número de la Gazette-des-Beaux-Arts donde, en artículo de párrafos subrayados a lápiz rojo, decía el famoso crítico Paul Jamot que el escultor no trataba sus figuras a la manera arcaica, sino con rudeza evocadora del gusto germánico [sic]. —«¡Germánico! ¡Germánico! ¡Y esto es lo que nos recomienda Ofelia en estos momentos! Parece que de tanto andar con toreros se nos está volviendo idiota. No tiene el menor sentido político»… Y, considerando de pronto un aspecto fonético del problema: —«Además, imposible aquí, a causa del apellido. Bourdelle. Piensa en cómo suena eso en castellano». —«¡Cierto!» —dijo Peralta—: «Primero lo llamarán Booouurrdeye. Hasta que se enteren de la pronunciación correcta.» —«… Y entonces, los chistes de quienes bien me quieren. La palabra les viene en bandeja de plata: que si el Capitolio es un…; que si la República es un…; que si mi gobierno es un… ¡Ni pensarlo!». —«Lo mejor es encomendarnos a Pellino» —opinó Peralta. Y el marmolista italiano, gran proveedor de ángeles, cruces y panteones para cementerios, a quien varias ciudades nuestras debían muy satisfactorias estatuas epónimas, tanto en lo heroico como en lo religioso, recomendó cálidamente a un artista milanés, con obras premiadas en Florencia y en Roma, notablemente especializado en la concepción de monumentos, fuentes municipales, santuarios cívicos, figuras ecuestres, y, en general, de cuanto fuese arte oficial, serio, solemne, con uniformes históricamente exactos si la requería el asunto, desnudos tratados con dignidad si el desnudo correspondía al carácter de una alegoría, en expresión inteligible a todos, de una estética nada anticuada, ni tampoco demasiado moderna —que eso del modernismo en la plástica era cosa harto discutida en estos tiempos. Aldo Nardini —así se llamaba el escultor— envió un boceto que fue aprobado, de inmediato, por el Consejo de Ministros: la República era representada, en él, por una inmensa mujer, de robusto cuerpo vestida a la griega, apoyada en una lanza —símbolo de vigilancia—, de cara noble y severa, como nacida de la famosa Juno vaticana, con dos enormes pechos, uno velado, el otro desnudo —símbolos de fecundidad y abundancia. —«Nada genial, pero todo el mundo quedará contento» —concluyó el Primer Magistrado—: «Ejecútese»… Varios meses transcurrieron en la realización y fundición de la estatua, con informaciones en la prensa acerca de la marcha del trabajo, hasta que, una mañana, entró en la bahía de Puerto Araguato un buque venido de Génova, trayendo la Inmensa Mujer. Una expectante multitud se aglomeró en los muelles para asistir a su aparición. Pero hubo algún desencanto cuando se supo que la escultura no iba a salir así, completa, de pie, ya erguida, como habría de vérsela en el Capitolio, sino que era traída en trozos, para ser armada en el lugar de su erección. Sin embargo, el espectáculo valía la pena. Alzaron sus garfios las grúas, descendieron los cables a las calas, y, de pronto, en medio de aclamaciones, apareció la Cabeza, sacada de las sombras, transportada por el aire, seguida de distintos pedazos de su anatomía. Pie Izquierdo —con su correspondiente fragmento de Pierna y Drapeado—, Brazo Derecho, con algo del asta de lanza en la mano, Vientre Ubérrimo con el eje vital bien ahondado en el bronce; Pecho Velado, seguido del Pie Derecho y del Brazo Izquierdo, antes de la subida del gigantesco Gorro Frigio que habría de coronar la República. Pero en eso sonaron las sirenas de las doce, pararon su trabajo las grúas, y los de la estiba fueron a comer sin que el pueblo se dispersara. Y era que, sin duda, algo grande quedaba todavía en las profundidades del barco. A las 2 volvieron los hombres al trabajo, y, entre aplausos y exclamaciones, la Teta Desnuda de la Magna Figura salió de las calas, descendiendo a tierra con solemne lentitud. Luego, en camiones fueron llevadas las piezas a un tren de carga sobre cuyas planchas y bateas fue acostada la Gigante, a trozo por vagón, en desconcertante visión de una Forma que, correspondiendo a la de un cuerpo humano, mostraba sus elementos puestos en una sucesión horizontal que no acababa de constituirse cabalmente en totalidad significativa. Primer vagón: Gorro Frigio; 2.°: Hombro y Pecho Velado; 3.°: Cabeza; 4.°: Hombro y Teta Desnuda; 5.°: Vientre Ubérrimo… Y ahora, en anárquica fila, los muslos, los brazos, los pies calzados de sandalias entre helénicas y criollas, la lanza en tres pedazos, con locomotora delante y locomotora detrás, pues el peso era mucho, y los mecánicos estaban temerosos de que la enorme carga de bronce fuese a detenerse en la subida a Las Cumbres, allí donde, a causa de lluvias recientes, se habían producido ya algunos deslizamientos de tierras sobre la vía… Pero la República llegó por fin a su capital, y así fue cómo la Nación, en vez de tener un monumento de Bourdelle, vio erigirse una estatua del milanés Nardini, cuyo rostro sereno y grave se perdió por siempre para el público, porque el tamaño excesivo de la figura extraviaba su cabeza en las alturas de una cúpula cuya columnata circular sólo era visitada dos veces al año por los obreros encargados de limpiarla —acróbatas de andamios, harto atentos a los equilibrios exigidos por su vertiginosa tarea para poderse detener en apreciar los méritos de una obra de arte.