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Mejor es modificar nuestros deseos que

la ordenación del mundo…

Descartes

Así, pues, mañana el tren a Saint-Nazaire, de donde salía un buque para Nueva York, repleto de norteamericanos que, por haber visto a los alemanes demasiado cerca del Sena y sabiendo que ahora habría guerra para rato, con engorros y racionamientos, preferían volver a la otra orilla del Océano. Después de la travesía, varios días de espera forzosa —como la otra vez, en el Waldorf Astoria. Acaso la posibilidad de asistir a alguna representación de la Madame Sans Gêne de Umberto Giordano, cantada por Geraldine Farrar, cuyo estreno mundial anunciaba el Metropolitan Opera House (y aunque su hija lo tuviera por ignaro en materia de música porque, cierta vez, desconcertado y aburrido por los telúricos enredos del Oro del Rhin, con tanto lío de enanos, gigantes y ondinas, se había dormido en su palco, el Presidente era muy sensible a la coloratura de María Barrientos, a la magnífica energía lírica de Titta Rufo, a la pureza de timbre de los largos, sostenidos, increíbles calderones agudos de Caruso, voz de mágico prodigioso en cuerpo de tabernero napolitano…). Ofelia, después de haberse sacado eso en algún lugar de Suiza, había partido para Londres, huyendo del fastidio de una guerra cuyos daños se hacían sentir ya, según ella, en la falta de ballets rusos, orquestas de tango y fiestas de mucho vestir. En Inglaterra, en cambio, donde el reclutamiento era voluntario, se seguía llevando una vida bastante normal: iría, pues, a Stradford-on-Avon, con el propósito de completar su cultura shakespeariana. —«A ver si ahora me la preña algún Fortimbras o algún Rosenkrantz» —había pensado el padre, sabiendo que nada de lo que pudiese ocurrir allá, en la patria, importaba a su hija, resuelta ya, desde hacía tiempo, a vivir por siempre en Europa, lejos —decía ella— de «ese país de mugre y grajo», sin más diversiones que las retretas municipales, las fiestas familiares donde todavía se bailaban la polca, la mazurca y la redowa, y los saraos de Palacio donde las mujeres de ministros y generales se agrupaban en corro, lejos de los hombres trabados en cuentos verdes, para hablar de partos y malpartos, niños, enfermedades, fullerías de mucamas y muertes de abuelitas, intercambiando recetas para hacer flanes, yemas dobles, capuchinos, mazapanes y pan de gloria… Aquella noche, el Primer Magistrado y el Doctor Peralta se despidieron del Bois-Charbons de Monsieur Musard, bebiendo enormemente. Luego, con dos muchachas halladas de paso, fueron a holgarse en una lujosa casa de citas de la Rue Sainte Beuve cuyo vestíbulo de entrada, adornado con cerámicas fabricadas por el padre de Léon-Paul Fargue, conducía a un ascensor de émbolo, folklórico y renqueante, que era algo así como un rincón de comedor normando puesto en translación vertical. Tarde ya se regresó a la Rue de Tilsitt donde las maletas y baúles cerrados por Sylvestre se amontonaban en pasillos y salones. El Doctor Peralta mostró las fotografías pornográficas para estereoscopio perfeccionado —el Verascope Richard —que había comprado la víspera y que, con sus imágenes dobles, daban un sorprendente efecto de relieve: «Mire… Mire ésta… Parece que el hombre estuviese vivo… Y a las dos mujeres no les falta un pelo… ¿Y qué me dice de esta combinación de cinco en fila?»… Pero, a pesar del mucho licor bebido, el Primer Magistrado tenía una borrachera lúcida y triste. Un enorme cansancio lo invadía ante el género de esfuerzo que había tenido que desplegar cuatro veces desde los inicios de su gobierno. Ahora, la recepción en Puerto Araguato. El tren de vagones viejos subiendo hacia la capital en medio de selvas donde las hojas de los árboles se confundían —no se sabía lo que aún pertenecía a los troncos y lo que de ellos se había desprendido a machete— con las hojas que techaban las chozas de aldehuelas tan tristes y obscurecidas por la universal vegetación que, en ellas, una risa hubiese desentonado como un indecente estallido de animalidad. Después, el discurso de rigor, pronunciado desde el balcón de Palacio. El traje de campaña, acaso oliente a