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… cuando mucho nos estimamos,

mayores nos parecen las injurias.

Descartes

Transcurría el más hermoso y soleado estío que recordarían los anales meteorológicos de Europa. Los monjes de todos los higroscopios alemanes vivieron con la capucha caída sobre la nuca; el campesino con paraguas de los higroscopios suizos permaneció oculto en su rústico chalet alpestre, dejando salir a la moza del delantal encarnado, personificación del buen tiempo. Alegres estaban los castaños y mucho piaban los pájaros entre las estatuas de las Tullerías y del Luxemburgo, a pesar del perpetuo zafarrancho de combate en que vivía la capital, bastante desconcertada, en realidad, por una sucesión de acontecimientos que, a pesar de signos dramáticamente anunciadores, tomaban por sorpresa a muchas gentes evocando, de modo inquietante para quienes lo hubiesen conocido, el épico desbarajuste del 70. El Primer Magistrado, desde luego, dio por terminada la costosísima campaña que en elogio a su país y a su gobierno llevaban periódicos en cuyas páginas sólo buscaba el público aquello que se refería a las furias que se habían desatado sobre Europa. Campaña que había resultado doblemente inútil, por lo que ahora ocurría y porque no le había valido, para decir la verdad, el restablecimiento de su prestigio donde más ansioso estaba de recuperarlo. O, al menos, no tenía muestras de ello. Nadie lo había llamado por teléfono para comentar favorablemente alguna publicación —salvo su sastre, su barbero, desde luego. Las gentes que le interesaban estaban de vacaciones —vacaciones juiciosamente prolongadas en expectación de los acontecimientos. De Reynaldo Hahn, a quien se había atrevido a preguntar, sólo tuvo una respuesta inconsistente, cortés, escurridiza: «Ya vi… Ya vi… Muy bueno todo… Lo felicito, paisano»… Era evidente que a fin de año, cuando estuviera nuevamente allá, no recibiría esas tarjetas con campanas y muérdagos, esas cartas en hermoso papel filigranado donde, desde París, en autógrafos más gratos a su espíritu que los cotidianos elogios que le prodigaba la prensa local, respondían manos altamente consideradas y admiradas a sus muy cuidadas felicitaciones pascuales —acompañadas siempre de algún lindo objeto de artesanía nuestra. Había que renunciar, pues, a cultivar las Personas con cuyo trato o amistad contaba para los tiempos en que, habiendo renunciado a su Investidura —por hastío, por cansancio, o vaya usted a saber…— viniese a pasar los últimos días de su vida en esta siempre grata y consoladora mansión de la Rue de Tilsitt. No tenía intenciones de alejarse de París por ahora —y, a la verdad, no era mucho el peligro que aquí se corría—, puesto que próximo estaba a terminarse el tratamiento de su brazo enfermo, ya casi curado por la ciencia del Doctor Fournier, «médecin des hôpitaux», obligado, por sus funciones, a permanecer en la ciudad. Acompañado de su secretario daba el Presidente largas caminatas sin rumbo preciso, esperando las ediciones vespertinas de los diarios, llegando a veces, cuando de vegetales frescores se antojaba, hasta el Bois de Boulogne, cuyo Sentier de la Vertu había quedado desierto, mientras los cisnes del lago alargaban el cuello, en interrogante signo, esperando inútilmente los trozos de bizcochos que, aún pocos días antes, les arrojaban paseantes y niños. Se sentaban ambos en la terraza del Pré-Catelan, añorando las gracias y frivolidades de otros tiempos, aunque el Primer Magistrado, pasando del monólogo íntimo a la confesión a medias, se diese a considerar repentinamente esta guerra, ante la creciente sorpresa de Peralta, con óptica de moralista un tanto amargo y admonitorio. Las naciones entregadas al lujo y la indolencia —decía— se ablandaban y perdían sus virtudes fundamentales. Bueno era el esteticismo, pero el hombre, para recobrar unos músculos anemizados por la excesiva contemplación de lo Bello necesitaba —al cabo de largas ensoñaciones— de la lucha, del cuerpo a cuerpo, del agon. Hermosa era la figura de Luis de Baviera, cantado por nuestro Rubén Darío y hasta por