No había sido necesario tronar a Walter Hoffmann. Como todo conflicto suele encontrar su desenlace en sucesos ajenos a los previstos, el general felón había tenido un fin que, si se miraba bien, no carecía de una cierta fuerza wagneriana: agonía de Fafner en selva bastante más peligrosa que la selva de Sigfrido, casi municipal, tiergarten y unter-den-linden, si se la comparaba con la tremendísima que cubría el territorio de Las Tembladeras. Habíamos acosado al rebelde en una región de arenas movedizas a la que tuvo que replegarse, cada vez más abandonado por tropas en tal agobio de derrotas que se iban desatendiendo de discursos y admoniciones, proclamas y repartos de aguardiente, para admitir —y la angustia de saberlo aumentaba de día en día— que se habían jugado una carta jodida, y que quienes tenían el flux de baraja mayor éramos nosotros. De nada sirvió que el General Hoffmann, habiendo descubierto los vestigios de una pirámide india en lo más intrincado de la maleza, hubiese gritado a sus hombres: «Soldados… De lo alto de esta pirámide cincuenta siglos os contemplan» (añadiendo diez, por orgullo patriótico, a los cuarenta de la arenga napoleónica…). —«Por mí, que sean setenta y cinco» —habían pensado los soldados, cuyas «viejas» —las que seguían a los alzados— afirmaban que tales piedras, amontonadas y llenas de huecos, para nada servían como no fuera para criadero de las serpientes más dañinas del mundo, de ciempiés, tarántulas, arañas monas, y alacranes que eran «de un tanto así de largo» (dispensando el modo de señalar…). Y, después de una repentina desaparición de los «Segundos Federiquitos», en fuga hacia la frontera del sur, habían empezado las deserciones y las fraternizaciones en masa, al desperdigado grito de «nos engañaron; nos hicieron creer, fuimos mandados…», hasta que el General, rodeado de los pocos fieles que le quedaban, se resolvió a cruzar unas llanuras malditas —única salida hacia el mar— que, por su abundancia de tembladeras, habían dado su nombre a la región. Allí, a medida que la marcha se hacía más difícil y riesgosa y se le iban yendo los hombres, de a dos artilleros con un teniente, quince soldados rasos y un cabo, sesenta y tantos números con un capitán, hallóse casi solo el rebelde, seguido de sus últimos partidarios —y vayan ustedes a saber lo que éstos traían en las cabezas— a la orilla de un yermo amarillento, surcado de vegetaciones rastreras, donde se abrían como pequeñas charcas —grandes baches, más bien— de una pasta viscosa, arcillosa acaso, que parecía un lodo dormido en delgada capa sobre la tierra firme. A uno de esos hoyos fue a dar el General Hoffmann, por haber espoleado su caballo a destiempo luego de un brusco tirón de riendas debido a la urgencia de esquivar una rama espinosa que se le atravesaba en el camino. Y, de pronto, el caballo, sintiendo que las patas se le hundían más y más en la greda engañosa, como halado por una implacable aspiración salida de abajo, por una succión venida de las entrañas del suelo, se dio a relinchar a la desesperada, pidiendo auxilio a los hombres, agotándose en inútiles encabritamientos, sin que sus desesperados intentos de braceos y corcobios lo libraran de un lento y seguro descenso. Con el terrible lodo subido hasta las rodillas, tratando de sacar las botas que iban cobrando pesadez de plomo, tirando y volviendo a tirar de riendas sin respuesta, viendo que los forcejeos de su montura sólo servían para apresurar el inexorable hundimiento, gritaba el General: «Una soga… Una reata… Una correa… Sáquenme de aquí… Pronto… Una soga… Una reata… Una cabuya»… Pero los hombres que rodeaban la charca, silenciosos, cejudos, contemplaban el muy demorado, harto demorado, naufragio de su jefe, con expectante calma. —«¡Muérete, cabrón!» —dijo, casi en voz baja, un cabo a quien Hoffmann, años antes, había abofeteado en castigo de una respuesta