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Los soberanos tienen el derecho de

modificar en algo las costumbres.

Descartes

Fundada en 1544 por el Adelantado Sancho de Almeyda, la ciudad de Nueva Córdoba se pintaba sobre los desiertos circundantes —arenales azafranados, anémicas motas de hierba, cactos, espinos, cujíes que olían a sudor de enfermo…— con enceguecedoras blancuras de caserío marroquí, al borde de un río, seco diez meses al año, que se cavaba, en curso sinuoso, entre pedregales erizados de osamentas, cornamentas, cascos y uñas de animales muertos de sed. Bajo un cielo sin nubes volaban, de apresurados amaneceres a encarnados crepúsculos, buitres, auras y zamuros, por sobre ondulados montes de minería, seccionados, apeldañados, tallados a pico, cincel y mandarria, cuyas redondeces originales habían sido transformadas en geometrías por los hombres que, desde hacía dos siglos, extraían las larvarias escorias ocultas en sus entrañas. Como asientos, reclinatorios, sillares de gigantes, eran las entalladuras hechas a la roca por manos callosas, renegridas, juanetudas, de los peones de la Du Pont Mining Co. que, a los euclidianos volúmenes creados por el trabajo, habían opuesto un informe panorama de taludes, lomas, colinas de desechos, escombros minerales, gravas y granzones, que añadían su desolación a la esterilidad de la paramera. Y allí, en la más árida comarca del país, se erguía, con faldas de nopales y chumberas, esta Nueva Córdoba, rebelde, adoctrinada, combativa, que ahora desafiaba las tropas —victoriosas en el Este— del Primer Magistrado. Rodeando un seco catedrático universitario, millares de enemigos del régimen se habían constituido en Legión Sagrada. Y, para defender las inmediaciones de la ciudad, las tropas del ya General Becerra habían tenido sobrado tiempo para organizar una fuerte línea defensiva, con toda una red de trincheras y blockhauses rodeados de cercas y caballos de frisa hechos con los polines destinados a una línea de ferrocarril. Contemplando esas obras militares a través de sus prismáticos, el Primer Magistrado había murmurado, en broma que mal ocultaba su contrariedad: «Lo que he dicho siempre. En estos países sólo valen dos estrategias: las de Julio César o las de Buffalo-Bill». Y en Gran Consejo de Estado Mayor, se resolvió que lo más adecuado a la situación inmediata era proceder a un asedio clásico, cortándose a los rebeldes todas las rutas de comunicación con las pequeñas poblaciones norteñas —también soliviantadas— que les suministraban alimentos y pertrechos: «¡Hasta el agua potable la tienen que traer de otras partes! Aquí el clima trabaja para nosotros…». Y, montadas las tiendas a una razonable distancia de las líneas defensivas, de donde salían pocos disparos ya que el enemigo no podía gastar municiones en tiroteos inútiles, comenzó la espera. Transcurrieron los días entre partidas de naipes, de dominó, de ajedrez; algunos jugaban a los bolos con botellas vacías; otros hacían concursos de pedradas al blanco de un cráneo de buey clavado en una estaca. A falta de otras lecturas, el Primer Magistrado se había puesto a hojear los libros clásicos, de táctica militar, que el Coronel Hoffmann cargaba siempre en su equipaje. Y, para zaherir al «prusiano con abuela negra en el traspatio» —como decían los graciosos de la oposición—, citaba, con intencionadas carcajadas, las tonterías más relumbrantes que le salían al paso: —«Oye, oye» —decía. Y, engolando la voz: «La victoria resulta del hecho de haber ganado la batalla» (Scharnhorst). «Entre dos tropas frescas de valor igual ganará la que sea mayor en número» (Scharnhorst). «Quien está en la defensiva, puede pasar a la ofensiva» (Lassau). «Sólo la batalla puede dar un