alcanfor, vuelto a ser planchado por la Mayorala Elmira, insustituible ama de llaves, hembra de buen juicio, y, cuando antojo había, dócil y complaciente quitapesares; el viaje al frente de guerra, esta vez hacia el sur del mapa —hace meses, había sido hacia el norte; otras, hacia el este, el oeste. Ahora hacia el territorio de Las Tembladeras, con sus lagunas violáceas en perpetuo burbujeo y borborigmo de animales y reptiles ocultos bajo la engañosa quietud de las victoriarregias. Las marchas por caminos anegados, con las caras untadas de nauseabundas pomadas repelentes que sólo por una hora —apenas— defendían de las picadas de cien especies de cínifes. Aquél era un mundo de hibiscos sudorosos, falsos claveles —trampas de insectos—, espumas que de sol a sol enredaban y desenredaban sus volutas, hongos olientes a vinagre, floraciones grasientas sobre troncos podridos, harinas y limallas verdes, comejeneras en ruinas, céspedes arteros que roían el cuero de las botas. Y habría que perseguir por tales tierras al General Hoffmann, cercarlo, sitiarlo, acorralarlo, y, al fin, ponerlo de espaldas a una pared de convento, iglesia o cementerio, y tronarlo. «¡Fuego!». No había más remedio. Era la regla del juego. Recurso del Método.

Pero algo desasosegaba, esta vez, al Primer Magistrado. Y era un problema de palabras. Ahora, al regresar allá, antes de lucir nuevamente un uniforme de General que le sabía a gala postiza —ésa era la verdad— ya que él mismo se lo había echado encima, así, con galones y todo, un día de alboroto juvenil, conservándolo luego por aquello de que, en su país, general más, general menos…; ahora, antes de acrecerse en ecuestre estatura, antes de ceñirse las sonantes espuelas de jaripeo que en campaña usaba, habría que hablar, que pronunciar palabras. Y esas palabras no le venían a la mente, porque las clásicas, las fluyentes, las socorridas, las que siempre había usado en casos anteriores, parecidos a éste, de tanto haber sido remachadas en distintos registros, con las correspondientes mímicas gestuales, resultarían gastadas, viejas, ineficientes, en la actual contingencia. Cien veces contrariadas por sus actos, esas palabras habían pasado del ágora al diccionario, de la encendida catilinaria al repertorio de las retóricas, de la elocuencia oportuna al desván de los trastos —vaciadas de sentido, secas, yermas, inutilizables. Pilares de sus grandes discursos políticos habían sido, durante años, los términos de Libertad, Lealtad, Independencia, Soberanía, Honor Nacional, Sagrados Principios, Legítimos Derechos, Conciencia Cívica, Fidelidad a nuestras tradiciones, Misión Histórica, Deberes-para-con-la-Patria, etc., etc. Pero ahora, esos términos (solía ser severo crítico de sí mismo) habían cobrado un tal sonido de moneda falsa, plomo con baño de oro, piastra sin rebrinco, que, cansado de las vueltas y revueltas de sus ruletazos verbales, se preguntaba con qué iría a llenar los espacios sonoros, los espacios escritos, de proclamas y admoniciones inevitables al emprenderse una acción militar —punitiva— como la que habría de iniciarse en breve. Aceptado antaño por una mayoría de compatriotas como el hombre de mano enérgica que, en un momento de crisis, de desórdenes, pudo enderezar los destinos del país, había visto su prestigio menguado, con alarmante deterioro de autoridad, tras de cada trácala, por él inventada, para permanecer en el poder. Se sabía odiado, aborrecido por los más, y la conciencia de ello le acrecía, por reacción contra lo exterior, las satisfacciones y gozos que hallaba en el servilismo, la solicitud, las adulancias, de quienes dependían de él, consustanciando sus intereses, su prosperidad, con el mayor alargamiento posible de un mandato olvidado de cuanto fuese legalidad y Constitución. Pero no podía ignorar que sus enemigos usaban de válidos argumentos cuando le echaban en cara sus crecientes concesiones a los gringos, puesto que los gringos, tonto hubiese sido negarlo, eran universalmente detestados en el Continente. Sabíamos todos que nos llamaban «latinos» y que, para ellos, decir «latinos» era decir chusma, morralla, mulatería y merienda ñáñiga. (Hasta habían