irrespetuosa. —«¡Muérete, cabrón!» —dijo, alzando el tono, un sargento a quien Hoffmann había negado un ascenso, algún tiempo atrás. —«¡Muérete, cabrón!» —dijo, en fortíssimo, un teniente que mucho había solicitado, sin éxito, una difícil Estrella de Plata. —«¡No, carajo, no! ¡No me dejen morir así!» —aullaba ahora el jefe, agarrándose de las orejas del caballo que aún sacaba los dientes por encima de las arenas movedizas. —«¡Muérete, cabrón!» —le respondía el coro griego. Y las arenas habían subido al cuello, al mentón, a la boca del General, que aún profería gritos confusos, de garganta ya enlodada —estertores en burbujas, clamores inaudibles; empuje postrero de agónicos vagidos… Cuando sólo quedó flotando el quepis, uno de los espectadores arrojó sobre él un pequeño crucifijo, pronto tragado por la tembladera, vuelta ahora a su glauca quietud.
Librado del adversario, regresó el Primer Magistrado a la capital, para recibir, entre arcos de triunfo de un día, banderolas y guirnaldas de papel, los títulos de «Pacificador» y «Benemérito de la Patria», otorgados por las dos Cámaras, las Fuerzas Vivas de la Industria y del Comercio, el Obispo Metropolitano en su púlpito, los Auxiliares en otros, menos empinados, y la Prensa, en sus páginas donde se estudiaban los pormenores de una campaña militar llevada de mano maestra con presentación de mapas cubiertos de flechas negras cuyas puntas encontradas mostraban las fases ofensivas y defensivas, penetraciones, envolvimientos y ruptura de líneas enemigas, de la decisiva Batalla de Cuatro Caminos —sostenida, sangrienta, difícil, con sentido táctico enfrente, alguna improvisación acá, pero ganada finalmente por las fuerzas gubernamentales— de acuerdo con una técnica de grafismos que había popularizado L’Illustration de París, para explicar los mecanismos de la Batalla del Marne… En discurso de muy elevados conceptos, afirmó el Presidente, modesto, que no merecía los elogios que tan generosamente le prodigaban sus compatriotas, ya que Dios mismo, grande en la misericordia pero terrible en la ira, se había encargado de castigar al infidente. Si se miraba bien, el fin de Hoffmann había sido como una ordalía donde el vencedor, por voluntad superior cuyos designios sobrepasaban nuestro entendimiento, no hubiese tenido el dolor de derramar la sangre de un viejo compañero de armas, cegado por una ambición insensata: «Ahí no se oyó el shakespeariano grito de Mi reino por un caballo, ya que el culpable, agobiado acaso por sus propios remordimientos, perseguido por las Furias de nuestras armas, entró, juntamente con su otrora piafante corcel, en el Reino de las Sombras»… Pero lo importante no era que el Enemigo del Orden se hubiese abismado en las arenas de Las Tembladeras. Lo importante era que, con ello, se afianzara, ante el conflicto que empavorecía al mundo, nuestra Conciencia de Latinidad, porque nosotros éramos latinos, profundamente latinos, entrañablemente latinas, depositarios de la gran tradición que, a través de las Pandectas romanas, fundamento de nuestro Derecho, de Virgilio, Dante, El Quijote, Miguel Ángel, Copérnico, etc., etc. (largo párrafo, rematado por larguísimas ovaciones). Aunt Jemima que, para la ocasión, había trocado su acostumbrado madrás a cuadros por un pañuelo de luto, subió penosamente a la tribuna para entregar al Primer Magistrado un mensaje de desagravio de la familia Hoffmann, recordándole de paso, al oído, que la esposa del General, deplorando los extravíos de su marido, solicitaba el favor de percibir la renta que acaso le correspondiera, por ser viuda de militar con más de veinte años de servicio, a tenor de la Ley de 18 de junio de 1901… Muy fatigado por una guerra que lo había llevado a las regiones más selváticas e insalubres del país, el Mandatario fue a pasar unas vacaciones a su casa de Marbella. Había allí una playa larga y hermosa, aunque sus arenas negras fuesen