Por cuerpo entiendo todo aquello que
puede llenar un espacio, de tal manera
que cualquier otro cuerpo quede excluido
de él.
Descartes
Aunque después de la victoria el Primer Magistrado hubiese querido dar algún descanso a sus tropas, procediéndose, mientras tanto, a la evacuación de los numerosos heridos de bala, bayoneta, machete y cuchillo campero, se vio que era necesario cruzar hoy el Río Verde, pues las lluvias de la noche —y las que seguían cayendo— crecían su caudal de hora en hora. Para la caballería, era posible aprovechar todavía un vado cercano; para la infantería, se usaron barcazas, chalanas y botes, así como un transbordador mohoso, abandonado entre las junqueras y que, reparado de prisa, sirvió para el paso de la impedimenta, los cañones Krupp, seis piezas de artillería ligera, el parque, el material de herrería, las conservas y cajas de ginebra y de coñac destinadas a los oficiales, así como los sartenes, hornillas y anafres de las soldaderas —a todo lo cual, para gran regocijo del Primer Magistrado, designaba el General Hoffmann con el pomposo nombre de «logística», cuando aquello, según el Doctor Peralta, no merecía sino el título de burundanga, peroles y aguardiente… Pero ahora las operaciones progresaron rápidamente, al no haber enemigos que combatir, ya que las tropas infidentes se replegaban hacia el mar, con el evidente propósito de hacerse fuertes en las pequeñas alturas que rodeaban el Surgidero de La Verónica, base de la Flota del Atlántico, con sus dos pequeños cruceros de desusado espolón y cañones de limitado alcance, así como de varios guardacostas de tipo más moderno, detenidos ahora en rada de carena, tras del Arsenal de la Marina de Guerra. A pesar de que todos los pueblos y aldeas habían sido trillados en su retirada por los hombres de Ataúlfo Galván, los chácharos y soldaderas se las arreglaban siempre para encontrar cerdos, novillos y gallinas, ocultos en cavernas, sótanos y hasta en panteones de cementerios, hallando botellas de cachaza, frascos de charanda, tinajas de guarapo fuerte y ciruelón, enterrados en patios caseros, jardines de sacristía y hasta en el polvo de los camposantos. Y así había mitote, parranda y farra, en las noches del vivaque, con porfía de decimistas, músicas de cuatro, guitarra, maracas, furruco y tambor, mientras las mulatas y zambas, pardas y cholas, zapateaban a cual mejor, en compás de bamba, jarabe y marinera, antes de alejarse de las hogueras, metiéndose con sus hombres en alguna espesura para darle gusto al cuerpo… En abril se dieron los primeros asaltos a las avanzadas del Surgidero de La Verónica, obligando las tropas enemigas a atrincherarse en los suburbios de la ciudad. —«Ahora se hace realidad la sabia observación de Foch» —decía el Primer Magistrado, citando una autoridad francesa para picar a Hoffmann—: «Cuando de dos adversarios, uno renuncia a la ofensiva, cava trincheras y se hunde en la tierra». Y, desde la cima de una de las tres colinas que dominaban la población, contemplaba sus cúpulas y cimborrios, sus campanarios barrocos, sus viejas murallas coloniales, con emocionada ternura. Allí había nacido y allí le habían enseñado los Hermanos Maristas sus primeras letras (en aquel edificio de dos plantas y ojivas entre pilastras de cemento) con lindos libros ilustrados donde se hablaba de las crecientes del Nilo, la doma de Bucéfalo, el león de Androcles, la invención de la imprenta, y de cómo Fray Bartolomé de las Casas fue el abogado de los indios, y de cómo los esquimales, con hielo, construían un iglú, y de cómo el monje Alcuino, creador de los colegios carolingios, prefería los niños estudiosos, aunque fuesen de condición humilde, a los hijos de nobles, desaplicados y holgazanes. Luego había sido un inteligente estudio acoplado de la Historia y del Francés, con textos donde más lugar ocupaba —era natural— el Vaso de Soissons que la Batalla de Ayacucho, más importancia tenía la jaula del Cardenal de La Balue, evidentemente, que la Conquista del Perú, dándose mayor relieve, por fuerza, al San Luis de las Cruzadas que al Simón Bolívar de Carabobo —aunque se nos señalaba, como dato interesante, que su nombre había pasado a designar un sombrero de copa, muy usado en París por los elegantes de principios del siglo pasado… Pero crecía el niño de los manuales —el de las matemáticas mal sabidas y los clásicos algo recordados— y evocaba el Primer Magistrado sus correrías de adolescente por las calles portuarias, alborotadas de marinos, pescadores, buhoneros