inventado el eufemismo de «latin colour» para justificar, en los hoteles de Nueva York o de Washington, la forzosa admisión de altos personajes cuya tez fuese de matiz un tanto exótico)… Y seguía el Primer Magistrado pensando en su obligado discurso, sin que la imaginación se le mostrara propicia. Palabras, palabras, palabras. Siempre las mismas palabras. Y, sobre todo, nada de Libertad —con las cárceles llenas de presos políticos. Nada de Honor Nacional ni de Deberes-para-con-la-Patria —pues tales conceptos eran los que usaban siempre los militares alzados. Nada de Misión Histórica ni de Cenizas de Héroes, por la misma razón. Nada de Independencia que, en su caso, rimaba con dependencia. Nada de Virtudes —cuando se le sabía dueño de las mejores empresas del país. Nada de Legítimos Derechos —puesto que los ignoraba cuando chocaban con su personal jurisprudencia. El vocabulario, decididamente, se le angostaba. Y tenía un temible adversario delante, un tercio del Ejército soliviantado, y habría que hablar, y notaba el exasperado orador que estaba afónico, sin idioma —que ya no disponía de palabras útiles, dinámicas, estimulantes, porque las había malbaratado, les había mellado el filo, las había puteado, en despreciables escaramuzas, indignas de tal despilfarro. Como diría un campesino nuestro: «había quemado pólvora en zamuros». —«Me voy poniendo viejo» —pensó. Y sin embargo había que inventar algo. Algo… Vació a sorbos cortos pero seguidos una de las cantimploras forradas de cuero, y, para aliviar la espera de lo que de adentro no le venía, tomó uno de los diarios de la mañana —Le Figaro— que estaba doblado sobre el escritorio. Ahí, en primera columna de primera plana, aparecía un artículo del Ilustre Académico, bien destacado y en especial recuadro. Sacando conclusiones de la Batalla del Marne, nuestro amigo afirmaba que aquel milagro militar, más que victoria de las armas, victoria de la inteligencia, significaba, por encima de todo, el triunfo de la Latinidad sobre el espíritu germánico. Herederos de la Gran Cultura Mediterránea, nietos de Platón y de Virgilio, de Montaigne, Racine y los sublimes descamisados de Valmy —en este caso útiles aunque su memoria fuese detestada por todo el Faubourg St-Germain— habíase opuesto el Genio de la Raza, hecho de equilibrio, sensatez y medida, a la patológica agresividad teutona. El Gallo Galo contra dragones, herreros cavernarios y Nibelungos. El nervioso, ligero y fino corcel de la ya casi santa Doncella de Orleáns —próxima a ser canonizada— contra el salvaje caballo de Brunilda. El Olimpo contra el Walhalla. Apolo contra Hagen. Versailles contra Potsdam. La esencial sabiduría de Pascal contra el gigantismo filosófico de Hegel —expresado en aquella obscura jerga de Heidelberg que, por instinto, rechazaban nuestras mentes adictas a la claridad y la transparencia en el discurso. La batalla de los pantanos de Saint-Gond, más que victoria del cañón de 75, había sido la victoria de Descartes. Y terminaba el escritor haciendo un contundente, implacable, inapelable proceso de la cultura alemana —kultur, la llamaba—, de la música de Wagner, del mal gusto berlinés, del pedante cientificismo de Haeckel, de las ideas de gnomos petulantes que, por creerse superhombres y haberse disfrazado de Zaratustras con espada al cinto y calavera en el chacó, habían desencadenado —nuevos aprendices de brujos— la catástrofe actual. Era guerra, más que guerra, era Santa Cruzada contra la Neo-barbarie prusiana… Terminado de leer el artículo, el Primer Magistrado empezó a andar a lo largo del salón. De repente entendió que estaba en un error: su germanofilia de meteco resentido —y recordaba que los griegos no usaban el calificativo de «meteco» en sentido denigrante— no le era útil ni provechosa. De nada le servirían, en estos momentos, críticos para su propia trayectoria política, los ulanes de Von Kluck ni los submarinos de Von Tip-pitz. La causa walkiriosa era hoy, para él, una mala causa —causa que «no pagaba». Había que admitir que en América Latina las gentes estaban con Francia— valga decir: con París. Y allá, para ceñir el problema a nuestra patria, eran germanófilos los jesuitas, gente de escogida feligresía, confesores de damas adineradas, poco amigos de los modestos maristas franceses que lo habían educado; eran germanófilos los ricos gachupines, caballeros del Import-Export —cuando no abarroteros y empeñistas— con buenas cuentas en bancos catalanes y bilbaínos, antipáticos al criollo por tradición y costumbre; y lo eran también —pero éste era un caso particular— los pobladores de la Colonia Olmedo, nietos de labriegos bávaros o pomeranios, que ningún peso tenían en la vida pública. Además —¡carajo, ahora me doy cuenta!