invadidas, harto a menudo, por una vejigosa arribazón de medusas, muertas entre las manchas de breas y petróleos debidas a la proximidad de un puerto. Los tiburones y mantas eran tenidos a raya —valga el término— por una cuádruple alambrada de púas, festoneada de algas andrajosas. Y si bien quedaban algunas morenas en las oquedades de un pequeño promontorio rocoso, hacía muchos años que, en el balneario, ningún hombre hubiese sido emasculado por una barracuda. Cuando soplaban los vientos del Norte —«yelitos», los llamaban— el mar se obscurecía en azules profundos, trayendo olas mansas, de un ritmo pausado, majestuoso, que llevaban sus espumas hasta el pie de los cocoteros y guanábanos. Pero también había mañanas —eran las del verano— en que el agua se mostraba de una lisura y transparencia singular, sin los leves alborotos que le eran habituales; arrojábase a ella el bañista y tenía, de pronto, la rara sensación de haber caído en un lago de gelatina. Y con sorpresa descubría entonces que no nadaba, sino que se deslizaba en una masa de moluscos transparentes, casi invisibles, con tamaño y redondez de monedas, que a esta orilla habían llegado durante la noche, al término de una larga y misteriosa migración. Para mayor atractivo del balneario, el Municipio había hecho construir, al final de un espigón de cemento, un casino montado en pilotes, copiado, en todo, del de Niza —armazón metálica, cerámicas anaranjadas, cúpula de hierro, verdecida por el salitre. Había, allí, juegos de ruleta, de bacará, de «chemin de fer», donde unos «croupiers» de smoking, contando en luises y centenes —desusados dineros de jugador— habían sustituido el «Arrímense sin miedo» y el «Ni un fierro más» de los coimes criollos, por estudiadas aunque siempre raras articulaciones de «Faites vos jeux» y «Rien ne va plus»… La Residencia «Hermenegilda» del Primer Magistrado dominaba la playa: de lo alto de una colina cercana. Era una casa de estilo entre balcánico y Rue de la Faisanderie, con cariátides 1900, vestidas a lo Sarah Bernhardt, que por mágica resistencia de sus sombreros emplumados, Ievantaban —mejor que cualquier atlante de palacio berlinés— un ancho balcón-terraza, cerrado por balaustres en forma de hipocampos. Una torre-mirador-faro señoreaba las azoteas con el perpetuo relumbre de sus mayólicas jaspeadas. Las estancias, vastas, frescas, de muy alto puntal, estaban amuebladas con sillones mecedores de factura neocordobesa, chinchorros siempre colgados de sus argollas, y unas sillas rojas, de laca, obsequio de la vieja Emperatriz de la China, agradecida por el envío de juguetes —ferrocarril de cuerda, varios caleidoscopios, trompos que silbaban al girar, los osos de Berna en caja de música, y un acorazado a escala de nenúfares para el estanque del Palacio de Invierno— que le hubiese hecho años antes, conocedor de sus aficiones, el Primer Magistrado. En el comedor podía verse una copia —en tamaño menor, desde luego— de La balsa de La Medusa, frente a dos lindas marinas de Elstir que la composición de Géricault, para decir la verdad, aplastaba con su dramático peso. Rodeaba la casa un vasto jardín, cuidado por hortelanos japoneses, donde, entre bojes se alzaba una Venus de mármol blanco, afeada por un herpes de hongos verdosos que le bajaba del vientre. Un poco más lejos, bajo los pinos, podía verse la capilla, consagrada a la Divina Pastora por la devoción de Doña Hermenegilda —capilla cuya contemplación causaba ahora un creciente remordimiento al Presidente, recordándole que incumplida quedaba la promesa que en París le hiciera, en muy angustiosos momentos, de subir de rodillas las escaleras de su basílica, con un cirio en cada mano. (Pero pensaba, a la vez, que la Virgen, inteligente en política como en todo; la Virgen que con clarines de victoria acababa de darle elocuentes muestras de su Divino Amparo, entendería que, en estos momentos, el