Dos horas después de llegar los viajeros a su suite del Waldorf Astoria, procedíase a la firma de los últimos papeles de la negociación con la United Fruit, prestamente llevadas por Ariel mientras su padre y el Doctor Peralta estaban en alta mar. Los documentos eran incontrovertibles, puesto que los firmaba quien era de hecho y derecho —y lo sería por mucho tiempo, según los vaticinios de especialistas en políticas de este Hemisferio— el Presidente Constitucional de la República. Además, la Compañía no corría riesgo alguno, pasara lo que pasara, puesto que el General Ataúlfo Galván, al alzarse, había tenido el inteligente cuidado de anunciar a las agencias de prensa que ahora como siempre, hoy como mañana, hic et nunc, tanto en las etapas de la lucha armada como después del «seguro triunfo» —¡qué riñones, mi hermano!— del movimiento por él encabezado, los bienes, propiedades, concesiones y monopolios, de las empresas norteamericanas, serían salvaguardados. Por el cable se sabía que los revolucionarios habían consolidado sus posiciones en la costa del Atlántico —hasta ahora tenían cuatro provincias sobre nueve, ésa era la dramática verdad—, pero una resistencia tenaz hacía fracasar sus presentes intentos de avanzar hacia Puerto Araguato y de cortar las comunicaciones entre la Capital y el Océano. Una unidad de la flota de guerra esperaba al Primer Magistrado en una pequeña isla del Caribe, en la cual haría escala un carguero holandés que mañana zarparía con destino a Recife. En cuanto a las armas, compradas a un agente de Sir Basil Zaharoff, éstas serían embarcadas en La Florida, a bordo de un buque de matrícula griega, mandado por un forbante acostumbrado a izar banderas panameñas o salvadoreñas apenas salía de las aguas jurisdiccionales de los Estados Unidos cuando andaba en sus habituales negocios —transporte de hombres, de armas, de braceros esclavos, de lo que quisieran…— con una América de abajo cuyas ensenadas, cayos y playones conocía tan bien como los más trajinados goleteros locales… Y como nada apremiante había de hacerse aquella noche, el Primer Magistrado, muy aficionado a la gran ópera, quiso escuchar un Peleas y Melisenda que se ofrecía en el Metropolitan Opera House, con la famosa Mary Garden en el papel principal. Mucho le había hablado el Académico Amigo de aquella partitura, que debía ser muy buena ya que, muy discutida al principio, tenía en París unos fanáticos admiradores a quienes el travieso maricón de Jean Lorrain había calificado de Peleastas… Se sentaron, pues, en primera fila, alzó su batuta el director, y una enorme orquesta que tenían ahí, a sus pies, empezó a no sonar. A no sonar, porque de ella se desprendía un murmullo, un estremecimiento, un cuchicheo de nota aquí, nota allá, que no llegaba a ser música. —«¿Y no hay Obertura?» —preguntaba el Primer Magistrado—. «Ya viene, ya viene» —decía Peralta, esperando que aquello empezara a crecer, a levantarse, a definirse, desembocando en un fortissimo: «También Fausto y Aída comienzan así, como quien no dice nada; así (creo que a eso llaman sordina) para preparar mejor lo que viene después». Pero ya se alzaba el telón y se estaba en lo mismo. Esos músicos —estaban ahí, atentos, numerosos, puestos los ojos en las particellas— no acababan de hacer nada. Probaban sus lengüetas, sacaban la saliva de las trompas dando una media vuelta al instrumento, hacían vibrar una cuerda, barrían el arpa con la punta de los dedos, sin llegar a concertarse en una segura melodía. Pequeño acento aquí, queja imperceptible allá, esbozo de temas, impulsos muertos al nacer, y arriba, en las tablas, dos personajes que, hablando-hablando, no se resolvían a cantar. Y ahora —cambio de decoración— una señora medieval con acentos de Kansas City, que lee una carta. Un viejo que escucha. Un cabezazo de quien ya no trataba de escuchar, de tan aburrido como estaba, y fue el intermedio… Ahora, el espectáculo de las galerías y corredores suscitó al Primer Magistrado algunas divertidas y punzantes observaciones sobre la artificialidad de la aristocracia newyorquina, en cuanto a comportamiento y atuendos, cuando se la comparaba con la de París. Por muy bien cortado que esté un frac, puesto sobre el lomo de un yanqui parece siempre un frac de prestidigitador. Cuando saluda, de gran pechera y lazo blanco, parece que un conejo o una paloma le van a salir de la chistera. Las matronas de los 400 llevaban demasiados armiños, demasiadas tiaras, demasiadas mercancías de Tiffany. Detrás de ello estaban las residencias suntuosas, con sus chimeneas góticas compradas en Flandes, columnas de monasterios clunicenses traídos en las calas de transatlánticos, cuadros de Rubens o de Rosa Bonheur, y algunas auténticas Tanagras que mal ritmaban sus movimientos danzarios con los compases del Alexander RagTime Band que les entraba por las ventanas de cristales renacentistas. Aunque ciertos apellidos de añeja ascendencia holandesa o británica se les remontara al siglo XVII, cobraban, al sonar en las inmediaciones de