— las Vírgenes todas, de nuestras tierras, eran latinas. Porque la Madre de Dios era latina, doblemente latina, ya que los luteranos de mierda —como Hoffmann y los «Segundos Federiquitos» que con él andaban— la habían arrojado de sus templos. La Divina Pastora de Nueva Córdoba, las de Chiquinquirá, de los Coromotos, de Guadalupe, de la Caridad del Cobre, y todas las que formaban en la Inefable Legión de Intercesoras, eran ubicuas Presencias de quien, una y eterna, fuese entronizada por Luis XIII en las naves de Notre-Dame, en consagración de su reino al culto marial. Había, pues, que poner las Vírgenes del lado nuestro —conmigo en el combate, con imagen alzada en lábaro— ya que el Príncipe, ante una fuerza adversa, tenía el deber de echar mano a cuanto pudiese ser favorable a su causa. Flexible y nunca empecinado debía ser el Conductor de Pueblos, el Guía de Hombres, aunque para conservar el poder tuviese que renunciar, en un momento dado, a muy personales anhelos. Clara se le mostraba, por lo tanto, la base ideológica —táctica— de su inmediata lucha contra el traidor Hoffmann. No había más que considerar su apellido; recordar su formación alemana; su afán de alardear de ario puro, aunque tuviese a su abuela, bastante negra, relegada a las habitaciones últimas de su vasta morada colonial. De repente Aunt Jemima —como la llamaban allá los majaderos— habría de erigirse en símbolo de la Latinidad. (El Mandatario agobiado, caído, de momentos antes, se animaba, se engallaba, daba manotazos a las mesas, recobraba un empaque de tribuno…). Al fin y al cabo, «latinidad» no significaba «pureza de sangre» ni «limpieza de sangre» —como solía decirse en desusados términos de Santo Oficio. Todas las razas del mundo antiguo se habían malaxado en la prodigiosa cuenca mediterránea, madre de nuestra cultura. Tremenda cama redonda había sido aquélla, de romano con egipcia, de troyano con cartaginesa, de helena famosa con gente de color quebrado. Varias tetas había tenido la Loba de Rómulo y Remo —y sabíase que Italia arremetería, un día de estos, contra las Potencias Centrales— para cuanto cholo o zamba se colgara de ellas. Decir Latinidad era decir mestizaje, y todos éramos mestizos en América Latina; todos teníamos de negro o de indio, de fenicio o de moro, de gaditano o de celtíbero —con alguna Loción Walker, para alisarnos el pelo, puesta en el secreto de arcones familiares. ¡Mestizos éramos y a mucha honra!… Y ahora sí que le venían ideas de adentro, le renacían palabras, al Primer Magistrado, repentinamente dueño de un vocabulario nuevo. Palabras flamantes, sonoras, gratas para el oído, que habrían de ser bien recibidas, allá, por los muchos tibios, indecisos, posibles enemigos, que, más o menos vinculados con una inteligentzia aliadófila, se habían vuelto estrategas de los que empujaban banderitas tricolores sobre mapas puestos en mesas de café, llevándolas, en cumplimiento de íntimos deseos, más allá de donde un avance militar era detenido por el mismo Estado Mayor de los Ejércitos. Había pasión en las gentes, y era inteligente capitalizar esa pasión en provecho propio. Alea jacta est. Resuelto estaba: él también, nuevo Templario, se sumaba a la Santa Cruzada de la Latinidad. Una victoria de Walter Hoffmann y de su camarilla significaba una germanización de nuestra cultura. Fácil sería, además, ridiculizarlo ante la opinión. Por su personalidad, sus lecturas; los retratos de Federico II, de Bismarck, de Moltke, que adornaban su despacho; su ocultamiento de la pobre anciana —verdadera encarnación de nuestro pueblo, carne de nuestra mejor carne— a la que tenía