Los viajeros fueron recibidos en la Gare du Nord por el Cholo Mendoza —guantes amarillos, gardenia en el ojal, y polainas grises, como siempre, aunque se estuviese en verano— quien, avisado de la llegada por aerograma puesto en alta mar, había regresado presurosamente de Vichy, donde armonizaba diurnas curas de agua con nocturnas curas de bar que, en inteligente alternancia de manantial y bourbon, le habían devuelto una cara de veinte años. Los demás funcionarios de la Embajada estaban de vacaciones, con sus niños, en Trouville o Arcachon. Y Ofelia, en Salzburgo, donde hoy se iniciaba el festival mozartiano con Cosí fan tutte. El diplomático tuvo alarmados gestos al ver que el Primer Magistrado traía el brazo derecho inerte, doblado en un chal de Cachemira, colgante del cuello. Dolencia molesta, pero sin gravedad mayor —aclaró Peralta. Los médicos de acá, con su avanzada ciencia, vencerían el mal. Además, el ambiente, este movimiento, esta alegría, esta civilización… Con sólo respirar el aire aquí —así: inhalación, exhalación, hincharse el pecho…— se sentía uno mejor. Y bien sabido era que lo moral influía en lo físico, puesto que el dolor es tanto mayor si centramos nuestra mente en una idea de dolor, porque, en fin, los psicólogos modernos, lo mismo que Epicuro, habían dicho, etc., etc.; pero no se puede hablar con tanto ruido de trenes, silbidos, trajín de maleteros, y mejor que vayas tú por delante con los equipajes, Cholo, mientras Peralta y yo andamos un poco, que tenemos las piernas entumecidas de tanto estar sentados… Y el Primer Magistrado, seguido de su secretario, entró en el conocido bistrot de flamenco ambiente, con juego de flechuelas y estatuilla del Mannekenpis, donde podía tomarse la agria cerveza Hoegaarde, la otra, color de sangre de cereza, o la fuerte Lambic —«herrada» por un clavo al rojo hundido en su espuma—, buenas todas para abrir un día que estaría colmado de recuperados sabores. Todo era grato, hoy, con esas gentes sentadas en las terrazas de los cafés, los pantalones rojos de los militares, la chechia de los zuavos, el emblema —encendida zanahoria— de Le Brazza, los autobuses que pregonaban óperas, Repúblicas, Bastillas, planicies de Monceau y rumbos de glorias napoleónicas. Volvían, los recién llegados, al ritmo de tantos y tantos despreocupados paseos que, según fuese el antojo, podían llevarlos de la Chope du Panthéon a los bulbos de tulipanes del Quai de la Mégis-serie; de la librería ocultista y rosacruz de Chacornac (naipes adivinatorios, tratados iniciacos, escritos de Estanislao de Guaite…) a un gimnasio donde aún se practicaba el noble boxeo de zapatilla con patada en la cara; de la tienda azul celeste de «Objetos de Piedad» de Notre-Dame-des-Victoires, al 25 de la Rue Sainte-Apolline —Aux glaces— donde por las mañanas estaba de guardia, a menudo, una rubia ampulosa, particularmente hábil en manejárselas à la Duc d’Aumale —lo cual confería algo así como droláticos cuarteles de nobleza al cabalgado yacente. Todo hablaba en lenguaje de olores y sabores sobre y detrás del cinc de los bares: las brioches, en sus pequeñas canastas; las magdalenas, estriadas como veneras de Compostela, en cuadrados pomos de cristal; el gato del Dubonnet, la estética bersagliere de las botellas de Cinzano, el reluciente barro de los frascos de ginebra holandesa, las escalerillas de madera encerradas en canecas de aguardiente de orujo; el perfume, entre cáscara de naranja y alquitrán, del Amer Picón. —«Aquí se está mejor que en la Caverna de las Momias» —murmuró el Primer Magistrado. Y, tomando por fin un auto de capota abierta, se hizo conducir a la Rue de Tilsitt. —«París siempre será París» —sentenció el Secretario cuando, entre los Caballos de Marly, se pintó, a lo lejos, inútil y grandiosa, la mole del Arco de Triunfo… Y ahora, instalándose —hundiéndose— en su butaca de cuero, el Primer Magistrado sintió como una orgánica necesidad de restablecer sus relaciones con la ciudad. Llamó por teléfono al Quai Conti de los gratos conciertos: la señora no estaba en casa. Llamó al violinista Morel, que lo felicitó por su regreso con el tono presuroso y evasivo de quien desea dar rápido