Central Park, un no sé qué de producto importado —a la vez postizo y exótico, como los imprecisos títulos de Marqueses de la Real Proclamación, del Mérito o del Premio Real, que nos gastábamos en América Latina. Aquella aristocracia era algo tan ficticio como el clima de la ópera que se representaba esta noche, con su fluctuante Medievo, sus ojivas de cualquier parte, sus muebles vagamente dinásticos, sus almenas sin fecha, sacados de una perpetua niebla, a gusto del decorador. Volvió a alzarse el telón, se sucedieron unas escenas y hubo otro intermedio; se alzó el telón otra vez y se sucedieron otras escenas, todo en brumas, evanescencias, medias tintas, grutas, sombras, nocturnos, coristas invisibles, palomas que no volaban, tres mendigos muertos, rebaños remotos, cosas vistas por otros y que nosotros no veíamos… Y cuando se llegó, por fin, al último intermedio, el Primer Magistrado estalló: «Aquí nadie acaba de cantar; nadie es barítono, tenor o bajo… No hay un aria… No hay un ballet… No hay una escena de conjunto… Y el carajillo ese, americana nalgona vestida de niño, que mira por una ventana lo que pasa en el cuarto donde, no hay que decirlo, el jovencito buen mozo y la rubia de pelo largo están en lo suyo… Y el cabrón de abajo que se desespera. Y el viejo ese, con cara de Carlos Darwin, que dice que si fuese Dios se apiadaría del corazón de los hombres… Mira: aunque nuestro amigo, el Académico, y el otro, el D’Annunzio, me digan que esto es una maravilla, me quedo con Manón, La Traviata y Carmen… Y ya que hablamos de putas, llévenme a una casa de putas»… Y se vieron, luego-luego, los tres, en un apartamento de la Calle 42 donde unas rubias, maquilladas y peinadas a la manera de las estrellas del cinematógrafo, les sirvieron mezclas de licores —era moda, ahora, esto de mezclar licores— que les hizo establecer divertidas escalas de comparaciones entre lo de acá y los minyules veracruzanos del Hotel Diligencias, los ponches rosados de las Antillas y los mojitos cubanos con sus frías hojas de hierbabuena, los rocíos de gallo, compuestos de angostura y ginebra, zamuritos de berro o de limón, chichas y pulques curados, de nuestras Tierras Calientes. Las hembras se asombraban de que el Primer Magistrado, con sus años evidentes, pudiese tragar tantísimas copas —siempre con gesto majestuoso y pausado— sin enredarse en cuentos de nunca acabar ni perder un señorial empaque. Hoy, excepcionalmente, lo veía beber así su hijo Ariel —«un día es un día», decía Peralta— porque el Mandatario, cuando se movía en el ámbito del Palacio, era, con sus famosos brindis al agua mineral, con sus alabanzas a los Manantiales del Peregrino —cuya planta de embotellaje había comprado— una estampa de la sobriedad. En las fiestas y conmemoraciones nunca pasaba de alzar una o dos copas de champagne, haciéndosele enfático el tono cuando, en conversaciones de ceño fruncido, abordaba el grave tema de la constante proliferación de taguaras y tabernas, uno de los grandes problemas sociales de la nación, lacra que debíamos a la naturaleza viciosa del indio y a los antiguos monopolios de aguardiente del coloniaje español. Pero ignoraban las gentes que, en un maletín siempre tenido a mano por el Doctor Peralta —y que encerraba, al parecer, papeles de una trascendental importancia—, se guardaban diez cantimploras, de las muy planas, curvadas a la comodidad del bolsillo, como las hacen en Inglaterra, y que, por estar forradas con piel de cerdo —compradas en Hermes— nunca sonaban al entrechocarse. Así, en el despacho presidencial, en la recámara de la Sala del Consejo, en el cuarto de dormir —estaba en el secreto, desde luego, la Mayorala Elmira—, en el tren, en los descansos de cualquier viaje por carretera, bastaba que el Primer Magistrado se llevara un pulgar a la oreja izquierda para que uno de los frascos surgiera, al punto, del burocrático maletín del secretario. Por lo demás, el siempre grave y cejudo bebedor —hombre de before the breakfast, a quien la buena Elmira preparaba muchas aguas de tamarindo, desde temprano, para mejor refresco de «sus hígados», como decía ella, en plural— se tomaba un cuidado extremo en ocultar una vieja afición al Ron Santa Inés que —era preciso reconocerlo— en nada alteraba el ritmo de su andar, ni la sensatez de sus decisiones ante un conflicto inesperado, ni su casi natural afloramiento de sudores: siempre hablaba a las gentes —algo ladeada la cara, midiendo el alcance del resuello— con una mesa de por medio, o guardando una calculada distancia que acrecía, si cabe, la respetabilidad de su figura patriarcal. A estas observancias unía un uso constante de aguas dentífricas, pastillas de menta, perlas de cachunde, asomos de regalez, tras del halo de agua de Colonia o esencias de lavanda siempre suspendido de sus ropas obscuras y tiesas camisas en todo dignas de la dignidad de un Jefe de Estado… Aquella noche, viendo beber a su padre, Ariel se asombró ante un poder de absorción que aventajaba al suyo. —«Es que tiene un organismo