resultado» (Lassau). «Es necesario que la cabeza tenga el mando, porque es ella la que conduce el razonamiento» (Clausewitz). «El jefe debe conocer la guerra y sus azares» (Moltke). «Es menester que el jefe sepa lo que quiere y tenga una resuelta voluntad de vencer» (Von Schlieffen). «Un teatro general de operaciones sólo presenta tres zonas: una, a la derecha; una, a la izquierda; una, al centro» (Jomini). —«Donde no hay centro, no hay izquierda ni derecha» —comentaba el Primer Magistrado entre risas—: «¿Y ésas son las pendejadas que les enseñan a ustedes en la Escuela Militar?»… Pasaban los días en una inactividad que el calor y las moscas hacían exasperante, hasta que, una mañana, trayendo un atuendo de casco-explorador con badana de corcho, cubre-nuca de gasa, pantalones cortos —vestido a la manera de Stanley en busca de Livingstone—, apareció en el campamento el Señor Embajador de los Estados Unidos. Las noticias eran graves. Unas partidas armadas, dirigidas por agentes del que llamaban ya El Caudillo de Nueva Córdoba, habían violado la zona bananera del Pacífico, apoderándose de doscientos mil dólares guardados en una de las oficinas de la United Fruit. Los trabajos de la Dupont Mining Co. estaban paralizados, con ruinosa inmovilización de buques en Puerto Negro. Además, era necesario acabar con las místicas socializantes del Doctor Luis Leoncio Martínez. No íbamos a tolerar el encumbramiento de un segundo Madero en esta América de más abajo. Si el país no volvía prontamente a un régimen de calma y respeto a las propiedades extranjeras, la intervención norteamericana sería inevitable. Ante tal apremio, el Primer Magistrado aseguró que las operaciones decisivas se emprenderían antes de cuarenta y ocho horas. Y, al día siguiente, ofreciéndose todas las garantías deseables por vía de parlamento militar, se invitó al joven General Becerra al campamento, donde, sin estrépito ni gesto que pudiese herir su honor, se le disparó un cañonazo de cien mil pesos con algo también —ñapa de varios ceros— para los dos tenientes que lo acompañaban. Y, al crepúsculo, las banderas blancas fueron izadas sobre las trincheras y blockhauses, anunciándose a los habitantes de Nueva Córdoba, mediante proclama, que la capitulación —considerándose el superior armamento de las fuerzas gubernamentales— había sido aceptada con el humanitario fin de evitar inútiles derramamientos de sangre… Pero fue entonces cuando se irguió repentinamente, agigantada, tremebunda, vociferante, la persona de Miguel Estatua, a quien así llamaban por forzudo, impasible en el trabajo y el andar, de descomunal alzada humana, con sus anchos hombros, abiertos en ángulos sobre el vértice de una cintura tan delgada que siempre tenía que abrir agujeros adicionales a sus cinturones de cuero para que la hebilla de plata, ornada de iniciales —único lujo suyo— se le cerrara en firme a medio vientre. Maestro barrenero, buen conocedor de la dinamita cuyos cartuchos llevaba casi siempre en la boca cuando iba a volar algún trozo de cantera, el negro se había hecho famoso en todo el país, de meses a esta parte, por su descubrimiento de que podían sacarse animales de las piedras. Sí. Así había sido. El sabía, desde luego, que los árboles del monte son seres vivos, a los que puede hablarse, y que, cuando se les dice las palabras adecuadas, contestan con el crujido y el movimiento de sus ramas. Pero un día, allá arriba, en la loma aquella, se había encontrado con una piedra gorda, que tenía como dos ojos y un asomo de narices con esbozo de boca. —«Sácame de aquí» —parecía decirle. Y Miguel, tomando su barrena y su martillo, había comenzado a rebajar ahí, a desbastar allá, liberando patas delanteras, patas traseras, un lomo con ligero acunado al