viviendo, como antecesora poco decorativa, allá, bajo los tamarindos, junto al corral donde se estaba cebando el chancho de Nochebuena, el rebelde era vivo espejo de la barbarie prusiana que, no solamente se había desatado sobre Europa, sino que pronto amenazaría estas Tierras del Futuro, ya que los alemanes se creían predestinados a la dominación del orbe en virtud de una mística de raza superior claramente expresada, recientemente, en un «Manifiesto de intelectuales», altanero y xenófobo, ya visto en nuestra prensa. Había, pues, que alzar la Corona de Santa Rosa de Lima contra el Escudo de la Walkiria. Cuauhtémoc, contra Alarico. La Cruz del Redentor, contra la lanza de Wotán. La Espada de los Libertadores, todos, del Continente, contra los Vándalos Tecnificados del Siglo XX… —«Ven acá, Peralta…». Y durante dos horas, hallando siempre el percutiente adjetivo, la imagen relumbrante —aunque esta vez no floreara demasiado el estilo—, dictó artículos destinados a los periódicos de su país, dando los grandes lineamientos de la campaña que habría de desarrollarse, en lo ideológico, antes de su llegada. —«Anda, y vete corriendo con todo esto a la Western Union»… Y ahora, hecho el esfuerzo, contemplaba aquel salón, los muebles amigos, los cuadros, las esculturas, que lo rodeaban —acaso fatigado de tanto dictar—, con emperezada tristeza. Dentro de pocas horas tendría que abandonar esta calma de regazo materno, este descanso entre sedas, rasos y terciopelos, para hundir las patas de su caballo, durante días, semanas, meses tal vez, en los fangos de las tórridas tierras sureñas —lianas, manglares de aguas muertas, sombras arteras, hebras que llagaban el rostro…— lejos de todo lo que realmente lo hacía feliz. Pensaba en lo de allá y, de antemano, sentía el tedio que significaba el regreso a cualquier punto de partida para quien mucho anduvo adelante con el transcurso de los años. Pronto se abriría noviembre —el noviembre nuestro— con la Fiesta de los Muertos, y los cementerios se transformarían en ferias y verbenas, con faroleros adornos de tumba a tumba, organillos a los cuatro vientos, guitarras sobre la tapa del dijunto, maracas, clarinetes y changangos junto a la capilla del tendido, con cholas desfloradas entre las coronas marchitas de un reciente sepelio. Muerto de azúcar candi, muertos de crocante rosado, muertos —calaveras— de caramelo, de mazapán, de pasta de ajonjolí, entre palas de cavadores y correas de sepultureros, entre ataúdes, urnas, bronces de buen alarde y retratos de abuelos, de militares, de niños endomingados, tras de cristales ovalados, empañados por rocíos y lluvias. Y llegarían también los que vendían esqueletitos bailadores, coronados, enmitrados, enchisterados, enquepisados, paseando su Danza Macabra de cenotafios a cruces, al grito de: «Muertecito pa’ su niño», que, en tal día, era llamado al regocijo, el aguardiente y el sobado. Y los diálogos que se entablaban, y las chanzas que volaban, y las porfías, de cruz a cruz, de ángel a ángel, de epitafio a epitafio. —«¡Ah, mi compadre! ¡Qué feliz con su muertito!». —«¡Ah, mi compadre, y qué vagabundo y qué cabrón era el suyo!»— «¡Eso se llama, mi compadre! ¡Tampoco el suyo fue tan santo!». —«¡Por eso, mi compadre, es que se tiró a su abuela!». —«¡Vaya a saber, mi compadre, quién se tiro a quién!»… Regresando a esto, el Primer Magistrado se veía como quien ha sido encerrado en un círculo mágico trazado por la espada de un Príncipe de las Tinieblas. La Historia, que era la suya puesto que en ella desempeñaba un papel, era historia que se repetía, se mordía la cola, se tragaba a sí misma, se inmovilizaba cada vez —poco importaba que las hojas de los calendarios ostentaran un 185(?), 189(?), 190(?), 190(¿6?)…—: Era un mismo desfile de uniformes y de levitas, de altas chisteras a la inglesa alternando con cascos emplumados a la boliviana, como ocurre en los teatros de poca figuración donde se hacen cortejos triunfales con treinta hombres que pasan y vuelven a pasar frente al mismo telón, corriendo, cuando están detrás de él, para volver a entrar a tiempo en el escenario gritando, por quinta vez: «¡Victoria! ¡Victoria! ¡Viva el Orden! ¡Viva la Libertad!»