virgen» —dijo el Doctor Peralta—: «No es como nosotros, que llevamos la madre dentro; una madre que de nada se despierta»… Al día siguiente, luego de adquirir en Brentano’s una preciosísima edición del Facundo de Sarmiento —lo cual le hizo emitir amargos conceptos sobre el dramático destino de los pueblos latinoamericanos, siempre trabados en combate maniqueísta entre civilización y barbarie, entre el progreso y el caudillismo— el Primer Magistrado subió a bordo del carguero holandés que habría de hacer breve escala en La Habana… Y el mar se fue desengrisando, y se pintaron las anchas lunas amarillas del Caribe sobre una barroca reaparición de sargazos y peces voladores. —«El aire ya huele distinto» —decía el Primer Magistrado sorbiendo una brisa que le traía un inequívoco aliento de lejanos manglares… Y ya en La Habana, se supo, por el Cónsul, que el Coronel Hoffmann, a pesar de su presente penuria en armas ligeras, se mantenía en posiciones defensivas, sin que los revolucionarios hubiesen realizado mayores progresos. Todo estaba igual que cuando su cable fuese mandado a París. Como la noticia era buena y se estaba en carnavales, el Primer Magistrado asistió al paseo de máscaras y comparsas, al concurso de disfraces, arrojando serpentinas por todo lo alto. Y, luego de haber alquilado un dominó negro, fue al Baile de Tacón, donde una mulata, vestida a lo Marquesa entre Luis XV y XVI —miriñaque encarnado, peluca empolvada, lunas sobre arrebol, abanico rojiverde e impertinentes de carey— le enseñó los modos de bailar sin bailar, de bailar sin salirse del ámbito de una losa, de moverse a la vertical, casi sin moverse, en giraciones cada vez más apretadas, más lentas, llevadas a una mutua inmovilidad, en el perfume de un raso que de tanto haberse resudado resultaba más piel que la misma piel —todo esto en un gran estrépito de cornetín, clarinete y timbales, promovido por la orquesta de Valenzuela y Corbacho. Cuando comenzaron las máscaras a dispersarse, y se fueron apagando, de piso en piso, las luces del teatro, la mulata invitó al Primer Magistrado a dormir con ella en un cuarto que tenía allá, cerca del Arco de Belén, en una casa «modesta pero decente» —decía ella— con patio sembrado de granados, albahacas y culantrillos. Tomaron un coche de alquiler, tirado por un caballo flaco que el cochero impulsaba hacia adelante —estaba como dormido— con una espuela puesta en punta de vara, pasando entre enormes casas amodorradas, que olían a tasajo, a melaza, a humo de torrefacciones, arrojando aquí, allá, según entrara la brisa del puerto, vahos de azúcar prieta, horno caliente y café verde, en un vasto respiro de establos, talabarterías y moho de viejas murallas, aún frescas de rocíos nocturnos, salitres y musgos. —«Véleme el sueño, mi compadre» —me dijo el primer Magistrado—. «No se preocupe, mi compadre, que aquí tengo lo que hace falta» —dije, sacándome la Browning del bolsillo del corazón… Y mientras el Primer Magistrado y la mulata Luis no sé cuántos se ocultaban tras de una puerta azul, me instalé en un taburete de piel de vaca, con el arma puesta en los muslos. Nadie, por lo demás, sabía que mi Presidente estuviese en la ciudad. Había desembarcado con pasaporte falso, para evitar que el cable diese la noticia de su viaje a donde quería llegar con el seguro impacto de lo inesperado… Cantaron los gallos, se hizo el relevo de sombras, y, en minutos, cundieron los estrépitos de siempre: paso de carretones y carromatos, con su creciente y decreciente sinfonía de cencerros; cortinas corridas, restallar de persianas, trasiego de bateas y latones; Floreeeeeeero, flores; Escoooobero, escobillones; La lotería: el número bonito; entrada de los pregoneros de la torreja, el aguacate y el tamal cantados a garganta de chantre gregoriano; y el otro, que ofrecía cambios de botellas por pirulís, y fueron las noticias del día, voceadas por los vendedores de periódicos: un aviador cubano, Rosillo, había superado ayer, en el campo de la Bien Aparecida, los loop-the-loop del francés Pegoud; un suicidio por fuego; captura de cuatreros en Camagüey; ola de frío —más 13 grados, según el Observatorio— en los altos de Placetas; confusa situación en México —donde ahora había revolución de verdad: lo sabíamos por los tremebundos relatos de Don Porfirio—, y, en nuestro país, sí, en nuestro país, su nombre había sonado en boca del voceador, una victoria de Ataúlfo Galván (sí, «victoria», creo que dijo) en la zona de Nueva Córdoba… Movido por ello desperté al Primer Magistrado que dormía con un enorme y espeso muslo puesto sobre el también carnoso pero más largo muslo de la mulata, y ya, con él, muy compuesto y digno, vamos, a pie, hacia el Muelle de San Francisco, donde nos espera el carguero presto a zarpar… De un organillo empavesado de borlas y retratos de La Chalito y La Bella Camelia brota, repentinamente, el percutiente estrépito de un pasodoble torero. —«¡Ciudad más ruidosa!» —observa el Mandatario—: «Al lado de esto, nuestra Capital es un convento de monjas».