medio, hallándose ante una enorme rana, a sus manos debida, que parecía darle las gracias. La cargó en hombros, llevándola a su casa, acabó de desbastarla con una barrena más fina, la pulió con papel de esmeril, la montó en un cajón de madera, miró la rana, y vio que la rana era buena. Entusiasmado con su descubrimiento, Miguel empezó a ver las rocas sueltas, los esquistos, las materias duras que lo rodeaban, con ojos nuevos. Aquello, que estaba echado allí, encerraba un murciélago, pues le asomaban las puntas de las alas. Allá, había un pelícano, con el pico tristemente replegado sobre el buche. De aquel pedregal quería huir un gamo, desde siempre echado, en espera de liberación. —«La montaña es una cárcel que encierra a los animales» —decía Miguel—: «Los animales están dentro: lo que pasa es que no pueden salir hasta que alguien no les abra la puerta». Y a la luz empezó a sacar Miguel con sus muchas barrenas —las había de pincho, de paleta, de rosca, de filo en punta— palomas enormes, buhos, jabalíes, chivas preñadas, y hasta una danta, que se le paró delante en justa dimensión. Y Miguel miró todo aquello, la paloma, el buho, el jabalí, la chiva, la danta, y vio que todo era bueno, y como estaba cansado de tanto trabajar descansó un séptimo día… Tenía todas sus piezas alineadas en un abandonado galpón de la Nueva Córdoba Railroad Co., inservible ya para la reparación de vagones y bateas, a donde venía la gente, los domingos, a ver la galería de animales. Se extendía su fama. Un periódico de la capital había publicado un reportaje sobre su persona, calificándolo de «genio espontáneo». Pero, cuando le vinieron los de la Cámara de Comercio Española con la proposición de que hiciese una estatua del Primer Magistrado, había contestado Miguel: «No me inspira. Yo no saco retratos de parecido». Desde entonces se le tenía —aunque sin mayores fundamentos— por desafecto al régimen. Pero otros —los del Ateneo— lo defendían: «Es que no se atreve con la figura humana. No es por idea política, es por temor al fracaso». Y se encargó a los sacerdotes que se le acercaran, para pedirle las figuras de los Cuatro Evangelistas, destinados a encuadrar el ensanchamiento del jardín de canónigos de la Divina Pastora. —«Yo no puedo sacar hombres de la piedra» —había contestado Miguel. Pero, al saber que Marcos andaba con un león (había visto uno, recientemente, en el circo que daba funciones en pueblos cercanos), que Lucas se las entendía con un toro (toro era toro en todas partes), y Juan con un águila (aquí no hay águilas, pero todo el mundo sabe cómo es un águila), aceptó el trabajo, comenzando por la talla de los animales simbólicos que a los Vivientes del Apocalipsis se atribuían, dejando para luego un Mateo, cuya «cara de joven» no acababa de vislumbrar. Pero trabajaba, trabajaba, trabajaba, sacando de la piedra, por vez primera, unos rostros humanos coronados de nimbos que afinaba —no ya con barrena, sino con cinceles traídos de la capital— la delgadez de cuchillos… Y en tales quehaceres estaba, cuando supo lo de la capitulación inmunda. Al punto soltó las herramientas y se echó a la calle. De pronto, el soñador, el reinventor de animales y gentes, el abstraído, el raro, alzó la voz en las encrucijadas, se levantó en su propia estatura, y se hizo tribuno, se hizo jefe, y se hizo caudillo popular. Tal era su autoridad, que se le escuchaba y obedecía. Mandó arriar las banderas blancas, y fueron arriadas las banderas blancas, y vio Miguel Estatua que era bueno arriar las banderas blancas, y bueno, también, reanudar el combate. Con un cartucho de dinamita en cada mano, puesta una yesca encendida sobre el hombro, proclamó la necesidad de resistir hasta que en lucha se consiguiera que el pan de hoy