término a una conversación. Llamó a Louisa de Mornand, cuya ama de llaves, luego de hacerle esperar más de lo correcto, le hizo saber que la hermosa dama estaría ausente por varios días. Llamó a Brichot, el profesor de la Sorbona: «Estoy casi ciego» —le dijo—:«pero me leen los periódicos». Y colgó. —«Cascarrabias, como siempre» —pensó el Primer Magistrado, algo sorprendido por la extraña respuesta, buscando otro número en su agenda. Y llamó, llamó, llamó, a éste, a aquél, topándose —menos cuando se trató de su sastre, de su peluquero— con voces que parecían haber mudado de registro y estilo. Pensó entonces en D’Annunzio, que tal vez estaría en París. Y después de que una camarera le dijese que su amo acababa de marchar a Italia, sonó la voz del poeta, desmintiendo lo dicho, para largar tremebundas invectivas contra los acreedores que lo tenían literalmente sitiado en su casa. Sí. Sitiado, era la palabra: como una manada de erinias, de euménides, de furias; como canes de Hécate, estaban ahí, a todas horas, apostados en el bistrot de enfrente, en el tabac de la esquina, en las panaderías cercanas, vigilando, mirando hacia su puerta, esperando que él saliera, para arrojarse sobre él, y destrozarlo, lacerarlo, con sus feroces exigencias de dinero. «¡Ah, lo que no haría por tener los poderes de un tirano de América Latina y limpiar la Rue Geoffroy L’Asnier de malandrines y sacripantes como, en Nueva Córdoba, había hecho el generoso amigo que ahora le hablaba!». Viendo llegar el sablazo —no sería el primero— el Primer Magistrado golpeó la bocina con su estilográfica, diciendo: «Ne coupez-pas, Mademoiselle… Ne coupez-pas»…, colgando luego, en medio de una frase del otro, para hacerle creer que la comunicación había sido interrumpida. Pero estaba inquieto y desconcertado. No sabía cómo tomar lo de «tirano», ya que el poeta solía usar un lenguaje «imaginífico» y ambiguo; pero, en cuanto a Nueva Córdoba, ignoraba que D’Annunzio conociese, siquiera, el nombre de esa ciudad. Algo ocurría. Acaso sería oportuno llamar a Reynaldo Hahn, su amable y ameno «paisano» de Puerto Cabello. El compositor acudió al teléfono, hablándole en su grato español de acento venezolano, singularizado —era hábito que él mismo no acertaba a explicarse— por unos giros de marcada inflexión rioplatense. Después de los saludos usuales, Reynaldo, en el tono blando, lento y como perezoso, que era el suyo, y como quien habla de otra cosa, le informó que Le Matin había publicado, sobre los acontecimientos de «ajyá», una serie de reportajes feroces, donde su «paisano» era calificado de «Carnicero de Nueva Córdoba». Todas las fotografías de Monsieur Garcin habían salido a tres, cuatro columnas, mostrando los cadáveres tirados en las calles, los cadáveres mutilados, los cadáveres arrastrados, los cadáveres colgados de los garfios del Matadero Municipal, por las axilas, por las barbas, por los costillares, hincados de picas, tridentes, hierros y facas. Y las mujeres combatientes, obligadas a correr desnudas, a bayonetazos en el lomo, por las calles de la ciudad. Y las otras, violadas en amparo de templo. Y las otras, tumbadas en corrales. Y los mineros ametrallados en masa, frente al muro del cementerio, con música de bandas militares y alegrías de cornetas. Todo esto, acompañado de retratos del Primer Magistrado, en traje de campaña, de perfil, de medio perfil, a veces de espalda, pero siempre identificable por la corpulenta estampa, ordenando un tiro de artillería contra el Santuario Nacional de la Divina Pastora («no fui yo sino Hoffmann», protestaba el Mandatario), maravilla de arquitectura barroca —la Notre-Dame du Nouveau Monde, decía el periódico. Y lo más duro de todo, acaso, era que su hijo Marco Antonio, interrogado por un periodista, dos días antes, en la playa del Lido, donde ahora se hallaba en compañía de una Arsinoe de la Comédie Française, en vez de tomar la defensa de su padre, había declarado: «Je n’ai que faire de ces embrouillements sudamericains»… Ahora entendía el anonadado oyente la razón de muchas excusas y ancilares falsetes; ya se explicaba la fingida ausencia de Louisa de Mornand, la extraña respuesta de