Y henos aquí, ya en Puerto Araguato, donde nos esperaba el Coronel Hoffmann, muy tieso, luciendo el monóculo de los días solemnes, con la buena nueva de que todo sigue igual. El movimiento subversivo sólo tiene respaldo en las provincias del Norte, cuya población siempre ha sido hostil, por larga tradición, al Poder Central, creyéndose desatendida, minimizada, tenida en pariente pobre, a pesar de poseer las tierras más ricas y productivas del país. De los cincuenta y tres pronunciamientos dados en un siglo de historia, más de cuarenta habían sido promovidos por caudillos norteños. Nadie sabía aún —salvo los ministros y altos oficiales del Ejército…— que el Jefe de Estado llegaría hoy. Así sería mayor el efecto de sorpresa… (Había contemplado yo —más entristecido ahora que antes por la traición del hombre de mi mayor confianza— el panorama portuario, desde la cubierta del guardacostas que me trajo, enterneciéndome, de pronto, con cursi pero irrefrenable lagrimeo, ante una arquitectura de casitas, de ranchos, encaramados unos encima de otros, a flanco de cerro, como frágiles barajas de un castillo de barajas. Aflojado en mis iras por el reencuentro con lo mío, advertí, en el pálpito de una iluminación, que este aire era aire de mi aire; que un agua ofrecida a mi sed, tan agua como otras aguas, me traía, de repente, remembranzas de olvidados sabores, ligadas a rostros idos, a cosas recogidas por la mirada, archivadas en mi mente. Respirar a lo hondo. Beber despacio. Vuelta atrás. Paramnesia. Y ahora que el tren sube, sube, siempre en curvas y túneles, haciendo breves paradas, a veces, entre los riscos y breñales de las Tierras Calientes, ver, con los ojos del olfato, el dibujo de las hojas que crecen en oficio de tinieblas; representarme la arquitectura del árbol por la quejumbrosa flexión de una rama; saber del amaranto hongo de cortezas por la permanencia de su hálito recobrado… Cómo desnudo, inerme, ablandado, llevado a la indulgencia, el acomodo, la posible conciliación —cosas aún debidas a un allá que, de hora en hora, me iba quedando más lejos, al pie de su Arco de Triunfo—, a medida que ascendía hacia el Sillón Presidencial, recobrando una agresividad acaso debida al reencuentro con las vegetaciones cercanas, trabadas en una ininterrumpida lucha por reconquistar el claro de la carrilera por donde resoplaba nuestra locomotora, consideraba yo los acontecimientos con mayor encono y pasión. Cada doscientos metros escalados por la máquina me acrecía en mando y estatura, tonificado por un aire delgado, caído ya de las cimas. Había que ser duro, implacable: lo exigían las Fuerzas implacables, inmisericordes, que eran todavía la obscura y todopoderosa razón de ser —la pulsión visceral— de su mundo en gestación, aún problemático en cuanto a formas, voliciones, impulsos y límites. Porque allá —ahora allá de allá— seguía el puerto marítimo de Basilea en sus quehaceres renanos del Año Mil, en tanto que el Sena de los bateauxmouches seguía medido por los inmutables trancos del Pont-Neuf de los chamarileros y tabarines renacentistas, mientras que aquí, en la hora de ahora, se trepaban las selvas sobre las selvas, se trastocaban los estuarios, mudaban de curso los ríos abandonando sus cauces de la noche a la mañana, en tanto que veinte ciudades construidas en un día, llevadas del embostado al mármol, de la zahurda al alcázar, de la guitarra payadora a la voz de Enrico Caruso, caían en ruinas, de repente, andrajosas y abandonadas, apenas un salitre cualquiera hubiese dejado de interesar al mundo, apenas algún excremento de pájaros marinos —de esos que nievan los arrecifes de lechosas garúas— hubiese dejado de cotizarse en las Altas Bolsas, de muchas pizarras y gritos, pujas y sobrepujas, sustituido por algún invento en probeta de químicos alemanes… A medida que me henchía del aire de mi aire, me iba haciendo más Presidente…). Y presidente de verdad era, erguido en la plataforma del vagón de aparato, tiesa la figura, endurecido el semblante, fusta en mano, hosco el gesto, cuando fuimos llegando a la Capital, anunciada por las consabidas escenografías suburbanas: ahí la fábrica de jabón, el aserradero, la central eléctrica; a la derecha, el destartalado palacete de las cariátides y atlantes, con su ruinoso minarete de mosaicos; a la izquierda, el gran anuncio de la Emulsión de Scott y el otro, de la Loción Pompeya. El Linimento de Sloan, útil para todo; el Compuesto Vegetal de Lydia Pinkham —retratada con gola y camafeos— soberano en asuntos de trastornos menstruales. Y sobre todo —sobre todo— la Harina Aunt Jemima —hay que detenerse en la marca— que gozaba