cumplimiento de la promesa, así, a la vista de todos, en ostentosa prueba de fervor católico, le echaría encima —a él, que tantos enemigos tenía ya— un mundo de masones, rosacruces, espiritistas, teósofos, y gentes de gritería anticlerical, fieles lectores de La Trácala y L’Esquella de la Torratxa de Barcelona, sin hablar de los muchos ateos y librepensadores —blasfemante legión de comecuras— todos adictos a una Francia donde los eclesiásticos no podían enseñar en las escuelas, estaban sujetos los seminaristas al servicio militar, y donde había germinado y crecía, según ellos, la única religión posible en este portentoso siglo XX, siglo del Progreso: La Religión de la Ciencia…). Detrás de la casa, un bosquecillo de granados sombreaba el discreto sendero por donde, al anochecer, conducía el Doctor Peralta alguna mujer embozada a la alcoba del Primer Magistrado. (—«No vaya usted a morir como murió el presidente Félix Faure» —decía, invariablemente, el Secretario, al dejar su encargo en manos del amo. —«Atila y Félix: Faure fueron los dos hombres que con más gusto murieron», respondía también, invariablemente, el primer Magistrado…). Temprano silbaba la locomotora del Trencito de los Alemanes. Y el Presidente se asomaba al balcón, con taza de café en la mano, para verlo pasar. Como de charol bruñido lucía, en las mañanas verdes, la pequeña locomotora de relucientes bielas y remaches de cobre que por vía estrecha ascendía a la montaña, con alegres resoplidos de funicular, arrastrando sus vagoncillos rojos, entoldados, hacia la Colonia Olmedo —semejante, en todo, al ferrocarril de cuerda que el Primer Magistrado hubiese mandado a la vieja Emperatriz de la China, para enriquecer su colección de autómatas y artefactos mecánicos. Apenas salía el pequeño convoy de Puerto Araguato, parecía que todo se enanizara a su paso —las estacioncillas intermedias, los puentes sobre torrentes, los pasos a nivel, las barreras, los discos de señales—, aunque su estrépito fuese grande cuando entraba en la minúscula Terminal de arriba, trayendo diez viajeros, unos pocos fardos, varios toneletes, el correo, los periódicos, y algún becerro que sacaba la cabeza por la ventana del único carro ganadero. Como salido de una juguetería de Nuremberg, siempre reluciente, repintado, barnizado, descansaba el trencito, al final de su jornada, en un mundo singular y exótico, ajeno al de abajo, con sus casas de la Selva Negra construidas entre palmeras y cafetos, su cervecería al emblema del Rey Ciervo, sus mujeres vestidas a la tirolesa, sus hombres con calzones de cuero, tirantes y sombreros con plumilla en la cinta. A pesar de ser excelentes ciudadanos de la República desde hacía más de un siglo, apenas si hablaban el español. Desde que al país los hubiese traído un Conde de Olmedo, ricohombre de blasones acriollados, terrateniente preocupado por la idea de «blanquear la raza», mucho se habían cuidado los inmigrantes de no mezclarse con las mujeres de acá, todas sospechosas de zambas, cholas o cuarteronas —una, porque tenía muy rizado el cabello; la otra, porque tenía los ojos más negros de la cuenta; la otra, porque se le añataban un poco las narices, así fuese de clara su tez. Y de tal modo, de padres a hijos, pidiendo hembras, por carta, a Baviera o Pomerania, habían crecido, generación tras generación, cantando el Coral de Lutero, tocando el acordeón, cultivando el ruibarbo, haciendo sopas de cerveza y bailando el landler de otros tiempos, en tanto que, en los torrentes de la montaña, se bañaban rollizas pastoras, de ario pubis, que a lo mejor llevaban los muy criollos nombres de Voglinde, Velgunde o Flosilde. Poco se había preocupado el Primer Magistrado por la existencia de esas gentes apacibles, respetuosas de las leyes, que nunca se metían en política y, en hora de elecciones, siempre votaban por los candidatos del Gobierno, con tal de no ser molestados en