fuese Pan de Hoy, hoy ganado y hoy comido, sin deberlo a los almacenes de las compañías yankis, nacionales o «asociadas», que regían las minas, pagando los jornales en vales contra mercancías. Organizó en el momento, llamando a quienes lo escuchaban, una compañía de dinamiteros y otra de zapadores. Y, levantados por una palabra que sonaba en términos de verdad aunque fuese tosca y malhablada —elocuencia de entrañas, clamante y ruda, más convincente que cualquier arenga de gran estilo—, los estudiantes, los de la inteligentzia, los de la mandarria y los de la alcuza, los de la alpargata y los del huarache —que no confiaban ya en un Luis Leoncio Martínez apendejado, que seguía dirigiendo proclamas al país, pidiendo auxilio a gente casi ignorante de su existencia, declarando que contaba con el apoyo de provincias que no se habían movido— afirmaron su decisión de pelear hasta donde alcanzaran sus fuerzas… No bastaba, sin embargo, con que se movilizaran los adolescentes, mujeres jóvenes, niños corajudos, mientras las viejas sacaban hilas para venda y los ancianos, en las forjas, transformaban cabillas en lanzas: se estaba en una ciudad abierta, sin murallas antiguas —como las había en otras partes—, ni edificios que pudiesen servir de bastiones, con calles cuyas últimas casas de adobe se dispersaban en las areniscas de la paramada. Y, a pesar de caminos minados, donde, en el fragor de una explosión, volaban cuerpos rotos, destrozados, largando brazos y piernas; a pesar de una lucha encarnizada de patio a patio, de azotea a azotea, llevada por los defensores con viejos Winchesters, escopetas de caza, trabucos descolgados de panoplias, revólveres Colt, fusiles de baqueta, y tres o cuatro ametralladoras Maxim que, por falta de agua, había que enfriar con orina, las tropas gubernamentales se hicieron dueñas de la plaza, cercando la catedral donde se había encerrado un centenar de desesperados, con el resto del parque, disparando por ventanales, troneras y rastrillos. Los más peligrosos eran los tiradores del campanario que tenían bajo puntería a todo el que avanzara por las calles que desembocaban a la Plaza Mayor. Pasaban las horas y se estaba ahí, entre un taco comido aquí y un charandazo conseguido allá, sin poder ocupar del todo los ya abandonados edificios municipales, de fachadas y galerías puestas en mira por ese puñado de jodidos que aún debían tener balas y alimentos para rato. Hoffmann tenía listos sus cañones Krupp, traídos en carretas de bueyes hasta donde pudiesen apuntar a la torre. Varias bestias, por lo vistoso de sus pintas y la lentitud del arrastre, habían sido heridas desde arriba; pero, aun así, ensangrentadas y todo, caída la segunda de la tercera yunta, vomitando baba la primera de la segunda, habían traído su carga a donde había de llevarse. Pero el Primer Magistrado, por una vez, se mostraba vacilante: aquél era el Santuario Nacional de la Divina Pastora, patrona del país y del ejército. Objeto de devoción, meta de peregrinaciones, joya de la arquitectura colonial… —«¡Qué carajo!» —decía el Coronel Hoffmann, que era luterano—: «La guerra no se hace con estampitas». Al fin y al cabo todo edificio podía restaurarse. Y toda restauración implicaba mejoras en cuanto a la solidez y permanencia para el futuro. —«¿Y si resulta dañada la Divina Imagen?» —preguntaba el Primer Magistrado. —«En el barrio de San Sulpicio, en París, venden unas, muy bonitas» —recordaba el Doctor Peralta. —«¿Qué esperan para acabar con esos son of a bitch?» —preguntaba el attaché militar norteamericano—: «Nuestros marines hubiesen liquidado ya el asunto. Ellos no son sentimentales como ustedes…». —«Veo que no hay más remedio» —dijo, por fin, el Primer Magistrado—: «Si Pilato se lavó las