y putas, con sus alegres tabernas que se llamaban: «Los triunfos de la Venus de Milo», «Los hombres sabios sin estudio», «Los changos vaciladores», «El barco en tierra» o «Mi oficina» —con sus comercios de anzuelos, nasas y redes, sus cordelerías, sus carritos que paseaban ostras, calamares y jureles, a lo largo de aceras donde el olor de la brea, de la salmuera y la anchoa en batea, se mezclaba con los perfumes y esencias de jazmín y nardo de las mujeres del trato… Ahí estaba, a sus pies, la Villa de la Verónica, tan semejante aun al grabado en cobre que de ella hiciera un artista inglés cien años antes, con figuras de esclavos y de amos a caballo en primer plano; ahí estaba, con la mole de su Palacio del Santo Oficio, en cuyo altozano habían sido azotados, abucheados por la multitud, cubiertos de excrementos y basuras, algunos indios y negros acusados de hechicería, en tiempos muy pasados… Ahí estaba la Villa de la Verónica, con aquella casona de tres cuerpos y dos tejados —pararrayos, palomar azul cielo y chirriante veleta de gallo— donde le habían nacido sus hijos cuando, arrastrando la pobre vida del periodista provinciano, sólo podía ofrecer a los suyos, ciertos días, algún melado, alguna raspadura, algún papelón de azúcar, para endulzar un hervido de plátanos y mendrugos, en único plato antes del sueño. Ahí, en aquel patio caleado, habían empezado, los de su sangre, un salto de rayuela que, brinca que te brinca, en seguimiento de los temerarios rebrincos políticos del padre, los había llevado, de casilla en casilla, de número en número, en ascendente espiral de juego de la oca, del Surgidero a la Capital, de la Capital a las capitales de Capitales, subiendo siempre, de nuestro mínimo ámbito portuario al ilimitado mundo, mundo viejo, Nuevo Mundo para ellos, aunque esa epifanía de la fortuna se entristeciera con un drama caído entre gozos e iluminaciones. Ofelia era quien era —sum qui sum desde pequeña y no sería otra—, y, siendo como era seguiría igual, en genio y figura, a la niña arrebatada, empeñosa, a la vez tenaz e inestable, que había sido desde que descubriera el universo a escala de la gallina ciega, Antón Perulero, la rueda del Arroz con Leche, la chirinola de tacos parados, Mambrú se fue a la guerra y la Pájara Pinta del Verde Limón. De Ariel, no tenía quejas: parido para diplomático, engañaba a los curas desde pequeño, respondía a las preguntas con preguntas, mentía que era un gusto, bailando en la cuerda floja con peto de condecoraciones, recurriendo —cuando se le apremiaba en el esclarecimiento de un sucedido molesto— al inmediato manejo de un prontuario de ambigüedades, como hubiese hecho el Chateaubriand de las cancillerías en semejante apuro. Con Radamés, la desdicha, entre muchos éxitos, había sido tan dura como tajante, y de ello quedaba constancia fotográfica en todos los diarios del mundo: empeñado en medirse con Ralph de Palma en una carrera automovilista de Indianápolis, voló al cielo, sobre el asfalto caliente de la sexta milla, por haber añadido demasiado éter a la gasolina, para hacerla más liviana, explosiva y dinámica. (Suspendido en un examen de la Academia Militar de West-Point, había tratado de olvidar el revés en borrachera de velocidad…). Y allí, cojitranqueando en los cuadros de la rayuela, veía, de pantalones cortos, a Marco Antonio, su hijo menor, el evanescente, el invisible del clan, perdido como lo estaba en las ramazones de árboles que no eran de estas tierras, sino de una selva genealógica a donde había ido a parar —acaso por haber resultado el menos «adelantado» de la familia, el más exótico en estampa, por el perfil y los ojos. Bastante fantasioso —loco, decimos acá—, llevado por impulsos del momento, había sufrido una crisis mística, adolescente, al comprobar un día, ante el espejo de un armario de lunas, que el sexo se le atirabuzonaba en purgación de garabatillo. Absurdamente empeñado en ir a Roma para besar la sandalia del Sumo pontífice y curarse en permanganatos cardenalicios, no había pasado de las antesalas camerlengas, donde, por albur de encuentro con un hurgador de blasones, se había convencido de que era descendiente, por línea bastante torcida, colateral, indirecta y entreverada, de los Emperadores de Bizancio, cuyo último Paleólogo muriera en la isla Barbada, con descendientes pasados a nuestro país. Olvidada la aspiración mística y comprado en muchos pesos un título de Limítrofe (sic: véase el Código de Justiniano), Conde de Dalmacia para el caso, andaba