sus costumbres. Pero ahora, la cotidiana lectura de los periódicos franceses le hacía mirar a esos pobladores con alguna irritación. Si bien sus casas se adornaban, por tradición, de cromos que evocaban paisajes nevados, orillas del Elba, el certamen del Wartburgo o la doncella mítica, de casco alado, que en caballo volante llevaba al cielo el cuerpo de un joven atleta muerto en combate, había, al lado de esto, uno que otro retrato de Guillermo II. Y Guillermo II, a través de la prensa leída, venía a materializar la figura del Anticristo. Sus huestes, sus hordas, sus montoneras tecnificadas, habían penetrado en la mansa Bélgica, en la Flandes de las picas velazqueñas —abuelas de nuestras lanzas llaneras— arrasando con todo. Habían avanzado, a paso de conquistadores, entre ruinas de catedrales, dispersión de piedras augustas, marchando sacrílegamente, después del incendio de la Biblioteca de Lovaina, sobre un pavimento de incunables arrojados a la calle. Ein… Zwein… Ein… Zwein… Y a paso de bárbaros, pateando encuadernaciones impares, manuscritos invalorables, pergaminos de suntuosas capitulares y alzados gavilanes, habían proseguido su marcha, atacando, no ya a los hombres, sino a los actores egregios de los Testamentos, presentes, desde hacía siglos, como en hojas de libros abiertos, sobre los tímpanos, pórticos y atrios de catedrales. Ein… Zwein… Ein… Zwein… Había tronado los cañones germanos contra Isaías y Jeremías, Ezequiel y Esdrás, contra Salomón y la Sulamita, y David que, con Betsabé —tema del drama cuyo manuscrito habíamos comprado al Ilustre Académico amigo— tramara la perdición del viejo general cornudo (que general en campaña suele ser cornudo, pensaba el Presidente, y más si es viejo…) antes de encarnizarse con la figura del Bello Dios de Amiens a el semblante inefable —ahora roto, nebulizado, hecho vapor de piedra en crepúsculo irreversible— del más bello de los Ángeles Sonrientes. Pero esto resultaba de poco horror, acaso, ante la indignante crónica de las violaciones. L’Illustration de París incluía en sus páginas unos cuadernillos grises, de lectura prohibida a los niños, en los cuales se narraba cómo los soldados alemanes, dueños de una aldea, de un pueblo, arrastraban inocentes muchachas, colegialas, adolescentes, a la trastienda de una zapatería, de una farmacia, de una funeraria, para violarlas —eran nueve, eran diez, eran once, decía L’lllustration; serían quince, diría Louis Dumur, novelista de tales atrocidades— con abyecta disciplina germánica, mientras los feldwebels, ordenadores de la acción, decían: «Ahora le toca a usted… Y váyase preparando el siguiente…». Pero todo esto, la destrucción de las catedrales, la ruina de las hagiografías, los retablos astillados, las sibilas decapitadas, el incendio, la dinamita, el estupro, el crimen, eran poca cosa ante la nunca vista tragedia de los niños sin manos. Así, los había sorprendido el soldado alemán, vagando entre escombros, buscando a la madre extraviada o muerta, y al oír sus llantos se les había acercado, como ofreciendo ayuda, y así, de un tajo inesperado del sable (¿llevaban sables los hombres de infantería?, se preguntaba Peralta) echaban a volar dos tiernas manos: «Para que nunca puedas empuñar las armas contra nosotros». En una portada del suplemento de L’lllustration se ostentaba el dibujoretrato de una de las víctimas de la atroz ablación, alzando los muñones sobre el fondo apocalíptico de las ruinas de Ypres… El Primer Magistrado se nutría diariamente de aquella literatura, marcando con lápiz rojo lo que le parecía más interesante reproducir en la prensa nacional, para confusión y vergüenza de ciertos oficiales, ex contertulios de Hoffmann, «Segundos Federiquitos» en potencia, a quienes sabía disgustados —aunque no lo manifestaran abiertamente— por la reciente supresión del casco de punta en los uniformes de luces del Ejército Nacional. A tales