Verlaine, pero, para la unificación y grandeza de una Alemania parcelada y adormecida, más útil había sido el sólido y rudo Bismarck, parado en sus estribos bélicos, que el príncipe músico, edificador de castillos tan poéticos como ajenos a toda realidad. Esta contienda no sería larga («tres meses, tres batallas, tres victorias», afirmaban sus mismos generales) ni resultaría tan cruenta como la del 70, ya que las gentes, instruidas por una experiencia harto recordada, no la dejarían prolongarse en una abominable Comuna. Y a Francia le vendría bien un sacudimiento, una terapéutica de emergencia, un shock, para sacarla de un autosuficiente letargo. Harto engreída, necesitaba una lección. Demasiado rectora del mundo se creía aún, cuando, en realidad, agotadas sus grandes energías, había entrado en una fase de evidente decadencia. Había terminado el Reino de los Gigantes: Hugo, Balzac, Renán, Michelet, Zola. Ya no se producían, aquí, espíritus dotados de tal universalidad, y por ello empezaba Francia a pagar el grave pecado que era, en este siglo multiforme, una orgullosa sobrestimación de lo situado más allá de sus fronteras. Nada que fuese extraño a su país interesaba al francés, convencido de que existía para hacer las delicias de la humanidad. Pero ante él se erguía, ahora, un hombre nuevo, terrible por la fragorosa afirmación de sus voluntades, que acaso habría de adueñarse de la época: el hombre nietszcheano, habitado por una implacable Voluntad de Poder, trágico y agresivo protagonista de un Eterno Retorno, hoy reiterado en hechos que conmovían el mundo… Peralta, conocedor de los modestos niveles cogitantes de su compadre, estaba seguro de que el Primer Magistrado nunca había leído a Nietszche y si ahora lo citaba con tal autoridad era porque, en algún artículo leído ayer, se hubiese topado con pensamientos suyos, debidamente entrecomillados. Además, acostumbrado a seguirlo en los altibajos de su carácter, harto se daba cuenta de que, tras de consideraciones intemporales, ocultaba el Presidente un resquemante despecho ante las gentes que lo habían humillado y ofendido, cerrándole las caminos de sus moradas. Cuando pronunciaba los nombres de Bismarck o de Nietszche, enfilaba sus rencorosas baterías mentales contra el sorbonagro Brichot, los insolentes Courvoisier, los Forcheville y el Conde de Argencourt —otro que, encontrándolo casualmente en una librería donde ambos compraban libros pornográficos disfrazados de Breviario del erotismo hindú o Los autores licenciosos del siglo XVIII, cuyas páginas eran ilustradas con fotografías muy actuales, el diplomático fracasado lo había ignorado con altanero desdén, dejándole un saludo en suspenso. Y Peralta, observándolo maliciosamente, atizaba el fuego de esa creciente agresividad, buscando argumentos de peso, en sus azarosas y desordenadas lecturas de días anteriores, acerca de las milagrosas apariciones de la Virgen en el mundo para alimentar artículos, vinculados con «El milagro de Nueva Córdoba», que ya no habrían de publicarse —ni de pagarse. Una mañana regocijó enormemente al Primer Magistrado mostrándole un texto donde un célebre escritor católico, famoso por su iracundia, sus clamores e imprecaciones de mendigo ingrato (de «mendigo ingrato» se definía él mismo), afirmaba que, después del Pueblo Electo de Israel, Francia era el pueblo que Dios más amaba. Sin Francia «Dios no sería enteramente Dios» —decía. Además, todo lo demostraba: el considerate lilia agri de las Escrituras era el anuncio de la Flor de Lis de la Realeza Francesa; el Gallo, mentado en el Banquete Eucarístico de la Cena, era clara alusión al Coq Gaulois. Francia del Lirio, Francia del Gallo, Francia del Buen Pan y del Buen Vino de la Comunión, cuya condición de Pueblo Predilecto había sido confirmada en lo moderno —añadía el autor— por tres apariciones de la Virgen en treinta y tres años: Pontmain, Lourdes y La Salette… Nunca rio con mejores ganas quien se enteraba de tales portentos: «¿Así que Francia es la tierra del Paracleto? ¿Y dónde me deja ese señor una España que impuso la religión católica en una porción del planeta que se extiende del Río Grande mexicano a los hielos del Polo Sur?