Brichot. —«Yo sé, paisano, que en todo esto hay mucha exageración… Hoy se hacen portentos en materia de trucajes fotográficos… Usted sería incapaz… Todo falso, seguramente»… Pero no podía cenar con él, esta noche, en Larue. Ni mañana, pues estaba comprometido con Gabriel Fauré. Además, mucho trabajo: un proyecto de ópera sobre El sí de las niñas de Moratín, un concierto para piano y orquesta. Lo sentía muchísimo… Abrumado, el primer Magistrado cayó en su hamaca, diagonalmente colgada de las argollas que, meses antes, había mandado a fijar en dos esquinas de su habitación. No estaba irritado, siquiera, con el Cholo Mendoza, que bien podía haberle dicho. Pero harto sabía que, en cuanto a la prensa francesa, sus diplomáticos sólo leían Le Rire, Fantasio y La Vie Parisienne, y eran los últimos, siempre, en enterarse de lo que de acerca de su país se escribía. Miraba el cielorraso de molduras yesosas con una amargura acaso jamás conocida. Poco le hubiera importado ser tratado de «carnicero», de bárbaro, de cafre, de lo que fuera, en sitios que nunca le habían sido gratos y que, por lo mismo, dotaba, en su conversación, de atributos peyorativos. En su boca, Berlín era ciudad que no había usurpado su nombre primitivo de «lugar de osos», con la pesadez arquitectónica de su Puerta de Brandemburgo, semejante a una locomotora de granito, su templo de Pérgamo entre paredes, unter-den-linden; Viena, pese a una fama de elegancia y voluptuosidad debida a la opereta y a los valses, era, en realidad, terriblemente provinciana, con sus oficialillos sacados de tintorería, sus diez o doce restaurantes ansiosos de parecerse a los de acá, tras de un Danubio café-con-leche que sólo se azulaba algún día 29 de año bisiesto; Berna, burgo tedioso, con sus estatuas de heraldos hélvetas en medio de calles que eran un vasto muestrario de relojes y barómetros; en Roma, cada plaza, cada bocacalle, era un escenario de ópera, con transeúntes que, vestidos como lo estuvieran, hablaran de lo que hablasen, estaban siempre en tónica de coristas de La forza del destino o Un ballo in maschera, en tanto que Madrid era cosa de género chico, con sus puestos de agua, azucarillos y aguardiente, sus serenos, de llavero en la cintura, y sus tertulias de café donde los amaneceres se pintaban sobre un aldeano panorama de chocolates trasnochados y picatostes de ayer, yendo a dormir los unos, mientras otros iniciaban sus jornadas en madrugada de churros, cazalla y tabaco de a quince… París, en cambio, era Tierra de Jauja y Tierra de Promisión, Santo Lugar de la Inteligencia, Metrópoli del Saber Vivir, Fuente de Toda Cultura, que, año tras año, en diarios, periódicos, revistas, libros, alababan —luego de colmar una suprema ambición de vivir aquí— los Rubén Darío, Gómez Carrillo, Amado Nervo, y tantos otros latinoamericanos que de la Ciudad Mayor habían hecho, cada cual a su manera, una suerte de Ciudad de Dios… Lentamente, venciendo reticencias, observando estrictas normas de urbanidad y atuendo según las horas, días y estaciones, haciendo regalos valiosos aunque nunca excesivos, mandando flores en número impar, mostrándose generoso en ventas de caridad y tómbolas benéficas, amigo de artistas y literatos ajenos a toda bohemia estrafalaria, presente en grandes conciertos, conferencias de público mundano y estrenos teatrales y líricos —demostrándose con todo ello que en nuestras naciones también se sabía vivir— se había abierto a un camino que, sin auparlo hasta las cumbres del Gotha, lo había conducido sin embargo, por tres veces, a las veladas musicales de Madame Verdurin —lo cual no era un mal comienzo. Cuando estuviese cansado de las agitaciones y turbamultas de allá, se retiraría, para esperar la muerte, en esta casa que cada viaje le hacía más grata. Pero todo se le venía abajo. Por siempre se le cerrarían las puertas de las mansiones con las cuales había soñado, desde sus días de periodista provinciano, cuando, andando por las calles empinadas del Surgidero de La Verónica, se recitaba los poemas en que Rubén Darío cantaba «los tiempos del Rey Luis de Francia, sol con corte de astros en campos de azur, cuando los alcázares llenó de fragancia, la