de gran favor en barriadas, conventillos y conucos, a causa de la figura de negra sureña, tocada con pañuelo a cuadros, como las abajeñas de aquí, que adornaba su etiqueta. («Es igualita que la abuela del prusiano Hoffmann» —decían los bromistas, recordando que la anciana, relegada a las remotas dependencias de la casa, nunca presente en las comidas y saraos del General, sólo era vista en las calles cuando iba a comulgar en misa de 6 o le daba por regatear, a gritos, el precio del orégano o la lechuga en puestos de madrugadores hortelanos, de los que arreaban borricos agobiados de alforjas desde las cercanas montañas, antes del cotidiano despertar en luz del Volcán Tutelar…). Rieles que se entrecruzan, discos de señales que nos vienen al encuentro, y a las dos de la madrugada entramos en la desierta estación del Gran Ferrocarril del Este, toda de hierro y empañados cristales —muchos rotos— construida antaño por el francés Baltard. El agregado militar de los Estados Unidos nos aguardaba en el andén, junto a los miembros del Gabinete. Y en varios automóviles se atravesó la ciudad, silenciosa y como deshabitada, a causa del toque de queda que, de ocho de la noche, se había adelantado a las seis, y, desde hoy, a las cuatro y media. Sobre altas aceras duermen, de puertas y ventanas cerradas, las casas grises, ocres, amarillas, con sus herrumbrosas gárgolas sacadas de los tejados. La estatua ecuestre del Fundador de la Nación lucía lúgubremente solitaria, a pesar de la presencia de los héroes de bronce que, más abajo y de pie, lo acompañaban en la Plaza Municipal. El Gran Teatro, con sus altas columnas clásicas, cobraba, en ausencia de toda silueta humana, un aspecto de cenotafio suntuario. Las luces todas del Palacio de Gobierno estaban prendidas, en espera del Consejo Extraordinario que habría de durar hasta la hora del desayuno. Y, a las diez, convocada por los periódicos de la mañana en una muy voceada edición especial, una enorme multitud se aglomeraba frente a la fachada de tezontle y azulejos, edificada en los días de la Conquista por un inspirado arquitecto judío, prófugo de la Santa Inquisición, a quien debíamos las más hermosas iglesias coloniales del país —señoreadas todas por el Santuario Nacional de la Divina Pastora, en Nueva Córdoba—. Cuando el Primer Magistrado apareció en el balcón de honor, fue saludado por aclamaciones que levantaron un gran revuelo de palomas sobre los tejados y azoteas que, en blanco y rojo, ajedrezaban el valle, entre sus treinta y dos campanarios de mayor o menor ambición… Acallados los vítores, el Presidente, arrancando en tiempo lento, marcando las pausas, como era su costumbre, empezó a pronunciar un discurso bien articulado, sonoro en su atenorado diapasón, preciso en sus intenciones, aunque se adornara demasiado —éste era el parecer de muchos— de expresiones tales como «trashumante», «mirobolante», «rocambolesco», «erístico», «apodáctico», antes de que, subido de tono en una relumbrante movilización de horcas caudinas, espadas de Damocles, pasos del Rubicón, trompetas de Jericó, Cyranos, Tartarines y Clavileños, revueltos con altivas palmeras, señeros cóndores y onicrótalos alcatraces, se diese a increpar a los «jenízaros del nepotismo», a los «miméticos demagogos», a los «condotieros de alfeñique» siempre dispuestos a mellar sus espadas en descabelladas empresas, generadores de discordia donde la laboriosidad, un concepto patriarcal de la vida, nos hacían, a todos, miembros de una gran familia —pero de una Gran Familia que, por lo sensata y unida, era siempre severa, inexorable, para los Hijos Pródigos que, en vez de arrepentirse de sus yerros, como en la parábola bíblica, pretendían incendiar y asolar la Casa Solariega donde, colmados de grados y honores, se habían hecho Hombres… Muchas burlas debía el Primer Magistrado a los rebuscados giros de su oratoria. Pero —y así lo entendía Peralta— no usaba de ellos por mero barroquismo verbal; sabía que con tales artificios de lenguaje había creado un estilo que ostentaba su cuño y que el empleo de palabras, adjetivos, epítetos inusitados, que mal entendían sus oyentes, lejos de perjudicarlo, halagaba, en ellos, un atávico culto a lo preciosista y floreado, cobrando, con esto, una fama de maestro del idioma cuyo tono contrastaba con el de las machaconas, cuartelarias y mal redactadas proclamas de su adversario… Terminado el discurso con un emocionado llamamiento a la ecuanimidad, concordia y unión de todos los ciudadanos de buena voluntad, dignos herederos de los Fundadores de la Nación y Padres de la Patria, cuyos venerados sepulcros se alineaban en las naves