… ¡Y en cuanto a Vírgenes!»… La de Guadalupe, resplandeciente, en su sagrada roca del Tepeyac; la del Cobre, en Cuba, cuya imagen apareció flotando milagrosamente, vestida de sargazos, junto a la barca que tripulaban Juan Odio, Juan Indio y Juan Esclavo; la de Regla, universal patrona de marineros y pescadores, alzada, con su manto constelado de estrellas, sobre la Bola del Mundo; la del Valle, en Costa Rica; la Divina Pastora, de nuestro país; la de Chiquinquirá, de altivo porte y hermosos pechos, muy hembra y muy señora, con su corona de almenas; la de los Coromotos, que había dejado su retrato —después de inefable presencia— en una choza de indios; y las Grandes Guerreras de la Fe, acorazadas de fuego bajo la Adorable Túnica que las envolvía: la Virgen del Quinche, Generala del Ejército Ecuatoriano, y la Virgen de las Mercedes, Patrona de las Armas y Mariscala del Perú, acompañadas todas por San Pedro Claver, patrón de los esclavos, el negro San Benito —«negro como los clavos de Cristo»—, y Santa Rosa de Lima, deslumbrante Reina del Continente, que poseía las máximas selvas, la más larga cordillera, el Río Mayor del Orbe. Avanzaban, esas Vírgenes, en portentoso Escuadrón de Esplendores, renegrida la de Regla, de ojos almendrados la de los Coromotos, fuertes y misericordiosas, garridas y leves, cargando con los Siete Dolores de sus Siete Espadas, dispensando portentos, alivios, venturas y milagros, siempre listas a acudir a donde las llamaran, cien veces vistas, cien veces oídas, diligentes y magníficas, omnipresentes y ubicuas, capaces de manifestarse —como Dios a Santa Teresa— en el fondo de las ollas tanto como en cimas de Ebúrnea Torre —y madres, ante todo, Madres del prodigioso Cachorro, herido en el flanco, que un día, sentado a la diestra del Señor, repartiendo castigos y dulzuras con inapelable equidad, habrá de juzgarnos a todos… —«¡Y que me venga el mendigo ingrato ese, o como quiera llamarse, a hablarme de sus tres Vírgenes francesas, con una de ella, la de La Salette, controvertida por el mismo Vaticano!». Vírgenes teníamos nosotros, Vírgenes de verdad, y era tiempo que se les quitaran las ínfulas a estas gentes de acá, sumidas en una ignorancia suicida de cuanto no fuese lo propio. Ahora sabríase aquí lo que era un pueblo fuerte, metódico, disciplinado, ascendente. Y Alemania, donde muy poco había estado, se le acrecía de repente en una iluminada imaginería de Selvas Negras, Maestros Cantores, Reyes Soldados, catedrales que a toque de doce soltaban apóstoles y trompeteros por las ojivas, cerca del Rhin, el gran Rhin de los castillos increíbles —cantados y dibujados por Victor Hugo—, y las ondinas que prendían mozos adolescentes en las redes de sus cabelleras, y las fiestas de la cerveza, llevadas por gentes alegres, de sólidas pantorrillas, que al yoddle y al acordeón unían el espíritu filosófico —las yedras de Heidelberg—, el genio de las matemáticas, el culto a la Obediencia, el amor a los desfiles de a diez en fondo —en suma: todo aquello de que carecían estos latinos mierderos de la Segunda Decadencia. Pero ahora verían lo que era bueno, cuando, bajo el Arco de Triunfo (él asistiría al espectáculo desde su ventana, firme y rígido, aunque acaso emocionado por lo que pudiese hacer sufrir a otros, pero resuelto, por cartesiana costumbre, a tener por cierto todo aquello cuya verdad le fuese evidente), desfilaran los generales Moltke, Kluck, Bülow y Falkenhayn, montados en majestuosos alazanes, escoltando al Kronsprinz, a la cabeza de una imponente parada de dormanes negros, alamares brandemburgueses y cascos de punta, a compás de la gran marcha de Tannhäuser llevada, para marcar el paso militar, en ritmo más apretado que el acostumbrado en teatros de ópera. Ese día desempeñaría Alemania, por fin, el papel de «fermento regenerador» que Fichte le asignara proféticamente en un histórico manifiesto —manifiesto que tampoco había leído el Primer Magistrado, pensaba Peralta, aunque había de reconocerle un olfato insuperable en eso de informarse por segunda mano.