manos, yo me tapo los oídos». —«Imperativo de orden estratégico» —dijo Hoffmann. Se calaron los cañones Krupp en ángulo de tiro. Apuntó el Artillero Viejo de «tres manos arriba, dos a la derecha, y dedo y medio de rectificación», etc., y fue el primer disparo. Rota en su centro, la torre largó las campanas sobre el techo del santuario, en un trueno de piedras y esculturas caídas. Disparó la segunda pieza —ésta por cálculos y logaritmos— que se coló por la puerta principal, atravesando el altar mayor sin tocar la estatua de la Divina Pastora que quedó ahí, intacta, indiferente, parada en su zócalo, sin tambalearse siquiera —portento que se recordó, desde entonces, como «El Milagro de Nueva Córdoba». —«¡La Virgen estaba con nosotros!» —gritaron los vencedores. —«La Virgen» —dijo el Primer Magistrado, aliviado— «no podía estar con un ateo, creyente en mesas que hablan y dioses de seis brazos»… Y entonces, fue la ralea: las tropas sueltas, desbandadas, incontenibles, se dieron a la caza de hombres y de mujeres, a bayoneta, a machete, a cuchillo, sacando los cadáveres traspasados, abiertos, descabezados, mutilados, al medio de las calles, para mejor escarmiento. Y los últimos combatientes —unos treinta o cuarenta— fueron llevados al Matadero Municipal donde, entre cueros de reses, vísceras, tripas y hieles de animales, sobre charcos de sangre coagulada, se les colgó de los garfios y garabatos, por las axilas, por las corvas, por los costillares o el mentón, después de magullarlos a patadas y a culatazos. —«¿Quién quiere carne al pincho? ¿Quién quiere carne al pincho?» —gritaban los ejecutores, en remedo de pregoneros, dando otro bayonetazo a un agonizante, antes de posar ante la cámara de un fotógrafo francés, Monsieur Garcin, que vivía en la ciudad desde hacía mucho tiempo (las malas lenguas decían que era evadido de Cayena) haciendo retratos de familia, bodas, bautizos, primeras comuniones, y «angelitos» tendidos en sus pequeños ataúdes blancos. —«¡Pongan caras de contento!» —decía a los soldados, luego de cambiar una placa, al apretar la pera de caucho: «Dos pesos cincuenta la media docena, tamaño postal, con una ampliación, coloreada a mano, para recuerdo… No se muevan… Ya está… Otra, ahora… Con los cuatro ensartados de allá… Otra, con los colgados esos… A la mujer, bájenle la falda para que no se le vea la conejera… Otra, con aquel del tridente en la tripa… Hay rebaja para el que quiera una docena»… Ya los zamuros, buitres y auras volaban bajo sobre los patios del Matadero Municipal. De los postes del telégrafo, de los álamos del parque, de los balcones del Ayuntamiento, colgaban racimos de ahorcados. Algunos fugitivos, enlazados como novillos en rodeo, eran arrastrados por la caballería sobre los suelos de adoquines y chinas pelonas. Unos cincuenta mineros, puestos con los brazos en alto, fueron pasados por las armas en el estadio de baseball inaugurado, pocos meses antes, por la Du Pont Mining Co. Al pie de la Divina Pastora erguida sobre su chamuscado altar, en las ruinas de su santa morada, había un revuelto montón de formas humanas, del que emergían, como cosas desgajadas, fuera de contexto, una pierna, una mano, una cabeza inmovilizada en su última mueca. Todavía sonaban descargas de fusilería en el barrio de los mineros, donde los soldados, llevando cubos de petróleo, prendían fuego a las casas aún llenas de gritos e imploraciones… Y, a media noche, hubo una enorme explosión, en el olvidado hangar de la Nueva Córdoba Railroad Co. Miguel Estatua acababa de volarse a la dinamita, con todas sus criaturas de piedra. Algunos pedazos de Evangelistas volaron por sobre la tropa, matando tres soldados a tajo de nimbos afilados como hachas por los cinceles del barrenero inspirado.