… El cuchillo clásico al que cambian el mango cuando está gastado, y cambian la hoja cuando a su vez se gasta, resultando que, al cabo de años, el cuchillo es el mismo —inmovilizado en el tiempo— aunque haya cambiado de mango y hoja tantas veces que ya resultan incontables sus mutaciones. Tiempo detenido en un cuartelazo, toque de queda, suspensión de garantías constitucionales, restablecimiento de la normalidad, y palabras, palabras, palabras, un ser o no ser, subir o no subir, sostenerse o no sostenerse, caer o no caer, que son, cada vez, como el regreso de un reloj a su posición de ayer cuando ayer marcaban las horas de hoy… Miraba las sedas, los rasos, los terciopelos, el reciario derribado, la ninfa dormida, el lobo de Gubbio, la Santa Radegunda. Quería quedarse, salir del círculo mágico, y, como encerrado en el círculo, no lo podía. Las raíces del instinto, de lo concebido y aprendido al abrir los ojos sobre el mundo, tiraban de su voluntad. Sabía que muchos, allá, lo aborrecían; sabía que muchos, muchísimos, demasiados muchos, soñaban con que alguien, alguna vez, tuviese el valor de asesinarlo (si para causar su muerte hubiese bastado con que se apretara el mítico botón de la Leyenda del Mandarín, millares de hombres y de mujeres apretarían ese botón). Por lo mismo, volvería. Para demostrar que, aun situado en los umbrales de la vejez, aun menguado en su arquitectura de carne, seguía duro, fuerte y bragado, lleno de macheza, macho y remacho. Seguiría jodiendo a sus enemigos mientras le quedaran energías. No quería tener el triste fin del tirano Rosas, fenecido obscuramente en Swathling, olvidado por todos —hasta por su hija Manuelita. No quería parecerse a Porfirio Díaz, el de México, muerto en vida, que paseaba su propio cadáver, levitado, enguantado, de solemne sombrero, por las avenidas del Bois, entre los hules negros, casi luctuosos, de un hondo faetón tirado por caballos cuya ambladura anunciaba ya el paso, acompasado y lento, de próximos funerales… Y recordaba ahora aquella Semana Santa, en que las gentes de su villa habían organizado una representación colectiva, multitudinaria, del Gran Misterio de la Pasión cuyo texto manuscrito, del siglo XVII, se conservaba en los archivos de la Parroquial Mayor. Durante meses y meses, las mujeres, los niños, habían guardado los papeles plateados de bombones y caramelos, para revestir con ellos los cascos y escudos de los centuriones, coleccionando crines de caballos, mulos y burros, para confeccionar las cimeras. Una cortina de terciopelo violado había servido para coser la túnica del Redentor; su cíngulo era una cuerda de henequén remojado en cocimiento de flores de aromo; la corona de espinas, un ramito del arbusto llamado «pinchaculebra», que crecía en un monte cercano. El Juicio había tenido lugar en el patio de la Alcaldía, donde el Primer Magistrado, entonces Jefe Civil, hubiese accedido, sentado en la butaca roja de la Sala Capitular, a oficiar de Pilato. Había entregado el Hijo de Dios a los fariseos y se había lavado las manos con una jofaina japonesa, prestada por la locería de los Hermanos Suárez. Y había empezado la ascensión hacia el Calvario, entre llantos y plantos de la multitud… Una joven mendiga, simple de espíritu, que creía asistir a la verdadera historia vista por ella en veinte retablos de iglesias aldeanas, se había acercado al zapatero Miguel, que hacía de hijo de Dios, pretendiendo trasladar a su hombro el pesado madero con brazos que el otro, sudoroso, ya agónico, cargaba dando traspiés, vacilando, cayendo, levantándose, con desgarradores gemidos, en estupendo martirio de teatro, yendo hacia la colina donde habría de hacerse el simulacro de enclavamiento. Rechazando a la intrusa que iba a echar a perder su magnífica actuación, Cristo había alzado hacia ella su mano izquierda, y le había dicho: —«¿Y si me quitaras esto, quién sería yo, qué me quedaría?». Y había seguido su camino, cuesta arriba, por la Calle de las Amarguras, mientras la multitud, coreando una vieja melodía venida de no se sabía dónde, cantaba, con lentas inflexiones de canto llano:

Y si he de morir mañana

que me maten de una vez.