regia y pomposa Rosa Pompadour»; o cuando, sentado en alguna taberna portuaria, entre humos de gambas a la plancha y fritanga de majúas, metidas las narices en revistas de allá, se topaba con las magnificencias que habían fijado los más famosos pintores del mundo, mostrándole los oros y encarnados del foyer de la Ópera, la blancura de sílfides y de wallis, el empaque señorial de las amazonas en concurso hípico, los grises de catedrales llovidas —«il pleure dans mon coeur / comme il pleut sur la ville»…—, y el tornasol de mujeres que eran, en sus retratos, aves del paraíso, sinfonías de joyas, seres apenas imaginables, al aparecerse, así, de repente, en páginas de L’lllustration —aquí, entre la sirena del carguero danés y el chirrido de la grúa que largaba torrentes de carbón sobre la suciedad de un muelle cercano… Ahora creía leer el desprecio, la muda acusación, en los ojos de cuantos lo miraban: su camarero Sylvestre, algo esquivo; la cocinera, cuyo gesto de limpiarse las manos en el delantal, al verlo, podía ser interpretado de distintas maneras; la conserje, reservada y fría, nada interesada, al parecer —o no creía discreto hacer alusión a ello— por su brazo en cabestrillo; el mismo Bois-Charbons a donde tuvo la medrosa curiosidad de ir aquella tarde, con el Doctor Peralta, para beber una botella de Beaujolais. Monsieur Musard estaba como de mal talante. Su mujer no salió a saludarlos. Y, a juzgar por las miradas, aquellos dos, de gorra, que se hallaban en el otro extremo del bar, hablaban de él. En todos los cafés tenían los mozos una rara expresión. Al fin, necesitado de alivio en su zozobra, el Primer Magistrado, luego de consultarlo con Peralta, se presentó inesperadamente en la casa del Ilustre Académico, que tantos favores le debía. Allí, en el umbroso apartamento con vista al Sena, rodeado de libros antiguos, pinceladas de Hokusai, retratos de Sainte-Beuve, Verlaine, Leconte-de-l’Isle, Léon Dierx, encontró el Presidente una afectuosa acogida, una comprensión, una lucidez, que lo conmovieron. El Poder entrañaba tremebundas obligaciones —afirmaba el amigo. «Cuando los reyes cumplen sus promesas, es terrible; y cuando no las cumplen, es terrible también» —decía, citando acaso a Oscar Wilde. Ningún conductor de pueblos, ningún gran monarca, ningún Gran Capitán, había tenido mano blanda… En dramáticas y reconfortantes imágenes desfilaban, ante los ojos del Presidente, cuadros de la destrucción de Cartago, del asedio de Numancia, de la caída de Bizancio. De repente se hicieron presentes —revueltos, barajados al azar de la memoria— Felipe y el Duque de Alba, Saladino o Pedro el Grande, obligado, por razón de estado, a exterminar a los Narishkines en un patio del Kremlin… Además… ¿quién había podido contener nunca las furias, los excesos, las crueldades —lamentables, pero siempre repetidas a lo largo de la Historia— de una soldadesca desatada, ebria de triunfo? Y, peor aún, cuando se trataba de sofocar una revuelta de indios y de negros. Porque, en fin, si hablamos con franqueza… aquello había sido —estaba claro— una asonada de indios y de negros… Vuelto a su entereza, puesto en combativo ánimo por lo escuchado, se desencarriló de pronto el Primer Magistrado de su francés harto medido, harto cuidado de la pronunciación y de la justeza del vocablo, para lanzarse, impetuoso, por el disparadero de un alud de improperios criollos que el otro veía llegar, atónito, como una invasión verbal de ideogramas ajenos a su entendimiento. Indios, negros, sí; zambos, cholos, pelados, atorrantes, rotos, guajiros, léperos, jijos de la chingada, chusma y morralla (y trataba de traducir el Doctor Peralta, con su idioma perfeccionado en el Bois-Charbons de Monsieur Musard: des propres-à-rien, des pignoufs, des galvaudeux, des jean-foutres, des salopards, des poivrots, des caves, des voyous, des escarpes, de la racaille, de la pègre, de la merde…) y sobre todo —ahora había vuelto el Presidente a su francés— socialistas, socialistas afiliados a la Segunda Internacional, anarquistas, gentes que predicaban una imposible nivelación de clases, que fomentaban el odio en las masas analfabetas, que explotaban, en