de un panteón cercano (… «vuelvan las cabezas y contemplen con los ojos del espíritu la enhiesta y babilónica torre que…» etc. etc.), el orador, oídas las últimas aclamaciones, se retiró al Salón del Consejo, donde varios mapas estaban desplegados sobre una larga mesa de caoba. Armado de banderitas —unas, nacionales; rojas las otras montadas en alfileres, el Coronel Walter Hoffmann, Presidente del Consejo, ahora Ministro de la Guerra p. s. r., trazó un cuadro breve y escueto de la situación militar. En aquella línea, estaban los cabrones e hijos de puta; aquí, aquí y aquí, los defensores del honor nacional. Los cabrones e hijos de puta habían recibido el concurso de otros cabrones e hijos de puta durante las últimas semanas: eso era evidente. Pero, al haberse cedido la zona del Pacífico a la United Fruit, las posibilidades, para ellos, de hacer entrar pertrechos por Bahía del Negro quedaban anuladas. Los leales habían contenido el avance de los revolucionarios en el Noroeste: «Pero, si hubiésemos tenido más armas, hubiéramos hecho más». —«Dentro de una semana tendremos todo lo necesario»— dijo el Primer Magistrado detallando, a vista de facturas, el cargamento embarcado en La Florida. Por lo pronto, había que alentar la moral y la combatividad de las tropas constitucionales. Él, personalmente, partiría esta misma noche hacia la zona de operaciones. En sus aspectos generales la situación, aunque grave, debía considerarse con optimismo. —«¿Y Nueva Córdoba?» —preguntó sin embargo, pensando en esa extraña ciudad de ruinosos palacios, rica en minas, acaso demasiado india, siempre desconcertante en sus resabios, temible en sus imprevisibles sobresaltos, que había sido foco de arduas resistencias en revoluciones anteriores. —«Nada» —respondió Hoffmann—: «Ahí Ataúlfo no tiene popularidad. Por eso, la ha dejado atrás sin tocarla. Además, hizo la promesa de respetar los intereses ingleses y norteamericanos que son muchos allá, y quiere demostrar que cumple con su palabra, alejando la guerra de esa zona». El Primer Magistrado tenía sueño. Después de pedir a la Mayorala Elmira que le preparara su traje de campaña, dando betún a sus botas y gamuza a su casco de punta, movido por un repentino antojo, la agarró repentinamente, de a levantafaldas, acodada ella sobre el mármol de una cómoda, confundida en elogios sobre lo «en condiciones» que había llegado el señor de París —a pesar de que París, ese tremendo París, donde los hombres pierden hasta el alma…— antes de acunarse en su hamaca para dormir unas horas… Al cabo de su reposo, se encontró con el rostro —esta vez ceñudo y preocupado— del Doctor Peralta. Los estudiantes de la secular Universidad de San Lucas habían tenido la osadía de hacer circular un manifiesto insolente, inadmisible, que el Presidente leyó con creciente ira. Se recordaba, ahí, que había ascendido al poder por un golpe de estado; que había sido confirmado en su mando por unas elecciones fraudulentas; que sus poderes habían sido prorrogados mediante una arbitraria reforma de la Constitución; que sus reelecciones… —en fin, lo de siempre en tales prosas: Llegados eran los tiempos de acabar con una Autoridad sin rumbo ni doctrina, expresada en úcases y edictos, de un Presidente Procónsul guiado, en obra de gobierno, por los mensajes cifrados de su hijo Ariel. Pero lo grave ahora —por la novedad del caso— era que los estudiantes proclamaran que, en la actualidad, tanto montaba uniforme como levita y que tan poco interesante era la causa gubernamental como la de los llamados «revolucionarios». Cambiaban los jugadores en torno al mismo tablero, y se proseguía una inacabable partida empezada hacía más de cien años… Y, para regresarse a un orden constitucional y democrático, se postulaba la figura del Doctor Luis Leoncio Martínez, austero profesor de filosofía, traductor de Plotino, a quien mucho conocía Peralta, por haber sido condiscípulo suyo. Era hombre de frente alta, angosta, venosa y despoblada, palabra seca y breve, abstemio y madrugador, vegetariano militante, padre de nueve hijos, admirador de Proudhon, Bakunin y Kropotkin, que se había carteado antaño con Francisco Ferrer, el maestro anarquista de Barcelona, promoviendo una gran manifestación en la ciudad cuando se tuvieron noticias de su fusilamiento en Montjuich —manifestación permitida por el Primer Magistrado porque la protesta era universal, y, en fin, ya que Ferrer estaba tronado y no lo levantaría nadie, un desfile, abierto en el crepúsculo, terminado en el terral de las nueve (tres horas de gritos que no eran de oposición al Gobierno) vendría a demostrar nuestro respeto a las