Cuando el General Ataúlfo Galván, vencido en primer combate abierto, hubo cruzado el Río Verde a la zaga de tropas maltrechas y desbandadas, dejando en la orilla a sus dos hembras de campaña, la Misia Olalla y Jacinta la Negra —retrasadas, por empeñarse en cargar con fardos de blusas, ruanas y cintajos, robados en los almacenes de una población recién saqueada—, se pintó un rayo de los que parecen resquebrajar el cielo de arriba abajo, sonaron dos truenos de nunca acabar, y fue aquello la obertura de una lluvia de meses, apretada, inexorable, exasperante por lo seguida, tenida, sostenida, como sólo se veían en estas tierras madereras. Porque tierras madereras eran, en flancos de montes siempre neblinosos, difuminados por brumas que se aclaraban acá cuando se espesaban allá, dejando que el sol se les colara por un boquete de cielo —unos minutos acá, unos minutos allá— para iluminar la ignorada altivez de flores sin nombre, empinadas en las cumbres de árboles cerrados, o magnificar inútilmente, ya que nadie habría de verlo, un esplendoroso alumbramiento de orquídeas en el techo de la selva; tierras madereras eran éstas, donde, sobre caobos, júcaros, cedros y quebrachos, y especies tantas y tan raras que desconcertaban las clasificaciones tradicionales —ya habían desconcertado, incluso, las del propio Humboldt—, caían tales lluvias que los hombres, al saber de su proximidad por un olor venido de lejos, tenían la impresión de entrar en un año de siete meses que estuviese metido, con transcurso propio, en año de doce, ignorante de las cuatro estaciones para quedar en dos: la breve, mohosa, de apresurado trabajo, y la larga, mojada, del interminable aburrimiento. Cuando sonaba el último rayo de la temporada, se iniciaba una nueva vida —nueva etapa, nuevo tranco— en una vegetación tan húmeda y trabada en sus humedades, que parecía engendrada por las lagunas y ciénegas del suelo, siempre croantes de ranas, pellejudas de sapos, irisadas por las errantes burbujas de hundidas podredumbres… Varias tiendas de campaña habían sido armadas para los jefes del ejército. La del Primer Magistrado en medio, con sus cordeles que, atados a postes, sostenían el alto frontón de lona coronado por una bandera de la República. El vencedor de la jornada, luego de una cena de sardinas, corned-beef, plátanos asados, dulce de leche y vino del Rhin, pensando que sus oficiales estarían exhaustos después de la encarnizada batalla del día, los invitó a tomar un bien merecido reposo en espera del Consejo de Estado Mayor del día siguiente. Sólo quedaron el Coronel Hoffmann, el Doctor Peralta y el Primer Magistrado, jugando una desvaída partida de dominó a la luz de faroles de vía con amarillento claror de queroseno. Pero, en eso, cinco, diez, veinte rayos cayeron sobre las selvas, seguidos de truenos que de tan largamente retumbar se unían unos con otros, y fue la ventolera de tromba —la «gira-gira» como decían los lugareños— que se llevó, en el lapso de un apagar velas y luces, el campamento entero. Mientras los soldados se las arreglaban como podían, el Coronel Hoffmann y el Primer Magistrado, guiados por el Doctor Peralta, se arrimaron a un monte donde, por la mañana, habían divisado la obscura boca de una caverna. Y a ella llegaron, resbalando, tropezando, empapados, tiritantes, alumbrándose con linternas de pila. Hubo un asustado revuelo de murciélagos, pronto aquietado, y fue realidad el amparo de paredes húmedas, bajo una bóveda arcillosa, festoneada de estalactitas, donde la presencia de la lluvia sólo era ya como el rumor de una catarata lejana. Pero hacía frío; un frío de gredas en sombra sobre las que pequeñas hendeduras de la montaña goteaban quedamente. El Primer Magistrado, sentado sobre un poncho, tenía inaplazables deseos de beber. (Necesidad agarrada al vientre, a las entrañas, que hace sentirse el cuerpo como vacío, sin vísceras, contraído por una impaciente ansiedad que sube hacia la garganta, la boca, la memoria de los labios y el olfato…). Entendiendo lo que ocurría (reiterada señal del pulgar hacia la oreja) el Doctor Peralta tomó un aire socarrón y, agarrando el maletín-Hermes, declaró que él, por temor a resfríos posibles a lo largo de la campaña, había cargado con un aguardiente al cual —¿a qué negarlo?