lectores, necesitados de desgermanización, se destinaban muy especialmente los artículos que trataban de saqueos de castillos famosos, robos de relojes —esto, de los relojes había empezado ya en el 70—, fundición de campanas seis veces centenarias, basílicas transformadas en letrinas, profanación de hostias y concursos de tiro llevados por capitanes borrachos contra pinturas de Memling o de Rembrandt… Miraba el Primer Magistrado hacia los altos aneblados de la Colonia Olmedo —rocas negras entre moreras, uno que otro abeto aclimatado, delgados cierzos en las mañanas— pensando que aquellos cabrones de arriba, a pesar de los ¡Biiiiiba la pââââââââtria! de sus muchachas de trenzas rubias, disfrazadas de camperas nacionales, que con ramos de violetas lo recibían cuando iba de visita a su poblado mayor, estaba, en el fondo del alma, con quienes cortaban manos de niños, allá, en un Artois o una Champaña, cuyos paisajes de cataclismo —roídos, desfoliados, mutilados por los obuses— se nos mostraban en las pinturas de Georges Scott y Lucien Simon, ofrecidas sobre passes-partout para ser puestos en marcos, donde la elección de colores fangosos acentuaba de modo magistral la trágica desolación de las plazas, los ayuntamientos caídos, las casas medievales reducidas al hueso de sus vigas, y también, como acusación mantenida por la Tierra misma, la encina venerable, ya sin hojas ni ramas, presente en la permanencia heroica de su tronco desnudo, que parecía hablar, en medio de la desolación, por las cien bocas de su corteza lacerada… Desprendíase el Primer Magistrado de sus dolorosas lecturas al contemplar, cada mañana, desde su ventana, el Trencito de los Alemanes, cuando éste iniciaba su ascensión hacia la montaña, deteniéndose, con rabiosos silbidos, para ahuyentar una cabra empeñada en triscar yerbas tiernas en medio de la vía. Y, después de su acostumbrado desayuno de tortillas de maíz, cuajada paramera y carnes enchiladas, se instalaba frente a la pianola Welte-Mignon que acababa de regalarle la Colonia Española de Nueva Córdoba. Pedaleando a fondo y manejando los reguladores del instrumento para sacar del rollo perforados los compases de Für Elise y el comienzo —nunca pasaba del comienzo— de la Claro de Luna, pensaba que el manejo de aquel artefacto musical debía parecerse un poco al trabajo del fogonero que ahora conducía el Trenecito de los Alemanes hacia los bosques donde retozaban unas ardillas importadas y que, según la opinión de un periodista buscador de cabronadas —solapado opositor—, amenazaban con traer epidemias de psitacosis al ganado nacional —ya bien decadente y atribulado, por cierto, desde que la práctica hubiese demostrado que las vacas de aquí, débiles de patas, estrechas de ancas, no soportaban el peso de los sementales de Charolais, traídos para mejorar la especie, en la trasera embestida de la remonta. —«¡Ah, qué guerra esta, mi Presidente!» —gemía, cada mañana, el Doctor Peralta, entre el café renegro y el primer cigarro del día. —«Terrible, terrible» —respondía el Primer Magistrado, pensando en el Trencito de los Alemanes—: «Y como que va para largo»… Pero en eso se supo que, en la capital, los estrategas de aguardiente y churrasco se habían corrido la mejor juerga del año al enterarse, por noticia cablegráfica, que Le Matin acababa de publicar, a ocho columnas, un titular realmente sensacional: «Los cosacos a cinco etapas de Berlín:». —«Ahora resulta que los cosacos son los nuevos defensores de la Latinidad, junto con los cipayos y senegaleses, que ya están en eso» —observó Peralta con insidiosa chunga. «¡Ojalá demoren por el camino!» —murmuró el otro, pensando que, gracias a las expectaciones y entusiasmos promovidos por esta tremenda contienda, la atención de muchos se había desviado hacia sucesos anchos y ajenos. Sosiego y reposo hallaba, por fin, el Primer Magistrado, a la sombra de los cañones en flor.