su provecho, el engreimiento de un pueblo inculto, negado a la instrucción pública que se le ofrecía, pueblo fanatizado por prácticas de brujería, inimaginables supersticiones, con devoción a santos que se parecían a nuestros santos pero no eran los santos nuestros, pues, para esa gente sin letras, hostil a todo abecedario, el Bello Dios de Amiens se hubiese llamado Eleguá, Obatalá el Crucificado de Velázquez, Ochum la Pietá de Miguel Ángel… Esa era lo que no se entendía acá… «Más de lo que ustedes creen» —opinaba el Ilustre Académico, cada vez más indulgente y convencido. Todo se explicaba —y volvía a Felipe II, al Duque de Alba, pasando ahora a la América de Cortés y Pizarro— por la sangre española, la herencia del temperamento español, la inquisición española, las corridas de toros, las banderillas, la capa y el estoque, los caballos destripados entre lentejuelas y pasodobles. —«L’Afrique commence aux Pyrénées». Nosotros habíamos recibido esa sangre en las venas; era una fatalidad. La gente de allá no era como la de acá, aunque, desde luego, no carecía de algunas cualidades, porque, en fin, Cervantes, El Greco… —que, por cierto, había sido revelado al mundo por el genio de Théophile Gautier… En ese momento, el ex profesor de liceo que era Peralta se levantó de su asiento, iracundo, en el impulso de un brinco: «Je vous emmerde avec le sang espagnol» —gritó. Y, con exaltada irreverencia, hizo desfilar ante los ojos asombrados del Ilustre Académico, como en cristales de linterna mágica, los crímenes de Simón de Montfort y la Cruzada contra los Albigenses; el Robert Guiscard, héroe del drama suyo, cuyo manuscrito, comprado por nuestra Biblioteca Nacional, narraba cómo el condottiero normando había pasado medio Roma a cuchillo; la noche de San Bartolomé, universal sinónimo de horror; el acoso a los camisardos, las massacres de Lyon, los pontones de Nantes, el Terror Blanco después de Thermidor, y, sobre todo, sobre todo, por un hábil manejo de analogías, los días finales de la Comuna. Allí, los hombres más inteligentes y más civilizados del mundo no habían vacilado, vencida la resistencia revolucionaria, en exterminar a más de diez y siete mil hombres. La ambulancia del Seminario de San Sulpicio —«Oh! fuyez, douce image!»— se hizo degolladero en manos de los versalleses. Y Monsieur Thiers, después de su primer paseo por el París de los escarmientos, había dicho así, como quien no dice nada: «Las calles están llenas de cadáveres; ese horroroso espectáculo servirá de lección». Los periódicos de la época —los de Versailles, desde luego— predicaban la santa cruzada burguesa de la matanza y el exterminio. Y recientemente… ¿qué me dice usted de las víctimas de la huelga de Fourmies? ¿Y más recientemente aún? ¿Tuvo contemplaciones el gran Clemenceau con los huelguistas de Draveil, de Villeneuve-St-Georges?… ¿Eh?… El Académico, atacado de frente, desvió el rostro hacia el Primer Magistrado: «Tout cela est vrai. Tristement vrai. Mais il y a une nuance, Messieurs»… Y luego, después de una pausa algo solemne y preparatoria, alzando la sonoridad de cada nombre, recordó que Francia había dado al mundo un Montaigne, un Descartes, un Luis XIV, un Molière, un Rousseau, un Pasteur. Estuvo el Presidente por replicar que, a pesar de una historia más corta, su Continente había producido ya próceres y santos, héroes y mártires, pensadores y hasta poetas que habían transformado, por vía de regreso, el idioma literario de España, pero pensó que los nombres citados caerían en el vacío de una cultura que los ignoraba. Entretanto, Peralta encerraba al Académico en un ruedo de molestas consideraciones: por lo mismo que aquí sonaban los alejandrinos de Racine y tanto se sabía del Discurso del Método, ciertas barbaries resultaban inadmisibles. Grave era que Monsieur Thiers, primer Presidente de la Tercera República, preclaro historiador de la Revolución, el Consulado y el Imperio, hubiese ordenado las massacres de la Comuna, los fusilamientos del Pére Lachaise, las deportaciones de Nueva Caledonia; menos grave era que un Walter Hoffmann, nieto de zamba y de emigrante hamburgués, prusiano de pega y tenor de salones