— era sumamente aficionado. —«Todo el mundo sabe que tú eres el Prior de Santa Inés» —dijo el Coronel Hoffmann, animado por una repentina alegría, desabotonándose el abrigo. Y, uniendo sus ruegos a los del secretario, convenció al Primer Magistrado de que probara algún licor para preservar su salud —más necesaria ahora que nunca— de los daños emanentes de las intemperies. —«Por una vez» —dijo el Primer Magistrado, alzando hacia su boca la primera cantimplora cuyo forro de piel de cerdo, espeso y poroso, le olió de pronto a la tienda de París donde Ofelia compraba sus sillas de montar, riendas, bocados y cabezadas de picadero—. «No se detenga, señor Presidente; le hace bien; un día es un día. Día que es, además, día de gloria». —«Glorioso día, en efecto» —coreó el Doctor Peralta. Afuera le respondió un trueno que venía a acrecer, aquí dentro, una grata sensación de resguardo. El recio licor bebido en caverna armonizaba sus aromas cañeros, todavía vegetales, con relentes de barro, de musgos, en lejana evocación de las clásicas bodegas vinateras donde duerme el mosto al amparo de bóvedas profundas. Aligerado su ánimo, recordó el Primer Magistrado un texto clásico, humorísticamente citado por él en Consejo de Ministros —donde mucho alardeaba de leído, recordando versos, sentencias oportunas, máximas venidas al caso— en ocasión de alguna pasada trifulca política, envuelta en revoltijos castrenses: «Soplad, vientos, y romped vuestras mejillas. Y vosotros, relámpagos activos como la idea, anunciadores del rayo que raja las encinas, venid a enrojecer mi nívea cabeza»… A lo que ahora respondía el Doctor Peralta, más zorrillesco que shakespeariano, con las centellas del «Puñal del Godo», tan a menudo lanzadas en nuestro Teatro Nacional por el trágico español Ricardo Calvo, cuya dicción harto castiza remedaba de cómica manera:
¡Qué tormenta nos amaga!
¡Qué noche, válgame el cielo!
¿Ciego es el terrible acento
y el fulgor que centellea
cuando sopla airado el viento
y el cénit relampaguea?…
Abierta fue nuevamente la maleta de las cantimploras para celebrar el «terrible acento» del verso y de quien, con terrible acento, lo rugía. Y ya puestos en suficiente calor, con la guerrera algo desabrochada, pasó el Coronel Hoffmann a hacer un recuento de la campaña: hasta ayer, pequeños choques armados, escaramuzas, tiroteos de guerrillas, encontronazos de patrullas; por nuestra parte, lo más grave, el tren volado a la salida del Túnel del Roquero, con pérdida de caballos y parque, diez y siete muertos y cincuenta y dos hombres inutilizados por heridas más o menos graves. Pero el enemigo —y dirigía la luz de su linterna a un mapa puesto sobre el ondulado guano de murciélagos que cubría el suelo— había retrocedido siempre hacia el Río Verde, sin tomar iniciativas de combate. Hoy, en cambio, habíamos tenido un gran enfrentamiento: una batalla de verdad, como sólo se habían visto en las Guerras de Independencia. Claro estaba que una implacable preparación se había hecho necesaria. El enemigo había recibido demasiadas ayudas en partidarios, monturas, reses, sacos de maíz, informaciones pasadas de pueblo a pueblo, con increíble velocidad, por estos montañeses de mierda, eternos simpatizantes de asonadas y pronunciamientos. El conflicto no era de hoy. Hacía medio siglo que estos andinos venían jodiendo la paciencia con sus marchas sobre la capital y sus caudillos que, llegados al Palacio de la Presidencia, descubrían con asombro el funcionamiento de las cocinas de gas y los aparatos sanitarios, el grifo de agua caliente y el teléfono de cuarto a cuarto. Por esto había sido preciso realizar, antes de la batalla, una vasta operación de limpieza: incendio de casas y aldeas, fusilamiento sumario de todo sospechoso, tiroteo de bailecitos, guateques de cumpleaños y bautizos, que no eran sino pretextos para propaganda a media voz, trasiego de noticias y concertación de alzamientos —sin olvidar ciertos velorios donde, por extraño portento, no había muerto en la caja. —«Pero en Santo Tomás del Ancón se te fue la mano» —dijo el Primer Magistrado. Triste, muy triste, sin duda, pero la guerra no era cosa de guante blanco ni de contemplaciones. Era necesario observar siempre los dos principios incontrovertibles de Moltke: «El mayor bien que puede hacerse en una guerra es acabarla pronto… Para acabarla pronto son buenos todos los medios, sin exceptuar los más condenables». En un texto fundamental publicado por el Gran Estado Mayor Alemán en 1902, se decía: «Una guerra enérgicamente llevada no puede ser dirigida únicamente contra el enemigo combatiente, sino