libertades, nuestra tolerancia con las ideas, etc. etc. El Doctor Luis Leoncio Martínez, además, concertaba sus convicciones libertarias con una suerte de teosofía, nutrida de los Upanishad, el Baghavad-Gita, Annie Besant, Madame Blavatzky, y también Camilo Flammarion —interesándose por los fenómenos metapsíquicos que, en muy íntimas ceremoniales de rotación de mesas, cadenas magnéticas, y concentraciones espirituales, promovían las presencias, en golpes y levitaciones, de Swedemborg, el Conde de San Germán, Katie King, o de la aún viviente pero remota Eusapia Paladino… Y ahora, ese soñador, ese pálido utopista, había aparecido sorpresivamente en Nueva Córdoba, soliviantando a los trabajadores de las minas de cobre y estaño, con ayuda de media docena de líderes estudiantiles. Grande le quedaba la empresa y más si se pensaba que era hombre de gabinete, admirado por unos pocos coterráneos, pero sin arrastre político en el resto del país. Vuelto a la calma por operación de una copa oportunamente servida, y analizando las cosas con criterio táctico, pensó el Presidente que, en realidad, la actividad de un enemigo común, en la retaguardia del General Ataúlfo Galván, venía a favorecerlo, limitando la acción del rebelde a dos provincias del Nordeste. Y si lo de Nueva Córdoba cobraba cuerpo, podría contarse, en última instancia, con la ayuda de los Estados Unidos, ya que la Casa Blanca estaba opuesta, ahora más que nunca, a toda germinación de movimientos anarquizantes, socializantes, en esta América de abajo, harto revoltosa y latina. Y ya iba el Primer Magistrado a considerar la situación con el Coronel Hoffmann, cuando una segunda hoja, escrita en tono satírico y jocoso, volvió a encenderle —y esta vez mucho más que antes— la ya caída ira. Ahí su oratoria era puesta en solfa con una criollísima prosa donde se le calificaba, en remedo y chunga, de «Tiberio de zarzuela», «Sátrapa de Tierras Calientes», «Moloch del Tesoro Público», «Monte-Cristo rastacuero» que, en sus paseos por Europa, andaba siempre con un millón en la cartera. Su ascensión al poder había sido «El 18 Brumario de Monipodio». Su Ministerio era «Goldenrush», «Corte de Milagros» y «Concilio de cúmbilas». Y ahí no se perdonaba a nadie: el Coronel Hoffmann era «un prusiano con abuela negra en el traspatio»; el General Ataúlfo Galván, «chácharo bochinchero, ostrogodo de sables y vainas», en tanto que numerosos funcionarios y jefes de la Seguridad eran puestos, según se les tuviera por trágicos o grotescos, en estampa de inquisición o de teatro bufo. Pero, lo peor, su hija Ofelia era proclamada «Infanta del Rey Midas», recordándose que mientras las mujeres descalzas de acá no tenían un hospital donde parir, la agraciada criolla, coleccionista de camafeos antiguos, muy preciosas cajitas de música y caballos de carrera, había dado millares de pesos nacionales (a 2. 27 el cambio contra dólar) a empresas y organizaciones tales como «La obra misionera en China», la «Liga para la protección del arte gótico» y la «Fundación de la Gota de Leche», presidida, esta última, por una Duquesa europea… Aquí la broma pasaba de broma y el Primer Magistrado no estaba para bromas. Y más ahora que el Coronel Hoffmann le venía con la noticia de que los estudiantes, encerrados en la Universidad, estaban dando un mitin contra el Gobierno. —«Metan la caballería en el edificio» —dijo el Presidente. —«Pero… ¿y el fuero centenario?, ¿la autonomía?». —«No estoy para pensar en semejantes pendejadas. Bastante que han jodido ya con esa autonomía. Estamos en estado de emergencia». —«¿Y si resisten, si tiran ladrillos desde las azoteas, si desjarretan a los caballos, como hicieron en 1908?». —«En ese caso… ¡plomo con ellos! Repito que estamos en estado de emergencia y no pueden tolerarse desórdenes»… Media hora después se armaba la balacera en los patios de la Universidad de San Lucas. —Y si tienen muertos —dijo el Primer Magistrado, acabando de abrocharse la guerrera—, «nada de entierros solemnes, con ataúdes llevados en hombros y discursos en el cementerio, que no son sino manifestaciones amparadas por el luto. Se entrega el fiambre a la familia y que se le meta en el hoyo sin gritos ni mariqueras, porque de lo contrario la familia entera, con madre, abuelos y carajillos, va a la cárcel»… Afuera, seguía el tiroteo. Ocho muertos y veintitantos heridos. —«Para que aprendan» —dijo el Primer Magistrado, tomando asiento en la larga Renault negra que lo llevaría a la estación del ferrocarril: —«¿Ha caído algún soldado?». —«Dos, porque un estudiante y un bedel estaban armados»—. «Que les hagan exequias nacionales, con armón de