paseando su flamante nobleza por Europa, Título entre Títulos, celoso de Títulos, experto en Títulos, acostándose con hembras de Título —que mucho sabían de una virilidad comentada de boca a oreja por quienes habían comprobado las virtudes, harto conocidas por nosotros, de un «bejuco garañón» muy usado por nuestros encendidos ancianos. Con tales méritos llevaba una vida que lo conducía de las dehesas andaluzas a los predios de Peñaranda, de los vetustos palacios venecianos a las cacerías de grouses escocesas, de las regias monterías de Kolodje a las regatas alfonsinas de San Sebastián, corriendo, rodando, sobre un mapa de noblezas bastante desdoradas y alicaídas, donde ya cobraban validez y prestigio los norteamericanos escudos de Armour y de Swift, las aristocracias ketchupianas de la Libby, asesorado en sus rumbos de grandezas por un Gotha (donde su nombre quedaba siempre para la próxima edición) estudiado, sabido y acotado, con aplicación de rabino interpretando el Talmud, de un Saint-Cyran traduciendo la Biblia por tres veces para mejor alcanzar las sutilezas de su vocabulario, los recovecos de su hermenéutica. Marco Antonio era, a la vez, genial e inutilizable, agitado, trepador como era su padre y extraño, sin embargo, a sus angustias, carne de una carne que le fuese ajena, proclamando que era un animal de lujo, heraldo de nuestra cultura, factor necesario para nuestro prestigio internacional, lunático, dandy, coleccionista de guantes y bastones, negado a ponerse camisas que no hubiesen sido planchadas en Londres, castigador de artistas famosas, buscador de herederas de la Cadena Woolworth (soñaba con la Anna Gould que había regalado un palacio de mármol rosada a Boni de Castellane), cinco veces divorciado, aviador a ratos, amigo de Santos-Dumont, campeón de polo, esquiador en Chamonix, juez de duelos con Athos de San-Malato y el cubano Laberdesque, lucido rejoneador en tientas, milagrero de ruleta y bacará, aunque harto distraído y hamlético, a veces, en lo de firmar cuantiosos cheques sin fondo que iban a parar, por oficio de justicia, a nuestras advertidas embajadas… Y ahí estaba, a los pies del Primer Magistrado, aquel Surgidero de la Verónica donde, en tarja puesta junto a una puerta, se inscribía la fecha de su nacimiento y donde Doña Hermenegilda hubiese largado las quejas de sus cuatro partos bajo los tules de un mosquitero azul como el palomar de afuera… Y ésa era la Villa que caería en manos de las tropas gubernamentales, intacta, sin herida de obús, por capitulación de casi todos los oficiales infidentes, un histórico 14 de abril… Encontrándose abandonado por sus hombres de mayor confianza, sin patrón de barco o goleta que quisiera cargar con él, el General Ataúlfo Galván se encerró en el viejo Castillo de San Lorenzo; construido por orden de Felipe II en un peñón de roca y dienteperro que angostaba la entrada del puerto. Y ahí desembarcó a media tarde, el día de la rendición, el Primer Magistrado, seguido del Coronel Hoffmann, el Doctor Peralta, y una docena de soldados. El vencido esperaba, silencioso, en medio del patio de honor. Sus labios se movían extrañamente, sin que los acompañara la voz, como queriendo emitir palabras que no sonaban. Con un pañuelo a cuadros trataba de secarse un sudor bajado del quepis —tan lloviznoso que se le pintaba en gotas obscuras sobre el paño de la guerrera. El Presidente se detuvo, mirándolo largamente, como midiéndole la estatura. Y, de pronto, seco, tajante: «¡Que lo truenen!». Ataúlfo Galván cayó de rodillas: —«No… No… Eso, no… Plomo, no… Por tu mamacita… No… Por la santa Doña Hermenegilda, que tanto me quería… Tú no puedes hacerme eso… Tú fuiste como mi padre… Más que un padre… Déjame hablar… Me entenderás… Fui engañado… Escúchame… Por tu mamacita»… —«¡Que lo truenen!». Fue arrastrado, gimiendo, llorando, implorando, hacia la muralla del fondo. Hoffmann formó el pelotón. Incapaz de tenerse en pie, el vencido se adosó a la pared; el lomo le resbaló lentamente sobre la piedra, quedando sentado, de botas adelante, bizcas las punteras, con las manos mal apoyadas en el piso. Los cañones de los fusiles siguieron su descenso, deteniéndose en la justa inclinación. —«¡Apunten!». La orden reafirmó la posición de tiro ya adoptada. —«No… No… Un sacerdote… La confesión… Soy cristiano»… —«¡Fuego!… Culatas al suelo. Tiro de gracia, porque era lo correcto. Alboroto de gaviotas. Brevísimo silencio». —«Arrójenlo al mar» —dijo el Primer Magistrado—: «Los tiburones harán el resto».