que propenderá igualmente a la destrucción de sus recursos materiales y morales. Las consideraciones humanitarias sólo pueden tomarse en cuenta si no afectan los fines de la guerra misma». Además, Von Schlieffen había dicho… —«No jodas tanto con tus clásicos alemanes» —dijo el Primer Magistrado. Von Schlieffen quería que las batallas se dirigieran sobre el tablero de ajedrez de los mapas, a distancia, con enlaces telefónicos, automóviles y motocicletas. Pero, en estos puñeteros países sin carreteras, con tantas selvas, pantanos y cordilleras, los enlaces tenían que hacerse a lomo de mula o de burro —pues los mismos caballos no servían para ciertos arcabucos— cuando no por medio de mensajeros que supieran correr y escurrirse como los chasquis de Atahualpa. Esas batallas ideales, llevadas a catalejo y gemelos, con cartas cuadriculadas y aparatos de precisión, hacían soñar, desde luego, a ciertos generales de bigotes kaiserianos y botella de coñac al alcance de la mano, poco amigos —aunque habían algunas excepciones— de arrimarse a la balacera y el arrancapescuezo… Las batallas nuestras, en cambio, había que llevarlas —como la de hoy— de a cojones, olvidando las teorías enseñadas en Academias Militares. Y más valían, aquí, los viejos artilleros de «tres manos para arriba y dos a la derecha, con dedo y medio de rectificación», capaces de calar una pieza con metates de soldaderas, que los nuevos tenientes, podridos de álgebras y jerigonzas balísticas que no entendían sus subalternos, necesitados de cuentas en libreta para largar un obús que, en fin de cuentas, golpeaba siempre más acá o más allá del blanco. —«En América Latina, con artillería, metralla, y todos los peroles modernos comprados a los yankis, la naturaleza nos tiene peleando aún como en tiempos de las Guerras Púnicas» —decía el Primer Magistrado—: «Si tuviésemos elefantes, les haríamos cruzar los Andes». —«Sin embargo, Von Schlieffen…». —«Tu Von Schlieffen basaba toda su estrategia guerrera en la batalla de Cannas, ganada por Aníbal». Y el Mandatario, que había dirigido las operaciones del día, sorprendió a los otros revelándoles —o acaso queriendo hacerles creer…— que se había guiado por los Comentarios de Julio César para conducir la acción. Tres líneas de infantería al centro; dos, a la ofensiva; la tercera, atrincherada, en reserva. Dos cuerpos de caballería: a la derecha, el de Hoffmann; a la izquierda, el suyo. Objetivo: romper las alas del enemigo, aglutinarlo en un punto, concentrarlo en forma tal que sus retaguardias resultaran ineficientes, y cortarle la retirada hacia el río. Al verse casi cercado, Ataúlfo Galván se había refugiado en la otra orilla, dejando de este lado a sus dos veladoras del sueño, Misia Olalla y Jacinta la Negra que, a estas horas, debían haber sido pasadas por las braguetas de medio batallón de Húsares de la Patria, desfilándoles por entre los muslos de a uno en fondo. La batalla había sido, en realidad, la de César contra Ariovisto, empezándose por fregar, con la infantería, a los inditos y negros, mal armados, que se habían sumado a los revolucionarios —para César eran vénetas, marcomanes, hérulos, triboques…; para nosotros, guahibos, guachinangos, bochos y mandingas— hasta que el jefe, arrolladas sus gentes, pusiese el Río Verde por el medio. Ataúlfo Galván nos resultaba igual que Ariovisto, que se fugó abandonando en una orilla del Rhin a sus dos soldaderas: la de Suevia y la de Nórica. Y en cuanto a César, no olvidemos que también tuvo que pelear con unos andes que, no se por qué, se me parecen a nuestros jodidos andinos. —«¡Ah! ¡Qué, mi Presidente!» —exclamaba el Doctor Peralta, admirado ante aquel conocimiento de las guerras antiguas…— «Lo que sé es que hoy reventamos al Ariovisto Galván» —dijo Hoffmann, algo dolido por la escasa estimación en que el Primer Magistrado tenía a Moltke y Von Schlieffen… Volvieron a pasarse las cantimploras de boca en boca. El resplandor de un relámpago se colaba, a veces, por la boca de la cueva. El Presidente recordó la aburrida ópera vista en Nueva York donde, en una escena, veíase, así, una gruta misteriosa, perdida bajo tierra, con bóvedas verdecidas de fosforescencias. El Coronel Hoffmann, dotado de una fuerte voz que le hacía presumir de heldentenor, evocando los antros de Mime y Alberich, trató de cantar unos compases wagnerianos, enfatizando el texto en garraspeado alemán, aunque sin dar con las palabras