Roto el máximo foco de resistencia, el Primer Magistrado regresó a la Capital, encomendando a Hoffmann, elevado al grado de General por servicios prestados, el ya fácil castigo de los pueblos cercanos que en algo hubiesen ayudado a los rebeldes. El Doctor Luis Leoncio Martínez había huido hacia la frontera del norte por el camino de una quebrada seca que se perdía en las inhóspitas sierras de Yatitlán. En algún lugar se proclamaría Jefe de un Gobierno en el Exilio, Jefe del Partido Legalista Nacional, etc, etc., estructurando un ineficiente núcleo de desterrados políticos, pronto quebrado —bien conocía el Presidente esas historias— por rivalidades, defecciones, escisiones, acusaciones mutuas, cismas y pleitos, alimentados por periódicos de trescientos ejemplares, libelos y hojas de cincuenta lectores. Y el Apóstol de Nueva Córdoba, metido en sus teorías y musarañas, acabaría, como tantos otros, olvidado en algún boarding-house de Los Ángeles, en algún hotelucho del Caribe, escribiendo cartas y panfletos que perderían todo interés para quienes de sobra sabían que, en política, lo que cuenta es el éxito… Al volver a la sede del Gobierno, el Primer Magistrado fue recibido con banderolas, arcos de triunfo, fuegos artificiales, y la marcha de Sambre-et-Meuse que tanto le agradaba. Pero, en su primera conferencia de prensa, ceñudo y como entristecido, manifestó que una gran amargura embargaba su ánimo, al pensar que —acaso lo demostraban los acontecimientos recientes— el pueblo todo no confiaba en su honestidad, desinterés y patriotismo. Por lo tanto, estaba resuelto a abandonar el poder, a confiar sus responsabilidades al Presidente del Senado, en espera de que se celebraran elecciones por las cuales algún varón ejemplar, cualquier ciudadano virtuoso, más capacitado que él para regir los destinos de la Nación, pudiese ser elevado a la presidencia, a menos —a menos, digo— que un plebiscito determinara lo contrario. Y el plebiscito fue organizado prestamente, mientras el Primer Magistrado seguía despachando los asuntos corrientes con la noble y serena melancolía —por no decir dolor padecido con dignidad— de quien ya no cree en nada ni en nadie, herido a lo hondo, después de tanto haberse desvelado por el bien de los demás. ¡Miserias del poder! ¡Clásico drama de la corona y de la púrpura! ¡Amarga vejez del Príncipe!… Como un cuarenta por ciento de la población no sabía leer ni escribir, se confeccionaron tarjetas en color —blanca, para «sí»; negra, para «no»— con el fin de simplificar el mecanismo de las votaciones. Y voces misteriosas, voces solapadas, voces insidiosas, empezaron a cuchichear, en las ciudades y los campos, en las montañas y los llanos, de norte a sur, de este a oeste, que cualquier voto, aunque secreto, sería conocido por las autoridades campesinas o municipales. Hoy existían técnicas nuevas para lograrlo. Cámaras fotográficas, ocultas en los cortinajes de los cubículos, que funcionaban automáticamente cada vez que el ciudadano acercaba una mano a las urnas. Donde no existían tales dispositivos, habría hombres escondidos tras de los mismos cortinajes. También se procedería —seguramente— al examen de las improntas digitales dejadas en las tarjetas, sin olvidar que en los pueblos pequeños cada cual conocía las opiniones políticas del vecino y veinte votos negativos, allí, responderían a veinte individuos identificados sin error posible. Un creciente terror se fue apoderando de los empleados públicos —que eran muchos. Las voces misteriosas, por otra parte, insinuaban ahora, con tono más alzado, en tabernas, pulperías y taguaras, que las grandes empresas mineras, bananeras, manufactureras, etc., licenciarían a quienes se mostraran adversos a la permanencia del Primer Magistrado en el poder. Los campesinos desafectos tendrían que vérselas con el plan de machete de la guardia rural. Los maestros serían arrojados de sus aulas. Se revisarían severamente las declaraciones fiscales de ciertos comerciantes —nos entendemos— que siempre burlaban de algún modo los organismos recaudadores. Se recordaba a tiempo que todo extranjero de reciente nacionalización podría ser privado de su carta de ciudadanía y devuelto al país de origen, si caía en fea categoría de indeseable, anarquista o ácrata… Por todo ello, el plebiscito arrojó un enorme y multitudinario «sí», tan enorme y multitudinario que el Primer Magistrado se sintió obligado a aceptar 