castrenses, hubiese llevado a cabo —pues él tenía la culpa de todo— la acción represiva de Nueva Córdoba… —«La culture oblige, autant que la nobles-se, Monsieur l’Académicien». Viendo que el ceño de su ilustre amigo se estaba frunciendo sombríamente, el Presidente, con gesto cansado, requirió silencio a su secretario, cayendo en inercia de mudo desconsuelo, hundido entre los brazos de la butaca. Miraba las cosas sin verlas —los retratos, los libros antiguos, un grabado de Granville. El Académico, en cambio, como ignorante de la presencia de Peralta, atropellándolo al paso —«Pardon»—, pisándole un pie —«Je ne vous ai pas fait mal?»—, andaba a lo largo de la habitación con la cara de quien reflexiona intensamente: «On peut essayer! Peutêtre…». Llamó por teléfono al Jefe de Redacción de Le Matin. Las fotos de Monsieur Garcin —el maldito francés de Nueva Córdoba— habían sido llevadas por unos estudiantes, prófugos de allá, que ahora se encontraban en París, hablando y agitando en los cafés del Barrio Latino —discípulos todos del Doctor Luis Leoncio Martínez. El periódico no podía echarse atrás ni anular las publicaciones de próximos artículos ya anunciados. Las gentes dirían que el periódico se había vendido a quien poseía —como era sabido— una enorme fortuna. Lo más que podía hacerse era suprimir de la edición de mañana una foto en que aparecía el Primer Magistrado junto a un cadáver puesto en mostrador de bodega, bajo un almanaque de la Phosphatine Fallière donde leíase claramente la fecha de la matanza. —«Por ese lado nos jodimos» —dijo el agobiado. Y si al menos hubiese —¡no sé!— algo que distrajese la atención del público: un gran naufragio, como el del Titanic, el paso de algún cometa Halley, con anuncio del Fin del Mundo, una nueva erupción del Mont-Pelé, un terremoto en San Francisco, un hermoso asesinato, como el de Gaston Calmette por Madame Caillaux… Pero, nada. En este cabrón verano no pasaba nada. Y todo el mundo le volvía las espaldas en el único sitio del Universo donde la opinión ajena tuviese aún, para él, algún valor. Viéndolo desplomado, en un estado de desconsuelo que le abovedaba el lomo y le vaciaba la mirada, el Ilustre Académico le ofreció, en largo estrechón de la mano izquierda, el calor de su amistad, y, como quien hace confidencias a media voz, le habló de una posible contraofensiva. La prensa francesa —triste le resultaba confesarlo— era de una tremenda venalidad. No se refería, desde luego, a Le Temps, harto vinculado con el Quai d’Orsay, y cuyo director, Adrien Hébrard, no era hombre llevado a hacer ciertos negocios. Tampoco podía pensarse en L’Écho de Paris, donde colaboraba su amigo Maurice Barrés, ni en Le Gaulois del atrabiliario Arthur Meyer. Pero, detrás de esos periódicos punteros, había otros que, a condición de disponerse de fondos para ello (el Primer Magistrado asintió), podrían, en fin, usted me comprende… Todo estaba en hacer las cosas con alguna habilidad. Y así, tres días después, Le Journal iniciaba la publicación de una serie de artículos, bajo el título general de L’Amerique Latine, cette inconnue, donde, pasándose de lo universal a lo local, de lo general a lo particular, de Cristóbal Colón a Porfirio Díaz (mostrándose, de paso, cómo, por no haberse refrenado a tiempo una revolución, un gran país como México había caído en la anarquía más atroz…), se desembocaba en nuestra patria, con grandes elogios de sus cataratas y volcanes, de sus quenas y guitarras, de sus huipiles, bohíos y liquiliquis, de sus tamales, ajiacos y fejoadas, con evocación de los grandes momentos de su Historia —historia que conducía, por fuerza, a la era de progreso, desarrollo agrícola, obras públicas, fomento de la educación, buenas relaciones con Francia, etc., etc., debida a la avisada gestión del Primer Magistrado. Mientras otras naciones jóvenes del Continente naufragaban en el desorden, aquel pequeño país se erigía en ejemplo, etc., etc., no olvidándose que, frente a poblaciones a menudo incultas y revoltosas, pronto seducidas por ideologías disolventes y subversivas (aquí, oportuno recuerdo de Ravachol, de Caserio, matador del Presidente Carnot, de Czolgosz, asesino de