que acompañaban realmente el leitmotiv de Sigfrido. Despechado por su fallo de memoria puesto a cuentas de lo bebido, agarró una gruesa piedra y la arrojó a los trasfondos de la cueva. Pero lo que sonó en respuesta no fue ruido de piedra con piedra, ni de piedra caída en lodo, caída en agua, sino el estallido de una tinaja de barro, alcanzada en el vientre, rota en pedazos. El militar alzó la linterna. Sobre fragmentos de arcilla se erguía, allí, una horrible arquitectura humana —ya apenas humana-hecha de huesos envueltos en tejidos rotos, de pieles secas, agujereadas, carcomidas, que sostenía un cráneo ceñido por una bandaleta bordada; cráneo con los huecos ojos dotados de tremebunda expresión, enfurecida la hueca nariz a pesar de su ausencia, y una enorme boca almenada de dientes amarillos, como inmovilizada por siempre en un inaudible aullido, sobre la miseria de falanges sueltas, de costillas en desorden, de tibias cruzadas de las cuales colgaban todavía unas alpargatas milenarias —y como nuevas, sin embargo, por la permanencia de sus hilos rojos, negros y amarillos. Era aquello como un feto gigantesco y descarnado que hubiese recorrido todos los tránsitos del crecimiento, la madurez, la decrepitud y la muerte —vuelto a la condición fetal por recurrencia de transcurso—, sentado allí, mucho más allá, mucho más acá de su propia muerte, cosa apenas cosa, ruina de anatomía que viese por dos hoyos, bajo una asquerosa cabellera obscura, caída en polvorientos mechones a ambos lados de mejillas secas. Y ese monarca, juez, sacerdote o jefe armado, miraba irritadamente, desde la edad de sus incontables siglos, a quienes habían roto su postrera envoltura de barro. Otras seis jarras se alzaban, a la derecha, a la izquierda, junto a las paredes brillosas de aguas filtradas por la montaña. Agarrando varios guijarros, Hoffmann las apedreó, una tras otra. Y fueron seis momias las que aparecieron, en cuclillas, de húmeros cruzados —más o menos despellejadas, más o menos arruinadas en fémures y falanges, más o menos acusadoras en las negruras de sus caras— constituidas en pavoroso cónclave violado, en Tribunal de Profanaciones. —«¡Lagarto, lagarto! ¡Zape! ¡Sola vaya!» —gritaron los tres, bajo un gran revuelo de murciélagos, disparados en redondo sobre sus cabezas. Y aún acosados por la visión de lo que atrás quedaba, salieron en la noche, bajo la lluvia, yendo hacia el campamento donde las lonas de sus tiendas derribadas flotaban en agua fangosa. Arrebujándose en ellas —a pesar de lo mojadas— se sentaron al pie de un árbol grueso para esperar las dianas del alba. Y como el frío arreciaba, se vaciaron las últimas cantimploras de la Maleta de Hermes. Volviendo a la sorprendente serenidad que hallaba después de mucho beber, el Primer Magistrado encargó a su secretario que redactara un informe dirigido a la Academia de Ciencias de la Nación, acerca del descubrimiento de las momias, con señalamiento de la orientación de la caverna, posición de su entrada con relación a la salida del sol, disposición exacta de las tinajas, etc., como ahora hacían los arqueólogos. Además, la momia principal, la del centro, sería regalada al Museo del Trocadero de París, donde muy bien luciría en una vitrina, sobre zócalo de madera, con una placa de cobre: Civilisation Précolombienne. Culture de Río Verde, etc. etc. En cuanto a la antigüedad, ya verían los expertos de allá, más cautelosos en esto que los nuestros, harto llevados a querer demostrar, cada vez que encontraban el asa de un cántaro arcaico, un amuleto de barro, que éste era anterior, en técnicas de alfarería, a lo más antiguo del Egipto o de Súmer… Pero, de todos modos, mientras más fuesen los siglos señalados en la placa, mayor prestigio para el país, poseedor, así, de restos que podrían equipararse, en cuanto a vejez, con los hallados en México o el Perú, cuyas pirámides, templos y necrópolis, constituían algo así como la heráldica de nuestras civilizaciones, demostrándose que de mundo nuevo o Nuevo Mundo nada teníamos, puesto que nuestros emperadores lucían esplendorosas coronas de oro, pedrerías y plumas de quetzal, cuando los supuestos antepasados del Coronel Hoffmann andaban errantes por selvas negras, vestidos de osos, con cuernos de vacas en las cabezas, y los franceses, cuando ya era vieja la Puerta del Sol de Tihahuanacu, no habían pasado de parar unos menhires —seborucos sin arte ni gracia— en las costas de Bretaña.