Angustiados por las amenazas que sobre París se cernían (aunque en las calles las gentes siguieran gritando: «À Berlin! À Berlin! À Berlin!»…), preguntándose si no sería bueno trasladar sus oficinas a Burdeos, Marsella o Lyon, los cónsules y altos funcionarios de embajadas latinoamericanas se reunían, a las horas del aperitivo de la mañana, del aperitivo de la tarde, y de las copas nocturnas que eran muchas, en un café de los Champs-Elysées, para comentar los acontecimientos del día. Siempre atento a los decires de esa peña, recogiendo el parecer de cada cual, traía el Cholo Mendoza informes que correspondían a las intuiciones del Primer Magistrado. (Éste había recibido de su compadre Juan Vicente Gómez, General de generales adictos al bigote kaiseriano y al monóculo calado por vía confidencial-verbal, pues el dictador venezolano temía que se mofaran de su ortografía —el sabio consejo de mantenerse al margen de todo, pues «chiquito que se mete en zaperoco de grandes siempre sale fregado»). Aunque casi todos simpatizaban con Francia por razones culturales o sentimentales —unos amaban su literatura, otros amaban sus mujeres, desempeñando cargos de poco trabajo que equivalían a largas y gozosas vacaciones, a duración de gobierno, en el lugar donde más grato era pasarlas—, muchos coincidían en creer que la guerra, de este lado, estaba perdida. No había más que observar el desorden, la inoperante agitación, la pagaille, en que se vivía, aunque ello no se reflejara en los periódicos —que sólo decían verdades a medias o daban noticias disfrazadas, afirmaba el mismo Doctor Fournier, en las cotidianas sesiones de masajes y rayos a que sometía el brazo, cada vez más suelto y ágil, del Primer Magistrado. En las calles sonaban voces muy distintas de las que henchían los artículos de Barrés, de Déroulede, y otros Tirteos de la energía nacional: se hablaba de regimientos perdidos, sin mando ni oficiales, que, llevados a sectores donde nada ocurría, no sabían si quedarse ahí, avanzar o retroceder. Había unidades donde sólo una mitad de los combatientes estaba correctamente uniformada, alternándose el quepis con el «bonnet de police», supliéndose la «bande molletière» con vendas de farmacia o envolturas de papel encerado. Y luego, los dramas del fusil sin balas, del obús sin cañones, de las ambulancias extraviadas, del hospital de sangre sin instrumental quirúrgico. Y luego los rumores que, por fantasiosos y alarmistas, eran los más generalmente aceptados en cafetines, porterías y corros de estrategas esquineros: esos dos ulanes vistos a pocos kilómetros de París; el proyecto alemán, tenido muy en secreto, de penetrar en la ciudad por los túneles del Metro; el trabajo de los espías, que estaban en todas partes, mirando, oyendo, transmitiendo mensajes por un sistema de cortinas corridas y descorridas, de noche, en las habitaciones de mansarda, de acuerdo con una clave luminosa inventada por un criptógrafo prusiano… Ya llegaban de nuestros países los primeros diarios que se referían a la «Guerra Europea» —tema nuevo, tema bueno, tema brillante, tras de tiempos monótonos— con sensacionalismo y pasión. Volvían a conocerse los grandes titulares y «cables de última hora», parados en caracteres de doce puntos, de las épocas interesantes —con el «flash» de importancia, puesto en marco de plecas. Muchos ánimos, habituados a contenerse ante el hecho local por miedo a represiones, se soltaban, se exaltaban, se aliviaban en catarsis, ante el magno acontecimiento lejano traído al primer plano de la actualidad. Por fin podíase discutir, polemizar, conjeturar, objetar (insultar a Von Tirpitz, criticar la neutralidad italiana, burlarse de los turcos…), de acuerdo con tendencias que eran semejantes en todos los países del continente. Allá era germanófilo el clero, por aquello de que la impía Francia era promotora de la educación laica y había separado la Iglesia del Estado, en tanto que la banca española, los muchos descendientes de emigrantes alemanes y los parientes y allegados del pequeño clan de oficiales que por broma llamaban los «Segundos Federiquitos», aplaudían de antemano la segura victoria del Kaiser. Y eran «Aliados» (eso de la Entente no lo entendía nadie) todos los de la inteligentzia, escritores, universitarios, lectores de Rubén Darío o de Gómez Carrillo, gente que aquí hubiese estado o soñara con venir algún día, maestrescuelas, librepensadores, médicos formados en París, y buena parte de la burguesía —sobre todo aquella que, en sus reuniones mundanas, dialogaba a ratos en un francés tan afectado y cojo como el de los personajes de La guerra y la paz —y, en general, el pueblo todo, porque el francés de nuestras tierras, más comerciante que otra cosa, nunca había sido hombre de competencia molesta para el nativo, tratándose afablemente con todo el mundo, ayuntándose a menudo con zambas o cholas, muy distinto, en eso, a quienes se encerraban entre los lampadarios muniquenses de sus «Clubs Alemanes», de sus «Cafés Alemanes» para gente de tez comprobadamente blanca, donde la aparición de un negro o de un indio hubiese sido recibida con los colmillos de Fafner… Y ya se entraba en el mes de septiembre, entre dudas y cavilaciones, aunque el Primer Magistrado contemplara el panorama de los días con casi divertida expectación. A juzgar por la rapidez de sus operaciones, los ejércitos de Moltke alcanzarían muy pronto el Arco de Triunfo sin haber desplegado mayores esfuerzos, pues no tenía hoy Francia generales a la altura de aquellos cuyos nombres se inscribían en la mole del monumento napoleónico. Y esta orgullosa y pervertida metrópoli conocería una purificación por el fuego que más de un escritor católico de aquí hubiese presentido, comparándola con Sodoma y Gomorra —y hasta con Babilonia la meretriz, desde la erección (tal palabra no debía usarse sino cuando de estatuas u obras arquitectónicas se tratara, según Flaubert) de su Tour Eiffel, Torre de Babel, moderno ziggurat, faro de cosmopolitismos, símbolo de Confusión de Lenguas, felizmente equilibrada, en cumbres, por las cúpulas blancas —aunque de oro las hubiese soñado su arquitecto— del Sacré-Coeur. Pero el Primer Magistrado, dispensador de indulgencias cuando los actos ajenos no lo obligaban a ser Repartidor de Castigos, no pensaba en un fuego de incendios y cielos desplomados, sino en un fuego psicológico, escarmentador en lo moral, que obligara los Altaneros, los Suficientes, a rebajarse los humos en rogativas de paz. Ese fuego no habría de dañar, desde luego, los frescos del Panteón, las rosadas piedras de la Place des Vosges, los vitrales de Notre-Dame, ni tampoco los cinturones de castidad de la Abadía de Cluny, las figuras y espejismos del Museo Grevin, o los frondosos castaños de la avenida donde vivía la Condesa de Noailles (a pesar de que también ésa le había vuelto las espaldas), y, menos aún, el Trocadero, donde pronto, puesta en vitrina, podría verse la Momia nuestra que el Cholo Mendoza iría a buscar a Gotemburgo, apenas se acabara la guerra. Y faltaban pocos días, en verdad, para que se acabara la Guerra: el Doctor Fournier, dando de alta a su paciente —cuya mano iba ya a buscar la pistola con liviana presteza, sin que se le engarrotara el índice sobre el gatillo— se deshacía en lamentaciones sobre la falta de preparación del Alto Mando, la imprevisión, la incuria, la gabegie —c’est encore la debâcle— que nos conducía a una derrota irremediable: Vous faites bien de repartir chez-vous, cher Monsieur. Au moins, là-bas, c’est le soleil, c’est le rhum, c’est les mulâtresses… Pero el 5 de septiembre, en la tarde, se entabló la Batalla del Marne. («Una guerra no se gana con chóferes de taxi» —había observado, irónico, el Primer Magistrado). Pronto se vio que, contrariándose con ello el principio táctico y estratégico de Jomini, los franceses tenían que vérselas con un frente de combate desprovisto de centro, puesto que allí sólo había una débil línea de caballería. El día 8, parecía que los de acá hubiesen perdido la partida. Pero, el 9 en la tarde, fue la victoria. Aquella noche, los diplomáticos latinoamericanos reunidos en su café de los Champs-Elysées, festejaron el triunfo invitando a beber a todas las putas que pasaban, mientras el Primer Magistrado —que, por una vez, había ido a la peña—, majestuoso en su levita, depositario