Este asunto había terminado. Pero quedaba otro, acaso más grave: minimizado por nosotros en su potencial de arrastre y combatividad, dejado de lado por la emergencia de una apremiante acción militar, suelto y activo en Nueva Córdoba, desde cuyo Palacio Consistorial disparaba manifiesto tras manifiesto contra el Gobierno, el Doctor Luis Leoncio Martínez se había hecho fuerte, muy fuerte, en la ciudad donde se le habían juntado estudiantes, periodistas, políticos de ayer, abogados provincianos, espíritus socializantes, además de algunos jóvenes oficiales recién egresados de la Escuela de Caballería de Saumur, que constituían la inteligentzia del ejército —inteligentzia opuesta a los Walter Hoffmann, y quienes, como él, se habían formado con instructores alemanes y amaban el casco de punta. Allí, reunidos los revoltosos en sesión permanente, insomnes y despechugados, quemando cigarrillos por gruesas, ebrios de café negro y tagarninas remascadas, arguyendo, discutiendo, atacando, imprecando, con afanes de pureza dignos de un Comité de Salud Pública, se redactaba un Plan de Reformas cada vez más radical a medida que pasaban las horas y que, pasando por la apertura de juicios por peculado e investigación de enriquecimientos ilícitos, alcanzaba el riesgoso proyecto de una reducción de latifundios con repartimiento de ejidos. Por correos recibidos esa misma mañana se había enterado el Primer Magistrado de la índole real de acontecimientos que, en un comienzo, contemplara con cierta ironía: «Cosas de utopista vegetariano» —había dicho. Pero ahora, en Nueva Córdoba —entre mítines, reuniones, proclamas y bandos—, se procedía a una intensísima instrucción militar de estudiantes y obreros, bajo el mando de un obscuro Capitán Becerra —entomólogo a ratos perdidos— nombrado Jefe Militar de la plaza. Y, viendo que el movimiento cobraba envergadura, con asomos de un sindicalismo inspirado en doctrinas foráneas, antipatrióticas, inadmisibles en nuestros países, el Embajador de los Estados Unidos ofrecía una rápida intervención de tropas norteamericanas para salvaguardar las instituciones democráticas. Precisamente, unos acorazados estaban de maniobras por el Caribe. —«Sería humillante para nuestra soberanía» —observó el Primer Magistrado—: «Esta operación no va a ser difícil. Y hay que mostrar a esos gringos de mierda que nos bastamos para resolver nuestros problemas. Porque ellos, además, son de los que vienen por tres semanas y se quedan dos años, haciendo los grandes negocios. Llegan vestidos de kaki y salen forrados de oro. Mira lo que hizo el General Wood, en Cuba»… Tres días pasaron en inspección y reparación de las líneas del Ferrocarril del Este, y, después de una gran misa de campaña en que se rogó a la Divina Pastora por el triunfo de las armas nacionales, varios convoyes emprendieron la ruta hacia el nuevo frente, con gran estrépito de vítores y risas bajo las banderas y faniones de los regimientos. Era media noche casi cuando salió el último tren, entre silbidos y escapes de válvulas. Sobre el techo de los vagones y tercerolas cantaban hombres de ruana y mujeres de rebozo, concertados en himnos y canciones, mientras las botellas de ron blanco corrían, a la luz de linternas y faroles, de los carbones del ténder a los ojos encendidos del furgón de cola: Que si Adelita se fuese con otro, la seguiría por tierra y por mar; si por mar en un buque de guerra; si por tierra, en un tren melitar… Y, detrás, la noche de los sapos en las marismas negras del Surgidero, devuelto a la paz de sus lentos quehaceres provincianos, con tertulias en las barberías, corros de viejas en los portales, y, para los jóvenes, juegos de lotería y juegos de prendas, después del rosario rezado, en familia, con la mente puesta en los quince misterios de la Virgen María.