McKinley, de Mateo Moral y su bomba arrojada sobre la carroza nupcial de Victoria de Battemberg y Alfonso XIII); frente a una infiltración de ideas libertarias, anarquistas, un gobierno enérgico sólo podía tomar determinaciones enérgicas, sin poder impedir que, a veces, una soldadesca provocada, hostilizada, exasperada, se entregara a deplorables excesos, pero, sin embargo, no obstante, desde luego que… —«¡Ah! ¡Qué mi Presidente!» —exclamaba el Doctor Peralta, leyendo y releyendo los artículos: «Ahora sí que fregamos a esos estudiantes de mierda que andan alborotando por el Barrio Latino con sus mítines de cuatro gatos y sus hojillas volantes que nadie lee». En eso, un cable anunció al Primer Magistrado el envío de una caja, caja prodigiosa, caja mágica, caja providencial, embarcada poco antes en Puerto Araguato: caja donde venía, con sus adornos, tejidos y huesos, la momia —la Momia de aquella noche— destinada al Museo del Trocadero. Hábilmente consolidada con pegamentos y alambres invisibles, sentada en nueva jarra funeraria abierta por el frente —lo suficiente para que se viese el esqueleto en su integridad—, imperceptiblemente restaurada por un taxidermista suizo, especializado más bien en embalsamar reptiles y aves pero que, en este caso, había resultado un maestro, la Momia estaba en camino, cruzaba el Océano, llegaba, llegaba a tiempo para ofrecer materiales de trabajo a una cierta prensa que, a la verdad —el Presidente se asombraba ante los trasfondos de avidez, de ausencia de escrúpulos que, de día en día, se le revelaban— resultaba insaciable. Porque, ahora, la casa de la Rue de Tilsitt era objeto de una verdadera invasión, desde temprano hasta después de anochecido.
Eran periodistas, gacetilleros, publicistas, columnistas, directores de periódicos que jamás se veían en puestos ni quioscos, reporteros, «échotiers», gente de levita, gente de trajes raídos, gente de sombrero hongo, gente de gorra, hombres de estoque en bastón, monóculo manchado de yema de huevo —supuestos especialistas en política extranjera que, de América, sólo conocían el cóndor de los Hijos del Capitán Grant, el último mohicano, La Perichole, y El Choclo, tango argentino que era el furor del día…—, quienes venían, a todas horas, «en busca de informaciones»… vagamente amenazantes, afirmando que se seguían recibiendo tremendas noticias de allá, que se sabía de una persecución desatada contra estudiantes y periodistas, de la amenaza que pesaba sobre muchos intereses europeos, y, sobre todo, sobre todo, del raro, rarísimo suicidio de Monsieur Garcin —antiguo cayenero, de acuerdo, pero francés al fin— cuyo cuerpo había sido hallado, hacía poco, colgado de una excavadora inservible, a unos kilómetros de Nueva Córdoba. Detrás de Le Petit Journal, cuya venta sufría una gran merma en esos días, se presentaba L’Excelsior, recordando insidiosamente que en sus páginas los documentos gráficos aparecían con excepcional claridad; detrás de Le Cri de Paris aparecía La Libre Parole, y, de mayores a menores, de diarios de chantaje a revistas de escándalo, llegábase a las hojas de provincia —Bajos Pirineos, Alpes Marítimos, ecos del Norte, faros de Armórica, libelos marselleses…— en un cotidiano desfile de pérfidos sablistas, a quienes había que acallar en lenguaje de guarismos, con magnífica asistencia de la Momia. Ahí la tenían, fotografiada en todos sus ángulos; ahí tenían al Abuelo de América que, según fuese la fantasía del redactor, cargaba con una edad de dos mil, tres mil, cuatro mil años —la pieza más antigua del Continente, cuya presencia hacía retroceder vertiginosamente los comienzos de su Historia. Elogios de nuestras instituciones científicas; elogios del Primer Magistrado, autor del sensacional hallazgo; agradecimiento por haber hecho tan valioso obsequio a un museo de París. Pero la Momia no llegaba. Embarcada en un carguero sueco para ser bajada en Cherburgo, había ido a dar, por error, al puerto de Gotemburgo, a donde iba a buscarla, ahora, el Cholo Mendoza… Y, mientras tanto, siempre insaciados, siempre amenazantes, los reporteros seguían acudiendo a la Rue de Tilsitt «en busca de noticias». —«No puedo más; no puedo