Y ahora Peralta, que volvía de las oficinas de la Western Union, y, viéndome levantado aún, acaso meditabundo, me preguntaba: «¿Por qué no manda todo eso al cuerno, y se queda aquí, disfrutando de lo que tiene? Plata no le falta. ¡Cuántas botellas por bebernos! ¡Cuántas mujeres por tirarnos!». —«Y si me quitaras aquello, ¿qué sería yo, qué me quedaría?» —dije, sí, recuerdo que dije, pensando en las gentes que, por lo de Nueva Córdoba, de aquí me arrojaban —resultando mi persona, además, demasiado mínima y de poco socorro para inscribirse en el Apocalipsis que aquí se vivía. Por realzar mi estampa, Cruzado de la Latinidad me proclamaba: Y si a la Inefable Intercesora de mis ruegos pluguiese darme la victoria en las semanas próximas, hacía la promesa, sí, prometía, luego del triunfo, agachar la cabeza e ir en peregrinación a su Santuario de Divina Pastora, mezclado con la gente del pueblo (aunque bien rodeado de gente del pueblo vestida como «gente del pueblo») en acción de gracia y jubilación por los favores recibidos y misericordia para los muchos pecados cometidos. Con los que arrastraban piernas llagadas, con los que sollozaban en la noche de sus ojos blancos, con los de narices roídas y muñones juntados en imposible gesto de plegaria; con las mujeres de cerradas matrices y pechos de arena; con los que, ya más que adolescentes, sólo conocían el vagido y el paso oblicuo, el brazo seco y la mano torcida; con los de la palabra por siempre muerta en las gargantas larvadas; con los purulentos y tullidos, cruzaría yo el ancho embaldosado, de rodillas, y, rechazando la alfombra roja puesta por los párrocos, me arrastraría sobre la piedra hasta las plantas de la Madre de Dios, para manifestarle mi gratitud en prosa de liturgia, no recuerdo si aprendida de Renán o de los Hermanos Maristas: Rosa Mística, Ebúrnea Torre, Áurea Mansión, Estrella Matutina, Ave Maris Stella… Miro el reloj. Ahora hay que descansar un poco. Habrá que salir temprano mañana. Por broma, ya puesto el ropón de dormir, me calo la gorra inglesa de dos viseras, me echo encima el macfarlán a cuadros que he comprado para el viaje. —«Me parezco a Sherlock Holmes» —digo, al mirarme en el espejo Imperio, montado en esfinges doradas. —«Falta la lupa» —dice Peralta, deslizándome en el bolsillo uno de los frascos de aguardiente revestidos de piel de cerdo.

… y ya el timbre. Diez y cuarto. No puede ser. Nueve y cuarto. Más cerca. Ocho y cuarto. Este despertador será un portento de relojería suiza, pero sus agujas son tan finas que apenas si se ven. Siete y cuarto. Los espejuelos. Seis y cuarto. Eso sí. El día empieza a pintarse en claro sobre el amarillo de la cortina. No encuentra mi pie la otra pantufla que siempre se me extravía en los colores de la alfombra persa. Y aparece Sylvestre con su chaleco rayado, alzando la bandeja de plata —plata de mis minas—: «Le café de Monsieur. Bien fort comme il l’aime. Monsieur a bien dormi?». —«Mal, tres mal» —le respondo—: «J’ai bien des soucis, mon bon Sylvestre». —«Les revers attristent / les grands de ce monde» —suspira el otro, con un alejandrino que, por su clásica escansión, pone resonancias de Comédie Française en esta casa donde, ya en atmósfera de bochinche, lejos del escenario de mi destino, se abre, en temprana hora de hoy, un nuevo capítulo de mi Historia.