4 781 votos negativos —cifra conseguida a tiro de dados por el Doctor Peralta— para mostrar la total imparcialidad con que habían trabajado las comisiones escrutadoras… Otra vez hubo discursos, marchas triunfales, pirotecnias y luces de Bengala. Pero el Presidente estaba cansado. Además, su brazo derecho se iba inutilizando, de día en día, a causa de una rara y dolorosa torpeza, pesadez, desobediencia de músculos, con hincadas en el hombro, que no aliviaban masajes ni medicamentos, ni siquiera los cocimientos de hierbas preparados por la Mayorala Elmira que, como hija de santero, mucho sabía de plantas y raíces, más eficientes, casi siempre, que ciertos potingues de alta farmacia, anunciados en la prensa con hermosas alegorías de Convalescencia y Salud Recobrada. Un médico norteamericano, venido especialmente de Boston, diagnosticó un mal de artritis —o algo parecido, con nombre nuevo, de esos que proliferan en las revistas de caduceo en la portada, para mayor pánico y confusión de enfermos— señalando que en el país no existían ciertos modernos aparatos eléctricos, únicos capaces de curar la dolencia. El Gobierno, en pleno, rogó al Primer Magistrado que viajara a los Estados Unidos para recuperar su muy necesaria salud. En su ausencia, el Presidente del Consejo de Ministros asumiría la responsabilidad del gobierno, con la inmediata colaboración del General Hoffmann, encargado de la Defensa Nacional, y el Presidente del Senado… Así, el Primer Magistrado emprendió el viaje en un lujoso buque de la Cunard Line. Pero, ya en Nueva York, sintió una cobardía repentina, irrazonada, casi infantil —estaba fatigado, acaso; afectado en sus nervios por los recientes acontecimientos— ante los médicos yankis, ajenos en idioma, fríos en el trato, llevados a demasiado usar el bisturí, a cortar sin mayor necesidad, afectos a métodos brutales y noveleros de mal comprobadas consecuencias, muy diferentes de las suaves, llevaderas e inteligentes terapéuticas de los especialistas franceses o suizos que eran en realidad —pensaba en Doyen, en Roux, en Vincent…— los maestros de la gente de acá. A los consultorios asépticos, blancos, impersonales, con pinzas, sondas, tijeras dentadas y crueles enseres, mostrados en vitrinas, de los médicos estos, prefería el Presidente los despachos adornados con cuadros de Harpignies, de Carolus-Durand —alfombras persas, muebles antiguos, libros con encuadernaciones del XVIII, casi imperceptible olor a éter o yodo— de los médicos de perilla, levita y Legión de Honor, que oficiaban, paternales y cultos, en la Avenue Victor Hugo o el Boulevard Malherbe. —«Bien» —decía Peralta—: «Pero… ¿cree usted que sea prudente alejarse tanto? ¿Y si le diesen otro cuartelazo, mi Presidente?». —Ay, hijo… Todo es posible en nuestras tierras. Pero no lo creo probable. Sólo estaremos ausentes unas pocas semanas. Y mi salud es lo primero. No nací para manco. Y andar de manco sin haber estado siquiera en Lepanto es cosa de pendejo. Además, sin mano derecha no puedo contar con quien más me quiere. Porque, cuando estoy en la patria, donde me quiere tanta gente, sólo me siento tranquilo, firme, dueño de mí, en audiencias y visitas, cuando sé que conmigo está. Y con el mentón señalaba el lugar de la Browning, ahí, bajo la axila izquierda, haciendo el elogio de la ligereza de su Gatillo y del garbo de su Culata, con el tierno acento que pone el hombre en alabar las glorias de la mujer amada: era fiel, dócil, segura, hermosa en formas, perfecta en proporciones, grata al tacto, esbelta y fina hasta la boca, bien calada aunque oculta, con adorno del Escudo Nacional grabado en el dorso de la cacha —siempre cuidada, con maternal cariño, por la Mayorala Elmira que la limpiaba cada día, cuando él se desprendía del arma para tomar un largo baño, devolviéndosela recargada y lista a servir, en el momento de secarle el cuerpo con una gran toalla de felpa de las que Ofelia compraba, para uso de su padre, en La Maison de Blanc… Y así, dejando atrás las electricidades, progresos, inventos y mesas de tortura de las clínicas norteamericanas, semejantes, según él, a enormes edificios penitenciarios, el Primer Magistrado embarcó una mañana a bordo de La France para acogerse, después de tantos trastornos y tribulaciones, a las gracias del verano de París —tan soleado y cálido aquel año, decían los periódicos, que no se había visto otro igual desde mediados del siglo pasado.