de una patriarcal sabiduría que todos le reconocían, mascullaba: «Claro… Claro… Pero esto, aún, no resuelve nada». Al día siguiente se levantó muy de mañana, con el ánimo amargado, poniéndose a contemplar el Arco de Triunfo, cuya mole se le acrecía o achicaba, según quedaran de satisfechos o frustrados sus anhelos derrotistas. Curado ya, habría que pensar en el regreso allá —esta permanencia no tenía ya por qué prolongarse— y más habiéndose renunciado, por ahora, al esperado desfile triunfal, con sus bandas militares, a la vez atronadoras y cómicas por el automatismo del paso y los hinchados carrillos —trombones y tubas— de músicos dirigidos por un enorme Tambor Mayor. Y ya iba a llamar a Peralta para proponerle un paseo hasta el Bois-Charbons de Monsieur Musard, cuando entró el secretario, con descompuesto semblante, trayéndole un largo mensaje en papel azul: —«Lea… Lea…». El cable era de Roque García, Presidente del Senado: CUMPLO CON INFORMARLE GENERAL WALTER HOFFMANN SE ALZÓ EN CIUDAD MORENO CON BATALLONES INFANTERÍA 3. 8. 9. 11. MÁS CUATRO REGIMIENTOS CABALLERÍA INCLUYENDO HÚSARES REPÚBLICA MÁS CUATRO UNIDADES ARTILLERÍA AL GRITO DE VIVA LA CONSTITUCIÓN, VIVA LA LIBERTAD… —«¡Coño de madre! ¡Hijo de puta!», aulló el Primer Magistrado. Pero eso no era todo: tres de los «Segundos Federiquitos». —Breker, el catire buen mozo, tan favorecido siempre por notas e instrucciones venidas de arriba; González, que había sido agregado militar en Alemania; Martorell, artillero catalán hecho criollo por su odio a la monarquía española—, esos tres militarcitos, halagados, distinguidos, rápidamente aupados en jerarquía, también estaban en el golpe. —«¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta!»… Y, puesto repentinamente en paroxismos de ira, gritaba, clamaba, se atremolinaba, el Primer Magistrado, cayendo luego a los abismos del desconsuelo, gimiente, herido, escupido en las entrañas, buscando, en lenguaje de tartamudo, los infamantes adjetivos que mejor calificaran la traición, la felonía, el olvido de bondades, la máscara y el engaño. Su monólogo alcanzaba las cimas de la exasperación, para volver al lamento, próximo al sollozo, que no encuentra ya vocablos a la medida del desengaño, para recobrarse de pronto, acalorarse, ascender, reventar nuevamente en imprecaciones y tremebundas amenazas. («Tengo entendido que Mounet-Sully es un gran trágico» —pensaba Peralta—: «Pero como mi Presidente no hay dos…»). Y el Primer Magistrado voceaba, asolador y terrible, derribando muebles, arrojando libros al suelo, apuntando a los gladiadores de Gerôme con su pistola belga, en tal escándalo y furor, que Sylvestre, alarmado, acudió de la despensa: «Monsieur est malade?… Un médecin, peut-être?…». Súbitamente aplacado —o fingiendo que lo estaba— el iracundo se volvió hacia su sirviente: «Ce n’est rien, Sylvestre… Rien… Un mou-vement d’humeur… Merci…». Y zafándose la corbata, aún congestionado, sudoroso, lleno de latigazos que le restallaban en los oídos, el Mandatario, andando de pared a pared, empezó a dar órdenes, instrucciones, al Doctor Peralta. Ir a la agencia de viajes más cercana —aún debía quedar alguna abierta cerca de la Ópera— y hacer lo necesario para llegar cuanto antes allá. Pedir precisiones a Roque García en cuanto a la firmeza de las guarniciones adictas al Gobierno. Cable a Ariel; cables a los periódicos nuestros, con una proclama destinada a primera plana («una vez más, la ciega ambición de un hombre indigno del grado que ostenta, etc., etc… Bueno: ya tú sabes…»); cable a éste, cable al otro, cables y más cables… En eso, los vendedores de diarios vocearon una edición de mediodía, con las últimas noticias de la Guerra: «¡Como si eso me importara un carajo!». Y de pura rabia pateó un cuadro traído horas antes por un discípulo de Jean-Paul Laurens, protegido de Ofelia, que aún estaba sin colgar, puesto en el suelo, frente a él: El suplicio de Ganelón. —«¡Coño de madre! ¡Hijo de puta!» —repetía el Primer Magistrado, taconeando la tela como si en la figura del más mentado traidor de la épica medieval se ocultara algo del alma renegada, infame, hedionda, del General Walter Hoffmann.