más» —había gritado el Primer Magistrado, después de recibir la visita de una redactora de Lisezmoi Bleu—: «¡Estos cabrones me van a dejar sin una locha, sin un fierro, sin una puya! ¡Que digan lo que quieran, pero no les doy un céntimo más!». Pero seguía dando y dando, aunque la Momia, de tanto haber sido mostrada en foto, descrita, comparada con otras momias —las del Louvre, las del British Museum…— no daba ya materia para nuevos artículos. Buscando nuevos temas, estudiaba Peralta los casos de apariciones de la Virgen en el mundo, para relacionarlos con nuestro culto a la Divina Pastora —tema este que podía interesar a los lectores de publicaciones católicas… Y en ese desconcierto se estaba cuando sonó el pistoletazo de Sarajevo, seguido de los disparos que, en el Café du Croissant, mataron a Jaurès. —«¡Gracias a Dios que por fin ocurre algo en este puñetero continente!» —dijo el Primer Magistrado. El 2 de agosto era la movilización general, y el 4, la Guerra… —«Que no entre un periodista más en esta casa» —dijo el Presidente a Sylvestre. —«Ahora podremos descansar» —dijo el Doctor Peralta… Y aquella noche volvió el Primer Magistrado a sus recorridos de antes. Fue, con su secretario, al BoisCharbons de Monsieur Musard, al 25 de la Rue SainteApolline —Aux glaces—, a la casa de las colegialas inglesas y las hermanitas de San Vicente de Paul. En todas partes se hablaba de lo mismo. Unos decían que la guerra sería breve y que pronto llegarían los ejércitos franceses a Berlín. Otros decían que sería una guerra larga, dolorosa, tremenda. —«¡Macanas!» —decía el Presidente—: «La última guerra, por haber sido la última guerra clásica, fue la Franco-Prusiana del 70.» Un eminente economista inglés había demostrado recientemente («y pueden conseguir su libro en la Edición Nelson …») que ninguna nación civilizada estaba en condiciones de soportar los costos de una contienda prolongada. Las armas modernas eran demasiado caras; no había país que pudiese hacer frente a los gastos de mantenimiento de ejércitos que ahora sumarían millones de hombres. Además, lo decía el Estado Mayor Francés: «Tres meses, tres batallas, tres victorias»… En eso llegó Ofelia de Salzburgo, vía Suiza, embarazada del Papageno de La flauta mágica. La habían clavado así, tontamente, una noche en que, por mucho beber, se había olvidado de usar el diafragma que siempre llevaba en la cartera para casos imprevistos —así, tontamente, estúpidamente, agarrada a la centauresa, en una casita rodeada de pinos del Kapuzinnersberg. Venía furiosa; furiosa por tener que ir a largar eso a otra parte, ya que los estúpidos médicos de acá, por más que se les pagara, se negaban a hacer ese tipo de intervención; furiosa por lo de Le Matin, que había tenido resonancia en periódicos de Alemania y de Austria, con una caricatura en el Simplississimus de Munich, donde el Primer Magistrado había sido representado, con ancho sombrero a la mexicana, canana terciada, panza de millonario y habano en el colmillo, disparando sobre una campesina arrodillada: Ultima Ratio Regum, rezaba la leyenda… «¡Como siempre, te measte fuera del perol!» —gritaba la Infanta—: «¡Levita de macaco no oculta el rabo! ¡Si mataste a tantos, también pudiste tronar al fotógrafo!». —«¡Ya se lo cargaron!». —«¡Valiente cosa! ¡Cuando la cosa no tenía remedio! ¡Menos mal que balacearon al Archiduque ese! ¡Tal vez con lo de ahora se olvidarán de tus imbecilidades! Porque todo el mundo nos vuelve las espaldas. Estamos hundidos. Metidos en la mierda hasta aquí» (esto, llevándose un dedo a la frente)… El Primer Magistrado sacó su brazo derecho del cabestrillo de seda. Le volvía el movimiento; ya la articulación del codo no lo hacía sufrir. Casi podía palpar nuevamente la culata de su pistola… Dejando a Ofelia en sus gritos y pataleos (debía haberse tomado unos wiskies de más en el coche-comedor del tren), salió a comer con el Doctor Peralta a un sótano próximo a la Gare Saint-Lazare donde, en tabla acompañada de jarros de vino, podían probarse ochenta variedades de quesos —entre ellos uno, de cabra, veteado de yerbas aromáticas, cuyo recio sabor le recordaba el de las cuajadas de páramos andinos.