artillería, marchas fúnebres y tendido en el Panteón de los Héroes, por haber caído en el cumplimiento del deber»… Y la bélica partida se preparó, en los andenes, con gran parada de cascos y correajes, barbuquejos y espuelas, prismáticos y fustas de aparato, en un ir y venir de sargentos semejantes a feldwebels alemanes, que cuidaban del amontonamiento de las tropas en los vagones, carros de ganado y furgones. Se empezó por los soldados de élite, cazadores y húsares, de botas relucientes y marcial apostura, que irían en el convoy presidencial. Luego, para los otros trenes, vinieron infantes menos lucidos, de guerreras marchitas y toscos botines, y, después, infantes de tercera, con machete, cananas, fusiles viejos y zapatos desemparejados. Y, metidas en todas partes, deslizándose entre los grupos y formaciones, colándose por las ventanillas, trepándose a los techos, las soldaderas, con sus hornillas y enseres de cocina cargados en petates y sacos. Sobre vagones-plataforma se habían subido dos cañones Krupp, montados en riel semicircular, con su complicada maquinaria de ruedas dentadas, palancas y manubrios. —«¿Y esto es para bonito?» —preguntó el Primer Magistrado. —«La experiencia ha demostrado» —dijo Hoffmann— «que pueden ser trasladados en carretas cañeras con cuatro yuntas de bueyes». —«Muy práctico para operaciones rápidas» —dijo el Presidente a quien el zafarrancho había puesto de buen humor… Por fin, con un retraso de tres horas, pasadas en intercalar vagones, mover vagones, interpolar vagones, extrapolar vagones, comprobar que éste no servía, que el otro sí servía, que el de más allá tenía bloqueados los frenos, que el vagón-cisterna estaba lleno de agua podre, que el volquete no respondía, después de dos horas más, ocupadas en sacar bogies de las vías muertas, romper filas de carros para formar otras, adelantar, retroceder, entre silbatos de locomotoras y cornetas de bandas militares, se puso en camino el ejército, acompañado de la canción de rigor:
Adiós, adiós.
Lucero de mi vida,
Dijo un soldado,
Al pie de una ventana.
El Primer Magistrado se encerró temprano, con Peralta, en su cómodo compartimento del vagón presidencial, para beber de lo traído en el maletín-Hermes, fuera de las miradas de capitanes y coroneles que, en el salón-pullman, festejaban la partida hacia el frente en torno a sus botellas de buena etiqueta. Sentado en el borde de su cama, miraba melancólicamente las punteras de sus botas relucientes, el correaje de campaña colgado de una percha, la pistola en su funda —más pesada y de mayor calibre que su preferida, la liviana Browning de su uso personal. «General»… «Mi General»… «Señor General»… Y las junteras de los rieles que, al paso de las ruedas, decían, con regularidad obsesionante: «Génral… Gén-ral… Gén-ral… Gén-ral… Gén-ral…». Él era, acaso, el único General de este vasto mundo a quien no agradaba el título de General —aceptado, únicamente, cuando con militares andaba, o tenía que asumir, como ahora, el mando de alguna operación. Porque, en verdad, ese título se lo había otorgado él mismo, hacía muchísimos años, en uno de los tempranos avatares de su vida política, cuando, poniéndose a la cabeza de una partida armada, allá en el Surgidero de La Verónica, había llevado sesenta y tantos hombres al asalto de un fortín ocupado por unos revoltosos, unos alzados, enemigos del Gobierno al que entonces era fiel y al cual derrocaría más tarde —pero esa vez con ayuda de generales de verdad— para instalarse en el Palacio Presidencial. Ahora, por un tiempo —lo que duraran las operaciones—, volvería a ser «General», «Mi General», «Señor General». Y miraba nuevamente las punteras de sus botas, sus espuelas, su correaje. Y pensaba, burlándose de sí mismo, en el personaje de la comedia de Molière que era cocinero cuando usaba gorro y cochero cuando se ponía librea. —«Dame de beber» —dijo a Peralta—: «Y alcánzame el tomo aquel». Y, en espera del sueño, corrió las páginas, hasta dar con un Sexto Libro, cuya lectura le había quedado interrumpida semanas antes. Capítulo XI: «Ya que alcanzamos esta parte del relato, nos parece oportuno extendernos sobre las costumbres de la Galia y de la Germania y sobre las diferencias que distinguen dichas naciones. En Galia, no solamente en cada estado, sino también en cada pequeña comarca y fracción de comarca, y hasta en el seno de cada familia, hay partidos»… Hay partidos. —«Por eso es que los jodieron como los jodieron» —comentó el Primer Magistrado entre dos bostezos… Afuera, seguían los cantos:
La noche que la mataron,
Rosita estaba de suerte.
De seis tiros que le dieron,
No más uno era de muerte…